Qué misterio se oculta tras la sonrisa de Mona Lisa? Durante siglos, la Iglesia ha conseguido mantener oculta la verdad, hasta ahora.

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2 Qué misterio se oculta tras la sonrisa de Mona Lisa? Durante siglos, la Iglesia ha conseguido mantener oculta la verdad, hasta ahora. Antes de morir asesinado, Jacques Sauniere, el último Gran Maestre de una sociedad secreta que se remonta a la fundación de los Templarios, transmite a su nieta Sofía una misteriosa clave. Sauniére y sus predecesores, entre ellos Isaac Newton o Leonardo Da Vinci, han conservado durante siglos un conocimiento que puede cambiar la historia de la humanidad. Ahora Sofí a, con la ayuda del experto en simbología Robert Langdon, comienza la búsqueda de ese secreto, en una trepidante carrera que les lleva de una clave a otra, descifrando mensajes ocultos en los más famosos cuadros del genial pintor y en las paredes de antiguas catedrales.

3 Dan Brown El código Da Vinci epub r1.2 libra

4 Título original: The Da Vinci Code Dan Brown, 2003 Traducción: Juanjo Estrella Editor digital: libra Segundo editor: ibrain (corrección erratas) epub base r1.0

5 Para Blythe, una vez más. Más que nunca.

6 Agradecimientos En primer lugar, le doy las gracias a mi amigo y editor Jason Kaufman por involucrarse tanto en este proyecto y por entender plenamente de qué trata este libro. Gracias también a la incomparable Heide Lange, campeona incansable de El Código Da Vinci, extraordinaria agente y amiga de verdad. No tengo palabras para expresar la gratitud que siento por el excepcional equipo de Doubleday, por su generosidad, su fe y su inestimable ayuda. Gracias especialmente a Bill Thomas y a Steve Rubin, que creyeron en este libro desde el principio. Gracias también al primer grupo de defensores de la obra en sus etapas iniciales, encabezado por Michael Palgon, Suzanne Herz, Janelle Moburg, Jackie Everly y Adrienne Sparks, además de a los muy buenos profesionales del equipo de ventas de Doubleday, y a Michael Windsor por la atractiva cubierta de la edición norteamericana. Por su desinteresada ayuda en la investigación necesaria para la preparación de este libro, me gustaría expresar mi reconocimiento al Museo del Louvre, al Ministerio francés de Cultura, al Proyecto Guttenberg, a la Biblioteca Nacional de Francia, a la Biblioteca de la Sociedad Gnóstica, al Departamento de Estudios Pictóricos y al Servicio de Documentación del Louvre, a la Catholic World News, al Real Observatorio de Greenwich, a la London Record Society, a la Colección de Archivos de la Abadía de Westminster, a John Pike y a la Federación de Científicos Americanos, a los cinco miembros del Opus Dei (tres de ellos en activo) que me contaron sus historias, tanto las positivas como las negativas, en relación con sus experiencias en dicha organización. Deseo asimismo expresar mí gratitud a la librería Water Street Bookstore por conseguirme muchas de las obras con las que me he documentado; a mi padre, Richard Brown profesor de matemáticas y escritor, por su ayuda con la Divina Proporción y la Secuencia de Fibonacci; a Stan Planton, a Sylvie Baudeloque, a Peter McGuigan, a Francis McInerney, a Margie Wachtel, a André Vernet, a Ken Kelleher, de Anchorball Web Media, a Cara Sottak, a Karyn Popham, a Esther Sung, a Miriam Abramowitz, a William TunstallPedoe y a Griffin Wooden Brown. Finalmente, en una novela que le debe tanto a la divinidad femenina, sería un olvido imperdonable que no mencionara a las extraordinarias mujeres que han iluminado mi vida. En primer lugar a mi madre, Connie Brown, también apasionada

7 de la escritura, músico y modelo a seguir. Y a mi esposa, Blythe, historiadora del arte, pintora, editora todoterreno y, sin duda, la mujer con más talento que he conocido en mi vida.

8 Los hechos El Priorato de Sión sociedad secreta europea fundada en 1099 es una organización real. En 1975, en la Biblioteca Nacional de París se descubrieron unos pergaminos conocidos como Les Dossiers Secrets, en los que se identificaba a numerosos miembros del Priorato de Sión, entre los que destacaban Isaac Newton, Sandro Boticelli, Victor Hugo y Leonardo da Vinci. La prelatura vaticana conocida como Opus Dei es una organización católica de profunda devoción que en los últimos tiempos se ha visto inmersa en la controversia a causa de informes en los que se habla de lavado de cerebro, uso de métodos coercitivos y de una peligrosa práctica conocida como «mortificación corporal». El Opus Dei acaba de culminar la construcción de una de sus sedes, con un coste de 47 millones de dólares, en Lexington Avenue, Nueva York. Todas las descripciones de obras de arte, edificios, documentos y rituales secretos que aparecen en esta novela son veraces.

9 Prólogo Museo del Louvre, París. 10:46 p.m. Jacques Sauniére, el renombrado conservador, avanzaba tambaleándose bajo la bóveda de la Gran Galería del Museo. Arremetió contra la primera pintura que vio, un Caravaggio. Agarrando el marco dorado, aquel hombre de setenta y seis años tiró de la obra de arte hasta que la arrancó de la pared y se desplomó, cayendo boca arriba con el lienzo encima. Tal como había previsto, cerca se oyó el chasquido de una reja de hierro que, al cerrarse, bloqueaba el acceso a la sala. El suelo de madera tembló. Lejos, se disparó una alarma. El conservador se quedó ahí tendido un momento, jadeando, evaluando la situación. «Todavía estoy vivo». Se dio la vuelta, se desembarazó del lienzo y buscó con la mirada algún sitio donde esconderse en aquel espacio cavernoso. No se mueva dijo una voz muy cerca de él. A gatas, el conservador se quedó inmóvil y volvió despacio la cabeza. A sólo cinco metros de donde se encontraba, del otro lado de la reja, la imponente figura de su atacante le miraba por entre los barrotes. Era alto y corpulento, con la piel muy pálida, fantasmagórica, y el pelo blanco y escaso. Los iris de los ojos eran rosas y las pupilas, de un rojo oscuro. El albino se sacó una pistola del abrigo y le apuntó con ella entre dos barrotes. No debería haber salido corriendo. Su acento no era fácil de ubicar. Y ahora dígame dónde está. Ya se lo he dicho balbuceó Sauniére, de rodillas, indefenso, en el suelo de la galería. No tengo ni idea de qué me habla! Miente. El hombre lo miró, totalmente inmóvil salvo por el destello de sus extraños ojos. Usted y sus hermanos tienen algo que no les pertenece. El conservador sintió que le subía la adrenalina. «Cómo podía saber algo así?». Y esta noche volverá a manos de sus verdaderos custodios. Dígame dónde la ocultan y no le mataré. Apuntó a la cabeza del conservador. O es un secreto

10 por el que sería capaz de morir? Sauniére no podía respirar. El hombre inclinó la cabeza, observando el cañón de la pistola. Sauniére levantó las manos para protegerse. Espere dijo con dificultad. Le diré lo que quiere saber. Escogió con cuidado las siguientes palabras. La mentira que dijo la había ensayado muchas veces rezando siempre por no tener que recurrir a ella. Cuando el conservador terminó de hablar, su atacante sonrió, incrédulo. Sí, eso mismo me han dicho los demás. Sauniére se retorció. Los demás? También he dado con ellos soltó el hombre con desprecio. Con los tres. Y me han dicho lo mismo que usted acaba de decirme. «No es posible!». La identidad real del conservador, así como la de sus tres sénéchaux, era casi tan sagrada como el antiguo secreto que guardaban. Ahora Sauniére se daba cuenta de que sus senescales, siguiendo al pie de la letra el procedimiento, le habían dicho la misma mentira antes de morir. Era parte del protocolo. El atacante volvió a apuntarle. Cuando usted ya no esté, yo seré el único conocedor de la verdad. La verdad. En un instante, el conservador comprendió el horror de la situación. «Si muero, la verdad se perderá para siempre». Instintivamente, trató de encogerse para protegerse al máximo. Se oyó un disparo y Sauniére sintió el calor abrasador de la bala que se le hundía en el estómago. Cayó de bruces, luchando contra el dolor. Despacio, se dio la vuelta y miró a su atacante, que seguía al otro lado de la reja y lo apuntaba directamente a la cabeza. El conservador cerró los ojos y sus pensamientos se arremolinaron en una tormenta de miedo y lamentaciones. El chasquido de un cargador vacío resonó en el pasillo. Sauniére abrió los ojos. El albino contemplaba el arma entre sorprendido y divertido. Se puso a buscar un segundo cargador, pero pareció pensárselo mejor y le dedicó una sonrisa de superioridad a Sauniére. Lo que tenía que hacer ya lo he hecho.

11 El conservador bajó la vista y se vio el orificio producido por la bala en la tela blanca de la camisa. Estaba enmarcado por un pequeño círculo de sangre, unos centímetros más abajo del esternón. «Mi estómago». Le parecía casi cruel que el disparo no le hubiera alcanzado el corazón. Como veterano de la Guerra de Argelia, a Sauniére le había tocado presenciar aquella muerte lenta y horrible por desangramiento. Sobreviviría quince minutos mientras los ácidos de su estómago se le iban metiendo en la cavidad torácica, envenenándolo despacio. El dolor es bueno, señor dijo el hombre antes de marcharse. Una vez solo, Jacques Sauniére volvió la vista de nuevo hacia la reja metálica. Estaba atrapado, y las puertas no podían volver a abrirse al menos en veinte minutos. Cuando alguien lo encontrara, ya estaría muerto. Sin embargo, el miedo que ahora se estaba apoderando de él era mucho mayor que el de su propia extinción. «Debo transmitir el secreto». Luchando por incorporarse, se imaginó a sus tres hermanos asesinados. Pensó en las generaciones que lo habían precedido en la misión que a todos les había sido confiada. «Una cadena interrumpida de saber». Y de pronto, ahora, a pesar de todas las precauciones a pesar de todas las medidas de seguridad Jacques Sauniére era el único eslabón vivo, el único custodio de uno de los mayores secretos jamás guardados. Temblando, consiguió ponerse de pie. «Debo encontrar alguna manera de». Estaba encerrado en la Gran Galería, y sólo había una persona en el mundo a quien podía entregar aquel testimonio. Levantó la vista para encontrarse con las paredes de su opulenta prisión. Las pinturas de la colección más famosa del mundo parecían sonreírle desde las alturas como viejas amigas. Retorciéndose de dolor, hizo acopio de todas sus fuerzas y facultades. Sabía que la desesperada tarea que tenía por delante iba a precisar de todos los segundos que le quedaran de vida.

12 1 Robert Langdon tardó en despertarse. En la oscuridad sonaba un teléfono, un sonido débil que no le resultaba familiar. A tientas buscó la lámpara de la mesilla de noche y la encendió. Con los ojos entornados, miró a su alrededor y vio el elegante dormitorio renacentista con muebles estilo Luis XVI, frescos en las paredes y la gran cama de caoba con dosel. «Pero dónde estoy?». El albornoz que colgaba de la cama tenía bordado un monograma: HOTEL RITZ PARÍS Lentamente, la niebla empezó a disiparse. Langdon descolgó el teléfono. Diga? Monsieur Langdon? dijo la voz de un hombre. Espero no haberle despertado. Aturdido, miró el reloj de la mesilla. Eran las 12:32. Sólo llevaba en la cama una hora, pero se había dormido profundamente. Le habla el recepcionista, monsieur. Lamento molestarle, pero aquí hay alguien que desea verle. Insiste en que es urgente. Langdon seguía desorientado. «Una visita?». Ahora fijó la vista en un tarjetón arrugado que había en la mesilla. LA UNIVERSIDAD AMERICANA DE PARÍS SE COMPLACE EN PRESENTAR LA CONFERENCIA DE ROBERT LANGDON PROFESOR DE SIMBOLOGÍA RELIGIOSA DE LA UNIVERSIDAD DE HARVARD Langdon emitió un gruñido. La conferencia de aquella noche una charla con presentación de diapositivas sobre la simbología pagana oculta en los muros de la catedral de Chartres seguramente había levantado ampollas entre el público más

13 conservador. Y era muy probable que algún académico religioso le hubiera seguido hasta el hotel para entablar una discusión con él. Lo siento dijo Langdon, pero estoy muy cansado. Mais, monsieur insistió el recepcionista bajando la voz hasta convertirla en un susurro imperioso. Su invitado es un hombre muy importante. A Langdon no le cabía la menor duda. Sus libros sobre pintura religiosa y simbología lo habían convertido, a su pesar, en un personaje famoso en el mundo del arte, y durante el año anterior su presencia pública se había multiplicado considerablemente tras un incidente muy divulgado en el Vaticano. Desde entonces, el flujo de historiadores importantes y apasionados del arte que llamaban a su puerta parecía no tener fin. Si es tan amable dijo Langdon, haciendo todo lo posible por no perder las formas, anote el nombre y el teléfono de ese hombre y dígale que intentaré contactar con él antes de irme de París el martes. Gracias. Y colgó sin dar tiempo al recepcionista a protestar. Sentado en la cama, Langdon miró el librito de bienvenida del hotel que vio en la mesilla y el título que anunciaba: DUERMA COMO UN ÁNGEL EN LA CIUDAD LUZ. SUEÑE EN EL RITZ DE PARÍS. Se dio la vuelta y se miró, soñoliento, en el espejo que tenía delante. El hombre que le devolvía la mirada era un desconocido, despeinado, agotado. «Te hacen falta unas vacaciones, Robert». La tensión acumulada durante el año le estaba pasando factura, pero no le gustaba verlo de manera tan obvia reflejado en el espejo. Sus ojos azules, normalmente vivaces, le parecían borrosos y gastados aquella noche. Una barba incipiente le oscurecía el rostro de recia mandíbula y barbilla con hoyuelo. En las sienes, las canas proseguían su avance, y hacían cada vez más incursiones en su espesa mata de pelo negro. Aunque sus colegas femeninas insistían en que acentuaban su atractivo intelectual, él no estaba de acuerdo. «Si me vieran ahora los del Boston Magazine». El mes anterior, para su bochorno, la revista lo había incluido en la lista de las diez personas más fascinantes de la ciudad, dudoso honor que le había convertido

14 en el blanco de infinidad de burlas de sus colegas de Harvard. Y aquella noche, a más de cinco mil kilómetros de casa, aquella fama había vuelto a precederle en la conferencia que había pronunciado. Señoras y señores dijo la presentadora del acto ante el público que abarrotaba la sala del Pabellón Dauphine, en la Universidad Americana, nuestro invitado de hoy no necesita presentación. Es autor de numerosos libros: La simbología de las sectas secretas, El arte de los Illuminati, El lenguaje perdido de los ideogramas, y si les digo que ha escrito el libro más importante sobre Iconología Religiosa, no lo digo porque sí. Muchos de ustedes utilizan sus obras como libros de texto en sus clases. Los alumnos presentes entre el público asintieron con entusiasmo. Había pensado presentarlo esta noche repasando su impresionante currículum. Sin embargo añadió dirigiendo una sonrisa de complicidad a Langdon, que estaba sentado en el estrado, un asistente al acto me ha hecho llegar una presentación, digamos, más «fascinante». Y levantó un ejemplar del Boston Magazine. Langdon quiso que se lo tragara la tierra. «De dónde había sacado aquello?». La presentadora empezó a leer algunos párrafos de aquel superficial artículo y Langdon sintió que se encogía más y más en su asiento. Treinta segundos después, todo el público sonreía, y a la mujer no se le veía la intención de concluir. Y la negativa del señor Langdon a hacer declaraciones públicas sobre su atípico papel en el cónclave del Vaticano del año pasado no hace sino darle más puntos en nuestro «fascinómetro» particular. La presentadora ya tenía a los asistentes en el bolsillo. Les gustaría saber más cosas de él? El público empezó a aplaudir. «Que alguien se lo impida», suplicó mentalmente Langdon al ver que volvía a clavar la vista en aquel artículo. Aunque tal vez el profesor Langdon continuó la presentadora no sea lo que llamaríamos un guapo oficial, como algunos de nuestros nominados más jóvenes, es un cuarentón interesante, con ese poderoso atractivo propio de ciertos intelectuales. Su cautivadora presencia se combina con un tono de voz muy grave, de barítono, que sus alumnas describen muy acertadamente como «un regalo para los oídos». Toda la sala estalló en una carcajada.

15 Langdon esbozó una sonrisa de compromiso. Sabía lo que venía a continuación, una frase ridícula que decía algo de «Harrison Ford con traje de tweed», y como aquella tarde se había creído estar a salvo de todo aquello y se había puesto, en efecto, su tweed y su suéter Burberry de cuello alto, decidió anticiparse a los hechos. Gracias, Monique dijo Langdon, levantándose antes de tiempo y apartándola del atril. No hay duda de que en el Boston Magazine están muy bien dotados para la literatura de ficción. Miró al público suspirando, avergonzado. Si descubro quién de ustedes ha filtrado este artículo, conseguiré que el consulado garantice su deportación. El público volvió a reírse. En fin, como bien saben, estoy aquí esta noche para hablarles del poder de los símbolos. El sonido del teléfono en su habitación volvió a romper el silencio. Gruñendo con una mezcla de indignación e incredulidad, descolgó. Diga? Como suponía, era el recepcionista. Señor Langdon, discúlpeme otra vez. Le llamo para informarle de que la visita va de camino a su habitación. Me ha parecido que debía advertírselo. Ahora Langdon sí estaba totalmente despierto. Ha dejado subir a alguien a mi habitación sin mi permiso? Lo siento, monsieur, pero es que este señor es no me he visto con la autoridad para impedírselo. Quién es exactamente? le preguntó. Pero el recepcionista ya había colgado. Casi al momento, llamaron con fuerza a la puerta. Vacilante, Langdon se levantó de la cama, notando que los pies se le hundían en la alfombra de Savonnerie. Se puso el albornoz y se acercó a la puerta. Quién es? Señor Langdon? Tengo que hablar con usted. El hombre se expresaba con acento francés y empleaba un tono seco, autoritario. Soy el teniente Jéróme Collet, de la Dirección Central de la Policía Judicial. Langdon se quedó un instante en silencio. «La Policía Judicial?». La DCPJ era, más o menos, el equivalente al FBI estadounidense.

16 Sin retirar la cadena de seguridad, Langdon entreabrió la puerta. El rostro que vio al otro lado era alargado y ojeroso. Estaba frente a un hombre muy delgado que llevaba un uniforme azul de aspecto oficial. Puedo entrar? le preguntó el agente. Langdon dudó un momento, mientras los ojos amarillentos de aquel hombre lo escrutaban. Qué sucede? Mi superior precisa de sus conocimientos para un asunto confidencial. Ahora? Son más de las doce. Es cierto que tenía que reunirse con el conservador del Louvre esta noche? A Langdon le invadió de pronto una sensación de malestar. El prestigioso conservador Jacques Sauniére y él habían quedado en reunirse para tomar una copa después de la conferencia, pero Sauniére no se había presentado. Sí. Cómo lo sabe? Hemos encontrado su nombre en su agenda. Espero que no le haya pasado nada malo. El agente suspiró muy serio y le alargó una foto Polaroid a través del resquicio de la puerta. Cuando Langdon la miró, se quedó de piedra. Esta foto se ha hecho hace menos de una hora, en el interior del Louvre. Siguió unos instantes con la vista fija en aquella extraña imagen, y su sorpresa y repulsión iniciales dieron paso a una oleada de indignación. Quién puede haberle hecho algo así? Nuestra esperanza es que usted nos ayude a responder a esa pregunta, teniendo en cuenta sus conocimientos sobre simbología y la cita que tenía con él. Langdon volvió a fijarse en la foto, y en esta ocasión al horror se le sumó el miedo. La imagen era espantosa y totalmente extraña, y le provocaba una desconcertante sensación de déjá vu. Haría poco más de un año, Langdon había recibido la fotografía de otro cadáver y una petición similar de ayuda. Veinticuatro horas después, casi pierde la vida en la Ciudad del Vaticano. Aunque aquella imagen era muy distinta, había algo en el decorado que le resultaba inquietantemente familiar. El agente consultó el reloj. Mi capitán espera, señor.

17 Langdon apenas lo oía. Aún tenía la vista clavada en la fotografía. Este símbolo de aquí, y el cuerpo en esta extraña Posición? apuntó el agente. Langdon asintió, sintiendo un escalofrío al levantar la vista. No me cabe en la cabeza que alguien haya podido hacer algo así. El rostro del agente se contrajo. Creo que no lo entiende, señor Langdon. Lo que ve en esta foto Se detuvo un instante. Monsieur Sauniére se lo hizo a sí mismo.

18 2 A menos de dos kilómetros de ahí, Silas, el imponente albino, cruzó cojeando la verja de entrada a una lujosa residencia en la Rue de La Bruyére. El cilicio que llevaba atado al muslo se le hundía en la carne, pero su alma se regocijaba por el servicio que le prestaba al Señor. «El dolor es bueno». Al entrar en la residencia, escrutó el vestíbulo con sus ojos rojos. Vacío. Subió la escalera con sigilo para no despertar a los demás numerarios. La puerta de su dormitorio estaba abierta; las cerraduras estaban prohibidas en aquel lugar. Entró y ajustó la puerta tras de sí. La habitación era espartana. Suelos de madera, una cómoda de pino y una cama en un rincón. Allí sólo llevaba una semana, estaba de paso, pero en Nueva York hacía muchos años que gozaba de la bendición de un refugio parecido. «El señor me ha dado un techo y le ha dado sentido a mi vida». Aquella noche, al fin, Silas había sentido que estaba empezando a pagar la deuda que había contraído. Se acercó deprisa a la cómoda y buscó el teléfono móvil en el último cajón. Marcó un número. Diga? respondió una voz masculina. Maestro, he vuelto. Hable ordenó su interlocutor, alegrándose de tener noticias suyas. Los cuatro han desaparecido. Los tres senescales y también el Gran Maestre. Se hizo un breve silencio como de oración. En ese caso, supongo que está en poder de la información. Los cuatro coincidieron. De manera independiente. Y usted les creyó? Su acuerdo era tan total que no podía deberse a la casualidad. Se oyó un suspiro de entusiasmo. Magnífico. Tenía miedo de que su fama de secretismo acabara imponiéndose. La perspectiva de la muerte condiciona mucho. Y bien, discípulo, dígame lo que debo saber. Silas era consciente de que la información que había sonsacado a sus víctimas

19 sería toda una sorpresa. Maestro, los cuatro han confirmado la existencia de la clef de voúte la legendaria «clave de bóveda». Oyó la respiración emocionada de su Maestro al otro lado de la línea. La clave. Tal como sospechábamos. Según la tradición, la hermandad había creado un mapa de piedra una clef de voúte o clave de bóveda, una tablilla en la que estaba grabado el lugar donde reposaba el mayor secreto de la orden una información tan trascendental que su custodia justificaba por sí misma la existencia de aquella organización. Cuando nos hagamos con la clave dijo El Maestro, ya sólo estaremos a un paso. Estamos más cerca de lo que cree. La piedra, o clave, está aquí, en París. En París? Increíble. Parece casi demasiado fácil. Silas le relató los sucesos de aquella tarde, el intento desesperado de sus cuatro víctimas por salvar sus vidas vacías de Dios revelándole el secreto. Los cuatro le habían contado a Silas exactamente lo mismo, que la piedra estaba ingeniosamente oculta en un lugar concreto de una de las antiguas iglesias parisinas: la de Saint-Sulpice. En una casa de Dios! exclamó El Maestro. Cómo se mofan de nosotros! Llevan siglos haciéndolo. El Maestro se quedó en silencio, asimilando el triunfo de aquel instante. Le ha hecho un gran servicio al Señor. Llevamos siglos esperando este momento. Ahora debe traerme la piedra. Esta noche. Estoy seguro de que entiende todo lo que está en juego. Silas sabía que era incalculable, y aun así lo que le pedía El Maestro le parecía imposible. Pero es que la iglesia es una fortaleza. Y más de noche. Cómo voy a entrar? Con la seguridad propia del hombre influyente que era, El Maestro le explicó cómo debía hacerlo. Cuando Silas colgó, era presa de una impaciencia inenarrable. «Una hora», se dijo a sí mismo, agradecido de que El Maestro le hubiera concedido tiempo para hacer penitencia antes de entrar en la casa de Dios. «Debo purgar mi alma de los pecados de hoy». Las ofensas contra el Señor que había

20 cometido ese día tenían un propósito sagrado. Hacía siglos que se perpetraban actos de guerra contra los enemigos de Dios. Su perdón estaba asegurado. Pero Silas sabía que la absolución exigía sacrificio. Cerró las persianas, se desnudó y se arrodilló en medio del cuarto. Bajó la vista y examinó el cilicio que le apretaba el muslo. Todos los seguidores verdaderos de Camino llevaban esa correa de piel salpicada de púas metálicas que se clavaban en la carne como un recordatorio perpetuo del sufrimiento de Cristo. Además, el dolor que causaba servía también para acallar los deseos de la carne. Aunque ya hacia más de dos horas que Silas llevaba puesto el cilicio, que era el tiempo mínimo exigido, sabía que aquel no era un día cualquiera. Agarró la hebilla y se lo apretó un poco más, sintiendo que las púas se le hundían en la carne. Expulsó aire lentamente, saboreando aquel ritual de limpieza que le ofrecía el dolor. «El dolor es bueno», susurró Silas, repitiendo el mantra sagrado del Padre Josemaría Escrivá, El Maestro de todos los Maestros. Aunque había muerto en 1975, su saber le había sobrevivido, y sus palabras aún las pronunciaban entre susurros miles de siervos devotos en todo el mundo cuando se arrodillaban y se entregaban a la práctica sagrada conocida como «mortificación corporal». Ahora Silas centró su atención en la cuerda de gruesos extremos anudados que tenía en el suelo, junto a él. «La Disciplina». Los nudos estaban recubiertos de sangre reseca. Impaciente por recibir los efectos purificadores de su propia agonía, Silas dijo una breve oración y acto seguido, agarrando un extremo de la cuerda, cerró los ojos y se azotó con ella por encima del hombro, notando que los nudos le golpeaban la espalda. Siguió azotándose una y otra vez. Castigo corpus meum. Al cabo de un rato, empezó a sangrar.

21 3 El aire frío de abril se colaba por la ventanilla abierta del Citroén ZX, que avanzaba a toda velocidad en dirección sur, más allá de la ópera, a la altura de la Place Vendóme. En el asiento del copiloto, Robert Langdon veía que la ciudad se desplegaba antes sus ojos mientras él intentaba aclararse las ideas. La ducha rápida y el afeitado le habían dejado más o menos presentable, pero no habían logrado apenas reducir su angustia. La terrorífica imagen del cuerpo del conservador permanecía intacta en su mente. «Jacques Sauniére está muerto». Langdon no podía evitar la profunda sensación de pérdida que le producía aquella muerte. A pesar de su fama de huraño, era casi inevitable respetar su innegable entrega a las artes. Sus libros sobre las claves secretas ocultas en las pinturas de Poussin y Teniers se encontraban entre las obras de referencia preferidas para sus cursos. El encuentro que habían acordado para aquella noche le hacía especial ilusión, y cuando constató que el conservador no se presentaba se había sentido decepcionado. De nuevo, la imagen del cuerpo de Sauniére le cruzó la mente. «Aquello se lo había hecho él mismo?». Langdon se volvió y miró por la ventanilla, intentando librarse de esa visión. Fuera, la ciudad se iba replegando lentamente; vendedores callejeros que arrastraban carritos con almendras garrapiñadas, camareros que metían bolsas de basura en los contenedores, un par de amantes noctámbulos abrazados para protegerse de la brisa impregnada de jazmín. El Citroén esquivaba el caos con autoridad, y el ulular disonante de su sirena partía el tráfico como un cuchillo. El capitán se ha alegrado al enterarse de que seguía usted en París dijo el agente. Era lo primero que decía desde que habían salido del hotel. Una afortunada casualidad. Langdon no se sentía precisamente afortunado, y la casualidad no era algo que le inspirara demasiada confianza. Siendo como era alguien que había dedicado su vida al estudio de la interconexión oculta de emblemas e ideologías dispares, Langdon veía el mundo como una red de historias y hechos profundamente entrelazados. «Es posible que las conexiones sean invisibles decía a menudo en sus clases de simbología de Harvard, pero siempre están ahí, enterradas justo

22 debajo de la superficie». Supongo respondió Langdon, que en la Universidad Americana de París les han dicho dónde me alojaba. El conductor negó con la cabeza. La Interpol. «La Interpol, claro», pensó. Se le había olvidado que la petición del pasaporte que hacían en los hoteles europeos en el momento de registrarse era algo más que una pura formalidad; estaban obligados a ello por ley. En una noche cualquiera, en cualquier punto de Europa, cualquier agente de la Interpol podía saber dónde dormía cualquier visitante. Localizar a Langdon en el Ritz no les habría llevado, probablemente, más de cinco segundos. Mientras el Citroén seguía avanzando en dirección sur, apareció a mano derecha el perfil iluminado de la Torre Eiffel, apuntando hacía el cielo. Al verla pensó en Vittoria, y recordó la alocada promesa que se habían hecho hacía un año de encontrarse cada seis meses en algún lugar romántico del planeta. Langdon sospechaba que la Torre Eiffel habría formado parte de aquella lista. Era triste pensar que la última vez que la besó fue en un ruidoso aeropuerto de Roma hacía más de un año. La ha trepado? le preguntó el agente, mirando en la misma dirección. Langdon alzó la vista, seguro de haberle entendido mal. Cómo dice? Es bonita, verdad? insistió el teniente señalando la Torre. La ha trepado? Langdon cerró los ojos. No, aún no he subido. Es el símbolo de Francia. A mí me parece perfecta. Sonrió, ausente. Los simbologistas solían comentar que Francia un país conocido por sus machistas, sus mujeriegos y sus líderes bajitos y con complejo de inferioridad, como Napoleón o Pipino el Breve no podía haber escogido mejor emblema nacional que un falo de trescientos metros de altura. Cuando llegaron a la travesía con la Rue de Rivoli el semáforo estaba en rojo, pero el coche no frenó. El agente cruzó la calle y entró a toda velocidad en un tramo arbolado de la Rue Castiglione y que servía como acceso norte a los famosos jardines centenarios de las Tullerías, el equivalente parisiense del Central Park neoyorquino. Eran muchos los turistas que creían que el nombre hacía

23 referencia a los miles de tulipanes que allí florecían, pero en realidad la palabra Tullerías Tuileries, en francés, hacía referencia a algo mucho menos romántico. En otros tiempos, el parque había sido una excavación enorme y contaminada de la que los contratistas de obras de París extraían barro para fabricar las famosas tejas rojas de la ciudad, llamadas tuiles. Al internarse en el parque desierto, el agente apretó algo debajo del salpicadero y la sirena dejó de sonar. Langdon suspiró, agradeciendo la calma repentina. Fuera, el resplandor pálido de los faros halógenos del coche barría el sendero de gravilla y el chirrido de las ruedas entonaba un salmo hipnótico. Langdon siempre había considerado las Tullerías como tierra sagrada. Eran los jardines en los que Claude Monet había experimentado con forma y color, alumbrando literalmente el nacimiento del Impresionismo. Sin embargo, aquella noche el lugar parecía extrañamente cargado de malos presagios. Ahora el Citroén giró a la izquierda, enfilando hacia el oeste por el bulevar central del parque. Tras bordear un estanque circular, el conductor tomó una avenida desolada y fue a dar a un espacio cuadrado que había más allá. Langdon vio la salida del parque, enmarcada por un enorme arco de piedra, el Arc du Carrousel. A pesar de los rituales orgiásticos celebrados antaño en ese lugar, los amantes del arte lo amaban por otro motivo totalmente distinto. Desde esa explanada en el extremo de los jardines de las Tullerías se veían cuatro de los mejores museos del mundo uno en cada punto cardinal. Por la ventanilla de la derecha, en dirección sur, al otro lado del Sena y del Quai Voltaire, Langdon veía la espectacular fachada iluminada de la antigua estación de tren que ahora llevaba el nombre de Musée dorsay. A la izquierda se distinguía la parte más alta del ultramoderno Centro Pompidou, que albergaba el Museo de Arte Moderno. Detrás de él, hacia el oeste, sabía que el antiguo obelisco de Ramsés se elevaba por encima de los árboles y señalaba el punto donde se encontraba el Musée du Jeu de Paume. Pero era enfrente, hacia el este, pasado el arco, donde ahora Langdon veía el monolítico palacio renacentista que había acabado convertido en el centro de arte más famoso del mundo. El Museo del Louvre. Langdon notó una emoción que le era familiar cuando intentó abarcar de una

24 sola mirada todo el edificio. Al fondo de la plaza enorme, la imponente fachada del Louvre se elevaba como una ciudadela contra el cielo de París. Construido en forma de herradura, aquel edificio era el más largo de Europa, y de punta a punta medía tres veces más que la Torre Eiffel. Ni siquiera los más de tres mil metros cuadrados de plaza que se extendían entre las dos alas del museo eclipsaban la majestuosidad y la amplitud de la fachada. En una ocasión, había recorrido el perímetro entero del edificio, en un sorprendente trayecto de casi cinco kilómetros de extensión. A pesar de que se estimaba que un visitante tendría que dedicar cinco semanas para ver las sesenta y cinco mil trescientas piezas expuestas en aquel museo, la mayoría de turistas optaban por un itinerario reducido al que Langdon llamaba «el Louvre light»; una carrera para ver sus tres obras más famosas: La Mona Lisa, la Venus de Milo y la Victoria Alada de Samotracia. Art Buchwald, el humorista político, había presumido en una ocasión de haber visto aquellas tres obras maestras en tan sólo cinco minutos con cincuenta y seis segundos. El conductor levantó un walkie-talkie y habló por él en francés a una velocidad endiablada. Monsieur Langdon est arrivé. Deux minutes. Entre el crepitar del aparato llegó una confirmación ininteligible. El agente dejó el walkie-talkie y se volvió hacia Langdon. Se reunirá con el capitaine en la entrada principal. Ignoró las señales que prohibían el tráfico rodado en la plaza, aceleró y enfiló por la pendiente. La entrada principal surgió frente a ellos, destacando en la distancia, enmarcada por siete estanques triangulares de los que brotaban unas fuentes iluminadas. La Pyramide. El nuevo acceso al Louvre se había hecho casi tan famoso como el mismo museo. La polémica y ultramoderna pirámide de cristal diseñada por I. M. Pei, el arquitecto americano de origen chino, seguía siendo blanco de burlas de los más puristas, que creían que destrozaba la sobriedad del patio renacentista. Goethe había definido la arquitectura como una forma de música congelada, y para sus críticos, la pirámide de Pei era como una uña arañando una pizarra. Sin embargo, también había admiradores que elogiaban aquella pirámide de cristal de más de veinte metros de altura y veían en ella la deslumbrante fusión de las estructuras

25 antiguas con los nuevos métodos un vínculo simbólico entre lo nuevo y lo viejo, y que acompañaba al Louvre en su viaje hacia el nuevo milenio. Le gusta nuestra pirámide? le preguntó el teniente. Langdon frunció el ceño. Al parecer, a los franceses les encantaba preguntar sobre ese particular a los americanos. Se trataba de una pregunta envenenada, claro, porque admitir que te gustaba te convertía en un americano de mal gusto, y decir lo contrario era un insulto a los franceses. Mitterrand fue un hombre osado replicó Langdon, saliéndose por la tangente. Se decía que el anterior presidente de Francia, que había encargado la construcción de la pirámide, tenía «complejo de faraón». Responsable máximo de haber llenado la ciudad de obeliscos, obras de arte y objetos procedentes del país del Nilo, Francois Mitterrand sentía una pasión tan desbocada por la cultura egipcia que sus compatriotas seguían llamándolo «La Esfinge». Cómo se llama el capitán? preguntó Langdon, cambiando de tema. Bezu Fache dijo el agente mientras acercaba el coche a la entrada principal de la pirámide. Pero le llamamos le Taureau. Langdon le miró, preguntándose si todos los franceses tenían aquellos extraños epítetos animales. Llaman «toro» a su jefe? Su francés es mejor de lo que admite, monsieur Langdon respondió el conductor arqueando las cejas. «Mi francés es pésimo pensó, pero mi iconografía zodiacal es algo mejor». Tauro siempre ha sido el toro. La astrología era una constante simbólica universal. El coche se detuvo y el agente le señaló el punto entre dos fuentes tras el que aparecía la gran puerta de acceso a la pirámide. Ahí está la entrada. Buena suerte. Usted no viene? He recibido órdenes de dejarlo aquí. Tengo otros asuntos que atender. Langdon respiró hondo y se bajó del coche. «Ustedes sabrán lo que hacen». El agente arrancó y se fue. Langdon se quedó quieto un momento, mientras veía alejarse las luces traseras del coche, y pensó que le sería fácil cambiar de opinión, irse de allí, coger un taxi y volverse a la cama. Pero algo le decía que seguramente no era muy buena idea.

26 Al internarse en la neblina creada por el vapor de las fuentes, tuvo la desagradable sensación de estar traspasando un umbral que abría las puertas de otro mundo. Había algo onírico en la noche que lo atrapaba. Hacía veinte minutos dormía plácidamente en su hotel y ahora estaba delante de una pirámide transparente construida por la Esfinge, esperando a un policía al que llamaban El Toro. «Es como estar metido dentro de un cuadro de Salvador Dalí», pensó. Se acercó a la entrada principal, una enorme puerta giratoria. El vestíbulo que se intuía del otro lado estaba desierto y tenuemente iluminado. «Tengo que llamar?». Se preguntó sí alguno de los prestigiosos egiptólogos de Harvard se habrían plantado alguna vez frente a una pirámide y habrían llamado con los nudillos, esperando una respuesta. Levantó la mano para golpear el vidrio, pero de la oscuridad surgió una figura que subía por la escalera. Se trataba de un hombre corpulento y moreno, casi un Neandertal, con un grueso traje oscuro que apenas le abarcaba las anchas espaldas. Avanzaba con la inconfundible autoridad que le conferían unas piernas fuertes y más bien cortas. Iba hablando por el teléfono móvil, pero colgó al acercarse a Langdon, a quien le hizo una señal para que entrara. Soy Bezu Fache le dijo mientras pasaba por la puerta giratoria, capitán de la Dirección Central de la Policía judicial. La voz encajaba perfectamente con su físico; un deje gutural de tormenta lejana. Langdon le extendió la mano para presentarse. Roben Langdon. La palma enorme del capitán envolvió la suya con gran fuerza. Ya he visto la foto comentó Langdon. Su agente me ha dicho que fue el propio Jacques Sauniére quien Señor Langdon. Los ojos de Fache se clavaron en los suyos. Lo que ha visto en la foto es sólo una mínima parte de lo que Sauniére ha hecho.

27 4 El capitán Bezu Fache tenía el aspecto de un buey iracundo, con los hombros echados hacia atrás y la barbilla enterrada en el pecho. El pelo negro engominado acentuaba lo anguloso de su perfil, que como un filo dividía su cara en dos como la quilla de un barco de guerra. Al avanzar, parecía ir abriendo un surco en la tierra que tenía delante, irradiando una fiera determinación que daba fe de su fama de hombre severo en todos los aspectos. Langdon siguió al capitán por la famosa escalera de mármol hasta el atrio subterráneo que había bajo la pirámide. Mientras bajaban, pasaron junto a dos agentes de la Policía judicial armados con ametralladoras. El mensaje estaba claro: aquí no entra nadie sin el consentimiento del capitán Fache. Una vez por debajo del nivel de la calle, un estado de agitación cada vez mayor se iba apoderando de Langdon. La presencia de Fache era todo menos tranquilizadora, y el propio museo ofrecía un aura casi sepulcral a aquellas horas. La escalera, como el pasillo central de un cine oscuro, estaba iluminada por unos pilotos muy tenues que indicaban el camino. Langdon oía que sus propios pasos reverberaban en el cristal que los cubría. Levantó la vista e intuyó las nubes de vapor de agua de las fuentes que se alejaban por encima de aquel techo transparente. Le gusta? le preguntó Fache, apuntando hacia arriba con la ancha barbilla. Suspiró, demasiado cansado para intentar otro comentario ingenioso. Sí, su pirámide es magnífica. Fache emitió un gruñido. Una cicatriz en el rostro de París. «Uno a cero». Notaba que su guía era difícil de complacer. Se preguntaba si Fache sabría que aquella pirámide había sido construida por deseo expreso de Mitterrand con 666 paneles de cristal, ni uno más ni uno menos, curioso empeño que se había convertido en tema de conversación entre los defensores de las teorías conspiratorias, que aseguraban que el 666 era el número de Satán. De todos modos, optó por no sacar el tema. A medida que se adentraban en el foyer subterráneo, el enorme espacio iba emergiendo lentamente de las sombras. Construido veinte metros por debajo del

28 nivel de la calle, el nuevo vestíbulo del Louvre, de veinte mil metros cuadrados, se extendía como una cueva infinita. El tono ocre pálido del mármol empleado en su construcción armonizaba con el color miel de la piedra de la fachada que se erigía por encima. Normalmente aquel espacio estaba siempre inundado de luz y de turistas, pero aquella noche se veía oscuro y desierto, envuelto en una atmósfera de frialdad más propia de una cripta. Dónde está el personal de seguridad del museo? preguntó Langdon. En quarantaine se apresuró a responder Fache, susceptible, como si creyera que Langdon estaba poniendo en cuestión la integridad de su equipo. Está claro que esta noche aquí ha entrado alguien que no debería haber entrado. Todos los guardas del Louvre están en el ala Sully y los están interrogando. Mis agentes se han hecho cargo de la seguridad del museo por esta noche. Langdon asintió mientras hacía lo posible por no quedarse rezagado. Conocía bien a Jacques Sauniére? le preguntó el capitán. En realidad no lo conocía. No nos habíamos visto nunca. Fache pareció sorprendido. El encuentro de esta noche iba a ser el primero? Sí, habíamos quedado en vernos durante la recepción que daba la Universidad Americana después de mi conferencia, pero no se presentó. Fache anotó algo en un cuadernillo. Sin dejar de caminar, Langdon se fijó en la pirámide menos conocida del Louvre: la Pyramide Inversée, una enorme claraboya invertida que colgaba del techo como una estalactita en la sección contigua del sótano. Fache guió a Langdon hasta la entrada de un pasadizo con techo abovedado que había al final de un tramo de escalera y sobre el que un cartel rezaba DENON. El Ala Denon era la más famosa de las tres secciones principales del museo. Quién propuso su encuentro de esta noche? le preguntó Fache de sopetón. Usted o él? La pregunta le pareció rara. Sauniére respondió Langdon mientras entraba en el pasadizo. Su secretaria se puso en contacto conmigo hace unas semanas por correo electrónico. Me dijo que el conservador había tenido noticias de que iba a dar una conferencia en París este mes y que quería tratar un asunto conmigo aprovechando mi estancia aquí. Qué asunto?

29 No lo sé. Algo relacionado con el arte, supongo. Teníamos intereses comunes. Fache parecía escéptico. Me está diciendo que no tiene ni idea del motivo de su encuentro? Langdon lo desconocía. En su momento había sentido curiosidad, pero no le había parecido procedente insistir. El prestigioso Jacques Sauniére era famoso por su discreción y concedía muy pocas entrevistas. Langdon se había sentido honrado al brindársele la ocasión de conocerlo. Señor Langdon, se le ocurre al menos de qué habría podido querer tratar la víctima con usted la misma noche en que ha sido asesinado? A lo mejor nos ayuda saberlo. Lo directo de la pregunta incomodó a Langdon. La verdad es que no me lo imagino. No se lo pregunté. Me sentí honrado por tener la ocasión de conocerlo. Soy un admirador de su trabajo. En mis clases uso muchas veces sus libros. Fache tomó nota de aquello en su cuaderno. Los dos hombres se encontraban ahora a medio camino del pasillo que daba acceso al Ala Denon, y Langdon ya adivinaba las dos escaleras mecánicas del fondo, inmóviles a aquellas horas. Y dice que tenían intereses comunes? Sí, de hecho he pasado gran parte de este último año preparando un libro que trata sobre la primera especialidad de Sauniére. Y tenía muchas ganas de saber qué pensaba. Ya. Y qué tema es ese? Langdon vaciló, sin saber muy bien cómo explicárselo. En esencia, se trata de un texto sobre la iconografía del culto a las diosas, del concepto de santidad femenina en el arte y en los símbolos asociados a ella. Fache se pasó una mano carnosa por el pelo. Y Sauniére era experto en la materia? Más que nadie. Ya entiendo. Pero Langdon tenía la sensación de que no entendía nada. Jacques Sauniére estaba considerado como el mejor iconógrafo mundial especializado en diosas. No era sólo que sintiera una pasión personal por conservar piezas relacionadas con la

30 fertilidad y los cultos a las diosas y la divinidad femenina, sino que durante los veinte años que se mantuvo en su cargo de conservador, contribuyó a que el Louvre lograra tener la mayor colección del mundo sobre divinidad femenina: labris, las hachas dobles pertenecientes a las sacerdotisas del santuario griego más antiguo de Delfos, caduceos de oro, cientos de cruces ansatas de Ankh parecidas a ángeles, carracas o sistrum usadas en el antiguo Egipto para espantar a los malos espíritus, así como una increíble variedad de esculturas en las que se representaba a Horus amamantado por la diosa Isis. Tal vez Jacques Sauniére sabía algo del libro que usted estaba preparando aventuró Fache, y le propuso el encuentro para ofrecerle su ayuda. Langdon negó con la cabeza. En realidad, no lo sabe nadie. Aún es un borrador, y no se lo he enseñado a nadie excepto a mi editor. Fache se quedó en silencio. Langdon no reveló el motivo por el que aún no se lo había enseñado a nadie. Aquel borrador de trescientas páginas, provisionalmente titulado «Símbolos de una divinidad femenina perdida», proponía algunas interpretaciones muy poco convencionales sobre la iconografía religiosa aceptada que, sin duda, resultarían controvertidas. Cuando ya estaba cerca de las escaleras mecánicas inmóviles, se detuvo al darse cuenta de que Fache ya no iba a su lado. Se volvió y lo vio junto al ascensor de servicio. Iremos en ascensor le dijo cuando se abrieron las puertas. Seguro que sabe mejor que yo que la galería está bastante lejos de aquí. Aunque Langdon sabía que el ascensor acortaría la ascensión de dos pisos hasta el Ala Denon, siguió sin moverse. Pasa algo? le preguntó Fache sujetando la puerta con impaciencia. Langdon suspiró y se volvió un instante, despidiéndose del espacio abierto de la escalera mecánica. «No, no pasa nada», se mintió a sí mismo. Cuando era pequeño, Langdon se había caído en un pozo abandonado y se había pasado horas en aquel mínimo espacio, a punto de ahogarse, hasta que lo rescataron. Desde entonces tenía fobia a los espacios cerrados, los ascensores, los metros, las pistas de squash. «El ascensor es un invento perfectamente seguro», se decía siempre a sí mismo, aunque sin acabar de creérselo. «Es una cajita de metal que se mueve por

31 un canal cerrado!». Aguantando la respiración, se metió dentro, y cuando las puertas se cerraron notó la descarga de adrenalina que siempre le invadía en aquellos casos. «Dos pisos, diez segundos». Usted y el señor Sauniére dijo Fache cuando el ascensor empezó a moverse, no habían hablado nunca? No se habían enviado nunca nada por correo? Otra pregunta rara. No, nunca. Fache ladeó la cabeza, como tomando nota mental de aquel dato. Sin decir nada más, clavó la mirada en las puertas cromadas. Mientras ascendían, Langdon intentaba concentrarse en algo que no fueran las cuatro paredes que lo rodeaban. En el reflejo de la puerta brillante, vio el pasador de corbata del capitán: un crucifijo de plata con trece incrustaciones de ónix negro. Aquel detalle le sorprendió un poco. Aquel símbolo se conocía como crux gemmata una cruz con trece gemas, y era un ideograma de Cristo con sus doce apóstoles. No sabía por qué, pero no esperaba que un capitán de la policía francesa hiciera una profesión tan abierta de su religiosidad. Pero bueno, estaban en Francia, donde el cristianismo no era tanto una religión como un patrimonio. Es una crux gemmata dijo de pronto Fache. Desconcertado, Langdon alzó la vista para ver que, a través del reflejo, el capitán lo estaba mirando. El ascensor se detuvo en seco y las puertas se abrieron. Salió rápidamente al vestíbulo, ansioso por volver al espacio abierto que proporcionaban los célebres altos techos de las galerías del Louvre. Sin embargo, el mundo al que accedió no era para nada como esperaba. Sorprendido, interrumpió la marcha. Fache lo observó. Señor Langdon, deduzco que no ha estado en el Louvre fuera de las horas de visita. «No, supongo que no», respondió mentalmente, intentando orientarse. Las galerías, por, lo general muy bien iluminadas, estaban muy oscuras aquella noche. En vez de la acostumbrada luz blanca cenital, había un resplandor rojizo que subía desde el suelo, fragmentos intermitentes de pilotos rojos que brotaban en el

32 pavimento. Al escrutar el lóbrego pasillo, pensó que debía haber imaginado la escena. Casi todas las grandes pinacotecas usaban aquella luz rojiza por la noche. Era un sistema de iluminación estratégicamente colocado, poco agresivo y que permitía al personal transitar por los pasillos al tiempo que mantenía las obras en una semipenumbra pensada para retrasar los efectos negativos derivados de una sobreexposición a la luz. Aquella noche, el museo tenía un aspecto casi opresivo. Por todas partes surgían sombras alargadas, y los techos abovedados, normalmente altísimos, se perdían al momento en la negrura. Por aquí dijo Fache, girando de pronto a la derecha y enfilando una serie de galerías conectadas entre sí. Langdon le siguió, adaptando lentamente la vista a la oscuridad. Por todas partes empezaban a materializarse lienzos de gran formato, como fotografías que cobraban forma ante sus propias narices en una inmensa sala de revelado los ojos le seguían al pasar de una sala a otra. Notaba claramente el olor a museo el aire seco, desionizado, con una débil traza de carbono, producto de los deshumidificadores industriales con filtro carbónico instalados por todas partes para contrarrestar los efectos corrosivos del dióxido de carbono que exhalaban los visitantes. Las cámaras de videovigilancia, atornilladas en lo más alto de las paredes, les enviaban un mensaje inequívoco: «Os estamos viendo. No toquéis nada». Hay alguna que sea de verdad? preguntó Langdon señalando a las cámaras. Claro que no respondió Fache. Aquello no le sorprendió. La vigilancia con cámaras en un museo de aquellas proporciones era carísima e ineficaz. Con miles de metros de galerías que controlar, el Louvre debería contar con cientos de técnicos sólo para visionar las cintas. En la actualidad, los museos se decantaban por «sistemas de seguridad reactivos». Si no había manera de disuadir a los ladrones, al menos sí era posible dejarlos encerrados dentro una vez cometido el robo. Era un sistema que se activaba fuera de las horas de visita, y si el intruso se llevaba una obra de arte, automáticamente quedaban selladas las salidas en el perímetro de la galería objeto del robo. El ladrón quedaba entre rejas incluso antes de que llegara la policía. Más adelante, el sonido de unas voces retumbaba en el pasillo revestido de

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