[12] Ana de la Morena

Transcripción

1 I Señor Aguirre, la he encontrado. Solo era una frase, sencilla; cinco palabras. Podía significar muchas cosas: una joya recuperada, una fórmula milagrosa inventada, una isla desconocida, una olla llena de monedas de oro oculta durante siglos al final del arco iris. Pero Tristán tuvo que agarrarse fuerte a la mesa de su despacho para vencer el mareo que le había provocado escucharla. Empezó a respirar sin ningún control. Una frase, nada más, pero su vida no volvería a ser igual. Diecisiete años habían pasado; diecisiete años desde que empezara a soñar cada noche y cada día con oír esas cinco palabras y poder descansar. Diecisiete años que se habían hecho eternos, y que ahora daba la sensación de que no habían sido nada, un infierno convertido en una pequeña charca que no había podido ahogarle, aunque se lo hubiera parecido en cada momento vivido de esos malditos años. Quizá no fueran muchos; para él, toda una vida. La vida sin Irene, su vida sin Irene. Diecisiete años habían pasado, y nadie parecía ya acordarse. Irene se había encerrado en su cuarto como cada noche, pero no había despertado en él: se había evaporado, esfumado, desaparecido sin dejar ni rastro. Maraguí [11]

2 Cerró los ojos y se pasó una mano por el cabello. No podía quitárselo de la cabeza. El recuerdo no le dejaba ni un momento de respiro, estaba siempre ahí, presente, golpeando, machacando, asfixiando cualquier posibilidad de felicidad. Tendría que irse a Maraguí para poder pensar, pasaría allí el fin de semana e intentaría reflexionar sobre lo que debía hacer a partir de entonces. Le contaría, como casi siempre, un cuento a Raquel, su mujer: le diría que debía viajar por asuntos de negocios, y ella se lo tragaría, como las demás veces. Tampoco ella tenía mucho interés en pasar los fines de semana a su lado y, además, era mejor que se mantuvieran a cierta distancia porque él iba a estar, seguro, ausente del todo, y ella actuaría como si no notara nada pero sin dejarle en paz, él acabaría perdiendo la paciencia ante su incomprensión y tendrían una buena bronca. Y no sería la primera. Todavía no sabía bien por qué se había casado con ella, ni cómo había accedido a tener un hijo suyo (el pobre pequeñín que no había podido vivir más de una semana), ni el motivo por el cual seguía a su lado, fingiendo que la quería, que la deseaba e, incluso, intentando ser el padre de su hijo otra vez. No lo sabía, pero estaba seguro de que tenía algo que ver con Irene y lo solo que se sentía desde hacía diecisiete años. Tristán, «el triste». Su madre siempre le había llamado así mientras había sido un niño chico, Tristán, «el triste», y acariciaba su cabello y se reía porque sabía que su hijo era todo menos eso, que no le faltaba nada. Y así había sido hasta un maldito día de verano, diecisiete años atrás. Nunca se hubiera imaginado que se pudiese echar tanto de menos a una persona; pero él lo hacía cada año, cada mes, semana, día, hora, minuto, segundo, milésima de segundo, inspiración, expiración, pestañeo, suspiro, sonrisa, jadeo, comida, noche, [12] Ana de la Morena

3 despertar, cada instante, por pequeño que fuera, de su asquerosa vida. Estaba solo y no podía olvidar. La había buscado por todas partes sin ningún apoyo ni resultado. Todos habían preferido creer que estaba muerta, pero él no había querido desistir. Ahora la había encontrado. Suspiró para recuperar el ritmo normal de la respiración. Sonrió. Habría sido divertido que le hubiera dado un infarto allí mismo, con el auricular del teléfono en una mano y la frase recién escuchada, caliente todavía en su oído. Tantos desvelos para nada. Cuando por fin la encontraba, él era cazado, a su vez, por esa novia a la que había estado rondando sin éxito durante esos últimos años: la muerte. Volvió a sonreír y cerró sus ojos, tan pardos que casi eran verdes. Irene se había llevado, también, sus ganas de vivir, pero la ironía se había quedado a su lado y esa había sido su tabla de salvación. Irene no había podido con la ironía; casi parecía poesía. Unos minutos antes, cuando su secretaria le había dicho que Marcelo Cifuentes quería hablar urgentemente con él, no le había quedado la menor duda de que le comunicaría algo importante, y por eso le había ordenado que, aparte de esa llamada, no le pasara ninguna otra más en toda la mañana. Y se lo había dicho con dureza: «ni aunque se esté hundiendo el edificio», para que lo tomara en serio; pero lo había dicho sonriendo para sus adentros porque el edificio lo había construido él y estaba seguro de que eso no ocurriría nunca. Hacía mucho tiempo que Marcelo Cifuentes, el detective que había contratado para encontrar a Irene, no se ponía en contacto con él; cobraba cada mes sus honorarios para demostrar que no se había olvidado del tema, pero se mantenía tan mudo como la propia desaparecida. Maraguí [13]

4 Y ahora la había encontrado. Le llamaba para eso, para decirle que la había encontrado y también, seguro, que no se había equivocado cuando, diecisiete años atrás, le había dicho que centraría sus investigaciones en Madrid, la única ciudad del país lo suficientemente grande y poco homogénea como para que cualquiera que estuviera huyendo y necesitara ocultarse encontrara un buen refugio. Tristán había tenido sus dudas entonces, no había existido ninguna razón por la que Irene hubiera querido huir u ocultarse, pero le había dejado hacer, pagando religiosamente, sin poner pega alguna, sin entusiasmo, con mucha fe, solo por tener una tabla a la que aferrarse, para permitirse seguir soñando. Y ahora Irene estaba allí, a unos pocos cientos de kilómetros de donde estaba él, comiendo, respirando, sonriendo. Irene ya no era un fantasma, Irene estaba viva, y él sabría dónde. Irene caminaba por una ciudad enorme sin pensar un segundo en él. Cómo podía? Una ola de odio y resentimiento le invadió inesperadamente. Era lo único que había conseguido dejar apartado esos diecisiete años, pero ahora que sabía que ella estaba viva y que nada le había ocurrido, no podía evitar que le inundara, igual que tampoco podían evitar las aguas de ningún río desbordarse por efecto de las tormentas. Él se había pasado diecisiete años encerrado en una prisión cuyos eficaces barrotes habían sido la nostalgia, el dolor y el amor perdido, mientras ella había disfrutado de una pasmosa libertad, sin mirar atrás, sin ninguna mala conciencia, sin dar un paso para sacarlo de allí. Volvió a respirar con angustia. Señor Aguirre, se encuentra usted bien? Sí, sí. No se preocupe. [14] Ana de la Morena

5 Ha oído lo que le he dicho? La he encontrado, señor Aguirre, he encontrado a su hermana, y está en Madrid. * * * Raquel se atusó con impaciencia el pelo delante del espejo. No servía de nada el dineral que se gastaba en la peluquería cada semana para alisárselo. Si llovía, hacía viento o sudaba, los rizos volvían a aparecer, y ella se sentía tosca como una campesina. Se había pasado toda la vida luchando contra su herencia genética. La de su madre, de la que nunca había visto ni una foto, y la conocida de su abuela; mujeres de campo. Aunque, la verdad, no había sido muy predominante, porque nunca se había encontrado ningún parecido con ellas. Y la desconocida de su padre, el canalla de ojos claros que solo le habían servido en la vida para embaucar a confiadas chiquillas, como su madre, para después salir corriendo en cuanto las cosas se complicaban. De él tenía que haber sacado el pelo rizado, la piel clara, sin tono, y los ojos grises. Su abuela, la vieja anarquista, se lo había dicho las pocas veces que se había atrevido a preguntar: «saliste a la familia tu padre»; aunque, por los pocos retazos de su propia historia que le había contado durante su infancia, se suponía que ella no había llegado a conocerlo, y que por eso había conseguido engañar a su pobre e inocente hijita. «No la eduqué para enfrentarse a un canalla, ese fue mi error, quise que la vida le pareciera bella y me equivoqué. Para los pobres como nosotros nunca lo es». Por eso, seguramente, se había luego empeñado en hacérsela tan difícil a su nieta Raquel, para no tener que volver a llorar. Por eso y por su extraña herencia genética, demasiado cercana a la del canalla. Maraguí [15]

6 Tristán se había marchado otra vez. En fin de semana. Había dicho que era por culpa del trabajo, pero ella sabía que no. Se ponía muy pesado, a veces demasiado, con esa manía de pasarse las horas muertas pensando sin ninguna finalidad, porque sí, como si no tuviera interés por nada, como si la vida no fuese más que eso, una sucesión de horas que se diluían en el reloj sin diferenciarse las unas de las otras, en tropel, sin sentido. Era lo malo de los niños ricos: hasta se permitían el lujo de derrochar el tiempo. Ella había sido criada de otra manera, por una vieja anarquista dura y seca que le había enseñado a ganarse hasta el derecho a respirar. Los Aguirre habían tratado de convencerla para que matriculase a su nieta en el colegio privado al que llevaban a su hija: «lo pagaremos nosotros, es como una hermana para Irene, no se merece menos». Pero su abuela se había mantenido firme en su decisión, encallado su barco en la ciega arena del orgullo que siempre tenían los que no podían tener nada más: «Raquel irá a una escuela pública y a los catorce se pondrá a trabajar, y no admito discusión sobre el tema. A los ocho, yo ya estaba en el campo recogiendo cosechas y limpiando casas». Y, efectivamente, no había permitido ninguna discusión más. No le gustaba a Raquel, tampoco, el color de su pelo; que no era, por supuesto, ni de su madre ni de su abuela, que lo habían tenido, la una mientras había vivido y la otra mientras había sido una mujer joven, oscuro y grueso. El suyo era fino, estropajoso, daba dentera incluso pasar una mano por el mismo, y de un color que no parecía ni rubio ni castaño ni pajizo: gris, era gris, igual que sus ojos. Era una mujer de colores que había sido condenada a vivir dentro de un mundo gris. Porque ella no tenía la menor duda de que era de colores, aunque los demás que la rodeaban pensaran de otra forma. [16] Ana de la Morena