BY NC SA. Historia dental

Transcripción

1 Sí, ya, ya lo sé, que hay que cuidarse más la boca y no sólo venir al dentista cuando duele. Pero es que nunca he tenido problemas con los dientes a pesar de tenerlos por completo descuidados. Vamos, que se me caduca el dentífrico casi sin estrenar, qué le vamos a hacer. Con todo sólo he venido a un sitio de estos un par de veces en mi vida. Así que podría decirse que confío en la fuerza innata de mis encías. Pero, como le digo, la última vez fue hace más de diez años. Aún estaba en la universidad. Tendría, veintiún o veintidós años. Fue para una cómo se dice?, bueno a que me mataran el nervio de una muela, la segunda de debajo a la derecha, ya la verá. Me dolía horrores, con flemón y todo, vamos el paquete completo. Claro, en la primera visita me cayó una bronca como la suya de antes. Costó dos más acabar con la inflamación y tres para completar el trabajo que ya revisará, pero creo que no quedó muy fino porque de vez en cuando me molesta un poco. Y, en realidad, esa muela picada no fue culpa de la falta de cepillo. Como ya verá tengo varios empastes del pleistoceno bueno de algo después, de la primera vez que tuve problemas con la boca -. Pues uno de esos empastes saltó, y claro, por el hueco se coló de todo. Imagínese. Tras la endodoncia mire, me acordé de la palabreja, se supone que me iba a sellar los empastes, o algo así. Pero después de pasarlo tan mal y directamente sin presupuesto, no lo hice. Y ahí siguen, los jodíos. La verdad es que no han vuelto a dar problemas. No, no he venido por eso aunque si ve que hace falta me saca presupuesto. 1

2 Me los hicieron Buf, imagínese, tendría yo siete u ocho años, nueve como mucho. Fue algo curioso. Vivíamos en un pueblo, un pueblo pequeño, tanto como para no tener dentista. Supongo que me quejaría de dolor eso no lo recuerdo y que sería de la última muela de abajo a la izquierda eso es seguro. Mis padres me llevaron al pueblo de al lado, que sí tenía importancia suficiente como para tener un dentista bueno, no se ofenda, entonces no se les llamaba odontólogos. Total, que me echó un vistazo y cómo no lo vería que les dijo a mis padres que él ahí no se metía. Claro, yo acojonado, aunque a saber qué pasó por mi cabeza. El caso es que recomendó a mis padres un dentista especializado en niños. La clínica estaba en Mérida, a cerca de ochenta kilómetros del pueblo y creo recordar que entonces mi padre aún gastaba el 124 blanco. Vamos, que era un viaje largo. Tanto que para llegar a tiempo tenía que salir del colegio tras la primera clase de la tarde. Mis padres ya me esperaban en la calle y marchábamos a la ciudad. La clínica debía estar por el centro, porque cruzamos la plaza del ayuntamiento y pasamos bajo el arco de Trajano claro, esto lo sé ahora, entonces ni idea de dónde iba. Aunque espere, ahora que lo pienso, el arco está a unas calles más allá de la plaza. Bueno, no sé, pero bajo el arco sí que pasábamos, que luego siempre que lo he visto me he acordado de esos días, y de ella. El caso es que la muela estaba hecha un Cristo, y de paso el doctor porque son ustedes doctores, verdad?, señaló a mis padres una serie de caries por toda mi dentadura que me hicieron jurar que no volvería a pasar un día sin cepillarme sí, se me pasó rápido. Cada vez que movía el espejito dentro de mi boca abierta hasta doler y decía aquello de ven ahí?, esa también, me sentía más culpable. En parte también por la cara que iba poniendo mi padre, que seguramente estaba echando cuentas de cuánto costaría la gracia. La de mi madre tampoco ayudaba, cada aquí hay que empastar agregaba más preocupación a su expresión. Y es que ella siempre tuvo muy mala boca y sabía lo mal que se pasaba. Al final habría que hacer cinco visitas 2

3 más: cuatro para empastar un total de ocho piezas y una final para extraer el ecce homo molar. Para aprovechar el viaje mi madre quiso hacer algunas compras, e incluso pasamos por una pastelería mi pueblo era tan pequeño que tampoco tenía, claro donde no tuve ningún miramiento en pedir una bamba rebosante de nata, por lo que la primera visita, al final, no fue tan amarga. En la siguiente, con eso de salir del colegio antes de tiempo, la cosa empezó a gustarme. El viaje se hizo menos pesado. El paseo, por unas calles que comenzaban a ser conocidas, lo llené con varios papá mira o mamá ven. Finalmente subimos a la clínica y ella abrió la puerta. Supongo que sería una auxiliar jovencita, de ventipocos. La verdad es que lo único que recuerdo ahora de ella es su largo y rizado pelo negro, su voz susurrante y sus manos. Lo demás creo que lo he ido agregando después, o tomándolo prestado de otras que me la evocaron. Es curioso que no la recuerde de la visita preliminar verdad? El caso es que aquél día había mucha gente en la sala de espera. Ella no paraba de ir de un lado a otro. Por fin nos hizo pasar. La cosa comenzó a ponerse fea. No es nada agradable que te pinchen en la encía y no, el espray ese congelante no sirve de nada. La experiencia del primer empaste no fue nada placentera. En serio, deberían hacer algo con el instrumental, y no se ría. Obviamente lo de ir a Mérida al dentista perdió toda su gracia en aquella sesión. Aunque en realidad no fue tan traumático, lo cierto es que recuerdo lo divertido que eran luego los efectos secundarios de la anestesia. Tener media boca tonta a los ocho años da mucho juego. Pasé todo el viaje de vuelta diciendo tonterías, en realidad pocas más que de costumbre. No volví a pensar en ella hasta la siguiente cita, una semana más tarde. Es curioso cómo funcionan estas cosas. Recuerdo como si fuera ayer que fue salir del colegio, sumando alguna mirada envidiosa de esta nueva costumbre, subirme al coche y verla abriendo la puerta, o recordarla cruzando la sala de espera. Ese viaje de ida, y los siguientes fueron en silencio. Mi madre pen- 3

4 saba que era por los pinchazos, o por los empastes en sí, y me decía que no había sido para tanto, que luego iríamos a tal o cual sitio. Pero no, no era eso en lo que yo pensaba. Esa segunda vez, y las siguientes a partir de entonces, pasé yo solo a la sala de tortura si me permite la metáfora. Ella me llamaba con un susurro y me conducía de los hombros hasta el sillón. Luego me ponía el babero, sonreía, y me decía que no me pusiera nervioso revolviéndome el pelo. Yo le devolvía la sonrisa y me quedaba en silencio. Ella se marchaba y al poco entraba el dentista, muy simpático también pero con una jeringa enorme en la mano, listo para comenzar la sesión. Cuando terminaba, ella volvía, me pedía un momento mientras recogía el instrumental una vida si la hubiera necesitado, me daba un vaso para un último enjuague, me retiraba el babero, otra sonrisa y ya podía irme. Y yo pues me iba, pero echando alguna mirada atrás en el breve trayecto hasta el despacho donde mi padre no dejaba de soltar billetes. Luego un cómo ha ido, un bien no?, un hasta la semana que viene, un venga vámonos ya, un ponte el abrigo, la tontuna de la anestesia para pasar el rato de vuelta al pueblo y una semana de espera, ya sí, impaciente. El día de la extracción se supo especial desde el principio. Esa tarde ni siquiera fui a la escuela, salimos directamente después de comer para Mérida. El cielo estaba nublado, supongo que sería noviembre, siempre es noviembre. Llegamos y ella nos recibió. La clínica estaba vacía. Mis padres fueron a la sala de espera y a mí me llevó directamente al interior donde ya me esperaba una primera inyección. Sí, para sacar aquella maldita muela harían falta hasta tres dosis de anestesia. Entre una y otra esperaba unos minutos tendido en el sillón. El dentista aprovechaba para hablar por teléfono. Ella ventilaba sus rizos negros de un lado a otro. Para la segunda dosis el jefe la llamó, le dijo que tenía que ir aprendiendo a hacer esas cosas. El segundo pinchazo fue más doloroso, a pesar de que el primero comenzaba a dormirme los labios. Me volvieron a dejar a solas con 4

5 los posters que indicaban cómo cepillarse la lengua, cosa que me pareció una broma divertida. Cepillarse la lengua La luminosidad decaía a medida que los nubarrones tomaron posiciones llevados del viento. Ella vino a encender los fluorescentes, pero antes se acercó a mí. Yo estaba nervioso, el hormigueo en labios y lengua era más que evidente. Me sonrió desde arriba, a contra luz. Mi naricilla comenzó a aletear sin permiso. Ella me dijo que parecía un conejito, volvió a reír y me acarició la nariz. Era tan guapa. Llego el momento del tercer pinchazo. Esperaba que ella se atreviera a hacerlo, pero fue la mano izquierda del dentista la que se apoyó en mi pecho mientras la derecha clavaba la aguja más cerca ya de la muela infecta. No noté ese último pinchazo. Mi nariz de conejo seguía moviéndose cuando volvió para ponerme el babero y prepararlo todo sin dejar de sonreírme. Por fin comenzó a sacarme la muela, en realidad los restos porque estaba hecha pedazos. Esa tarde el teléfono no dejó de sonar y ella estuvo todo el tiempo en la oficina contestando. Si acaso vino una o dos veces avisando de que era tal o cual persona, que parecía importante. El dentista se excusaba y seguía. Apenas me dejó descansar un par de veces, sin que pudiera cerrar del todo la boca. Al final, terminó. Me puso un duro algodón que me dijo que mordiera, me enseñó un trapo verde con los restos de la muela y me dejó con ella, que había venido ya a terminar el trabajo, como siempre, salvo que esta sería la última vez. En la sala de espera había una señora muy gorda con una niña muy flaca. Ella se metió en el cuarto de atrás y desapareció. Mis padres salieron del despacho, nos despedimos y nos marchamos. Antes de llegar abajo me di cuenta de que no dejaba de acumular saliva. Además, con la boca tonta se me escapaba, con un hilillo de sangre. Mi madre me dio un pañuelo de papel, y cuando llegamos a la calle, pasando ya bajo el arco de Trajano, comencé a escupir al suelo húmedo. Aquella había sido la última visita. No volvería a verla, y ni siquiera le había dicho adiós. No le había dicho nada. 5

6 Entonces escupí con rabia el algodón duro que taponaba la herida de la muela. Mi madre me regañó, que qué hacía, que si estaba tonto. Dimos la vuelta y volvimos a la clínica. A cada escalón estaba más contento. Mi madre se deshizo en disculpas cuando ella abrió la puerta, ella dijo suavemente que no pasaba nada, que cómo lo iba a saber yo, me acarició la mejilla y me llevó de los hombros. Pasamos por la clínica donde la niña flaca estaba boquiabierta con el dentista tan a lo suyo que ni se dio cuenta de nuestro paso. Me metió en el mal iluminado cuarto de atrás y me colocó un nuevo algodón. Se puso a mi altura y me susurró que ese no lo escupiera. Quería decirle algo. Mi nariz volvió a delatar mis nervios. Ella la besó, volvimos y, entonces sí, en parte obligado por las excusas de mi madre, le di las gracias y le dije adiós. Y nunca más volví a saber de ella, aunque siempre la recuerdo y siempre la busco entre unos rizos, un susurro o unas manos como aquellas Y esta es toda mi historia dental... Sí, sí ya cierro la boca y le dejo hacer su trabajo. La que me duele es la última de arriba a la izquierda. Chitón, bueno, la boca mejor la abro, no? 6