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1 1 Banquete De boda Emilia Pardo Bazán Una noche de Carnaval, varios amigos que habían ido al baile y volvían aburridos como se suele volver de esas fiestas vacías y estruendosas, donde se busca lo imprevisto y lo romancesco y sólo se encuentra la chabacana vulgaridad y el más insoportable pato, resolvieron, viendo que era día clarísimo, no acostarse ya y desayunarse en el Retiro, con leche y bollos. La caminata les despejó la cabeza y les aplacó los nervios encalabrinados, devolviéndoles esa alegría espontánea que es la mejor prenda de la juventud. Sentados ante la mesa de hierro, respirando el aire puro y el olor vago y germinal de los primeros brotes de plantas y árboles, hablaron del tedio de la vida solteril, y tres de los cuatro que allí se reunían manifestaron tendencias a doblar la cerviz bajo el santo suyo. El cuarto - el mayor en edad, Saturio Vargas - como oyó nombrar matrimonio, hizo un mohín de desagrado, o más bien de repugnancia, que celebraron sus compañeros con las bromas de cajón y con intencionadas preguntas. Entonces Saturio, entre sorbo y sorbo de rica leche, anunció que iba a contar la causa de la antipatía que le inspiraba sólo el nombre y la idea del lazo conyugal. Es una de las cosas -dijo- que no pueden justificarse con razones, y no pretendo que me aprobéis, sino que allá, interiormente, me comprendáis... Hay impresiones más fuertes y decisivas que todos los raciocinios del mundo; he sufrido una de éstas... y la obedezco y la obedeceré hasta la última hora de mi vida. Esta de ciertos de que moriré con palma... de soltero. Recibí la tal impresión cuando vivía en provincia, bajo el ala de mi madre. Tenía dieciocho años de edad, no sé si cumplidos, cuando una mañana me anunció mamá que al día

2 2 siguiente se casaba una prima nuestra, a quien había traído su tutor de un convento de Compostela, donde era educanda, y que estábamos convidados a la ceremonia en la iglesia y a la comidas de bodas, en casa del novio, cierto notario ya maduro. Alegreme como chico a quien esperaba un día de asueto y jolgorio; madrugué, y me situé en la iglesia de modo que no perdiese detalle. Cuando llegó la novia, entre el run run del gentío que se apartaba para dejarla paso, y la vi de frente, me sorprendí de lo linda que era, y sobre todo de su aire candoroso y angelical, y de su mucha juventud - una niña más bien que una mujer -. No vestía de blanco; tal costumbre no existía en Marineda aún; llevaba un traje de seda negro, una mantilla de blonda española y en el pecho un ramito de azahar artificial; pero su cara de rosa y sus grandes y dulces ojos azules lucían más con clásico tocado español, que lucirían bajo el velo de Malinas. De pronto retrocedí como asustado: acababa de aparecer el novio, don Elías Bordoy, cincuentón, alto, fornido, grueso y calvo. Recuerdo que estuve a punto de gritar: «Pero es este hipopótamo el que se lleva esa criatura tan preciosa?» El movimiento que hice fue marcadísimo; lo advirtió mi madre, y como estaba pegada a mí, me tiró de la manga y recuerdo que la pobre! puso un dedo sobre los labios, sonriendo con malicia y gracia, como si me dijese: - Pero a ti que te importa? No te metas en lo que no te va ni te viene». Si hubiese podido responder en alta voz y dejar desbordarse mis sentimientos, le gritaría a mamá: «Pues sí me importa. Cuando se casa un hombre, idealmente se casan todos. El que es joven y hace versos a escondidas; el que siente y le hierven las ilusiones, se ha figurado mil veces esta ceremonia y el misterio que la acompaña, y lo ha revestido de todos los encantos de la belleza. El pudor, la pasión, la incertidumbre, la esperanza, la felicidad que se sueña, menor, sin embargo, que la realidad iluminan con tal aureola este momento supremo de la vida, que el espectador tiene derecho a silbar, si el espectáculo es vergonzoso y grotesco». Mientras pensaba así, la novia, con voz clarita y argentina, había articulado un sí redondo... La hora señalada para la comida de bodas era la de las tres: don Elías vivía a la antigua española. Nos introdujeron en una sala anticuada, con sillería de marchito color, en que cuadros de santos se mezclaban con oleografías de pésimo gusto. Éramos, con los de la casa, quince o veinte personas las que debíamos disfrutar del banquete. La novia, ya sin mantilla, pero con su ramo de azahar en el pecho, charlaba con la hermana de don Elías,

3 3 solterona avinagrada, que tenía una de esas bocazas negras que parecen un antro sepulcral. El novio se había retirado, apareciendo pocos minutos después despojado de la levita, con un macarrónico batín de franela verde, en zapatillas, y calada una especie de gorra grasienta, a pretexto de catarro y confianza; en realidad por no desmentir la añeja y groserísima costumbre de sentarse a la mesa cubierto. Figuraba entre los comensales uno de esos graciosos de oficio que no faltaban en ninguna ciudad, y al ver al novio en tan extraño atavío, le soltó un hurra! y le anunció que a los postres bailarían una danza con mucho y remucho aquel... Al oír esta proposición miré a la novia con angustia. Cándida y sonrosada, inclinando la cabeza gentil, la novia sonreía. Una maritornes sucia, de arremangados brazos, anunció en voz destemplada que estaba «la comida lista»; y don Elías nos enseñó a empellones el camino del comedor. «Nada de cumplimientos - chillaba el cetáceo - ya saben ustedes que esa palabra significa cumplo y miento». Porque cedí el paso a una señora, me llamaron señorito almidonado. Sentámonos a la mesa en tropel, y aquel desorden hizo que me colocase enfrente de la novia y pudiese estudiar con afán su rostro; pero nada advertí en él, más que el sencillo regocijo de una chiquilla salida del convento y que se divierte con el barullo y la novedad de la situación. La comida era espantosa en su abundancia y en su pesadez: un pecado de gula colectivo. La hermana de don Elías, la de la bocaza sepulcral, sentada a mi lado, me hacía cucamonas aborrecibles, empezando por destapar un soperón ciclópeo, y echarme en el plato una cascada de tallarines humeantes y calientes como plomo derretido. El cocido le fue en zaga a la sopa: cada fuente encerraba una montaña de chorizos, patatas y garbanzos, libras de tocino, una costilla salada, y obra de dos rabos de cerdo. Mis esfuerzos para abstenerse fueron inútiles: la terrible solterona, consagrada, según decía, «a cuidarme», notó que me faltaban garbanzos, que estaba privado de tocino, y que nadie más desprovisto de carne que yo, y remedió al punto estas faltas. Cuando uno es muchacho padece de raras aprensiones: cree que tiene que hacer el gusto a los demás, y no el propio. Obedecí a la harpía, y comprendiendo que me envenenaba, comí de aquellas porquerías grasientas. Era el tonel de las Danaides; cuanto más tragaba, más me ponía en el plato. Apenas me descuidaba veía venir por el aire una mano seca y rigurosa, y me llovía en el plato una media morcilla o un torrezno gordo. Y lo que acrecentaba mi indignación hasta convertirla en furor, era ver a la novia, la del rostro angelical, la de los ojos de luz y zafiro,

4 4 comer con excelente apetito, y escoger con refinada golosina los mejores bocados. Onzas de sangre daría yo porque apareciese desganada y meditabunda. Desganada! A buena parte! Recuerdo que al ofrecerla su marido un platazo de aceitunas, exclamó hecha unas castañuelas, de vivaracha: «Ay, cómo me gustan! Y en el convento, espérate por ellas...». Después de los innumerables principios, todavía trajeron un tostón o marranilla y un pavo relleno, de inmensa pechuga, tersa como el parche de un tambor, un pavo que me pareció la cría de un elefante. Destaparon el champagne, de pésima calidad, pero suficiente para alborotar las cabezas, y por primera vez oí reír alto a la novia, con risa cristalina, impulsiva, pueril, que a poco me arranca lágrimas... Sí; entre el calor, el vaho de la comida y el drama que se representaba en mi imaginación, declaro que estuve a pique de soltar el trapo allí mismo. El novio se había retirado a aflojarse los tirantes y volvía a la mesa hecho una fiera de puro feo, con el cogote rollizo, el rostro apoplético y los ojos inyectados. Era el instante en que las chanzas del gracioso de oficio adquirían subido color; en que las señoritas y señoras, sofocadas, se abanicaban con periódicos, y en que empezaban a desfilar con los postres los licores - noyó, naranja, kummel y «perfecto amor»-. De este último quiso el gracioso escanciase el novio una copa a la novia, y aprovechando la algazara formidable que armó esta ocurrencia, yo me levanté, me deslicé hasta la puerta sin ser visto, salvé la antesala, salté a la escalera, bajé disparado y me encontré en la calle, respirando por primera vez desde tantas horas... Al otro día caí en cama. La recia indigestión paró en fiebre, y fiebre de septenarios, tifoidea, que me puso a dos dedos de la sepultura. Convaleciente ya, un día desahogué con mi madre los recuerdos de la fatal comida. Qué pasaba? La novia había perdido la razón? Se había escapado en bata del domicilio conyugal? - Qué bonito eres! - respondió mi madre -. La novia, muy contenta; y don Elías y su hermana, entusiasmados. Entre meterse monja por falta de recursos o vivir hecha una señorona en casa de don Elías, que no se deja ahorcar, de fijo, por un par de millones... ya comprendes la diferencia, hijo. No objeté nada. Mamá tenía razón. Me guardé mi desilusión, convertida, poco a poco, en horror profundo. Cada vez que pienso que pueden casarse conmigo como se casaron con don Elías... juro concluir mi existencia entre un gato y un ama de llaves... Solo... solo!... Mejor que mal acompañado.

5 5 - Comprendo - exclamó uno de los que oían a Saturio Vargas -. Se te indigestó la boda... y manjar que se nos indigesta, ya no lo catamos. La Rosa Tiempo hacía que el infante don Dionís de Portugal estaba comprometido a tomar la roja cruz y emprender el viaje de Palestina al frente de sus tropas, como los demás caballeros, barones y príncipes cruzados de Francia, Alemania, Hungría e Inglaterra; pero no acababa de resolverse. No es que fuese don Dionís ningún cobarde follón, ni ningún mal creyente, ni que no le hubiese punzado, en su primera juventud, el ansia de gloria; es que el albedrío se le había enredado en una cabellera oscura, y sin albedrío no se va a Palestina, ni a ninguna parte. Los pertrechos y municiones de guerra los tenía prontos; los corceles piafaban ya en las cuadras del alcázar, y todas las mañanas don Dionís advertía a los capitanes que se hallasen preparados a salir antes de la puesta del sol. La orden definitiva de ponerse en marcha era la que no llegaba nunca. Los hombres de armas murmuraban en sus corrillos; los veteranos fruncían el ceño y mascullaban dichos crudos y frases injuriosas, y las mujeres del pueblo, al ver pasar al infante, rebozado en su amplio manto, apresurándose para llegar a la cita, se reían diciéndose bajito: - Embrujado nos le ha la bellaca. Por fin se determinó el rey en persona a intervenir en el asunto. Llamando a su hermano, reprendió y afeó su conducta, y le dio a escoger entre partir al frente de la tropa aquella misma tarde o ser recluido en la torre más alta del alcázar. Don Dionís aplazó la respuesta hasta que el sol transpusiese; pero, agobiado de tristeza, hizo sus preparativos y en larga entrevista se despidió de la que así le tenía cautivo voluntario. Después, cabalgando su potro negro, metióse por las fragosidades de la sierra, hasta dar con la ermita donde moraba un anacoreta de avanzadísima edad, a quien los serranos tenían en concepto de santo. Hay horas, hay crisis morales - y el infante atravesaba una de ellas - en que se experimenta la necesidad de escuchar una voz que venga de otras regiones, las más distantes posible de

6 6 la tormentosa en que nos agitamos. Dijérase que la propia conciencia encama, adquiere visible forma y habla por boca ajena con energía y gravedad. El infante, en aquel momento, hacía galopar a su potro hacia la cueva del solitario, a través de matorrales y riscos, ansiando respirar aire puro, ser bendecido, recibir estímulo para la santa empresa de la cruzada y dejar en fiel depósito algo que le importaba más que la vida... A la puerta de su celda excavada en la roca, el ermitaño, sentado en una piedra, se dedicaba a alisar corcho. Su barba blanca relucía como plata a los destellos del Poniente. El estruendo del galope del caballo le movió a levantar la cabeza. Apeóse el infante, ató el potro, sudoroso, cubierto de espuma, a un tronco de árbol, y después se arrojó a los pies del solitario. No sabía por dónde empezar la narración de sus cuitas; al fin rompió a hablar, en dolorida y quebrantada voz. El solitario le escuchaba pacientemente, soltando a ratos alguna palabrilla de consuelo. - Hijo mío - exclamó al fin, con llaneza cariñosa -: verdaderamente, no sé remediarte. No soy un sabio astrólogo de los que se pasan la noche consultando los astros y el día ahondando los misterios de la cábala y la alquimia; no soy un teólogo profundo; no he aprendido más ciencia que la de vivir en estas soledades rezando y trabajando con mis manos, y los serranos que vienen a consultarme no adolecen de pasiones profundas y quintaesenciadas como las tuyas, ni fluctúan entre el honor y el amor. Son gentes sencillas, y sus disgustos suelen reducirse a que les falta del rebaño la cabra pelirroja. Poco alivio puedo dar a tu enfermedad, y sólo te digo dos cosas: que siendo tú el primer caballero del reino, tu deber es ir, sin titubear, a donde los caballeros vayan, y... que ninguna pasión vale lo que cuesta. Don Dionís se enjugó con un lienzo la sudorosa frente, arrancó de lo hondo de las entrañas un suspiro, y tomando del arzón del caballo un envoltorio de rico paño de seda blanco bordado de aljófar, lo deslió y sacó dos cofrecillos arábigos de esmalte, de trabajo primoroso. - Antes de cumplir mi deber partiendo, quiero confiarte este depósito, santo varón - declaró al poner las arquillas en manos del eremita -. Guárdamelo hasta mi vuelta! Empéñame tu palabra de que lo conservarás cuidadosamente en un sitio convenido y conocido de mí, a fin de que si murieses antes de mi regreso, pueda yo recuperarlo. No quiero fiarme de los cortesanos: me serían desleales. En ti está cifrada mi última esperanza...

7 7 - No guardo yo esos cofres sin saber lo que contienen. Pudieran encerrar algún maleficio, alguna brujería satánica - contestó receloso el solitario. Don Dionís abrió el primer cofrecillo, que apareció atestado de monedas de oro, sartas de perlas, joyeles de diamantes: un tesoro. - Será custodiado, y lo encontrarás a tu vuelta intacto, oh príncipe! - declaró el ermitaño, apresurándose a ocultar el cofrecillo entre los rudos pliegues de su sayal -. Ves aquella encina? Al pie de ella, donde cae al punto de mediodía la sombra de la rama mayor, enterraré tus riquezas, y como nadie puede sospechar que yo poseo nada, libre estoy de temer a bandidos... Veamos el contenido del segundo cofre. Resistíase el príncipe a abrirlo; al cabo, pálido, tembloroso, con emoción misteriosa y profunda, hizo jugar una llavecita de oro, y en el fondo de la caja apareció una rosa bermeja, fresca y fragantísima. - Ella misma - dijo el enamorado, cuyos ojos se humedecieron y cuyo corazón saltó en el pecho con ímpetu mortal -, ella misma, con la divina sangre de sus venas, ha teñido esa rosa, que fue blanca, y me la ha dado en señal de inextinguible cariño. Quisiera llevármela conmigo, pero si la perdiese en el desorden del combate? Si caigo prisionero y me la quitan y la profanan? Guárdamela tú. No hay ahí, santo varón, más brujería ni más hechizo que el del amor grande y terrible, y te prometo que ni conjuro ni artes mágicas tienen tal fuerza. Si te acometen los malhechores, entrega lo que llamas tesoro, las monedas, las pedrerías... pero que yo halle a mi vuelta esa rosa, empapada en la vida suya! Tres años habían corrido. El eremita alisaba corcho a la puerta de su cueva, mordiendo a ratos un mendrugo de seco pan, cuando escuchó otra vez el tendido galope de un potro, y un caballero de rostro tostado por el sol, de frente atravesada por ancha cicatriz, se detuvo y echó pie a tierra. - Bienvenido, infante. La paz sea contigo - exclamó el solitario -. Veo escritas en tu cara tus hazañas contra los perros infieles. Me figuro que vienes por tu depósito. Ahora mismo lo desenterraré. Ha crecido sobre él la maleza, y ni imaginar habrán podido los salteadores que ahí se oculta un tesoro... - Ah! La rosa, la rosa es lo que anhelo recobrar - contestó don Dionís -. Cava presto, santo varón, y devuélveme la alegría. He padecido mucho: el calor del desierto ha requemado mi cerebro, el árido polvo ha abrasado y semicegado mis pupilas, la sed ha secado mis fauces,

8 8 el hambre ha debilitado mi cabeza, el acero ha rasgado mis carnes, la fiebre ha consumido mi cuerpo...; pero así que vea la rosa, todo lo olvidaré, y sólo sentiré gozo de bienaventuranza. - No estás gozoso por el deber cumplido? - interrogó el anacoreta. - No - repuso el infante -. Soy tan miserable, que eso no me importa; ni aun lo recuerdo. La rosa! Dame tu azadón; cavemos! De la tierra removida, lo primero que salió fue el cofre lleno de oro y joyas. Al alzar la tapa brillaron resplandecientes los diamantes, y el oriente de las perlas mostró sus suaves cambiantes de aurora. Impaciente el infante, rechazó la arquilla, lanzándola contra el tronco del árbol. A dos azadonazos más, el segundo cofre apareció, y don Dionís, alzándolo piadosamente, lo abrió con transporte. En el fondo vio algo arrugado y negruzco, que, al darle el aire, se deshizo en ceniza. Y espantados los ojos, amarga con infinita amargura la boca, don Dionís separó las manos y dejó caer el cofre al suelo. Caso No es secreto de confesión - dijo el padre Morata -, que si lo fuese, callaría, aunque se hayan muerto ya todos los que intervinieron en la doliente historia. La protagonista me pidió consejo y me hizo confidencia, enseñándome la llaga horrible de su corazón... y estos casos pueden referirse; sobre todo, a personas que ni por conjetura han de adivinar nombres. Llamaré a aquella desventurada Artemisa, por una analogía de situación que acaso no exista, sino en mi espíritu... Artemisa, pues, se casó, no muy joven, sino en la edad en que ya el dragón de las pasiones ronda a la mujer. Iba a cumplir los treinta, y era rica, libre y muy inteligente, además de hermosa. Eligió a su gusto, y cuando emprendieron marido y mujer el viaje de novios, se podía afirmar que llevaban consigo todas las probabilidades de ventura que humanamente pueden sumarse. Regresaron, y yo, que les había dado la bendición nupcial porque el padre de Artemisa se contó entre mis mejores amigos, les visité por cortesía. Me enseñaron la casa,

9 9 magníficamente alhajada, y el taller del marido, que era artista pintor y a quien nombraré Luis. Me parecieron enamorados y hasta extremosos en las recíprocas finezas, por lo cual - lo declaro paladinamente - temí por su porvenir, pues he notado, y es una de las observaciones que determinaron mi vocación al estado religioso, que donde entra el amor salen por otra puerta la paz y la escasa dicha que nos está permitido disfrutar en este mundo. Como he tenido allá antaño mis aficiones a leer versos, y hasta a componerlos, recuerdo lo que dice un poeta desconocido, Luis de Vivero, del traje que gastan los enamorados: "Un jubón sin alegría, un sayo de desear y una capa de pesar que me traigo cada día..." En efecto, me había parecido notar en la cara de Artemisa, a pesar de todas las vehemencias y derretimientos que caracterizaban su estado, cierta ansiedad, cierto falso regocijo nervioso, una inquietud, que no respondía a la idea de un contento sereno y sin nubes. Como pocos días después me invitase Artemisa a tomar, por la tarde, chocolate y un poco de almíbar, y estuviésemos solos, me contó su pena: eran celos, celos sin objeto, porque Luis no hacía nada que a celos diese motivo... - Creo que por lo mismo sufro más - añadió la esposa -. Si tuviese celos de algo determinado, me curaría o me moriría o le mataría a él... Perdone usted, padre, no sé lo que digo... No estoy en el confesionario. - Allí no te permitiría hablar de ese modo; tendrías que ofrecer enmienda de tales propósitos si eran verdaderos y no una afectación involuntaria de tu espíritu, como sucede a veces, respondí gravemente. - Qué más quisiera yo que arrepentirme de esto! - murmuró Artemisa -. Si es como una maldición, padre. A sospechar que el amor, el más lícito, el más natural, tiene este contrapeso... creo que me hago monja. Lucho y padezco lo que usted no se imagina para vencer la locura y disfrutar el bien de amor sin miedo a que me lo roben, pero no lo consigo. Y por temor a hacerme odiosa, por no parecer ridícula y antipática asegurando así

10 10 la pérdida que temo, disimulo, me violento, escondo mi alma a Luis... Le parece a usted poca amargura? No poder ser franca, no poder decir la verdad a quien más se quiere? Mi alma está cerrada para su propio dueño! Nuestras almas no se confunden la una con la otra! - El alma no encuentra nunca su reposo en el amor humano..., respondí a la queja de la desgraciada mujer, cuyo rostro expresaba bien la sinceridad de su desesperada querella. Pasaron dos años sin que volviese Artemisa a hacerme confidencias, hasta que un día, por un párrafo de periódico, supe que se encontraba «delicado de salud» su esposo Luis. Me di prisa a visitarles. La primera vez sólo hablé con Artemisa breves momentos, lo suficiente para saber que, en efecto, era cosa seria la enfermedad del joven artista. La segunda, el pintor dormía un sueño de modorra, y Artemisa me llevó a una habitación retirada, creo que su propio tocador, y allí, deshecha en lágrimas, retorciéndose las manos, me enteró del caso psicológico... Confieso que al pronto una idea atroz cruzó por mi mente. - Qué es eso, Artemisa? - pregunté con severidad terrible -. Has sido capaz de hacer algo para que enferme tu marido...? - No... - murmuró ella -. Nada hice... Pero no se alegre usted, no se alegre... Si es peor lo que pasa. - Peor...? Estás trastornada con el sentimiento, hija mía... Peor que eso...? Es que le cuidas mal, que no te dedicas a asistirle como es tu deber? - Le cuido noche y día... No ve usted mis ojos, no ve usted mi cara? En efecto, pude observar que se encontraba demacradísima, con todo el aspecto de una persona que ni descansa ni duerme y que consagra su tiempo a una tarea penosa. - Entonces, qué te sucede? Vamos a ver si sigue haciendo de las suyas la pícara imaginación. - Ah! No, no es la imaginación... Eso creí yo al principio, y repetía: «Locura, fantasía, no es verdad, yo no siento así...». Un día tras otro no he tenido más remedio que ver claro; ninguna duda puede caberme... Oiga usted bien - añadió temblando -. El caso horroroso es que yo... yo deseo la muerte de Luis! - Delirio! - Realidad! La deseo con todas mis fuerzas... con todo mi corazón... a cada momento... Cuando le sirvo las pociones; cuando le enjugo el sudor; cuando le acaricio; cuando le

11 11 sonrío para decirle que está mejor, que tiene mejor cara... la idea dentro de mí se alza, crece, me domina. Al morir Luis, mueren mis celos, muere mi tortura, se afirma mi seguridad de que no me hará traición. Mío sólo su recuerdo, mías sus cenizas, mío su retrato... Un culto ardiente, pero dulce, tranquilo, a su memoria. La víbora que he llevado enroscada desde los primeros días de nuestro casamiento, cesará de morderme... Y cuando viene el médico del cuerpo, al preguntarle con una ansiedad que él interpreta de otro modo, «hay esperanza...?», el torpe no sabe comprender con qué estremecimiento interior de gozo le veo mover la cabeza de un modo fatídico... Y Artemisa sollozaba, se arrastraba por el suelo a mis pies... No sé que le dije; agoté los consuelos, las reprimendas, toda mi elocuencia de amigo y de sacerdote... Fue inútil, porque ella, o no podía o no quería arrepentirse, y si estuviésemos en el tribunal donde la misericordia del cielo baja a la tierra, yo no podría extender los dedos para absolverla con palabras de perdón... Huí de la casa y de la mujer en cuyo espíritu había penetrado Belial, el demonio de la pasión egoísta... Antes de salir la dije: - Tú no amas a ese hombre, tú no le has amado nunca, tú no sabes lo que es amor. - Ojalá...! La interjección sonó como un gemido del infierno... Poco tardé en saber la muerte de Luis. Qué fue de Artemisa...? No quise verla. Se ausentó de Madrid, se encerró en una finca que poseía allá en tierras de Levante, y dicen que llevó vida ejemplar, retirada y caritativa. Hizo trasladar allí los restos de su marido... Dios haya perdonado a la infeliz! Casualidad Mi amigo Luis Cortada es hombre de humor, aficionado a faldas como ninguno. Aunque guarda la reserva que el honor prescribe, sus dos o tres compinches de confianza conocemos sus principios y modo de entender tales cuestiones. «El amor - sostiene Luis - debe ser algo grato, regocijado y ameno; si causa penas, inquietudes y sofocos, hay que renegar de él y hacerse fraile.» Cuando le hablan de dramas pasionales se encoge de hombros, y declara desdeñosamente:

12 12 - Los que ustedes llaman enamorados no son sino locos, que tomaron esa postura en vez de tomar otra. Podían buscar la cuadratura del círculo o el movimiento continuo; podían creerse el sha de Persia o el Kaiser; podían suponer que guardaban en una cueva millones en oro y pedrería... Prefieren figurarse que en su alma existe un ideal sublime, que les eleva al quinto cielo, que nadie como ellos ha sentido, y por el cual deben sufrir, si es necesario, martirio, muerte y deshonor. Dónde cabe mayor insanía? Y lo más terrible es que esa clase de dementes andan sueltos. No, conmigo eso no va. Adoro a las mujeres..., pero soy muy justo y las adoro a todas por igual, sin creer en la divinidad de ninguna. Hay que suponer que el sistema de Luis era el mejor, pues las mujeres se morían por él. No se sabe qué hechizo existía en aquel muchacho, ni muy guapo ni muy feo, de cara redonda y fino bigote castaño, de ojos alegres y frente muy blanca, en la cual el pelo señalaba cinco atrevidas puntas. Sin que él se alabase jamás de sus triunfos, nos constaban, y, en nuestra involuntaria y poco malévola envidia, los atribuíamos a aquella misma constante ecuanimidad y confianza en sí mismo, a la indiferencia con que pasaba de la rubia a la morena, sin concederles el tributo de un suspiro cuando se rompía el lazo. «Este chico -repetíamos- tiene música dentro.» Me llamó la atención ver que de pronto Luis perdía su jovialidad, andaba cabizbajo y mustio, y hasta, a veces, inquieto y hosco. Yo era, de los de la trinca, el más íntimo, el que le veía diariamente, o en su casa o en la mía, y no pude menos de preguntarle, atribuyendo el fenómeno al inevitable amor, que al fin, llegada la hora, le hubiese cogido en sus redes de oro y hierro. La hipótesis le sublevó. - Te prohíbo - me dijo severamente- que dudes de mi cordura... Sólo que, entérate: eso de la pasión y demás zarandajas tiene, entre otros encantos, el de que lo mismo puede dañar el padecerlo como el hacerlo sentir... Igual fastidia querer o ser querido... Te has enterado? Y mutis. - Como tú eres tan listo para mudarte de casa, no creí que te dejases coger en ninguna ratonera... - Yo me entiendo... - repuso él, fruncido un ceño receloso sobre los ojos, que habían perdido su expresión regocijada. Pasaba esta conversación en mi despacho, donde Luis, nerviosamente, había encendido y tirado casi enteros hasta tres excelentes puros. En su visible estado de agitación, sacaba la

13 13 petaca, la dejaba sobre la mesa, volvía a guardarla, se tentaba el bolsillo y, en suma, ejecutaba movimientos inconscientes, reveladores de distracción profunda. Momentos así son los que aprovechan los ladrones llamados descuideros para quitar el reloj o la cartera a sus víctimas. Tal pensamiento fue el que se me ocurrió cuando, minutos después de haberse marchado Luis, vi que sobre mi mesa-escritorio se había dejado no la petaca, sino la cartera misma, que era de igual cuero y tamaño, y, sin duda, en su trastorno, confundió con ella. Lo delicado - lo reconozco, señores - hubiese sido coger esa cartera y guardarla bajo llave sin mirarla. Pero la conciencia y la delicadeza también tienen sus sofismas, y yo me di a mí mismo la excusa de que no me proponía otro fin, al ser indiscreto, sino tratar de saber lo que preocupaba a mi amigo, para venirle en ayuda. Y tomé y abrí la cartera, que contenía un fajillo de billetes, y, en el otro departamento, papeles doblados y un retrato de mujer. - Calle! - exclamé -. La señora de Ramírez Madroño! Era, en efecto, la esposa del riquísimo industrial, rubia bastante bonita, aunque de una fisonomía a veces extraña, unos ojos que relumbraban o se apagaban como gusanos de luz, y una cara larga y descolorida, como efigie de marfil antiguo. Vaya, conque también ella! De fama tan limpia! Y nosotros, que ni aun por coqueta la teníamos! Este Luis! Nada, que llevaba dentro, no ya música, una orquesta entera... No es fácil detenerse cuando ha empezado a despertarse la curiosidad. Mis ojos ávidos recorrieron los billetitos en que la mano parecía haber dejado candentes surcos..., cuando, en lo mejor de la exploración, pegué un salto en el sillón giratorio y solté una exclamación sin forma, como se hace cuando se está solo... Acababa de leer un párrafo: «Alma mía, ya se notan los efectos... Todo obstáculo entre nosotros debe desaparecer..., y pronto desaparecerá. Envíame otro paquetito como los anteriores...» Tan horripilado me quedé, que ni aun advertí que habían llamado a la puerta, ni que un hombre se precipitaba en mi despacho. Era él, era Luis, descompuesto, con los ojos saltándosele, la respiración ahogada. Yo, a mi vez, me quedé aturdido. No podía dudar de que me hubiese visto leyendo. Qué plancha! Pero, con asombro, noté que Luis, en vez de conservar su actitud del primer momento, poco a poco iba modificándola, adoptando la de un hombre que se goza en la confusión de otro. Al cabo, mirándome cara a cara, soltó una franca risa y me echó al cuello los brazos, exclamando afectuosamente:

14 14 - No te apures, hijo, no te apures... En parte, me has hecho un favor con curiosear mi cartera. No me decidía a franquearme; así desahogaré contigo. Me has visto pensativo, cosa en mí bien rara, y ahora comprenderás por qué. He tenido la segunda desgracia: la primera, bueno, es enamorarse; la segunda... - Sí, ya sé! - pude, por fin, articular -. La segunda desgracia es que se han enamorado de ti. - Ajá! De eso se trata. He metido la mano en un cesto de flores y había en él la viborilla del amor. Condenado! El caso es que la señora...; bueno, tú ya no ignoras cómo se llama. - No, no lo ignoro... Y de veras que me ha sorprendido. La tenía por... - Sí, sí, claro... Una señora intachable... hasta que llegó su cuarto de hora, con la fatalidad de que entonces pasase yo y no otro... En fin, que está, no sabes!, de atar... Se le ha metido en la cabeza que su punto de honra es adorarme y unirse a mí por toda la vida, para lo cual tiene que... Se le atragantó el verbo, y yo vine en su ayuda, articulando: - Que cometer un crimen... Atiza! De tales entusiasmos líbrenos Dios!... - Eso he dicho yo siempre: líbrenos Dios! Ya sabes mis teorías... Líbrenos de cuanto sea fuerte, hondo, trascendental... Si no tiene vuelta!... Pero, en fin, ahora no se trata de eso. Vamos a lo urgente. Te explicaré cómo por un lado me ves reír y por otro me encuentras tan cabizbajo. Respiró un instante. Luego se decidió: - Todo cuanto te diga de la resolución de esa mujer sería poco... Si bregaría yo con ella! Todas mis razones no la han podido disuadir. Y para evitar mayores males, qué dirás que he discurrido? Desde hace un mes le envío paquetitos de un veneno activísimo... De lo que remedia las dispepsias y el flato... Bicarbonato de sosa químicamente puro!... Y eso es lo que surte efecto!... La risa de mi amigo se me pegó... Celebramos con grandes carcajadas la farsa inocente. - Y figúrate que me dice que ya nota efectos!... Redoblamos las carcajadas. Sin embargo, de pronto me quedé serio y le cogí la mano: - Aguarda, aguarda, Luisillo! Y si advierte que es inofensivo lo que la remites..., puede... sustituir..., idear... otra cosa? Mi amigo se puso blanco de terror. Evidentemente la hipótesis no se le había ocurrido ni un instante. Era quizá lo único en que no había pensado.

15 15 - Demonio! - fue lo que pronunció, al fin, dándose una palmada en la frente. Momentos después, ya hecha alianza ofensiva y defensiva, debatíamos el plan de campaña. En primer término, Luis propuso el remedio de la cobardía: la fuga. Un viaje a París..., a Buenos Aires..., al Polo Norte... Yo aconsejé el de la semicobardía: el aplazamiento. - Mándale otra dosis mayor de bicarbonato - propuse - y veremos lo que pasa. Probablemente, ganar tiempo es ganarlo todo. Se avino a mi parecer Luis, y transcurrieron quince días en que nada nuevo ocurrió. Las cartas, sin embargo, denunciaban algo increíble: el creciente efecto de una droga tan inofensiva... - Esto no puede ser! Esa mujer está como una cesta de gatos! - declaró mi amigo, queriendo disimular la zozobra con la indignación -. Qué diantre de efecto cabe? Me lo quieres decir? - Oye, Luis - resolví -: ése es un punto que importa averiguar. Es necesario que hoy mismo nos enteremos de cuál es el estado de salud del señor Ramírez Madroño, muy señor nuestro. A la noche reúnete conmigo en la cervecería, que te prometo noticias. No sería prudente que tú mismo las indagases. Mi procedimiento fue de lo más sencillo. Por teléfono público pedí comunicación con la casa de Ramírez Madroño. Y la central dio por respuesta que estaba descolgado el teléfono a causa de la grave enfermedad del dueño de la casa. Y al entrar en la cervecería pedí un diario de la noche, y leí la noticia de que el señor Ramírez Madroño había muerto. Cuando comuniqué esta nueva a Luis casi sufrió un síncope. Le hice entrar en una farmacia, le froté las sienes con vinagre y, a la salida, le insulté: - Cobarde! Tonto! Ánimo! Vaya un simple! Tú has dado a ese señor, anda y dime, ningún jarope malo? Entonces? Se murió porque Dios lo ha dispuesto... No conseguí que mi amigo se reanimase. Pasó la noche en una especie de delirio, acusándose de imaginarios crímenes. Al otro día le metí en el tren, arropado con una manta y temblando de fiebre, y me fui con él a Barcelona, donde embarcamos para Italia. Yo volví a Madrid tan pronto como pude estar seguro de que Luis había recobrado el uso de la razón y la salud de cuerpo. Convinimos en que el aire patrio le sería muy dañoso en bastantes meses. En efecto, tardó mucho en volver.

16 16 Pude cerciorarme de que el fallecimiento de Ramírez Madroño no había causado ninguna extrañeza: tenía en el estómago una úlcera mortal. En cuanto a su esposa, tampoco sorprendió que, después de varios ataques de convulsiones histéricas, explicables por la pena, hubiese caído en una especie de atonía, y luego en una devoción estrecha y rigurosa, sin salir de la iglesia en toda la mañana. Era para mí evidente que jamás sospechó la piadosa burla de Luis. Al revés de otras, su arrepentimiento fue real, e imaginario su delito. Champagne Al destaparse la botella de dorado casco, se oscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor o de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía mostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente a las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y su corazón. Solicitó una confidencia y, sin duda, «la prójima» se encontraba en uno de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos: - Me conmueve siempre ver abrir una botella de champagne, porque ese vino me costó muy caro... el día de mi boda. - Pero tú te has casado alguna vez... ante un cura? - preguntó Raimundo con festiva insolencia. - Ojalá no - repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza impetuosa -. Por haberme casado, ando como me ves. - Vamos, tu marido será algún tramposo, algún pillo? - Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene y posee miles de duros... Miles, sí, o cientos de miles. - Chica, cuántos duros! En ese caso... Te daba mala vida? Tenía líos? Te pegaba?

17 17 - Ni me dio mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa... Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más. - Ah! - murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante. - Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado sueldo se las arreglaban. Murió mi madre; a mi padre le quitaron el destino...; y como no podía mantenernos el pico a mi hermano y a mí, y era bastante guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica y se casó con ella en segundas. Al principio, mi madrastra se portó..., vamos, bien; no nos miraba a los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fui creciendo y haciéndome mujer, y que los hombres dieron en decirme cosas en la calle, comprendí que en casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al espía...: la madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas fue que se echaron a buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo encontraron pronto. Sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable, seriote... En fin; mi mismo padre se dio por contento y convino en que era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo bien descuidada..., a casarse!, y no vale replicar. - Y qué efecto te hizo la noticia? Malo, eh? - Detestable... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de mujer..., de «uno» de Infantería, un teniente pobre como las ratas... y se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas saliese a capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas; las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra, que no me dejaba respirar, me aturdieron de tal manera, que no me atreví a resistir. Y vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la corona de azahar, y a la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio que brindan y me ponen la cabeza como un bombo, a mí, que más ganas tenía de lloriquear que de probar bocado...

18 18 - Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia. Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente. - Aguarda, aguarda - advirtió amenazándome con la mano -. Ahora entra lo ridículo, la peripecia... Pues, señor, yo en mi vida había probado el tal champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase a los brindis, y después de vaciarla, me pareció que me sentía con más ánimo, que se me aliviaba el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo... Entonces me deslicé a tomar tres, cuatro, cinco, quizá media docena... Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo bebía buscando en la especie de vértigo que causa el champagne un olvido completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya. Sin embargo, me contuve antes de llegar a transtornarme por completo, y sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los ojos y que estaba sofocadísima. Nos esperaba un coche, a mi marido y a mí, coche que nos había de llevar a una casa de campo de él, a pasar la primera semana después de la boda. Chiquillo, no sé si fue el movimiento del coche o si fue el aire libre, o buenamente que estaba yo como una uva, pero lo cierto es que apenas me vi sola con el tal señor y él pretendió hacerme garatusas cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté de pe a pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va y teniente viene, y dale con que si me han casado contra mi gusto, y toma con que ya me desquitaría y le mataría a palos... Barbaridades, cosas que inspira el vino a los que no acostumbran... Y mi esposo, más pálido que un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió a mi casa. Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro borrachita, sabes?..., de nada me enteré. - Y nunca más te quiso recibir tu marido? - Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves: quien hablaba por mi boca era el maldito espumoso... - Y... en tu casa? Te admitieron contentos? - Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por los rincones... Preferí tomar la puerta, qué caramba! - Y... el teniente?

19 19 - Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se casó con ella poco después. - Sabes que has tenido mala sombra? - Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que piensan, como hice yo por culpa del champagne, más de cuatro y más de ocho se verían peor que esta individua. - Y no te da tu marido alimento? La ley le obliga. Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito «que tuve»... El diablo que se meta a pleitear! Voy a pedirle que me mantenga a ese, después del desengaño que le costé? Anda, ponme más champaña... Ahora ya puedo beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto. Clave El famoso compositor y profesor de canto y música Alejandro Redlitz se entretenía en leer sin instrumento una de las últimas páginas de su amigo Ricardo Wagner, a tiempo que el criado le anunció que estaban allí una señora y una señorita muy linda, las dos pobremente vestidas, que pedían audiencia, insistiendo en conseguirla sin tardanza. Atusóse Redlitz las lacias greñas amarillas con resabios de fatuidad trasañeja, y dijo encogiéndose de hombros: - Que pasen al salón. A los pocos instantes hallábanse frente a frente el maestro y las damas, que damas parecían, a pesar de lo humilde de su pergeño. La madre ocultaba los blancos cabellos y el rostro lleno de dignidad bajo un sombrero de desteñida pluma; la hija, con su trajecito gris de paño barato y su toca de paja abollada, sin más adorno que una flor mustia, no conseguía disimular una belleza sorprendente, un tipo moreno de esos que deslumbran como el sol. Redlitz se sintió interesado, conmovido, casi enamorado de pronto, y en vez de la tiesura y la frialdad con que suele acogerse a los que solicitan (no cabía dudar que madre e hija algo solicitaban), se deshizo en cortesías y amabilidades y se apresuró a ponerse a disposición de las dos señoras en cuanto pudiese y valiese.

20 20 Tomó la palabra la hija, y expresándose en correcto francés, con suma modestia y gracia, dijo así: - Somos españolas y muy pobres; lo poco que nos quedaba de nuestro patrimonio lo hemos realizado para hacer el viaje a París, y consultar al célebre Redlitz sobre una cuestión vital. Deseamos saber si yo poseo o no poseo una voz de esas que son la fortuna y la gloria. Muchos elogios ha obtenido mi voz, pero temo que no eran sinceros y que la amistad extravió el juicio de los que me alabaron. Yo sueño con la celebridad: la medianía me causa horror. Si mi voz es una de tantas como se oyen en los salones y se aplauden por galantería... desengáñeme usted, señor de Redlitz, y volveré a mi patria y me dedicaré a coser o entraré a servir. El maestro se quedó perplejo cinco segundos; al fin, tomando de la mano a la artista en embrión, la guió al gabinete, donde tenía su magnífico Pleyel. Sentóse al piano y preludió el acompañamiento de una sencilla romanza italiana. A los primeros gorgoritos de la joven, Redlitz sintió un impulso de honradez que le aconsejaba la sinceridad, y estuvo para decir a la cantante que buscase otro camino. La voz era como hay muchas, fresquecilla, simpática y vulgar. Pero cuando Redlitz levantaba la cabeza e iba a abrir la boca, su mirada tropezó con el rostro de la señorita, animado y transfigurado por el canto, y de tal suerte agradó al maestro aquel rostro de expresión seductora, que temiendo que la muchacha se volviese a su país, prorrumpió en bravos, y con las más halagüeñas frases la aseguró que tenía un verdadero tesoro en su garganta, que rivalizaría con la Patti y la Nilson, y que sólo necesitaba para llegar a tan brillante resultado las lecciones que él, Redlitz, le daría diaria y gratuitamente. Confundiéronse las españolas en expresiones de gratitud, y el maestro, obligándolas a que tomasen asiento, las obsequió con vino del Rin, bizcochos y confituras de varias clases. Quedaron de acuerdo en la hora a que volverían al día siguiente para empezar las lecciones: el maestro las acompañó hasta la puerta, que abrió y cerró él mismo, y cuando desaparecieron en el caracol de la escalera los pliegues de las faldas, Redlitz volvió a sentarse al piano y recorrió las teclas, interpretando una soñadora melodía de Beethoven. Toda su incorregible sentimentalidad de austríaco renacía, turbándole el corazón, y los ojos color de café de la señorita española se le aparecían como dos faros en medio del árido Sahara de los cincuenta y pico años que ya contaba el ilustre maestro...

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