C U I D A D O S PA L I AT I V O S

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1 C U I D A D O S PA L I AT I V O S

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3 LA enfermedad de mi madre destrozó mi matrimonio y me salvó la vida. Tres meses de hospital arruinaron mi relación de pareja, o más bien sirvieron para demostrarme que mi relación hacía tiempo que estaba arruinada. El hecho de ser hijo único, supongo, tuvo que ver. Apenas podía dejar un instante sola a mi madre en aquella habitación que, en su larga temporada en el invierno clínico, tuvo que compartir con una cohorte de enfermos a los que iban dándoles el alta una semana, diez días después de que ingresasen, sumiéndola en la desesperación al sospechar que nunca saldría de allí cuando con tanta facilidad obtenían la libertad enfermos que, a su juicio, estaban mucho peor que ella. Mis posibilidades económicas me impedían contratar a alguien para que hiciera compañía a mi madre por las mañanas. Lo intenté, en los pasillos del hospital sobraban las tarjetitas pegadas en las que se ofrecían señoras españolas para cuidar a enfermos, pero los precios no estaban a mi alcance. Al principio ni tuve que pedirle a T. que me ayudase en aquel trance: se ofreció encantada de ocuparse de mi madre mientras me iba a trabajar. Cuando salía de trabajar, a las tres de la tarde, salvo los viernes, que acababa a las doce, corría al hospital a reemplazar a T., y allí permanecía hasta que a las seis de la madrugada volvía ella al hospital, yo iba a casa, me duchaba, me hacía un café, y me iba al liceo. Pero el principio duró poco: a la semana, ya estaba T. diciéndome que teníamos que pensar en una solución. 35

4 Si hay que buscar una solución es que lo de mi madre es un problema le dije. Soy un maestro en el arte de la obviedad. Pues claro que lo es me respondió, es imposible aguantar este ritmo, y tú lo sabes. Ella se estaba preparando unas oposiciones, es abogado, y en el hospital resultaba difícil concentrarse y estudiar, y aunque luego tenía todo el día para hacerlo, saber que el despertador sonaría a las cinco y tendría que volver al hospital a relevarme, le producía una angustia insoportable: Si supiera cuánto tiempo va a durar esto, lo soportaría me dijo, te juro que lo soportaría. Me dices, va a ser un mes, y yo lo aguanto, pero sin saber si van a ser dos o seis meses, es muy complicado. La discusión se resolvió en encuentro apasionado, uno de los últimos que tuvimos, si no recuerdo mal. Terminamos pactando que, si la cosa se alargaba, no íbamos a castigarnos más de lo que las circunstancias ya nos estaban castigando, ella recortaría sus estancias en el hospital y convenceríamos a mi madre de que durante unas horas al día tendría que quedarse sola; en la planta de oncología si algo no falta es gente atenta, servicial y afable. De todas maneras permanecía dormida casi todo el rato: el arsenal de medicamentos que la hacían ingerir la dejaban lo bastante sedada como para que pareciese exagerado considerar que era indispensable no dejarla sin compañía un solo momento por el temor de que en cualquier instante se presentase la muerte. Sin embargo, la actitud de T. cambió sorprendentemente a los pocos días: a pesar de nuestro pacto, no quiso dejar de acompañar a mi madre no sólo durante las horas que le correspondían, sino incluso alguna de las que me tocaba a mí. Se mostraba cariñosa y comprensiva, me convencía de que yo no debía dejarme aplastar por la tristeza y el cansancio, 36

5 me pedía que me quedara en casa a dormir la siesta después del trabajo para recobrar fuerzas y fuera al hospital sólo a partir de las seis de la tarde, cuando ya hacía doce horas que ella estaba allí. Incluso, alguna noche, se empeñó en quedarse ella para que yo durmiera en nuestra cama y curara un poco las ojeras que, junto a la evidente pérdida de peso, me habían desmejorado. Al mes y medio de estar haciendo aquella vida terrible fue mi propia madre la que me avisó. Una madrugada cualquiera (una madrugada en la que T. quiso quedarse a acompañar a mi madre pero yo, después de hablar con el médico y decirme éste que el desenlace estaba muy próximo y que ya sólo quedaba aplicar el protocolo de cuidados paliativos, me negué, y me sorprendió que ella se enfadara tanto porque yo no quisiera que se quedase) en uno de sus paréntesis de conciencia, después de insistirme en que necesitaba estirar las piernas, mientras caminamos por el pasillo de la quinta planta hacia las máquinas de bebidas, al pasar por el control de guardia donde había un enfermero muy simpático que estaba siempre de buen humor y conseguía arrancar carcajadas a los moribundos, me lo dijo, con su hilo de voz, sin mirarme: Ése es el que se entiende con tu mujer, no es que le haya entrado un amor repentino por su suegra y quiera estar con ella a todas horas, es que se está ligando a ese payaso. Tampoco era plan montarle un escándalo al enfermero en plena madrugada pidiéndole explicaciones o preguntándole a qué creía que estaba jugando. Comprendí entonces el énfasis con que T. se empeñaba en convencerme de que yo necesitaba descanso y a ella, que estaba pasando por una temporada de insomnio, no le costaba nada quedarse con mi madre alguna noche. Podía haber planeado una trampa para pillarlos en plena refriega, pero no me quedaba ánimo para jugar a las películas. Creo que en el fondo me satisfizo ente- 37

6 rarme así de que mi mujer me estaba engañando: ni siquiera tenía pruebas, pero era como si creyera que merecía aquel golpe, que aquel golpe era imprescindible para reactivar una vida cansina con la que hacía mucho que no estaba satisfecho. Claro que también podía ser ése un consuelo botarate para amortiguar la sensación de fracaso que debía ensuciarme. Soy un maestro en el arte de ofrecerme excusas. Al día siguiente me limité a pedirle a T. que se quedara esa noche en el hospital porque yo necesitaba dormir, ya que durante la pasada madrugada no había podido pegar ojo un solo minuto. Ella se mostró taxativa: Ya te ofrecí quedarme yo y no quisiste, así que ahora te aguantas, esta noche no puedo. No puedes porque no tiene guardia el enfermero rubio, verdad? le dije. Estábamos en la cafetería del hospital, desayunando. Bonita forma de agradecerme lo que estoy haciendo por vosotros, respondió antes de dejarme solo en la cafetería, cancelada su ayuda, con la sensación de ser un balón al poste en el último minuto de un partido importante. Tuve que llamar al liceo para decirles que debido al agravamiento del estado de mi madre me era imposible acudir a dar clases en lo que quedaba de semana. Me quedé en el hospital durante dos días seguidos, y al tercero decidí ir a casa a ducharme, con el cerebro tapiado por el olor a desinfectante del hospital, aprovechando que la otra cama de la habitación donde estaba mi madre la ocupaba una mujer que parecía una locomotora que no necesitaba de ayuda y a la que nadie visitaba nunca excepción hecha de una hermana que se llegaba por allí alguna tarde, se sentaba y se quedaba mirando a la nada, sin gastar palabra, con la mirada vidriada y en las manos un bolso negro. Le pedí a la compañera de cuarto que cuidara de mi madre durante una hora y ella me 38

7 dijo: Vete, hijo, sin preocupación, yo cuido de las dos, de tu madre y de mi hermana. El reencuentro con T. después de esos dos días sin que cruzáramos una palabra, fue frío: hola, qué tal, cómo va tu madre, se sigue apagando, lo siento como si hubiese olvidado que no había esperanza alguna. Luego regresé al hospital, pasé la noche con mi madre, que cada vez dormía mejor, más profundo, ya no despertaba de madrugada con gritos de pánico que rasgaban el aire desinfectado, ni sufría pérdidas de orientación en las que mezclaba pasado y presente, ni pronunciaba incoherencias que a veces me colocaban en una situación delicada (como cuando me preguntó, refiriéndose a su compañera de habitación, qué estaba haciendo allí esa pendona ). Por la mañana, después de no haber pegado ojo, mientras una enfermera se encargaba de lavar a mi madre, fui a tomarme un par de cafés. Cuando regresé, con tres o cuatro periódicos para cruzar el día, me encontré a T. en la habitación. Hablaba animadamente con mi madre. No, no estaba de visita, me pidió que volviera a casa, que me echara un rato, que durmiera hasta la tarde y que viniese a suplirla después del telediario. Pude haberlo estropeado diciéndole: Qué pasa?, tiene tu amigo turno de mañana?, no os va a ser un poco complicado montároslo con tanta gente por aquí? Pero no dije nada, estaba tan cansado que me limité a obedecerla. No seas idiota y no te pongas a pensar cosas raras me dijo T. cuando me marchaba, deberías estar orgulloso de que a tu mujer le salga un admirador de vez en cuando, esas cosas vienen bien para fortalecer la relación. Pero si todavía faltaba para la primavera, a qué venía aquel vestido morado que se había comprado cerca de Piazza Ve- 39

8 necia en Roma, para lucirlo en el concierto al que la llevé en la Basílica de Majencio, de una violinista rusa extraordinaria cuyo nombre no recuerdo? No me puse a pensar en cosas raras, estaba tan cansado que no me quedaban fuerzas para cosas raras. El cansancio es un buen estratega: consigue que le quites importancia a todo lo que no sea una solución para vencerlo. Le di un beso en la frente a mi madre antes de dejar - la en manos de T. Siempre se habían llevado bien, Una de las pocas cosas que has hecho bien en esta vida, me dijo una vez mi madre, refiriéndose a mi relación con T. y acuciándome para que le diésemos un nieto. Cuando se le declaró la enfermedad pensé que podíamos acelerar lo del nieto, y se lo dije a T., que me miró como si me hubiese bajado los pantalones y hubiese dado de cuerpo sobre la tumba de un dios cualquiera. La verdad era que verbalizarlo me había servido para calibrar la estupidez de mi propósito. T. no quería tener hijos de momento, quería aprobar las oposiciones, y a mí era de esas cosas que no me importaba ir aplazando hasta el día del Juicio Final. Tenía la sensación de que no estaba preparado para traer un hijo al mundo, que me lo dejaría olvidado en cualquier parte y no me daría cuenta de que me lo había olvidado hasta muchas horas después. Llegué a casa y no pude dormir: me comía el miedo o la rabia de sospechar a T. coqueteando con el enfermero, mientras mi madre, con su hilo de conciencia, se llevaba al otro lado del tiempo la certeza de que mi matrimonio no duraría después de que ella se muriese. Pero también me trataba de convencer de que era lo mejor que podía pasarme, y al repasar los últimos meses de mi relación con T. no encontraba nada donde agarrarme, escalador en medio de una pared vertical en la que no hay salientes que te ayuden a seguir escalando, y que lo que se pregunta no es cómo hago para llegar a la cima, sino más bien cómo demonios me las 40

9 he arreglado para llegar hasta este punto, dónde me apoyaba para subir, y sobre todo, cómo bajo sin desollarme. Así que no pude permanecer ni media hora tumbado, incapaz de llevarme la mente a la sosegada nada que anulara el tiempo o al menos a un sueño balsámico donde cada detalle un vaso de agua en el borde de una mesa, la mirada de un niño que al enseñarte las manos te muestra las de un anciano estuviera cargado de significado preciso mientras el sueño durara, aunque lo perdiera en cuanto otra vez se me impusiese la vigilia. Sin siquiera ducharme me fui de nuevo al hospital. Mi madre seguía hundida en el marasmo patrocinado por la morfina para el dolor, aumentado por los efectos del Alprazolam combinado con Primperan. Su vecina hablaba desde su móvil, el móvil de mi madre, con alguien: una línea de brujos, de esos que leen las líneas de la mano por teléfono, o adivinan el futuro sólo con que les digas tu signo del zodiaco y la hora en que naciste. Colgó inmediatamente al verme entrar, me dijo que se le había acabado el saldo al suyo y necesitaba pedir a una vecina que le trajese las agujas de tricotar: le iba a hacer una bufanda a mi madre. Será difícil que mi madre llegue al invierno, estuve a punto de decirle, pero en cambio le pregunté si sabía dónde había ido mi mujer. Dijo que iba abajo a fumarse un cigarrillo. Pero yo venía de abajo, y mi mujer no fumaba, y Llegó veinte minutos después, y si bien es verdad que mi madre seguía durmiendo sin parecer necesitar nada de nadie, salvo que la dejáramos en paz e hiciésemos el menor ruido posible, también lo era que en cualquier momento podía fallarle algún órgano fundamental pero en ese caso la máquina que le controlaba las constantes alarmaría al personal de la planta, habituado a tales emergencias y por alguna razón yo consideraba que en ese momento alguien de los suyos debía estar a su lado para darle la mano. 41

10 Estaba tomándome un café me dijo T. y luego, sin disimular su mosqueo, me preguntó: Has venido a marcarme o qué? No, me resulta imposible quedarme en casa solo, no sé qué me pasa, me agobio allí, no puedo dormir, prefiero estar aquí, eso es todo le mentí, y no quise preguntar con quién se había tomado el café si es que se lo había tomado con alguien. Las noches eran lentas, tortuosas, llenas de toses procedentes de otras habitaciones, de pasos urgentes en el pasillo, alguna vez de gritos angustiados de familiares pidiendo ayuda. Mi madre no parecía sufrir más que después de cada ingesta, a las que la obligaban las enfermeras, para que no acabara desapareciendo entre los pliegues de la sábana. Durante una jornada podía tomar un vaso de zumo, dos o tres galletas, un caldo, poco más. Hablé con el doctor que la llevaba, un tipo menguado y triste, que lucía un crucifijo en el cuello, para saber cómo evolucionaba su descenso a la nada o su ascenso a la gloria y preguntarle si creía posible que nos la lleváramos a casa para que sucediera allí lo que irremediablemente iba a suceder. Me dijo que no era aconsejable, de momento, el gotero que le suministraba los medicamentos que le envenenaban la sangre pero la libraban del dolor era imprescindible aún; puede que quizá, si conseguíamos que comiera un poco más y que los intestinos funcionaran un poco mejor de lo que lo hacían en estos momentos, hubiera oportunidad de llevarla a casa, a que riegue sus macetas, dijo, lo que me hizo saber que ya lo había hablado con mi madre, o con T., y que alguna de ellas le había dicho lo feliz que sería la paciente si pudiese volver a casa sólo a regar sus flores. Era tan poco que daban ganas de des- 42

11 conectarla, sacarla en brazos del hospital, llevarla aprisa a casa, dejarla un rato a solas con sus cosas, con sus flores, con sus libros, con sus cajones de recuerdos, marcharse a dar un paseo largo por el parque, sentarse a ver jugar al fútbol a los niños, pensarse uno de ellos, imaginar que tenemos su edad y corremos detrás de un balón, espabilarse de pronto, mirar la hora, volver a casa, incrustar la llave en la cerradura, y verla en su butaca favorita, con un álbum de fotos entre las manos, aparentemente dormida, muerta ya. Las compañeras de habitación de mi madre se sucedían. Eran enfermas de cáncer que se enfrentaban a veces a su primer ingreso, y otras al enésimo: estaban un par de días en observación y les daban luego el alta y la fecha de la cita para iniciar o proseguir con un tratamiento. Ninguna de ellas estaba recibiendo cuidados paliativos. T., informada por su amigo el enfermero, me dijo que nunca ponen juntas a dos pacientes que estén recibiendo cuidados paliativos; sólo en el caso de que ambos pacientes sepan qué son los cuidados paliativos, es aconsejable colocarlos juntos en la misma habitación, así se hacen compañía útil: naúfragos licenciados en geografía que saben que ni aun a miles de kilómetros de donde están hay isla donde puedan salvarse. A mi madre el doctor le había dicho que podía preguntarle con toda confianza cuanto se le ocurriera, que siempre le diría la verdad: pero aquel católico convencido de que finalmente es la voluntad de Dios la que decide el momento en que un alma abandona el cuerpo que la sostenía y al que alimentaba, sabía dar los rodeos precisos para mantener la confianza ciega de sus pacientes, para sostenerles la esperanza de que todavía quedaba mucho por vivir, aunque luego sólo pudieran permanecer despiertos unas cuantas horas al día. Los cuidados paliativos tienen un efecto paradójico en quienes los reciben pensando que el tratamiento contra su 43

12 mal sigue adelante: al liberarlos de dolor, al mecerlos en una dulce duermevela apenas interrumpida por paréntesis de conciencia, los convencen de que van a salir adelante, renovados, de que se están curando, de que el dolor que los llevó a aquella orilla de aire desinfectado y enfermeras premiosas no volverá a acuciarlos, de que podrán salir del hospital y empezar de nuevo y recuperarse y vivir unos cuantos años más sin los latigazos del sufrimiento hundiéndolos en la de - sesperación. Mi madre cumplió el primer mes de ingreso en el hospital. Había perdido ocho kilos y ya no era capaz de levantarse a estirar las piernas y caminar de mi brazo por el pasillo de la planta cinco, hasta las máquinas de refrescos, ni, llegadas las diez de la noche, pedía que le encendiera el televisor para ver Cifras y letras, un programa de televisión al que se había enganchado porque concursaba un tipo de aspecto gris que había sido alumno suyo en el colegio, Quién me iba a decir a mí, susurraba mi madre, que el más torpe de mis alumnos acabaría triunfando en televisión. Y eso la hacía demorarse en recuerdos y preguntarse por sus chicos, quién de todos ellos habría muerto, quién de todos los niños a los que había dado clase había muerto antes que ella. Como si esos alumnos mi madre dio clases muy pocos años se hubiesen puesto de acuerdo para contestar a su pregunta, empezaron a aparecer en el programa de televisión que veíamos en las noches de hospital, retando todos ellos al campeón y siendo derrotados por éste. Y cada vez que aparecía un alumno de mi madre, convertido en señora vestida de joven a pesar de su edad, en señor que hace mal en disimular su calvicie dejándose largo un mechón de pelo con el que cubrir la zona despoblada, en tipo trajeado que parece haber pedido prestado todo lo que lleva sólo para dejar claro lo bien que le van las cosas, mi madre volcaba el bolso de los recuerdos y 44

13 encontraba decenas de cosas pequeñas de esas que uno pensaba perdidas. Y tachaba un nombre más en la lista de los alumnos que podían haber muerto antes que ella, y recordaba, hasta recitar sus nombres, a quienes no habían aparecido en Cifras y letras, y se preguntaba qué había sido de ellos, a qué se dedicarían, cuántas veces la habían recordado, si es que la habían recordado alguna vez. De sus compañeras de habitación, yo prefería a las que llegaban con apenas acompañamiento de familiares. Una que tenía un solo hijo, que se combinaba con su mujer para no dejar sola a su madre; otra, cuya única hija vivía en Londres y no podía venir a ocuparse de ella, y se conformaba con la compañía que le hacía de tarde en tarde una vecina a la que la enfermedad de su amiga parecía afectar mucho más que a la propia enferma. Las peores eran las que tenían a mucha gente relevándose constantemente para que no se sintieran solas, las que recibían visitas de nietos alegres, educados en la conciencia de que debían transmitir todo su ánimo a la paciente, de vecinas gritonas, de viejas amigas que llegaban armadas de tupperwares con guisos y pasteles que luego devorarían los nietos alegres, las enfermeras de paso, yo mismo una noche en la que me ofrecieron unos estupendos garbanzos con acelgas. Sácame de aquí, me susurró mi madre en uno de sus últimos paréntesis de lucidez, interrumpiendo dos hondos depósitos de inconsciencia o sueño imposibles de compartir. Esa noche eliminaron al campeón de Cifras y letras. La eliminó una muchacha que por su edad muy bien podía haber sido alumna mía. Mi madre no pudo ver el programa. Habíamos llegado a la etapa de las bolsas de sangre. Cuatro, cinco bolsas de sangre diarias para combatir una anemia invencible. Yo imaginaba a un ejército de donantes que cada mañana se apostaba a la entrada de una sala donde una je- 45

14 ringuilla incansable iba extrayendo toda aquella sangre que luego habría de gotear calmadamente para, después de las curvas de un circuito de plástico, ingresar en las venas de mi madre. Trataba de trazar una línea que pusiera en comunicación el rostro de un joven cualquiera que había ayunado aquella mañana para que le extrajeran sangre y el de mi madre moribunda, y me vidriaba la mirada un agrade - cimiento inútil, la necesidad imperiosa de tener un nombre propio al que dar las gracias, una lista de donantes a los que visitar para dar las gracias. Así estábamos. Alguna mañana, antes de tirar para el liceo, me pasaba por la sala de las donaciones, veía a las personas que esperaban, sentadas, a que les tocara el turno, repasaba sus rostros, me henchía una especie de desesperado orgullo por lo que hacían, me decía a mí mismo: Deberías ser como ellos, donar sangre, pero luego miraba el reloj, recordaba que ya había mordisqueado un donut y por lo tanto ya no podía donar, y me iba sin ser capaz de llamar la atención de los donantes con un Gracias a todos. Durante los meses en que estuve acompañando a mi madre, en aquella habitación de hospital cuya ventana daba a unas viñas que se perdían en el horizonte, y a la que se llegaba por un pasillo lleno de puertas tras las que se morían otros, me fui sumergiendo en las aguas de la melancolía, pasando a limpio algunas escenas de mi infancia, corrigiendo también, por qué no decirlo, otros capítulos en los que ella no salía demasiado bien parada, con su afán de protección, sus exigencias, sus chantajes no pude irme a vivir al extranjero como quería, por no dejarla sola, las constantes peleas con mi padre que había muerto hacía diez años y a quien yo no había echado de menos. Sentía necesidad de 46

15 dar voz a aquella catarata de recuerdos e impresiones que se me iban presentando de manera caótica y desenfrenada, superponiéndose al lamentable presente teñido de irrealidad. Pero T. no estaba allí para hacerme de sparring: T. seguía acudiendo al hospital de vez en cuando, sin orden ni concierto, supongo que atendiendo a los turnos del enfermero que la cortejaba, sin que yo fuera capaz de preguntarle ya Qué pasa contigo?, sin que pudiera hacer otra cosa que agradecerle el esfuerzo, la renuncia a horas de estudio. Era fácil intuir que estaba tratando de gustarle a alguien porque hacía tiempo que no se cuidaba tanto: hasta había sacado tiempo para ir de compras a las rebajas y renovar su vestuario. La que entraba a sustituirme en las últimas semanas de estancia en el hospital era una desconocida sonriente y enérgica que después de dar los buenos días o las buenas tardes, y depositar un beso frío en mi frente y deslizar su mano por mi espalda sin que activara ningún circuito sensual en mi cuerpo, pasaba a ocuparse de la vigilancia de la moribunda abriendo un libro estratégico que cerraría inmediatamente cuando yo me hubiese marchado camino de la ducha o de un poco de sueño. Ya ni siquiera me apetecía regresar a casa: prefería parar en la casa de mi madre, la casa de mi infancia. Me resultaba más placentero tenderme en el sofá del salón, dejando que vigilaran mi sueño los retratos del que fui de niño, mordidos la cabeza y los hombros por el sol, con un balón en las manos; del que fui de adolescente, con una chamarra de cuero y cara de Preferiría estar en el infierno antes que aquí; del que fui de joven, con una corbata de lana, y una copa en la mano, en la comunión o en la boda de alguien, supongo; del que fui más tarde, con disfraz de jipy en Ibiza esa foto ponía enferma a T. ; del que fui el día de mi boda, ceremonia civil, o luego, disfrazado de montañero, abrazado a T., con el Everest al fondo, poco después de haber sentido 47

16 que el corazón se me salía por la boca cuando la avioneta que nos llevaba de Katmandú a Lukla paraba motores a metros de altura y se dejaba caer por un abrupto tobogán de aire que la depositaría en la carreterita bacheada de 200 metros de largo que constituía todo el aeropuerto Ninguno de ellos era yo, y yo era cada uno de ellos: un equipo de relevos que se había ido pasando un testigo, el testigo del presente, que ahora estaba en mis manos y que no tardaría en entregar al yo que estuviese esperándome un poco más adelante, alguien que tampoco se reconocería del todo en la persona que iba a hacerle entrega del presente para que se internara en el futuro. Ya no hacían falta bolsas de sangre para mi madre. Ya no había por qué alargarlo más. Como si quisieran avisarnos de que el desenlace era inminente, la muerte empezó a disparar en habitaciones cercanas. Algunas tardes llegaba una enfermera y decía: Voy a cerrar la puerta, si no les importa. Cerraba la puerta, dejábamos pasar unos minutos, y cuando abrías la puerta y te asomabas, el pasillo seguía vacío, todas las puertas de las habitaciones cerradas, pero ya se abría alguna de ellas, y salía entonces al pasillo un primer explorador, y arrancaba una nueva conversación, el rumor de la vida después de que, de alguna habitación, se hubiesen llevado a un muerto, y para transportarlo y hacerlo recorrer el pasillo, previamente, la enfermera hubiera ido cerrando puertas. Y entonces, a pocos días del final, la compañera de habitación de mi madre cambió. La anterior, a la que se le había caído el pelo en sólo tres días, recibió el alta, y se fue con su patulea de vecinas animosas e hijos con bolsas de comida, y la suplió una mujer joven, cuarenta y pocos, a la que le acaba - 48

17 ban de extirpar un pecho. No traía acompañamiento, ni teléfono que sonara cada diez minutos, ni ganas de hablar con nadie. Lo primero que hizo al instalarse fue pedir, con un hilo de voz, a las enfermeras que la ayudaban que corrieran la cortina plastificada que separaba su zona de la nuestra. No quería hacer amigos. En los tres meses que íbamos a cumplir de estancia en el hospital, sólo había visto correr esa cortina cuando a la compañera de habitación de mi madre, a causa del estreñimiento que provocan los medicamentos, tenían que administrarle un enema para limpiar sus intestinos, o cuando se encontraba en un estado tan calamitoso que ni siquiera podía desplazarse al baño a lavarse y tenían que lavarla las enfermeras o sus familiares. Le pregunté a T., que seguía ayudándome de vez en cuando, sin orden ni concierto, sólo cuando le venía en gana, un día unas cuantas horas y los tres siguientes ni un minuto, si había conseguido hablar con la nueva compañera de habitación de mi madre. Ya sólo hablábamos de cosas así, durante algún desayuno, mientras uno de los dos hojeaba un periódico y comentaba noticias en voz alta, y el otro permanecía con la mirada perdida en cualquier punto de la cafetería del hospital o de la cocina de la casa que íbamos a dejar de compartir en muy poco tiempo. Me dijo que no había conseguido arrancarle una palabra, a pesar de que lo había intentado. La había dejado por imposible. Se pasaba el día mirando el techo, y si conocía su voz era por el hecho de que, cuando llegaba el médico, le hacía alguna pregunta inane, corta, inmediata. T., mucho más descarada que yo en todo, había llegado a preguntarle a una enfermera eso dijo ella, yo supuse que se lo había preguntado a su enfermero favorito cómo nadie acompañaba a la mujer en su estancia en el hospital, y el enfermero le había respondido o la enfermera, si decía la verdad que había dado orden tajante de 49

18 que no se avisara a nadie, incluso en el caso de que falleciese, y que no resultaba tan raro, por mucho que pudiera sorprenderla: eran muchas, muchas las personas que morían solas, absolutamente solas en aquella planta. Pero, le dije, si esa mujer ha dado orden tajante de no avisar a nadie, no es de las que mueren solas porque no hay nadie a quien avisar; si ha dado esa orden tajante es porque hay alguien a quien sí se podría avisar, alguien que seguía con su vida sin saber que su novia, su ex mujer, tal vez su madre, su hermana, estaba muriéndose en un hospital, devorada por el cáncer, sin salvación, según le dijo el enfermero a T. O sea, que habían colocado a dos pacientes de cuidados paliativos en la misma habitación: tal vez uno de ellos, la compañera de habitación de mi madre, de la que no sabía aún ni el nombre, era perfectamente consciente de que el tiempo se le acababa. La otra, mi madre, no se enteraba de nada. En una de sus últimas madrugadas, despertó muy agitada, le faltaba el aire, dijo mi nombre, acudí a su lado y me susurró: Sácame de aquí No pude sacarla. Estaba ya demasiado débil para el más fútil de los traslados. El médico me desaconsejó que me la llevara. Utilizó una metáfora que me dejó perplejo: la del avión que aterriza. Si se quedaba en el hospital aterrizaría de una manera dulce, sin sobresaltos. Si me la llevaba, no podía predecir si el avión caería en picado a causa de las turbulencias. No podían enviarme asistencia médica a casa porque no podía prevenirse el momento en que todo acabaría y no iban a tener a un médico o a una enfermera las veinticuatro horas pendiente de mi madre. No sería más humano y sensato ponerle una inyección y ya?, pregunté. Y me arrepentí enseguida. Sacó al obispo que todo católico lleva dentro. Él manejaba los aparatos del avión, pero el avión no era suyo, el avión era de la Empresa, estoy seguro que lo dijo con mayúscula, él tenía una misión que cumplir, se lo había en- 50

19 comendado la Empresa, él tenía que depositar el avión en tierra de la manera más dulce posible, pero sólo cuando llegase la hora, cuando recibiese el permiso de la Torre de Control que rige las navegaciones de las vidas que van a aterrizar, y él no podía decidir la hora a conveniencia de los familiares, la hora la determinaba la Torre de Control, ahí nuestra voluntad tenía poco que decir, nuestra voluntad no sabe cuán colapsado puede estar el espacio aéreo, nuestra voluntad no cuenta. De qué cojones me está hablando?, le pregunté. Usted sabe de lo que le estoy hablando, me dijo, la Torre de Control, repitió. Cómo envidié su coraza católica. Cómo deseé poder devolverles a mis huesos la sensación de Dios, aquel Dios que me extirparon por no aceptarle un guardaespaldas a los curas, a las abuelas, al destino miserable. Cómo maldije mis entusiasmadas lecturas de Nietzsche. Cuando regresé a la habitación donde se moría mi madre, me encontré con la cortina descorrida y a T. y a la compañera de habitación de mi madre hablando, mientras mi madre aparentaba dormir. Me lesionó mi incapacidad para actuar con la naturalidad con la que actuaba T., quitándole importancia a cualquier tragedia, arreglándoselas para inyectar ánimos en quien no los quería porque creía no necesitarlos o los consideraba inútiles; era capaz de entenderse con un esquimal sordomudo, con un aborigen ciego, con un alienígena tímido. Y yo no. Y la admiraba por ello. Hablaban de nada, de todo, de lo que importa de veras, del sol que hacía fuera, lo difícil que es conseguir que te atiendan en condiciones en un chiringuito de la playa, la pésima calidad de la programación nocturna de la televisión: no sé, da igual, de la pura vida constante que se reinventaba en pequeñeces maravillosas o patéticas. Quizá compartían recuerdos, los días de lluvia de la infancia cuando en las aulas tenía que 51

20 encenderse una luz que lo pintaba todo de nostalgia anticipada, de sensación de extrañeza, los recreos en los que había que internarse en una jungla de envidias y rencores y esquivar las guerras declaradas entre dos grupos en los que no había sitio para ellas, la mermelada que preparaban sus abuelas. Lo cierto es que estaban hablando. Lo cierto es que me sorprendió la voz grave, el acento norteño, de la compañera de habitación de mi madre. Lo cierto es que también me sorprendió darme cuenta de repente, de un solo golpe, de lo que estaba a punto de perder: a mi madre, que dormía o aparentaba hacerlo sin saber que se le acababan las horas o sabiéndolo de veras, pero haciéndonos creer que aún confiaba en escapar de las garras de la muerte, y a T., tan lejos ya de mí, tan recompuesta aún antes de que se rompiera lo que habíamos compartido, como si se estuviese entregando, afanosa, delicadamente, encantada de hacerlo, a las últimas tareas de un curso demasiado largo y agotador del que ya no le importaban las notas que le pusieran, porque había encontrado un lugar mejor donde aparcarse. Con mi torpeza habitual quise meter baza en la conversación entre T. y la compañera de habitación de mi madre, y mi intervención debió disgustar a ambas, como si hubiera hablado en otro idioma y ellas por educación prefiriesen de repente callar que seguir hablando en un idioma que yo no podía comprender. Le pedí a T. que saliese un momento, y cuando lo hizo, le dije: El cabrón del médico confía en la voluntad de Dios, a la que llama la Torre de Control, pero yo no puedo más, esto es insufrible. Ese tío cree que mi madre es un avión, que el avión pertenece a una Empresa a la que él tiene que responder conforme a un contrato o yo qué sé, esto es de locos, tiene algún sentido? T. me respondió: 52

21 Ella no está sufriendo apenas, y eso es lo que importa, un día más es una gran victoria, tienes que tomártelo así, qué vas a hacer si no, taparle la cabeza con una almohada? Le pregunté entonces por la compañera de habitación de mi madre, la mujer que no había querido hablar con nadie, que había dado orden expresa de que no se avisase a ningún familiar, y T. me dijo: Es una buena mujer, y lo sabe, sabe lo que le espera, y sabe que los médicos se han dado por derrotados y que la están hinchando a paliativos, y lo único que quiere es que alguien se ocupe de su gata, mira, me ha dado las llaves y la dirección de su piso para que vaya a verla y le ponga un poco de comida, yo le he dicho que encantada. Cómo se llama? le pregunté. Hembra. Cómo Hembra, se llama Hembra? me extrañé. La gata sí me dijo, ella se llama Azucena, pero no me ha hecho falta ni preguntarle, tío, te hubiera bastado con escuchar a las enfermeras cuando le traen los medicamentos o la comida para saberlo. Quise decirle a T., supongo que con la sensibilidad a flor de piel y unas ganas inmensas de ser abrazado y de abrazarla, que sentía haber estado tan arisco y susceptible, que cuando todo pasase volvería a ser el que fui, que la temporada en el hospital me había destrozado, que maldecía a Nietzsche, aunque no tuviera nada que ver con todo aquello, pero no pude: primero, porque sabía que me dejaba llevar por la emoción para tratar de agarrarla, y segundo, porque en ese momento pasó por el pasillo, empujando una silla de ruedas vacía, el enfermero rubio, que le dedicó una sonrisa coqueta después de dejar en el aire un buenas tardes que quedó vibrando como un arpegio eufórico. Oh, ya no había donde agarrarse. 53

22 En su última noche sobre la tierra, mi madre oyó pasar a todos los vendedores ambulantes de mi infancia. Ha pasado el de los higos chumbos?, me preguntaba, y luego, Coge el bol de la encimera y baja a por una docena. Mi memoria cumplía con su petición, me veía de niño bajando con el bol de cristal hasta donde estaba el tipo con su bicicleta herrumbrosa cargada con dos cestas de higos. Le hacía un corte en una punta al higo, y luego, sin separar la navaja de la fruta, un rayazo a lo largo de la cáscara y lo abría y te lo ofrecía para que lo cogieras tú y lo colocaras en el bol, y los higos brillaban verdes como diamantes bajo el sol angustiado del mediodía. El vendedor tenía las manos llenas de púas. Cuando pase el muchacho de los bollos de leche, cómprale una bolsa, me decía mi madre después. Esa noche, llenamos la despensa: higos, bollos de leche, jureles, camarones vivos, un melón y una sandía. Quería llevarse provisiones al otro lado del tiempo, supongo. Durante el entierro, no podía dejar de pensar en la gata de la compañera de habitación de mi madre. Sabía que no era el momento para preguntar a T. si había cumplido su promesa y había ido a casa de Azucena para darle de comer a su gata. Y aun así, encontré el momento propicio para preguntárselo, en medio de la pestilente homilía en la que un cura al que veía por primera y última vez hablaba de mi madre como si la hubiera conocido toda la vida, y le agradecía haber soportado tanto dolor entendiendo que lo hacía por amor a Dios. Desorbitó un poco la mirada, se le escaparon un par de signos de admiración de los labios, pintados de rojo por alguna razón, y me respondió: Claro que sí. Luego el pensamiento, enfermo, se me disparó a una escena laboriosamente diseñada para encantar a un psicoanalista: T. y su enfermero en el piso de la mujer moribunda, 54

23 convertido por un golpe genial de la casualidad en su nido de amor. El gato se moriría de hambre, como su dueña, mientras mi mujer y su amante se dedicaban a lo suyo. Las sienes me dolían, y era como si de cada una de ellas saliera una pared dispuesta a encontrarse con la pared que había salido desde el otro lado. En medio estaba yo, esperando que las paredes me dejasen convertido en una lámina. No pude llorar en ningún momento del sepelio. Estreché un montón de manos y dejé que me besaran las mejillas un montón de labios. Oí un montón de veces que me acompañaban en el sentimiento, pero creo que nunca había estado más solo. Por la noche, T. me preguntó si me apetecía cenar algo y yo le pregunté, sin responderle: Dónde están las llaves del piso de Azucena? Creo que ahora había miedo en su mirada. No creo que fuera miedo a que me estuviese volviendo loco, a que hubiera perdido pie definitivamente, y la identidad se me hubiese afantasmado hasta trocarse por la del psicópata que todos llevamos dentro esperando pacientemente que las circunstancias nos den la oportunidad idónea para salir y ajustar cuentas con el universo a través de la pueril estrategia de cargarse a algunos de sus elementos más insignificantes y vulgares, como un vecino, un transeúnte, un conductor que nos toca el claxon porque tardamos medio segundo en arrancar cuando se pone el semáforo en verde. Creo que era miedo a que la hubiese descubierto. Me dijo que se las había devuelto a su dueña, como ya no iba a verla más, le parecía rayar en la filantropía eso de dedicarse a llevarle comida al gato de una moribunda, Si tu madre hubiera seguido en el hospital más tiempo quizá me hubiera llegado a encariñar del gato, pero Y enseguida de soltarme eso volvió a preguntarme si me apetecía cenar alguna cosa, evidenciando que 55

24 lo que quería decirme era que ella estaba hambrienta y que, respetando el dolor a que me obligaba al ayuno, ella se iba a preparar un sándwich y una ensalada. No te vas a acostar? me preguntó más tarde, después de una hora de silencio, yo sentado, con los brazos cruzados, en el sofá del salón, tratando de manejar el alud de recuerdos que pretendía sepultarme, y ella en el estudio. Ve tú le dije dentro de un rato iré. Estás bien? quiso saber. Debí haber dejado que saliera de mí la pregunta que quería hacerle, Cómo es la gata de Azucena?, pero no fui capaz, en el último minuto un policía de paisano oculto entre mis meninges consiguió agarrar del brazo a la pregunta, y después de forcejear un poco, logró detenerla a tiempo para que no rebasara la barrera de la intimidad. Al poco rato ya estaba roncando. Hacía tiempo que no oía sus ronquidos, y aquella música, en vez de servir para lamentar lo que estaba a punto de perder o ya había perdido, me dio fuerzas para alegrarme de la pérdida, para convencerme de que era lo mejor para los dos: no hacía falta seguir lastimándose sólo por mantenerse fiel a una caravana de costumbres que si una vez estuvo destinada a llenarnos de sosiego, seguridad y felicidad, ahora había perdido todo el encanto, se había cubierto de óxido. Sí, había llegado nuestra hora, tal vez había llegado bastante antes de que mi madre ingresara en el hospital y ese ingreso lo único que había hecho era retrasar lo inevitable. No iba a poder dormir en la que había sido mi casa y estaba a punto de dejar de serlo. No iba a poder dormir de todas maneras, a pesar de que el cansancio colonizaba cada uno de mis músculos. Tenía las llaves de la casa de mi madre en el bolsillo de la chaqueta. Me pareció una buena idea ir a dormir allí. Pero me demoraron demasiados semáforos en 56

25 rojo. En alguno de ellos, mientras esperaba el verde, me saltó al corazón el limpio deseo de volver al lugar donde había pasado la mayoría de noches en los últimos meses: el butacón de una habitación de hospital. Era desde luego poco más que un movimiento poético, una acción sentimental destinada a hacerme sentir mejor, más puro. Imaginé que la cama que había ocupado mi madre la ocupaba ahora otra mujer que moriría pronto, o que saldría en tres o cuatro días con el susto en el cuerpo de saber que iba a tener que luchar contra el cáncer. Tal vez la acompañaba su hijo, o su marido, y fuera quien fuese el que estuviera acompañándola, en algún momento se preguntaría cómo era posible que no hubiera nadie con la mujer de la otra cama, cómo era posible que alguien que se estaba muriendo permaneciese sola, con unos desconocidos seleccionados por el azar. Sí, ahí es donde vas a dormir esta noche si logras dormir en alguna parte: en el butacón vacío destinado al inexistente acompañante de Azucena. Supongo que cuando el enfermero rubio me vio entrar, se le cruzó por un instante la certeza de que me había presentado allí porque había hablado con T. y ésta no había podido aguantar más y le había contado lo suyo, colmo poético de a dónde lleva el deseo, a la vileza extraordinaria de utilizar las llaves de la casa de una moribunda, el pretexto de la comida de un gato, para tener un sitio cómodo donde gozarse sin mancillar más de la cuenta el honor de las víctimas No, en la cama donde duermo con él, mejor no lo hacemos, querido, le habría dicho T. cuando el enfermero le hubiera propuesto que fuesen a nuestra casa. Aunque me daba cuenta de que cabía la posibilidad de que todo fueran invenciones mías y de que puede que se hubiesen limitado a coquetear y aún no hubiesen llegado a las manos, las invenciones habían cobrado una nitidez que empujaban a la pa- 57

26 radoja: ahora tendrían que demostrarme que no había ocurrido lo que yo daba por ocurrido, y cómo se demuestra que no existe Dios?, cómo se demuestra que uno no ha hecho algo ante quien está convencido de antemano, aunque sin prueba alguna, de que sí lo ha hecho? Di las buenas noches, el enfermero ni me preguntó dónde iba, se limitó a desearme también las buenas noches, quién sabe, a lo mejor me estaba dando demasiada importancia, a lo mejor ni me había reconocido, yo no era más que otro acompañante que llega de madrugada para pasar la noche con un familiar que se muere. La puerta de la habitación estaba entrecerrada. No, todavía no habían ocupado la cama en la que había muerto mi madre. Mi butacón seguía allí, sin mí. Pensé que podía dejarme caer en él, pero habría supuesto que no había ido a pasar la noche con la compañera de habitación de mi madre, sino con la ausencia de mi madre, y no me gustó la idea. Ocupé el butacón del acompañante de Azucena. Ella estaba dormida. De vez en cuando soltaba un quejido agudo, de ese tipo de quejidos que, si lo oyésemos en un televisor que no está al alcance de nuestra vista o procedente desde el otro lado de una pared, seríamos incapaces de identificar con el dolor o con el placer y lo mismo podrían hacernos pensar en que alguien se estaba doliendo de algo como en que una pareja había subido el primer peldaño de una relación amorosa. Me quedé mirándola un rato, lamida la cara por la lengua de luz amarillenta que procedía del exterior, sin preguntarme nada acerca de su vida, de sus razones para no querer que se avisara a nadie, tratando de que no me conmoviera nada de la situación, como si yo fuese un actor secundario al que no le han dado más que un papel de extra, sin intervención hablada, un personaje que entra en una habitación semioscurecida, se sienta en un butacón, mira a la paciente que está dormida y, antes o después, posa las yemas de sus 58

27 dedos en sus propios ojos, masajea sus párpados y, de repente, pierde pie en la realidad y cae hacia el lado de la inconsciencia apaciblemente. Antes de que se me fugara la mente a la nada, estuve pensando, lo reconozco, en T., en cómo se tomaría al despertar que yo no estuviese allí, en si presentiría que habíamos llegado al acto final de nuestra relación. Y pensé en que, quizá, lo que convenía a nuestra historia no era un final abrupto y enfadado, suscitado por una infidelidad que quizá me había inventado yo para tener una excusa o que se había producido porque, sencillamente, las circunstancias, tan sabias a menudo, la habían facilitado para ponernos a prueba. Quizá lo que nos convenía eran, precisamente, unos cuidados paliativos: abandonada toda esperanza de que la relación fuera a llegar mucho más lejos, quizá nos merecíamos, por todo lo vivido, por las cosas compartidas, una despedida lenta, suave, sin dolor, con conciencia leve de que no hay esperanza, de que ya no hay tratamiento que pueda aniquilar el tumor, y de que lo único que puede hacerse es mitigar todo daño, exacerbar el cariño para decir adiós. Por alguna razón me sosegó pensar en esa posibilidad, la posibilidad de poner en marcha un protocolo de cuidados paliativos, no para salvar la relación, sino para que la relación no muriera violentamente. Y ese sosiego relajó mis músculos, destensó mis nervios, dopó mi conciencia. Cuando me despertó el enérgico buenos días pronunciado con voz metalizada por la enfermera que entró en la habitación con el tubito de las pastillas que la paciente tendría que tomar antes del desayuno (y me lo entregó a mí, siempre se entregan esos tubitos a los acompañantes, como si fuera mejor que los pacientes no vieran los botones de química que iban a tener que tragarse), Azucena debía llevar ya 59

28 un rato mirándome. No había pintados en su rostro ninguna mueca que expresara extrañeza, ningún gesto que pudiera hacer intuir a quien lo observara terror o enojo. Había cansancio, sí, el cansancio previsible en quien sabe que se consume y que no hay nada que hacer y quizá quisiera acelerar el trámite, no tener que pasar por el mareo de unas decenas de curvas antes de alcanzar la recta final. Dije hola suavemente, casi sin pronunciar la palabra, como si un espectador imposible hubiera bajado la voz al aparato en el que estábamos encerrados. Luego llevé la mirada al tubito con las pastillas: eran seis. Ansiolíticos, calmantes, antiinflamatorios, protector estomacal Un cóctel perfecto para montar al paciente en la alfombra mágica que lo elevara por encima del dolor y lo depositara en un país de niebla donde la realidad perdiera nitidez. Supongo que estuve unos instantes hurgando en la tierra yerma de mis pensamientos en pos de algo que contestar a la pregunta Qué diablos estás haciendo aquí? con la que esperaba enfrentarme, pero ella no la formuló. Creo que son para mí, dijo, refiriéndose a las pastillas. Al ponerme en pie para alcanzárselas, me sacudió la necesidad idiota de dar explicaciones, aunque ella no me las pidiese, un defecto de fábrica que hasta entonces me había causado no pocos problemas. Te he pedido explicaciones?, me preguntó sirviéndose un vaso de agua para ingerir el protector de estómago. En la mesilla, además de la botella de agua, había un juego de llaves y una Biblia. La conversación brotó con toda naturalidad: como la de dos amigos que la dejaron aparcada años atrás y pueden retomarla sin más esfuerzo que darle a la llave de contacto y meter una marcha. Era raro, pero me hacía bien. Le pregunté por su gata, ella me dijo que gracias a la amabilidad de mi esposa esperaba que se hubiese ido de casa: le había pedido a T. que renovara el agua de su platillo, echase un poco de 60

29 comida, y dejase las ventanas abiertas para que pudiera escapar. Le pregunté si quería que fuese a echar un vistazo, y me dijo que no hacía falta. Y luego hablamos y hablamos, de gatos y de ghats, porque había viajado por la India, y me contó que en el ghat de Manikarnica, donde queman a los muertos, una vez se vio a sí misma tendida sobre las parihuelas que se depositan en las infectas aguas del Ganges, se vio con toda precisión, sin ningún miedo, vio cómo la cubrían de trozos de madera seca, cómo rezaban por ella, cómo la echaban finalmente al río y empezaba a recorrerlo, convertida en una hoguera nimia. También me contó que en la escalinata que lleva al ghat vio a una anciana que mascullaba algo sin parar; había pensado que se limitaba a repetir un mantra o a decirse cosas como nos las decimos todos, aunque sin mover los labios, y preguntado a quien con ella iba, que le había dicho, para tomarle el pelo o impresionarla, que la anciana estaba recitando los nombres de los muertos, y que si se quedaban allí mucho rato, años, en algún momento, la anciana diría sus nombres. Y se quedaron un rato escuchándola, escuchando nombres de quienes morían, y Azucena le hizo una foto. Hay una columna de humo que se entrega al aire, ininterrumpidamente, desde hace más de tres mil años, me dijo Azucena, una columna de humo que no deja de expandir por el aire la constancia de la muerte, así que, de qué hay que preocuparse o lamentarse. Luego me dijo: Piensa una fecha del futuro, la que quieras, di, cualquiera vale. No entendí. Me dijo: Di algo, 11 de febrero del 2039, 31 de diciembre del 2050, di una fecha. Dije una fecha. La del día en el que estábamos. Sumé veinte años al año en que estábamos. Muy bien, me dijo ella, consérvala, recuérdala, ésa será la fecha de tu muerte. Perdón? 61

30 Repítetela cada mañana al despertarte, pensando que morirás ese día que has dicho, dentro de veinte años, que te queda un día menos, que te acercas a pasos agigantados a la fecha que tú mismo has puesto. Te doy otra oportunidad, cámbiala por otra, sé más optimista, date treinta años más si quieres, da igual, no es más que tiempo, se va a consumir igual, se llenará de cosas que se perderán, de emociones que una vez sentidas ya no dirán nada a nadie. Allí en Manikarnica, ante aquella anciana que decía los nombres de los muertos, alguien me hizo hacer este ejercicio. Me dijo: Piensa una fecha, fija el día de tu muerte. Y el día de mi muerte debió ocurrir hace tres años, y no me morí, y seguí adelante, pero daba igual, cada mañana me lo repetía, y eso servía para que le quitase trascendencia a todo. Ya hay suficiente trascendencia en el hecho de estar aquí como para pensar en la intrascendencia de dejar de estar. Vamos, tienes otra oportunidad, di una fecha, o no la digas, piénsala, guárdatela para ti, no la digas, no se la dés a nadie, como el pin de tu tarjeta de crédito. Y eso hice. Pensé en una fecha. No se la dije. La conversación duró poco menos de un mes. No todas las noches me iba al hospital a dormir, de vez en cuando me apetecía quedarme en casa de mi madre. Y me preguntaba a quién haría compañía cuando Azucena muera. Y me imaginaba a mí mismo pidiendo información al enfermero rubio acerca de los moribundos que pasaban las noches solos. A T. le dije que los dos necesitábamos tiempo para pensar en nosotros, y ella me respondió que vale, que bueno, que la llamara si necesitaba algo. Le dije: No crees que nuestra relación se merecería unos cuidados paliativos? 62

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