Las sinfonías del agradecimiento

Transcripción

1 Las sinfonías del agradecimiento Los directivos que han tenido que afrontar grandes desafíos han aprendido por el camino duro lo que los clásicos ya habían descubierto varios siglos atrás. La mayor parte de los problemas en la dirección de organizaciones, en las tareas de gobierno, no pasan por cuestiones de productos, finanzas u operaciones. Los problemas más arduos y a la vez más decisivos siempre apuntan hacia el lado humano, hacia la gestión de esos problemas que al poco experimentado le parecen que son triviales pero que al directivo curtido le imponen el mayor respeto. Conocer la razón de las cosas, el porqué de los comportamientos, la necesidad de respetar algunas restricciones naturales, comprender la naturaleza humana, todo eso que en definitiva la filosofía ha estudiado una y otra vez, errando y volviendo a comenzar merece ocupar un espacio en nuestra Revista. Este año y vamos ya por el segundo número, hemos decidido incorporar una nueva sección: Filosofía, que pretende acercar a nuestros lectores una dimensión del quehacer de gobierno que no suele ocupar las agendas cargadas de urgencias. Confiamos que los temas y sus análisis sean no sólo de interés sino también de utilidad para la labor de dirección diaria. Que es de bien nacidos ser agradecidos, solemos decir para sintetizar los versos del duque de Rivas. Pero esta actitud lleva detrás mucho más cultivo humano que la simple cuna que nos vio crecer. Basta pensar o acordarse en la propia experiencia de lo trabajoso que fue conseguir decir gracias cuando uno era niño, sin que fuera necesario el consabido cómo se dice? de nuestros padres ante un regalo, o cosa parecida. Dar las gracias no salió espontáneamente de nuestros labios como el no! infantil y caprichoso, que no hizo falta que nadie nos enseñara. Por eso, antes de desentrañar lo que queda escondido en el agradecimiento, es oportuno hacer ver que la frase escogida no tiene nada de discriminatoria, pues no se trata de altas cunas o de orígenes sencillos, sino de un tono personal, intrínsecamente unido al tipo de persona que uno es. En un primer momento, podemos pensar en el agradecimiento como simple detalle de educación. No es poco ser educados, pero queremos escribir sobre la gratitud como algo más que una formalidad. Por eso vamos a situar este saber dar las gracias en escalones, por no llamar etapas a lo que podrían ser distintas notas de una sinfonía que a veces queda inconclusa. 64

2 Esta sección la auspicia gráfica mosca La gratitud de los demás se convierte en motivo para actuar; a todos nos gusta que nos agradezcan, hasta el punto que un autor anónimo sentencia la gratitud debe clasificarse entre los placeres mrovira@um.edu.uy Las gracias, por favor Mercedes Rovira Reich. Doctora en Filosofía, Universidad de Navarra; Máster en Artes Liberales (Filosofía y Ciencias de la Educación), Universidad de Navarra; Profesora de Antropología y de Ética, Universidad de Montevideo. Casi todos llegamos al primer escalón de saber dar las gracias. Hábito inculcado desde la niñez quizá con más mérito de nuestros educadores que de nosotros mismos puede que lo pongamos en práctica de forma poco reflexiva. De todas formas, hace bien: nuestro interlocutor siente una respuesta al esfuerzo que pudo haberle costado un favor que nos hizo, y el que da las gracias aunque sea mecánicamente reconoce implícitamente que no tenía derechos adquiridos sobre lo que recibió. O si los tenía, igual tiene la deferencia de agradecer el servicio. Vivir en sociedad, convivir pacífica y agradablemente, lleva consigo una serie de ritos, de costumbres con respecto a los que nos rodean que hacen más humano el trato. Saber dar gracias es una de esas amables formas que suaviza la relación con los que nos rodean y le pone un toque de buen final. También es cierto que a veces ese detalle final es provocado por mero interés: me conviene ser agradecido porque queda bien, porque espero un favor ulterior, porque prefiero disimular lo molesto que me encuentro con algo que estamos llevando a cabo. En definitiva, por razones que no guardan relación con unas sinceras gracias, como se recoge en la escéptica frase que podríamos encontrar en boca de los que solo se mueven por intereses egoístas el agradecimiento de la mayor parte de los hombres obedece a un oculto deseo de obtener más grandes beneficios (La Rochefoucauld, Máximas, CCII). Pero al dejar de lado estos rasgos de cierta hipocresía ocasional, agradecer lleva a una gran trastienda en la que vamos a intentar internarnos. Justicia para empezar Si se quiere definir la gratitud y situarla en el lugar que como virtud le corresponde, hallamos que es una parte potencial de la justicia, pues con ella se intenta recompensar, de alguna forma, el beneficio [continúa ] 65

3 El que se vence a sí mismo, el que tiene dominio de sí y sabe agradecer y admite su aparente inferioridad al no poder devolver en la misma medida, ese es el que tiene humildad y grandeza de alma recibido de un bienhechor. Las gracias son como la impotencia de devolver aquel beneficio, y, ante esa situación de indigencia, es lo único que nos queda a mano: agradecer. Por eso no son auténticas gracias las que se expresan ante un pago, o retribución por algo que el benefactor hizo o dio, pero movido por un interés personal. Esas serán gracias por educación, o formalidad, pero no la sincera respuesta de aquel que siente incapacidad de devolver el beneficio. La persona que agradece de verdad, se asombra que le hagan ese favor, le da un vuelco el corazón por sentirse mirada, cuidada, elegida para ese beneficio. El benefactor, que por pura benevolencia ha ayudado a otro, recibe esas gracias y este gesto puede suscitar en él la conciencia del valor que lleva consigo interesarse por los demás. En este sentido, la gratitud de los demás se convierte en motivo para actuar; a todos nos gusta que nos agradezcan, hasta el punto que un autor anónimo sentencia la gratitud debe clasificarse entre los placeres. Hay muchísimas cosas que hemos recibido y quizás no caemos en la cuenta que la única actitud adecuada es ser agradecidos. En los dones más básicos ni siquiera podemos llegar a las palabras para agradecer expresamente, pues no nos alcanzaría el tiempo ni las expresiones para reiterar una y otra vez que agradecemos la vida, la educación, el alimento, la salud, el cuidado esmerado de la infancia y la juventud, el cariño recibido... no en vano hay otra virtud que también es parte de la justicia y se llama piedad: la que se debe a los propios padres además de a Dios, en primer lugar por todo lo recibido gratuitamente y que no hay forma de devolver con equidad (por eso, haciendo lo que sí se puede, se agradece). Tanto en la gratitud como en la piedad, el beneficiado no está en condiciones de retribuir con igual- 66

4 dad, es decir, de devolver todo. Vivir la justicia en estas ocasiones desbalanceadas es, entonces, agradecer, vivir la piedad filial. Y reservamos para un poco más adelante analizar qué le pasa a los que no querrían deberle nada a nadie, y tener saldadas hasta sus cuentas afectivas. Sorprenderse, sin rutina Todos conocemos personas mayores que actúan como niños porfiados, pretenden que todo lo merecen. No se paran a pensar que aquello que tienen, de lo que gozan todos los días desde la naturaleza que los rodea hasta la capacidad de disfrutar porque están sanos y no enfermos no lo tienen por su propio esfuerzo o mérito, sino por simple dádiva. El Corán lo dice de manera muy fuerte: las peores bestias de la tierra para Dios son aquellos que son ingratos (Corán, VIII). Estar cerca de ellos puede suponernos una desgracia, pues suelen quejarse de la más mínima incomodidad, contratiempo, y son difíciles de contentar. Por el contrario, hay personas con las que es agradable estar. Sin grandes profundizaciones, nos contagian un buen humor sereno, una conformidad positiva no conformista, una frecuente atención hacia los demás. Son personas que se admiran cuando uno se preocupa por ellas, y por eso lo agradecen. Están contentos con lo que tienen, y cuando reciben además algo más, lo agradecen mucho porque no lo esperaban. Les supone una felicidad agradecer, pues eso que agradecen no lo sienten como merecido. Por eso el agradecimiento tiene mucha relación con las almas grandes, con la magnanimidad. Dice al respecto Dietrich von Hildebrand que el ser capaz de agradecer es una de las muestras más claras de la finura de espíritu, y las razones que da están en la línea de lo que hemos dicho. Primero, porque el agradecimiento nos saca la referencia a nosotros mismos y, así, nos engrandece. Mirar al otro es ampliar nuestros horizontes, salimos del egoísmo individualista, ya sea por observar en exceso nuestras acciones, o por preocuparnos solo de los propios intereses. Otra razón que da este autor (cfr. Über dis Dankbarkeit, S 11), es que agradecer significa que la persona se da cuenta del don recibido, no lo pasa por alto. El realismo de la humildad La respuesta agradecida también es muestra de humildad, porque el que agradece, aun sabiendo que no puede restituir, tiene la grandeza de sobreponerse a su indigencia, reconoce implícita o explícitamente su incapacidad para devolver, y sigue agradecido sin intranquilidades estériles, pues como señala un sabio pensador, el agradecimiento es la memoria del corazón. Esta relación de desequilibrio, de no medir a cada paso cuánto da cada uno, es la habitual en la amistad. Entre amigos verdaderos hay una llamada constante a la generosidad por ambas partes; no se busca el equilibrio de un débito, sino una comunicación afectiva. El que estuviera siempre incómodo porque le han dado más de lo que puede devolver, o su regalo es inferior al que recibió, terminaría por tornarse en una persona calculadora y susceptible, ofendiéndose por motivos inexistentes. Así es como también encontramos almas mezquinas lo opuesto a la grandeza de ánimo que acabamos de señalar entre la gente que querría no [continúa ] 67

5 Si alguien perturba esta sinfonía, son los ingratos; se me representan enseguida esas personas que han escalado posiciones gracias al esfuerzo de sus padres por ejemplo y no son capaces de presentarlos en público deberle nada a nadie. Tácito sostiene, al respecto, que los beneficios son agradables en la medida en que podemos de algún modo restituir; y si no podemos según dice él nuestro agradecimiento se transforma en odio (cfr. Anales, IV, 18). Una vez más aparece la voz del resentido, del que no logra salir de su encierro egoísta, aún para las cosas buenas. Es evidente que con esta perspectiva es muy difícil ser abierto y afable con los demás. El que se vence a sí mismo, el que tiene dominio de sí y sabe agradecer y admite su aparente inferioridad al no poder devolver en la misma medida, ese es el que tiene humildad y grandeza de alma. Aparentará ser menos, pero es más virtuoso, y parafraseando las palabras finales de Dietrich von Hildebrand en su opúsculo sobre el agradecimiento, allí brilla el alma con una belleza única, porque el agradecer pertenece, como el amar, alabar y ensalzar a lo que está en el fin, a lo pleno, a lo perfecto. La buena memoria Hemos subido algunos escalones, dejamos atrás la primera formalidad educada de agradecer. Pero aún nos queda observar para admirar, imitar la actitud de las almas grandes que, ante favores o enseñanzas que hayan recibido y que agradecen en lo más profundo de su corazón, conservan como un compromiso interior de hacer el bien a aquella persona, o a otras. Con la elegancia de saber estar por encima de las circunstancias, favorables o adversas, pasa el tiempo y no olvidan ese empeño por responder con lealtad. Una máxima hebrea lo dice así: el que da no debe volver a acordarse, pero el que recibe nunca debe olvidar. La película Cadena de favores, inspirada en el libro de Catherine Ryan Hyde, Favor por favor, nos deja ese mensaje positivo: contribuir en la me- 68

6 dida de nuestras posibilidades al bienestar de los demás, seguir el impulso hacia la colaboración, aunque sea en tareas diarias de pequeños servicios (prestar un libro, ayudar a otro a terminar un trabajo, hacer un encargo en un viaje). Una persona grande recibe más placer en hacer un favor que en recibirlo, observa con su conocida agudeza Baltasar Gracián. El último escalón Si se profundiza en esta actitud de agradecer, vemos que se nos hace difícil completar su realización externa, pues el tiempo pasa, las circunstancias cambian, lo que nos impactó en determinado momento se ha difuminado... otras prioridades pasan a ocupar nuestras energías. De todas formas, podemos reservar un fondo de la memoria para tantas cosas buenas que hay que agradecer. Si lográramos que ese espacio de la memoria desplazara al que tenemos reservado para los rencores, haríamos una buena administración de nuestro disco duro. Pero ahora querría apuntar algo más como la coronación del agradecimiento: saber agradecer el agradecimiento. Las personas con finura interior suelen verse como indignas de esas gracias, y las reciben con cierto asombro o azoramiento. Se trata de un [continúa ] 69

7 momento en el que uno se siente conturbado, y lo único que puede hacer es recibir con agradecimiento las gracias o el aplauso merecido. Si analizamos la actitud que vemos con frecuencia en los espectáculos de aplaudir al que te aplaude, vemos que no tiene sentido, rompe la magia de esa relación del agradecimiento. Rafael Alvira observa al respecto: parece como si quisiera pagar con la misma moneda, devolver el trato. Ante el que agradece no se puede aplaudir, hay más bien que inclinarse, al menos interiormente. Pues en la inclinación se simboliza la sensación de indignidad ante la grandeza de un agradecimiento. Pienso que es saludable darle vueltas a estas realidades cotidianas, al menos de vez en cuando, para saborear mejor cuantas cosas buenas tiene la vida y la relación con los demás, y no dejarlas pasar sin que dejen huella en nosotros. No se trata de vanidades, sino de una actitud contemplativa a la que Séneca se refería como el vuelo del alma por los cielos infinitos, o como apunta Heidegger, denken ist danken (pensar es agradecer). Las notas disonantes Si alguien perturba esta sinfonía, son los ingratos. Se me representan enseguida esas personas que han escalado posiciones gracias al esfuerzo de sus padres por ejemplo y no son capaces de presentarlos en público. Parece que se avergonzaran de sus progenitores porque no son oportunos en alguna conversación, se visten con peor gusto que ellos, no han tenido la posibilidad de una educación universitaria. Cuando uno percibe esas escenas, siente pena por los padres, pero es el candidato el que nos resulta detestable. Y lo peor, como recoge Benavente, es que el ingrato siempre quiere tener razón. Por eso buscará disculpas y culpas para no mostrarse agradecido. También la ingratitud tiene sus escalas, todas rechazables. Desde el ingrato por superficialidad, que olvida que la mayor parte de lo que tiene no es obra suya, sino que le vino regalado de otros, los cuales se esforzaron en crearlo u obtenerlo tiene un comportamiento antihistórico, dice Ortega y pasa también por el ingrato que olvida la lealtad con sus amigos. Por estar siempre a favor de los vientos que corren, no tiene reparos en volver la cara cuando las cosas se ponen difíciles; cree que sus nuevos amigos o intereses van a protegerlo. Pero como la ingratitud es hija de la soberbia (Cervantes), muy probablemente se encuentre escalones abajo en un breve tiempo. Lo peor es cuando además de ingrato es necio, convenciéndose de que sus débiles razones e intereses justifican todo, incluso sus bajezas y hasta llegar a la traición de sus benefactores. Anatolio France, no sin razón, le temía mucho más al necio que al malvado, porque el malvado, al fin y al cabo, algunas veces descansa, y el necio jamás. Pienso que es saludable darle vueltas a estas realidades cotidianas, al menos de vez en cuando, para saborear mejor cuantas cosas buenas tiene la vida y la relación con los demás, y no dejarlas pasar sin que dejen huella en nosotros. No se trata de vanidades, sino de una actitud contemplativa a la que Séneca se refería como el vuelo del alma por los cielos infinitos, o como apunta Heidegger, denken ist danken (pensar es agradecer). 70