TEOLOGÍA DE LA CRUZ. Presentación Luz desde la Cruz (Mc 15, 33-39) La muerte de Jesús según San Marcos Francisco Pérez Herrero

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1 «STAURÓS» TEOLOGÍA DE LA CRUZ Presentación Luz desde la Cruz (Mc 15, 33-39) La muerte de Jesús según San Marcos Francisco Pérez Herrero «Servir». Para una espiritualidad de la lucha por la justicia en los «cantos del siervo» de Isaías. José Ignacio González Faus sj. Discreción del Dios trinitario y misión cristiana Christian Duquoc op. El afrontamiento cristiano del mal José Gómez Caffarena sj. La vida religiosa en la actualidad y La Pasión de Cristo Felicísimo Martínez op. «Justicia, paz e integridad de la creación». Un compromiso pasionista Jesús María Aristín cp Historia de la provincia de la Sagrada Familia Fernando Piélagos, cp Carisma y Misión de la Congregación de la Pasión al servicio de la Iglesia y del Mundo Paulino Alonso B. cp. Decir tu Nombre, narrar tu Presencia: «Dios anonadado y narrado en Jesús» José Luis Quintero cp. Número doble 44 y 45 Segundo semestre 2005 y

2 Secretario: JOSÉ LUIS QUINTERO Consejo de redacción: PABLO GARCÍA MACHO. LUIS DIEZ MERINO. ANTONIO Mª ARTOLA. JESÚS Mª ARISTÍN LAURENTINO NOVOA. FRANCISCO DE MIER. TXEMA ARZALLUZ. Publica: Asociación Internacional Staurós Dirección del secretario Ibéro-Iberoamericano, Comunidad Pasionista C/ Arte, Madrid C/ Leizarán, Madrid Tlfno Fax // sec.cpsang@alfaexpress.net Imprime: Creaciones Gráficas EMERGRAF S.L. C/ Avda. de la Fuente Nueva,8 - Nave,7 - Tel Fax San Sebastian de los Reyes (Madrid). Depósito legal: MA Publicación semestral sin fines de lucro, financiada por «Staurós International Association», con sede en Kortrijk, Bélgica, y con la aportación voluntaria de sus lectores. 2

3 PRESENTACION 100 años de la Provincia Pasionista de la Sagrada Familia Enmarcamos este número de la revista Staurós en la celebración de los 100 años de la creación de la Provincia Pasionista de la «Sagrada Familia». Un conjunto de religiosos miembros de Comunidades de España y América adquieren el estatuto de «provincia religiosa» dotándose de una nueva autonomía para una mejor realización de la misión y una mayor encarnación en unos lugares concretos. Esta nueva realidad jurídica, en el momento de su creación y constitución, expresa vitalidad y dinamismo, compromiso de comunión y capacidad de asumir nuevos desafíos en orden a la realización de la misión de la entera congregación. La Congregación fundada por San Pablo de la Cruz recibe su razón de ser del «hacer memoria» con la vida y la palabra de la Pasión de Jesucristo. La Palabra de la Cruz acogida y reconocida como fuerza y sabiduría de Dios orienta y dinamiza la vida y el apostolado. La Asociación Internacional Staurós, perteneciente a la Congregación y a la vez prolongación de su misión, se inserta en este mismo horizonte de proximidad, desde la pasión de Cristo, a la pasión y sufrimiento de la humanidad en sus múltiples aspectos y facetas. Este número presenta por ello, en el conjunto de sus artículos, una pluralidad de dimensiones. Se abre con la reflexión bíblica ofrecida por Francisco Pérez Herrero a partir del relato de la Pasión en el Evangelio de Marcos. En su Luz se muestra el momento teofánico y teologal de la revelación del rostro del Padre en la muerte de Jesús. Los «Poemas del Siervo», en la lectura «comprometida» que realiza José Ignacio González Faus, nos ponen en el camino del servicio como realización primaria e ineludible de la acción de Dios. El tercer artículo es una reflexión sobre la misión cristiana configurada desde el modo «discreto» como Dios se nos ofrece. Esta perspectiva originalmente ofrecida por C. Duquoc se convierte en una nueva lectura sobre la situación cultural y social en la que se desarrolla hoy el anuncio cristiano. El profesor José Gómez Caffarena desde su condición de 3

4 filósofo cristiano sitúa dentro de la respuesta humana al sufrimiento la propuesta jesuánica. El «afrontamiento» práctico-esperanzado de esta realidad teniendo como fondo la confianza en el Dios de la Vida y el actuar de Jesús dinamiza el compromiso humano y cristiano. Los tres siguientes artículos son parte de las Ponencias ofrecidas en el Ciclo de Conferencias organizado en Zaragoza por los Pasionistas de la Provincia de la Sagrada Familia con motivo de la celebración de su centenario. En ellas el P. Fernando Piélagos presente su obra, «Historia de la Provincia de la Sagrada Familia», el P. Paulino Alonso, miembro de la Comisión Histórica de la Congregación, sitúa la vida de esta provincia en el momento histórico de la Congregación en sus orígenes y en la actualidad. El P. Felicísimo Martínez op ofreció una sugerente reflexión sobre el momento de la vida religiosa en la actualidad descrita desde la «pasión de Cristo». Se introduce también en este número la reflexión sobre el carisma pasionista desde el paradigma de «Justicia, Paz e Integridad de la Creación». Esta realidad se presenta como un componente transversal que sugiere un modo de vivir la condición y la acción pasionista. El P. Jesús María Aristín, miembro de la Comisión Internacional de la Congregación, «Justicia, Paz e Integridad de la Creación» nos introduce en este dimensión irrenunciable del carisma pasionista. Y por último bajo el título «Dios anonadado y narrado en Jesús de Nazaret» se nos ofrecen retazos de una reflexión teológico-oracional ante el misterio de Dios ofrecido en el Misterio Pascual. Confiamos que este nuevo número de la revista Stauros elaborada desde el Secretariado Ibérico-Iberoamericano formado por los Pasionistas de la Península Ibérica contribuya a mantener viva la memoria dinámica de la Pasión de Jesucristo. 4

5 LUZ DESDE LA CRUZ (MC 15,33-39) LA MUERTE DE JESÚS SEGÚN SAN MARCOS Francisco Pérez Herrero Facultad de Teología - Burgos «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar (BENEDICTO XVI, Deus caritas est, Ciudad del Vaticano 2006, n. 12). En la Antigua Pinacoteca de Munich se conserva el impresionante cuadro de la Crucifixión que Rembrandt pintó en torno al año En él consiguió inmortalizar un momento crucial de toda la historia de la pasión de Jesús: el momento de la elevación de la cruz, de la exhibición pública del Crucificado. Situado entre el cielo y la tierra, unos lo convertirían en objeto de ultrajes y de burlas; otros lo contemplarían como signo de advertencia y escarmiento; otros lo verían, por fin, como la manifestación suprema de un amor que hablaba inequívocamente de su condición de Hijo de Dios. El cuadro contiene un autorretrato del artista, que, distinguiéndose por el birrete verdoso que cubre su cabeza, ayuda a los soldados a levantar la cruz. El detalle es importante. Expresa con toda nitidez el más primitivo credo cristiano: «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Cor 15, 3). Es inútil querer desentenderse de aquella muerte inculpando de ella a los demás, sean romanos o judíos, gobernantes o gobernados. Pero otro detalle del cuadro llama todavía más la atención. Jugando con la técnica del claroscuro, el pintor hace que un poderoso rayo de luz brote desde lo alto de la cruz y se proyecte sobre su propia persona. El Crucificado, envuelto en la luz, se convierte en manantial de luz para los demás. El misterio de Dios y el misterio del hombre se ven iluminados desde aquella cruz elevada sobre el Gólgota. Es probable que, para esta idea, el artista se inspirara en el Evangelio de Juan 1. La idea, sin embargo, está igualmente presente en el relato que de la crucifixión y muerte de Jesús nos ofrecen los Evangelios sinópticos, en particular el Evangelio de san Marcos. Lo comprobaremos a través de una lectura pausada de los pocos versículos que este evangelista dedica a la muerte de Jesús sobre la cruz (Mc 15,33-39). A la explicación del relato haremos seguir un segundo apartado que, con el título de implicación, nos 1 Cf. Th. Söding, «Kreuzerhöhung. Zur Deutung des Todes Jesu nach Johannes», Zeitschrift für Theologie und Kirche 103 (2006) 2-25; espec. 3. 5

6 servirá para recapitular y subrayar esa extraordinaria revelación que irradia la cruz de Cristo 2. I. EXPLICACIÓN DEL RELATO Recorriendo el camino que desde Galilea conduce a Jerusalén, Jesús había anunciado por tres veces a sus discípulos que allí debía sufrir, morir y resucitar (8,31; 9,31; 10,33-34). Estos anuncios disponen convenientemente al lector para adentrarse en la última sección del Evangelio (14,1-16,8), consagrada toda ella a narrar los acontecimientos predichos. Las abundantes anotaciones temporales permiten pensar en una narración cronológicamente articulada: Lo que se narra en 14,1-11 acaece a lo largo de un miércoles; al día siguiente, jueves, se prepara el banquete pascual (14,12-16); desde la tarde del jueves a la tarde del viernes, es decir, durante el día de Pascua, tienen lugar todos los acontecimientos que se suceden vertiginosamente desde la celebración de la cena pascual hasta la sepultura de Jesús (14,17-15,47); transcurrido el sábado, día de descanso, las mujeres se dirigen al sepulcro el primer día de la semana, donde reciben el sorprendente mensaje de la resurrección del Crucificado (16,1-8). No menos justificada está, sin embargo, una articulación en torno a los diversos escenarios donde se van desarrollando la acciones fundamentales: Betania (14,1-11), el Cenáculo (14,12-31), Getsemaní (14,32-52), el palacio del sumo sacerdote (14,53-72), el pretorio (15,1-20), el Gólgota (15,21-41) y la tumba (15,42-16,8). Cualquiera que sea la articulación pretendida por el evangelista, el relato de la muerte de Jesús sobre la cruz marca el punto culminante de un dramatismo siempre in crescendo: Después de haberse entregado a sus discípulos en el pan y el vino de la cena pascual, después de haberse entregado a Dios, su Padre, en Getsemaní, Jesús es entregado de mano en mano hasta llegar al lugar de su ejecución sobre el Gólgota: Judas lo entrega a las autoridades judías (14,10); éstas se lo entregan a Pilato (15,1) y Pilato lo entrega a los soldados para hacerle morir sobre la cruz (15,15). Crucificado a las nueve de la mañana (15,22-27), Jesús es ultrajado por espacio de tres horas (15,29-32) y, después de otras tres horas de tinieblas sobre toda la tierra, Jesús muere en la cruz (15,33-39). Unas mujeres lo observan todo desde lejos (15,40-41). Ellas pueden garantizar la realidad de los hechos. Por muy sorprendentes que estos hechos puedan parecer, se inscriben en la historia de los hombres y cuentan con testigos fidedignos. La descripción que el evangelista nos ofrece de la muerte de Jesús en la cruz (15,33-39) se caracteriza por su extraordinaria sobriedad, pero sobre todo por la parte activa que en ella asume el mismo Jesús. El silencio que ha mantenido desde su confesión ante Pilato queda roto ahora para dirigirse a Dios. Más aún, designado él - y sólo él- dos veces por su propio nombre (vv. 34 y 37), él es el único sujeto que realmente actúa a lo largo del relato. Tenemos aquí una sorprendente inversión en la tendencia de la narración: si antes eran los otros quienes actuaban, limitándose Jesús a reaccionar, ahora sucede todo lo contrario; Jesús es quien toma la iniciativa; los demás no hacen más que reaccionar ante su actuación 3. Esta peculiaridad confiere al 2 En estos dos apartados me propongo ante todo extractar y simplificar el capítulo dedicado a este relato en mi libro «Pasión y Pascua de Jesús según san Marcos». Del texto a la vida, Public. Facultad de Teología 67, Burgos 2001, («Muerte de Jesús en el Gólgota»). 3 Cf. E. MANICARDI, «Gesù e la sua morte secondo Marco 15,33-37», en AA.VV., Gesù e la sua morte. Atti della XXVII Settimana Biblica Italiana, Brescia 1984, 11. 6

7 relato su propia autonomía y una clara articulación en dos partes que, precedidas de una introducción, presentan de manera paralela el doble grito de Jesús y las reacciones subsiguientes 4. Todo el conjunto queda perfectamente ensamblado no sólo a través de una construcción bien organizada, sino también a través de palabras que se repiten en cada una de sus partes y que contribuyen a reforzar el carácter unitario del relato. Entre ellas sobresalen los verbos de visión (vv ), el verbo expirar (vv. 37 y 39) y los dos grandes gritos de los vv. 34 y 37. Tales repeticiones son suficientes para advertir al lector que se encuentra ante un acontecimiento eminentemente revelador. Su comprensión exige una escucha atenta y una mirada penetrante. Introducción narrativa (v. 33) Como introducción narrativa se ha de considerar la referencia a las tres horas de oscuridad, quietud y silencio que preceden y preparan la muerte de Jesús 5. Sin registrarse en ellas ningún gesto y ninguna palabra, crean una situación de sorprendente contraste con la actividad casi febril de las tres horas precedentes, llenas de insultos y de burlas al Crucificado. Todos, incluso aquellos que se comportaban como señores de la situación, se encuentran ahora envueltos en la oscuridad, como si se vieran obligados a experimentar los límites de su poder. Extendiéndose sobre toda la tierra 6, esta oscuridad ha suscitado siempre confusión y perplejidad. Sobre ella se han dado las más diversas interpretaciones 7. En la actualidad se ha llegado a un acuerdo prácticamente unánime en tomar este dato como un símbolo o descripción figurativa que intenta situar la muerte de Jesús en una perspectiva determinada. Pero cuál es en concreto esa perspectiva? Se quiere expresar así la condolencia de toda la creación ante una muerte horrenda e injusta? Se intenta ilustrar la desaprobación divina ante un crimen de magnitud desorbitada? Estamos ante un signo de la presencia e intervención de Dios frente a una muerte que entra en sus designios de salvación por encima de todas las opciones y decisiones de los hombres? Se pretende insinuar el carácter escatológico de esta muerte, con la cual se 4 El paralelismo entre las reacciones que preceden y que siguen a la muerte del Crucificado es netamente antitético: «Antes de la muerte todo está contra Jesús y todo -incluso su muerte- parece dar razón a los que se burlan de sus pretensiones. Pero, apenas muerto, la perspectiva se invierte. Marcos no espera a la resurrección para mostrarnos la fuerza victoriosa de la cruz» (B. MAGGIONI, I racconti evangelici della Passione, Assisi 1995, 277). 5 La formulación del v. 33 apunta claramente a su función introductoria. Sus dos anotaciones temporales le dan una indiscutible autonomía, pero sin dejar de remitir a lo previamente narrado y, sobre todo, a lo que se quiere narrar a continuación: el momento en que la oscuridad se disipa («hora nona» = mediodía) será repetido en el versículo siguiente para situar en él la última actividad terrena de Jesús. Las tres horas de oscuridad se convierten así en una especie de túnel que conduce a la muerte de Jesús. 6 La expresión griega eph holèn tèn gèn se ha interpretado con frecuencia como referida únicamente a la tierra de Palestina, pero tal interpretación no cuenta con apoyo alguno en el evangelio de Marcos. El evangelista, que utiliza el sustantivo «tierra» con diversos significados (suelo, tierra firme, universo habitado, etc.), desconoce por completo esa acepción. Su atribución sólo puede deberse al deseo de hacer más verosímil el acontecimiento desde un punto de vista meteorológico, perspectiva totalmente ajena al evangelista. 7 Una amplia panorámica de estas interpretaciones es ofrecida en R.M. GRÁNDEZ, «Las tinieblas en la muerte de Jesús. Historia de la exégesis de Lc 23,44-45a (Mt 27,45; Mc 15,33)», Estudios Bíblicos47 (1989) ; espec

8 inaugura una nueva era en la historia de la salvación? Estas son algunas de las propuestas que más eco encuentran en los comentaristas de nuestros días. Todas resultan atrayentes, pero no todas respetan suficientemente un texto que -como el de Mc 15,33- se inserta en un contexto bien determinado. El texto subraya que la oscuridad, perfectamente delimitada desde el punto de vista temporal, precede a la muerte de Jesús. Es un elemento que conserva en el relato su propia entidad y que, precediendo a la muerte de Jesús, la sitúa en el horizonte. Caen, pues, fuera de lugar las propuestas que hablan de condolencia o de reproche y desaprobación. La muerte no ha llegado todavía. El contexto, por su parte, lleno de alusiones al Antiguo Testamento, obliga a interpretar esta oscuridad desde el rico trasfondo veterotestamentario, donde la oscuridad es sobre todo un signo estrechamente vinculado al «día de Yahweh», día de juicio y salvación. Baste recordar uno de los textos más significativos: «Aquel día, oráculo del Señor, haré que el sol se ponga a mediodía, y en pleno día cubriré la tierra de tinieblas» (Am 8,9). Haciendo preceder la muerte de Jesús de una prolongada oscuridad sobre toda la tierra, la pretensión del evangelista, bien familiarizado con los signos apocalípticos de la tradición judía (cf. 13,24-25), parece evidente. Le interesa subrayar que la muerte que se dispone a narrar, una muerte que responde plenamente a los designios de Dios, tiene un carácter escatológico y una dimensión universal. Con ella se inauguran los últimos tiempos y en ella tiene lugar el juicio de Dios sobre el mundo, un juicio que revela ante todo su amor sin medida por el hombre pecador. Grito articulado de Jesús (v. 34) Cuando la oscuridad da paso a la luz, se dejan oír las únicas palabras que en Marcos pronuncia el Crucificado. Son palabras que reproducen en arameo el inicio del Sal 22 y que son presentadas por el evangelista como un «fuerte grito» que Jesús dirige a su Dios en un momento preciso: las tres de la tarde. Ninguno de estos datos se ha de descuidar a la hora de intentar determinar el sentido de ese grito lleno de misterio. Un especial interés muestra el evangelista por situar el grito de Jesús en el tiempo, hasta el punto de no considerar superflua la repetición de la «hora nona». Como en las otras referencias cronológicas, no hay duda de que también aquí subyace la idea de que todo, incluido este grito desgarrador, responde a los planes de Dios. La insistencia del evangelista invita, sin embargo, a pensar en una significación ulterior. Dado que la hora nona se había convertido en el judaísmo del siglo I en la hora de la oración de la tarde, coincidiendo con la hora del sacrificio vespertino en el templo de Jerusalén (cf. Hch 3,1; 10,3.30), el grito de Jesús a la hora nona adquiere una fuerte coloración litúrgica. Es la oración que, en solidaridad con su pueblo, Jesús eleva a su Dios 8. 8 Sobre la hora nona como tiempo de oración en el judaísmo son abundantes los testimonios recogidos en H.L. STRACK - P. BILLERBECK, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, II, München 1924,

9 Se trata de una oración «gritada». El grito es el último recurso del débil para pedir ayuda. Es a la vez la expresión exterior de una angustia interior que se hace incontenible. En el lenguaje bíblico, el grito del hombre es además un grito que nunca se pierde en el vacío; lejos de ser un grito inútil, es el clamor hacia alguien que escucha. El hombre que grita tiene conciencia de estar frente a un interlocutor al que puede recurrir y en el que puede confiar. El que sólo confía en sí mismo, enmudece en su dolor. Además de angustia, el grito en la Biblia implica, por tanto, apertura y confianza. Gritando, Jesús se incluye entre los innumerables seres humanos que expresan confiadamente su tribulación e imploran el auxilio divino. Este grito viene caracterizado como «fuerte» en su sonido (phônè megalè). El evangelista utiliza esta expresión en contextos donde se da una revelación decisiva sobre la identidad de Jesús (1,26 y 5,7; cf. 1,3.11; 9,7). Calificando así el grito de Jesús en el Gólgota, el lector queda advertido. En ese grito ha de saber percibir una revelación fundamental sobre el Crucificado. La revelación implícita en la fortaleza del grito es de esperar que quede desvelada en el contenido del mismo. Tal contenido viene formulado con las palabras iniciales del Sal 22 (TM), consignadas por el evangelista en una transliteración griega de su forma aramea y, seguidamente, en una traducción griega que no corresponde por completo a la ofrecida por la versión de los LXX (Sal 21). En el momento más personal y revelador de su existencia, Jesús expresa su experiencia más íntima no con palabras suyas, sino con palabras pronunciadas una y otra vez por su pueblo. Repitiendo estas palabras, Jesús se inserta profundamente en la espiritualidad del judaísmo y se sitúa en línea de continuidad con la experiencia que otros han vivido y han manifestado. Pero qué sentido tienen estas palabras en sus labios? Ante las respuestas tan dispares que se han dado a lo largo de la historia 9, se hace obligado un análisis del texto que tenga suficientemente en cuenta el contexto del grito en el Salmo y el sujeto que así grita. El Sal 22 responde básicamente a los cánones de la súplica individual del salterio, con sus dos componentes habituales: petición de auxilio en la tribulación; promesa de alabanza y acción de gracias por la liberación. Articulado en dos partes netamente diferenciadas, la primera de ellas describe la situación de desamparo en la que el orante se encuentra en el presente (vv. 2-22) y la segunda señala lo que el orante tiene pensado hacer tras haber sido escuchado por su Dios (vv ). La súplica con la que se inicia el salmo (v. 2) nace de un sentimiento de abandono y se apoya sobre todo en lo que es y ha sido el Señor para con otros y para con él: el salvador de sus padres; aquel a quien él mismo debe su existencia. El abandono que suscita la súplica se muestra en el hecho de que precisamente este Dios «suyo» se encuentra lejos (vv ), no responde a sus llamadas (v. 3) y ha colocado al que lo invoca bajo el polvo de la muerte (v. 16); el abandono de Dios se hace sentir de modo muy particular por la presencia repulsiva de los adversarios, que se burlan y oprimen al orante (cf. vv ). Esta presencia de unos enemigos capaces de destruir física y moralmente es la que hace despertar en el orante el sentimiento de abandono por parte de Dios y la que suscita su súplica en forma interrogativa, una súplica que no es 9 Cf. G. ROSSÉ, Il grido di Gesù in croce, Roma 1984,

10 protesta, sino requerimiento confiado a recibir una explicación sobre un hecho que resulta incomprensible: Cómo es que, siendo tú «mi Dios», el único a quien yo reconozco, me has podido abandonar, como si ya no fueras mi Dios o yo no fuera ya tuyo? Ahora bien, si el orante puede dirigirse a su Dios en términos tan personales, es que en realidad -como subraya L. Alonso Schökel- no ha sido abandonado de Dios, tal como se pondrá de manifiesto a partir del v.25. Ni Dios ha abandonado realmente al orante, ni el orante abandona a su Dios. No hay en él sentimiento alguno de aversión o de resentimiento contra Dios 10. En labios de Jesús a la hora de su muerte, esta interpelación a Dios -y sólo esta interpelación- constituye sin duda un lamento angustioso que revela una experiencia interior de desamparo sin precedentes. En Getsemaní, Jesús invoca a Dios como Abba y, aún suplicándole que le librara de la muerte, se abandona confiado a su misteriosa voluntad. Tras haber sido condenado a muerte por declararse «Hijo del Bendito», su silencio es absoluto y solemne. En silencio camina hacia la cruz y en silencio sufre la lenta agonía de los crucificados, como si nada tuviera ya que decir ni a su pueblo ni a los suyos. Su silencio se rompe solamente para dirigirse a aquel Dios que le había proclamado «su Hijo amado» (1,11; 9,7), suplicándole una respuesta a su situación de abandonado. Hay una importante diferencia entre esta súplica de Jesús y la misma súplica en labios de un orante judío. J. Moltmann lo ha hecho notar con precisión: El «yo» del abandonado no es simplemente el yo de un judío piadoso, sino el yo del Hijo; Jesús no reclama sólo la fidelidad del Dios de Israel, prometida a todo el pueblo, sino que pide ante todo la fidelidad de su Padre para consigo, el Hijo, que ha dado la cara por él; lo que está en juego, junto con su abandono, es también la divinidad de su Dios y la paternidad de su Padre, que Jesús había aproximado a los hombres 11. El grito de Jesús desde la cruz es sin duda la expresión más nítida de una angustia sin límites en el abismo de su soledad. Inútil resulta pretender mitigarlo diciendo que son las primeras palabras de un Salmo que termina en alabanza y que él seguiría rezando hasta el final. No hay en el texto indicio alguno que permita tal suposición y no hay por qué dar a la angustia y tribulación de Jesús un rostro falso, desfigurado y postizo. Jesús, Hijo de Dios, ha vivido como hombre en el sentido total de la palabra y ahora gusta la muerte humana en todo lo que ésta tiene de más trágico. No se acerca a ella iluminado por una revelación sublime; se acerca con un angustioso «porqué» en los labios 12. Este porqué angustioso está muy lejos, sin embargo, de ser un porqué desesperado. Angustia y desesperación son conceptos totalmente diversos. La desesperación supone que se ha perdido la confianza en Dios; la angustia implica solamente una inmensa desolación y tristeza. El grito de abandono no deja de ser esencialmente una «oración» y, como tal, un testimonio inequívoco de confianza y fidelidad hacia Aquel que, aún permaneciendo cercano, es sentido como ausente. El tenor literal del grito, 10 Cf. L. ALONSO SCHÖKEL C. CARNITI, Salmos, vol. I, Estella (Navarra) 1994, ; también G. DANIELI, «`Elì, Elì, lemà sabactani?», en AA. VV., Gesù e la sua morte. Atti della XXVII Settimana Biblica Italiana, Brescia 1984, Cf. J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Salamanca , Cf. X. LÉON-DUFOUR, Jesús y Pablo ante la muerte, Madrid 1982,

11 con su doble invocación y su interpelación en forma interrogativa, así lo deja entrever. La doble invocación («Dios mío, Dios mío») revela con toda claridad que su relación con Dios continúa, reivindicándolo enérgicamente como «su» Dios y aferrándose a él en medio de la más profunda turbación 13. La interpelación, por su parte, es la expresión más radical del sufrimiento solitario que Jesús debe experimentar no sólo como abandono de los hombres, sino también como abandono por parte de Dios. No interviniendo, no acudiendo en su ayuda, Dios parece ocultar ahora su rostro de Padre. Preguntándose Jesús sobre el «porqué» de tal abandono 14, él no está implorando una intervención divina espectacular que lo libere de sus enemigos y justifique sus pretensiones; no está expresando tampoco una incomprensión sobre el hecho o el sentido mismo de la pasión y de la muerte; está pidiendo ante todo un poco de luz en «la noche de la fe» 15. El sentimiento de abandono por parte del Padre provoca en él perplejidad y desconcierto. No comprende aquella actitud paterna de silencio absoluto en un momento tan crucial y decisivo. Es la incomprensión y el desconcierto que siempre ha sentido el hombre ante la prueba del dolor, pero que en la persona de Jesús asume un peso excepcional por su condición de Hijo. Ante esta situación, Jesús no inventa una oración nueva; se refugia en las palabras del salmista y desde ellas expresa su desconcierto, a la vez que se aferra con amor angustiado a la única mano segura, que es la mano de Dios. Doble tergiversación del grito (vv ) El grito de Jesús desde la cruz se convierte en un grito que asegura la realidad de Dios para todos los tiempos, incluso para aquellos en los que las dificultades de la vida no permiten divisar por ninguna parte el mínimo rastro de su existencia. No es así, sin embargo, como lo entienden algunos de los presentes, que antes se habían mofado del Crucificado. Lo tergiversan de tal modo que lo convierten en una simple invocación a Elías, profeta que aparece aquí como el «santo patrón» de los casos desesperados. Evocando una faceta de Elías que estaba viva en la tradición popular judía 16, el relato da a entender que la tergiversación no puede provenir más que de los judíos. Ahora bien, dada la imposibilidad acústica y filológica de una confusión 13 Es la única vez que en todo el Nuevo Testamento aparece esta doble invocación. La singularidad de la misma apunta a la singularidad de la relación filial de Jesús con Dios, tema nuclear de todo el evangelio de Marcos. En palabras de DE LA POTTERIE, «con su última oración en la cruz, Jesús se revela misteriosamente como Hijo de Dios, siendo una revelación que el evangelista presenta como el desarrollo último de su cristología» (La preghiera di Gesù, Roma 1992, 112). 14 Respecto al valor causal de la expresión eis tí, véase R. PESCH, Das Markusevangelium, vol. II, Freiburg- Basel-Wien 1977, : «Atribuir (a la expresión) un sentido final y explotar su connotación soteriológica, como si se preguntara por la finalidad de la muerte de Jesús, cuya respuesta se había ofrecido ya en Mc 10,45, es una falsa interpretación» 15 Cf. P. GRELOT, Dans les angoisses l espérance. Enquête biblique, Paris 1983, Mc 15,35 es el primer testimonio literario de esta faceta de Elías en la tradición popular judía, pero así será celebrado en un gran número de leyendas posteriores (cf. H.L. STRACK P. BILLERBECK, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, vol. IV, München 1928, ). El punto de partida de esta concepción de Elías como «auxiliador» ha de buscarse en el episodio de la viuda de Sarepta (1 Re 17, 1-24). Ningún otro personaje bíblico estuvo tan presente como éste en la piedad religiosa del judaísmo postbíblico: «Él vuela sobre la tierra, aparece bajo las formas más diversas; ningún lugar está para él demasiado lejos; utiliza todos los recursos para proteger la inocencia, para salvar a los justos, para curar a los enfermos, para suscitar, consolidar o preservar la fe» ( J. JEREMIAS, «Èl(e)ías», en ThWNT, II, 933). 11

12 por parte de judíos entre Eloì y Elijjahu, se hace obligado interpretarla como una distorsión voluntaria de las palabras del Crucificado. Continúan así los ultrajes previamente emitidos (cf. 15,29-32). Si el núcleo de aquellos ultrajes era la repetida exhortación a salvarse a sí mismo, ahora se expresa la opinión de que aquel que no era capaz de salvarse a sí mismo confiesa su propia impotencia al invocar a Elías como salvador. En la misma dirección se ha de entender el gesto de ofrecer vinagre al Crucificado por parte de uno -sea judío o romano- que pretende alargar su suplicio con la sola intención de comprobar si Elías venía a salvarlo 17. Tras haber querido ver a Jesús descender de la cruz (15,32), ahora se desea ver a Elías realizando lo que Jesús no ha sido capaz de realizar. Estamos, en una palabra, ante las últimas incomprensiones y burlas que ha de soportar el Crucificado. En esta atmósfera de incomprensión es como llega el momento de su muerte. Grito inarticulado y muerte de Jesús (v. 37) Sin adorno alguno, sin palabras solemnes como las que abundan en los relatos martiriales, la muerte de Jesús se ve acompañada sólo de un «fuerte grito», ahora inarticulado. La partícula adversativa con la que se introduce la frase parece querer subrayar el contraste entre la curiosidad de los presentes, que siguen albergando la absurda esperanza de contemplar un prodigio espectacular, y la realidad de una muerte despojada de todo signo prodigioso. El gran prodigio que nunca dejará de asombrar es que el Hijo de Dios haya compartido con el hombre hasta el modo mismo de morir. Este contraste impide interpretar el «grito de muerte», distinto sin duda del anterior 18, como grito de victoria, grito de triunfo, grito de juicio, etc. 19. Formulado de la misma manera que el primero, también él ha de tener para el evangelista un carácter revelador. Pero tal revelación queda velada en lo que se presenta ante todo como el signo inequívoco de la muerte: «El grito quiere sencillamente anunciar al mundo la muerte de Jesús. Éste no cae en la muerte de manera imperceptible» 20. Para referir esta muerte, el evangelista procede con su sobriedad habitual. Un verbo en aoristo (exépneusen) le es suficiente. La composición del verbo y el hecho de no ser el término ordinariamente empleado para indicar la acción de morir han originado las más extrañas propuestas sobre su significado concreto. De él se ha hablado como de «un vocablo poético» reservado para ocasiones solemnes y, en este caso, para dignificar la muerte de Jesús, para insinuar su victoria sobre la muerte, para evocar el ascenso de la sustancia anímica a su patria de origen, para aludir a la emi- 17 La frase evoca el texto del Sal 69 (LXX: 68), 22, donde la ofrenda del vinagre es también signo de oprobio, no de compasión. 18 La identificación habría exigido la presencia al menos de un adjetivo demostrativo. Como grito distinto es entendido por Mateo, que se encarga de subrayar la distinción con el adverbio pálin (Mt 27,50). 19 Sobre las múltiples interpretaciones propuestas véase S. LÉGASSE, Le Procès de Jésus, vol. II, Paris 1995, J. GNILKA, El Evangelio según san Marcos, vol. II, Salamanca 1986,

13 sión del Espíritu como fuerza divina capaz de rasgar el velo del templo, etc. 21. Ciertamente, el verbo es desconocido en el griego de la versión de los LXX, pero es un verbo muy frecuente en el griego clásico, donde no significa otra cosa que «dar el último suspiro», «expirar», «morir». P. Lamarche puede afirmar que estamos ante «una palabra banal» para describir la muerte de Jesús, una palabra que, sin embargo, expresa a la perfección «hasta qué punto ha asumido él, sin aspecto de hombre, nuestro propio destino» 22. Doble reacción positiva (vv ) Como primer efecto de la muerte de Jesús, Marcos señala el completo desgarrón del velo del templo. A éste sigue un segundo efecto: la confesión del centurión romano. Desgarrón del velo del templo Dos observaciones son de importancia decisiva para situarse en la perspectiva del evangelista y percibir lo que él pretende enseñar cuando afirma que «el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo». Por una parte, no precisa en ningún momento si se trata del velo exterior o interior, del situado ante el Sancta Sanctorum o del que se encontraba entre el vestíbulo y el Santo 23 ; más aún, habla del velo del templo en un relato que no permite desviar la mirada del Gólgota y del Crucificado. El velo que se rasga es como si apareciera impreso sobre la cruz. Se da una especie de identificación entre el Crucificado y el velo del templo, hasta el punto de que su muerte es visualizada y comprendida como un desgarrón del mismo 24. Por otra parte, habla de una ruptura en dos y de un desgarrón de arriba abajo, es decir, de un desgarrón total e irremediable, y todo ello como obra de Dios, tal como lo indica el pasivo teológico utilizado. Se trata, pues, de una acción de Dios con la que el mismo Dios sale al paso de las acusaciones vertidas contra Jesús tanto en el interrogatorio ante el sanedrín (14,58) como en los ultrajes ante la cruz (15,29). Estas observaciones invitan a integrar las dos interpretaciones que, no siendo incompatibles entre sí, predominan en la exégesis de este enigmático texto: una lo explica como afirmación sobre la apertura decisiva al misterio de Dios en la muerte de Jesús; otra lo comprende como afirmación sobre la destrucción definitiva del templo y del culto judíos con la muerte de Jesús. 21 Una amplia panorámica de estas interpretaciones, con sus correspondientes referencias bibliográficas, es ofrecida por R.H. GUNDRY, Mark. A Commentary on his Apology for the Cross, Grand Rapids 1993, P. L AMARCHE, Évangile de Marc. Commentaire, Paris 1996, El primero era traspasado sólo por el sumo sacerdote una vez al año, en la fiesta de la expiación; el segundo era traspasado cada día por el sacerdote de turno para la ofrenda del incienso. Con ambos velos se salvaguardaba del contacto de los hombres pecadores la santidad y la majestad divinas. Como observa G. BIGUZZI, «hablando imprecisamente del velo del templo, Marcos ha pretendido quizá crear una imagen elocuente por sí misma, cuya fuerza evocadora queda reducida si se quiere esclarecer demasiado o distinguir demasiado» («Io distruggerò questo tempio». Il tempio e il giudaismo nel vangelo di Marco, Roma 1987, 148). 24 Cf. P. LAMARCHE, «La mort du Christ et la voile du temple selon Marc», Nouvelle Revue Théologique 96 (1974)

14 Efectivamente, con la muerte de Jesús se rompe el velo que impedía penetrar en el santo de los santos, un velo que impedía ver a Dios en el esplendor de su debilidad. P. Lamarche ha conseguido expresarlo con precisión: «Si el velo del templo se desgarra es para permitirnos ver en el Santo de los Santos el misterio de Dios, a saber, el amor kenótico de Dios hacia los hombres [...]. A través de Cristo, que ha dejado hacer, sin resistirse ni imponerse, nosotros descubrimos a un Dios cuyo amor kenótico le hace débil, sin defensa, vulnerable, humilde y humillado, bien diferente de aquella entidad impasible con amor posesivo que con tanta frecuencia nos imaginamos [...]. La kénosis de Cristo revela un Dios kenótico, a condición de comprender que esta kénosis es la expresión insondable de la pasión amorosa y del infinito respeto de Dios para con los hombres» 25. Revelando ese esplendor de Dios en su debilidad, el Crucificado queda constituido en el nuevo templo de Dios, no levantado por manos humanas. Esto supone que el antiguo templo ha perdido su razón de ser en el designio salvador de Dios. La cruz de Jesús divide la historia en dos, provocando el final de la parte caduca y humana del judaísmo e inaugurando la nueva economía salvífica como obra exclusiva de Dios 26. Saltando las barreras de su recinto sagrado, Dios ha penetrado en la profundidad de toda la miseria humana, compendiada en el Crucificado y, consiguientemente, se ha hecho accesible a todos. Todos pueden contemplar ya a través del Crucificado aquella majestad divina que el velo del templo pretendía salvaguardar. La voluntad de Dios sobre un templo como «casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7; Mc 11,17) comienza a hacerse realidad. Confesión del centurión romano No sólo Dios reacciona ante la muerte de Jesús; lo hace también el ser humano. Contrastando con los sarcasmos que había suscitado el grito de abandono, el centurión romano reconoce y confiesa la filiación divina del Crucificado. Esta confesión aparece en estrecha conexión con el modo en que Jesús muere. Con el desgarrón del velo del templo no mantiene más que una simple yuxtaposición. La partícula adversativa del inicio (dé) señala una nueva fase del relato, en nuestro caso la fase conclusiva. Pero la sucesión de ambos datos -desgarrón del velo y confesión- no ha de ser descuidada. Una sucesión similar (templo - identidad de Jesús) se observa en los otros dos únicos momentos en que el evangelista menciona el templo bajo el término náos (cf. 14,58.61; 15,29.32) y un estrecho paralelismo se da también entre las dos únicas escenas -ésta y la del bautismo- en que el evangelista utiliza el verbo schídsô, haciendo con él referencia a una acción de Dios que va seguida de una revelación o confesión sobre la identidad de Jesús como Hijo de Dios (cf. 1,10-11; 15,38-39). Parece como si teofanía y cristofanía fueran para el evangelista dos realidades inseparables. La teofanía acaba en cristofanía y ésta adquiere el rango de teofanía. La desvelación de Dios en la muerte del Crucificado, simbolizada en el velo rasgado del templo, implica a su vez la desvelación de la condición divina de Jesús. La iconografía medieval supo reflejarlo en las representaciones donde Dios Padre aparece sentado detrás del Crucificado. La 25 P. L AMARCHE, Évangile de Marc, ; Cf. G. BIGUZZI, Tempio,

15 cruz es el trono de Dios, que sostiene en sus manos no un cetro o un reino, sino a su Hijo crucificado, presentándolo al mundo 27. El protagonista de esta confesión, calificado como «centurión» mediante un latinismo incorrecto, lleva el artículo determinado y no puede ser otro que el jefe del pelotón de ejecución. Se evidencia en Mc 15,44-45, donde Pilato pide a esta persona la confirmación de la muerte de Jesús. El objetivo de la orden que en 15,15 había recibido, llegaba a cumplimiento precisamente con la muerte de Jesús. Entre los romanos y entre los judíos, un centurión era una persona que contaba. El mundo romano se expresaba por su boca 28. En la pluma del evangelista adquiere, sin embargo, una función mucho más importante. Él aparece como «representante» de todos aquellos que, sin determinar previamente lo que quieren ver, reciben el don de ver y de creer 29. De este centurión se acentúa de manera especial su relación con el Crucificado, señalando su actividad («viendo») y su posición de atento observador («estaba frente a él»), todo ello en relación con el modo en que Jesús muere. No le interesan los otros crucificados. Toda su atención va dirigida hacia Jesús. Pero qué es lo que el centurión ve para poder expresarse como lo hace? El objeto de su visión no puede ser otro que la muerte misma de Jesús, acompañada de su «fuerte grito». Es el único dato que el evangelista señala, y la presencia del verbo eksépneusen en los vv. 37 y 39 no deja lugar a dudas: «La relación directa con la muerte de Jesús dispensa de recurrir en bloque a las circunstancias que la rodean. Queda el grito inarticulado, el fuerte clamor que precede al último suspiro del Crucificado» 30. El empleo del verbo «ver» para algo que es ante todo objeto de audición no se puede esgrimir como objeción. En el griego bíblico no faltan los casos en que este verbo es empleado para una percepción exclusivamente auditiva 31 o para expresar sencillamente la toma de conciencia sobre algo 32. Pero qué tiene de especial aquel grito con el que Jesús muere? Quizá se pueda pensar que un grito así es sorprendente en alguien que muere de asfixia, como solía ser el caso de los crucificados. Lo cierto es que al evangelista le interesa poco subrayar la singularidad de aquel grito y nada más lejos de su intención que señalar una co- 27 Para una justificación pormenorizada sobre el sentido de la sucesión de los vv , vista no pocas veces como extraña o inadecuada, pueden consultarse los interesantes estudios de H.L. CHRONIS, «The Torn Veil: Cultus and Christology in Mark 15,37-39», Journal of Biblical Literature 101 (1982) y R. FELDMEIER, «Der Gekreuzigte im Gnadenstuhl. Exegetische Überlegungen zu Mk 15,37-39 und deren Bedeutung für die Vorstellung der göttlichen Gegenwart und Herrschaft», en M. PHILONENKO(ed.), Le Trône de Dieu, Tübingen 1993, Cf. Mt 8,5-13 par.; Hch 10,1-2; 13, Cf. K. STOCK, «Das Bekennt-nis des Centurio. Mk 15,39 im Rahmen des Markusevange-liums», Zeitschrift für katholische Theologie 100 (1978) Teniendo en cuenta el neto contraste entre el centurión y las autoridades judías en el relato evangélico, el autor puede concluir en estos términos: «Al pagano, en contraposición con las autoridades de Israel, le es dado ver y confesar. Más claro no se puede decir que Jesús ha venido también para los paganos [...]. La confesión del centurión recoge el núcleo del evangelio (1,1), comprendido por un ser humano. Con su confesión, el centurión representa a todos los que aceptan la buena noticia, representa a todos aquellos que deben recibirla -y éstos son todos los hombres (13,10)-» (pág. 301). 31 Cf. Ex 20,18.22; Dt 4,9. 32 Cf. Mc 2,5; 12,15.28; Mt 2,16; 9,2.4; 27,

16 nexión «silogística» entre grito de Jesús y confesión del centurión. Tal grito ha de concebirse como la última «epifanía secreta» (no fulgurante ni coactiva) de Jesús en el Evangelio y la reacción del centurión constituye el contrapunto positivo a los ultrajes de los sumos sacerdotes que querían ver a Jesús descender de la cruz para creer en él (15,32). El centurión no condiciona la fe a la eliminación de la cruz. Al contrario, es precisamente la muerte sobre la cruz la que le lleva a la confesión de Jesús como Hijo de Dios. Ahora bien, cuál es el alcance de esta breve afirmación, calificada por E. Lohmeyer como «la más profunda y sublime de todo el Evangelio» 33? Las palabras del centurión no son para el evangelista el simple comentario de un testigo imparcial o, menos todavía, el reconocimiento de derrota por parte del verdugo ante la victoria de su víctima 34. Constituyen el punto de llegada de toda su obra, ofreciendo la respuesta completa al interrogante fundamental que constantemente ha intentado suscitar: Quién es éste que así habla, así actúa, así vive y así muere? En el Gólgota, en el momento de la mayor humillación, en el instante mismo de su muerte, un pagano percibe la verdadera identidad de Jesús, aquello que le define en lo más íntimo de su ser: su condición de Hijo de Dios. En la muerte, por tanto, es donde se desvela por completo el misterio de la persona de Jesús. El llamado secreto mesiánico llega a su fin. Con su muerte se da todo lo que puede conducir a una verdadera comprensión de la persona de Jesús. Las numerosas epifanías secretas a lo largo de todo el Evangelio encuentran aquí su punto culminante: «Verdaderamente, este hombre Hijo de Dios era». Presentándose como resultado conclusivo de una experiencia previa, la confesión del centurión comienza por asentar la verdadera humanidad de Jesús: Este hombre. La expresión sirve para calificar directamente al Crucificado, en quien se siguen divisando los rasgos netamente humanos que han caracterizado su existencia. Son rasgos por los que el evangelista ha manifestado siempre un profundo aprecio, hasta el punto de presentar a Jesús de manera menos reverente que los otros evangelistas. No hay evidencia alguna de docetismo a lo largo de su obra. Como verdadero hombre, Jesús se compadece (1,41), se indigna y entristece (3,5), duerme en medio de la tempestad (4,38), se maravilla (6,6a), gime en lo más íntimo de su ser (8,12), se enfada (10,14), mira con cariño (10,21), ignora el momento del final de este mundo (13,32), siente pavor y angustia ante la muerte (14,33.35), expresa a gritos su experiencia de abandonado de Dios (15,34) y muere en medio de burlas y ultrajes (15,37) E. LOHMEYER, Das Evangelium des Markus, Göttingen , Ante los repetidos intentos de entender la frase en un sentido que fuera históricamente posible sobre los labios de un pagano convendría no olvidar las palabras escritas por Trilling hace ya más de tres décadas: «Esta historicización debilita el contenido del enunciado en la pluma del evangelista. Él quiere decir sin duda alguna: la manera en la que Jesús murió es un testimonio evidente de su cualidad de Hijo de Dios, reconocido como tal sólo después de su resurrección» (W. TRILLING, L annonce du Christ dans les évangiles synoptiques, Paris 1971, 201). En la misma dirección se pronuncia M.E. Boring, saliendo al paso de interpretaciones como las de H. Jackson, C. Breytenbach y R.H. Gundry: «Al igual que la confesión de Jesús en 14,62, la del centurión representa la confesión de la comunidad de Marcos, tal como el autor piensa que debe ser» (M.E. BORING, «Markan Christology: God-Language for Jesus?», New Testament Studies 45 [1999] ; cita en pág. 470). 35 No deja de ser significativo que la otra ocasión en que Marcos utiliza la expresión «este hombre» la ponga en labios de Pedro para renegar de Jesús. El primero de los Doce se distancia de Jesús imprecando y jurando: «No conozco a este hombre del que me habláis» (14,71). Tras la muerte de Jesús, un centurión pagano contrasta con Pedro reconociendo y confesando a «este hombre» como Hijo de Dios. 16

17 De «este hombre» se afirma que era Hijo de Dios, y se hace relegando el verbo al final, dejando al predicado sin artículo determinado y hablando en pasado. Cada una de estas peculiaridades gramaticales y estilísticas tiene su importancia: a) La posposición del verbo copulativo posibilita unir de manera directa e inmediata dos términos aparentemente irreconciliables, sub-rayando con la mayor energía posible lo paradójico de la afirmación: «Este hombre» «Hijo de Dios» 36. b) Esta construcción estilística permite dejar al predicado en forma indeterminada, aun cuando se piense en algo determinado, es decir, no en un hijo de Dios, sino en el Hijo de Dios. Como han señalado una y otra vez los especialistas en la sintaxis del griego neotestamentario, cuando los sustantivos determinados que funcionan como predicados preceden al verbo, no requieren el artículo para ser considerados como determinados 37. La ausencia del artículo podría responder además al deseo de subrayar el «aspecto cualitativo» del título: Hijo de Dios, aplicado así a Jesús, no es un simple título que haga referencia a una función determinada; dice relación a la condición más íntima del ser personal de Jesús; respecto a Dios, Jesús es su Hijo 38. c) La formulación del verbo en pasado («era») viene exigida por la situación en que se encuentra el centurión: está ante uno que acaba de expirar y sus palabras reflejan una apreciación sobre el pasado; unidas a la muerte, iluminan y juzgan el pasado. Esto no significa que no valgan también para el presente y para el futuro, pero al evangelista le interesa subrayar que todo lo dicho precedentemente sobre Jesús respondía a su condición de Hijo de Dios. Su vida terrena era la vida del Hijo de Dios. El hecho de que esta identidad llegue a ser reconocida y confesada por el hombre sólo en el momento de la muerte de Jesús significa que sólo el destino de Jesús permite comprender en plenitud su filiación divina. Es éste el punto neurálgico del pensamiento cristológico de nuestro evangelista. Como subraya H.L. Chronis, «el amor sufriente define para Marcos, paradójicamente, la divinidad; el sufrimiento sacrificial de Jesús y su muerte es lo que confirma su divinidad» 39. II. IMPLICACIÓN DEL RELATO La muerte de Jesús sobre la cruz, presentada por el evangelista san Marcos como acontecimiento escatológico de dimensiones universales, encierra una extraordinaria fuerza de revelación. Desde ella queda iluminado no sólo el misterio de la filiación 36 Esta posibilidad de unir términos o afirmaciones contrastantes se considera actualmente como algo muy específico del carácter narrativo de los Evangelios y, en concreto, algo muy peculiar del segundo Evangelio: «La narración es capaz de afirmaciones dialécticas en un modo que es difícil para la lógica discursiva. Marcos explota esta capacidad en su presentación de Jesús» (M.E. BORING, «Markan Christology», 462). 37 Las excepciones no restan valor alguno a la llamada «regla de Colwell» (cf. E.C. COLWELL, «The definite Rule for the Use of the Article in the Greek New Testament», Journal of Biblical Literature 52 [1933] Además de contar con el apoyo de una minuciosa indagación sobre el uso del artículo en el predicado, en nuestro caso se ve avalada por las referencias previas del evangelista a la filiación divina de Jesús: «Cuando se predica de Jesús esta filiación (dejando a un lado el vocativo de 5,7 y el texto de 1,1, incierto desde el punto de vista de la crítica textual), nos encontramos con que en esas referencias previas aparece siempre el artículo determinado (1,11; 3,11; 9,7; 14,61)» (P.G. DAVIS, «Mark s Christological Paradox», Journal for the Study of the New Testament 35 [1989] 11-12). 38 M. ZERWICK, Grecitas Biblica Novi Testamenti exemplis illustratur, Roma , 58 &176: «Defectus articuli, diximus, attentionem ad naturam rei revocat». 39 H.L. CHRONIS, «The Torn Veil»,

18 divina de Jesús; se ilumina igualmente el misterio de la paternidad de Dios y el misterio del destino del hombre. MUERTE DE JESÚS Y REVELACIÓN DE SU FILIACIÓN DIVINA El reconocimiento y la confesión de la filiación divina de Jesús por parte del hombre llegan en el Evangelio de Marcos sólo en el momento de la muerte sobre la cruz y en relación directa con ella. En ella es donde se nos ofrecen los elementos que pueden llevarnos a una verdadera comprensión de la identidad de Jesús como «el Hijo de Dios». Ahora bien, lo que ella nos ofrece es ante todo la revelación suprema de la comunión que Jesús mantiene con los hombres y con Dios. El título «Hijo de Dios» queda así unido de manera indisoluble a esta idea de comunión, henchida de obediencia y de amor. Efectivamente, en la cruz alcanza Jesús y hace suyo el sufrimiento y la muerte del hombre en su realidad más dolorosa y profunda de «abandono de Dios». Su solidaridad con el hombre en el bautismo (1,9-11) llega aquí a su punto culminante. El Crucificado se hace «hermano» de los hombres 40, compartiendo deliberada y voluntariamente todas sus desdichas y miserias. El ancla de su cruz se hunde tan profundamente en el océano de la humanidad que no existe ya ningún dolor, abandono, soledad, desprecio, horror o grito que no haya sido asumido por él. Desde la cruz, Jesús desciende incluso hasta esa situación de frustración existencial que, en términos teológicos, es la situación de pecado. Alcanza al hombre en la prisión de su pecado. Como dirá san Pablo, se hace «pecado» por nosotros (cf. 2 Cor 5,21; Gal 3,13). La expresión es atrevida y, aunque se ha prestado a falsas interpretaciones juridicistas, refleja perfectamente esa penetración de Jesús en la situación de lejanía de Dios que caracteriza la condición de pecado en el hombre. Impulsado por su amor a vivir hasta el extremo el desgarramiento del pecador, él siente sobre sí la espantosa distancia que el pecado marca entre el hombre y Dios. La ruptura que supone el pecado respecto a Dios es vivida por el Crucificado, con todo su amor, como una ausencia desgarradora, como una soledad en estado puro. Pero esto -como subraya J. Guillet- no es el infierno: «Esto es exactamente lo contrario a la condenación, es la victoria del amor y de la comunión, aunque sea una victoria conseguida a precio de la más amarga aflicción» 41. Lo que ha llevado al Crucificado a la situación de abandonado, asumiendo en su persona toda clase de abandono en el hombre, ha sido precisamente su amor y su fidelidad a Dios: «No se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (15,36). Si esto es así, el extremo abandono manifiesta la extrema comunión del Crucificado con Dios. Por tanto, el abandono no encierra a Jesús en la soledad del pecado, sino que, paradójicamente, es donde tiene lugar la perfecta unión con Dios, siendo esa unión 40 Cf. J. MOLTMANN, El Dios crucificado, J. GUILET, «Rejeté des hommes et the Dieu», Christus 13/49 (1966) 99. El autor subraya que en esta situación de pecado es donde nos tenía que alcanzar para que la Redención no fuera solamente el gesto de conmiseración de un Dios afectado por nuestra desgracia, sino «el gesto de justicia de un Dios que no renuncia a obtener de su criatura el sí para el que la ha puesto en el mundo, la adhesión en la fe que la salvará de su soledad» (pág. 96). 18

19 la que le desvela plenamente como el Hijo de Dios. Su unión corresponde a su condición de Hijo 42. Frente a quienes, como J. Moltmann, siguen hablando de «tormento infernal» del Hijo en la cruz, de «repudio y reprobación» por parte del Padre 43, se hace necesario insistir, como lo hace F.X. Durrwell, en esta idea de comunión. Es la única desde la que resulta comprensible el concepto de filiación y su estrecha conexión con la muerte: «Para que la filialidad de Jesús pudiera desplegarse en toda su amplitud, fue menester que alcanzara en el amor a su Padre, que es amor. Pues bien, durante su vida, no pudo poner jamás el acto de caridad suprema. Solamente muriendo por el otro es como uno se entrega por entero [...]. Al consentir en la muerte, acepta no existir ya para sí mismo, a fin de vivir solamente del Padre en cuyas manos se abandona. Éste le responde entonces: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. En la muerte, por fin, Jesús es plenamente filial» 44. Relegando y religando el reconocimiento humano de la filiación divina de Jesús al momento de su muerte, el evangelista no sólo deja entrever que es en la muerte donde Jesús alcanza «la plenitud filial»; señala sobre todo que es sólo aquí donde el título «Hijo de Dios» puede ser entendido en plenitud, sin riesgo alguno de tergiversación. Un reconocimiento en cualquier momento precedente habría podido comportar una parte de ilusión, adhiriendo al título ideas preconcebidas de poder y de gloria. Aquí, cuando Jesús muere sobre la cruz, cuando aparece en el extremo de la debilidad, cuando alcanza el abismo más insospechado de la existencia humana, aquí el título sólo puede despertar una única idea: la de un amor sin medida que le lleva a vaciarse por completo y a entregarse confiadamente a su Padre como corresponde al Hijo. Se comprenden así las continuas órdenes de silencio con que en Marcos se concluyen muchos de los episodios que parecen desvelar de manera anticipada el misterio de la persona de Jesús 45. Es lo que se ha dado en llamar, no demasiado felizmente, el «secreto mesiánico» en Marcos, cuya explicación muy variada ha ido 42 El título, como expresión de identidad personal, pone de relieve la divinidad de Jesús. Es «la gran fórmula» en la que se condensaba el ser de Jesucristo para los creyentes de una comunidad procedente del paganismo (cf. J. KREMER, «Sohn Gottes. Zur Klärung des biblischen Hoheitstitels Jesus», BiLi46 [1973] 3-21; J. ZMIJEWSKI, «Die Sohn-Gottes-Prädikation im Markusevangelium. Zur Frage einer eigenständigen markinischen Titelchristologie», SNTU/A 12 [1987] 5-34). Conviene advertir, sin embargo, que no deja de introducir una nota diferencial en el seno de la divinidad. Todo el misterio trinitario está aquí en juego: «La confesión de Jesús como Hijo de Dios no consiste en absoluto en identificarle pura y simplemente con Dios, haciendo de él una epifanía pura y simple de Dios. Él es esto sin duda; pero no como si Dios se hubiera encarnado sin más y se hubiera manifestado en él [...]. La confesión cristiana de Dios es una confesión específica, y la confesión de Jesús como Hijo de Dios es una afirmación diferenciada, introduciendo una diferencia en Dios (no de naturaleza, ciertamente, pero sí de persona)» (A. GESCHÉ, «La confessión christologique Jésus, Fils de Dieu. Étude de théologie spéculative», en A. DONDEYNEet AL., Jésus Christ, Fils de Dieu [Publ. Univ. Saint Louis, 18], Bruxelles 1981, 197). 43 Cf. J. MOLTMANN, El Dios crucificado, ; ID., Trinidad y Reino de Dios, Salamanca , F.X. DURRWELL, Nuestro Padre. Dios en su misterio, Salamanca 1990, Se impone silencio a los demonios, que, como seres sobrenaturales, conocen a Jesús (1,25.34; 3,12); se ordena callar también a las personas que han sido favorecidas con algún milagro de Jesús (1,43-45; 5,43; 7,36; 8,26); igual sucede con los discípulos, cuando éstos parecen abrir sus ojos y comienzan a comprender (8,30; 9,9). 19

20 recorriendo todo el siglo XX 46. Más que del secreto mesiánico, se trata en realidad del secreto de la «filiación divina» de Jesús. Aunque es probable que tal secreto refleje un dato histórico (Jesús actuaría así para evitar equívocos y falsas conclusiones respecto a su persona), en la pluma del evangelista se convierte en una técnica literaria para subrayar algo que considera fundamental: que sólo en la muerte de Jesús se desvela por completo su condición de Hijo de Dios; en ella es donde se ofrece todo lo que puede conducir a una comprensión adecuada de la verdadera identidad de Jesús. MUERTE DE JESÚS Y REVELACIÓN DE LA PATERNIDAD DE DIOS En la cruz llega el Hijo hasta el extremo de su amor y de su entrega filial. Pero también el Padre, habiendo tomado la iniciativa de esa entrega, llega hasta el fondo de su amor paternal. Dios no asiste impasible al sufrimiento de su Hijo. Él mismo se encuentra implicado. Si el Hijo sufre la crueldad de los hombres, no es el único que sufre. El Padre sufre también, tanto más cuanto que no quiere intervenir para preservar a su Hijo de la violencia de los hombres, lo cual supondría coartar su libertad. Dos rasgos llaman especialmente la atención en el rostro del Padre que se divisa en el rostro mancillado y humillado del Hijo crucificado: su silencio y su compasión. El Dios del silencio, percibido ya como tal en algunos momentos cruciales de la historia del pueblo elegido, resplandece con toda su fuerza en la cruz erguida sobre el Gólgota. Efectivamente, el camino que Dios ha escogido para revelarse no es sólo el de la palabra y la respuesta; es también el perturbador y desconcertante camino del silencio. Se trata de un silencio que, a lo largo de la Biblia, adopta las formas más variadas: «Al silencio estático del Génesis, que atañe tanto al creador como a la criatura, se suma el silencio dinámico del Éxodo, que se sitúa en el lugar privilegiado del paisaje bíblico constituido por el diálogo. En otros momentos, el silencio es aventura, como en la profecía muda de Ezequiel, que Dios utiliza como expresión de su palabra; el silencio es ausencia, como en los libros de Ester y de Rut, donde el Señor no habla jamás; el silencio es prueba, una especie de eclipse de Dios, como en la dramática experiencia de Abrahán; el silencio es paradoja de la providencia, como en la historia de José vendido por sus hermanos; el silencio es conspiración, afloración del mal que Dios permite sobre la piel de Job» 47. En el Gólgota llega este silencio de Dios a la cima más insospechada. Es injuriado en su Hijo y no interviene. Es interpelado por su Hijo y no responde. La razón no puede ser otra que la expresada por J. Moingt en estos términos: «Su silencio da a los hombres la posibilidad de hacer que él exista para ellos o de existir ellos sin él. Sobre su elección no pesa ni presión ni amenaza. Les es dada la posibilidad -que lo sagrado les negaba- de existir con Dios o sin Dios [...]. He aquí, pues, la primera liberación que aporta la cruz de Cristo: ella nos hace libres incluso en relación con Dios, ella nos libera de la coacción del dios pagano; al mismo tiempo, ella libera a Dios de las manipulaciones de lo sagrado, le da la posibilidad efectiva de ser creído y amado por 46 Véase la panorámica ofrecida por J.D. KINGSBURY, The Christology of Mark s Gospel, Philadelphia 1983, 1-23; también el reciente estudio de E. SALVATORE, «Il mistero del Messia nel Vangelo di Marco. Per una nuova formulazione del segreto messianico», Rassegna di Teologia 46 (2005) B. FORTE, «La rivelazione della parola e del silenzio»,studia Patavina44 (1997)

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