HORTENSIA MORENO. Las líneas de la mano

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2 HORTENSIA MORENO Las líneas de la mano i

3 Esta novela se publicó por primera vez en la ciudad de México, en 1985, en la editorial de Joan Boldó i Climent y gracias a la generosa contribución de la Fundación Enrique Gutman. ii

4 iii A Salvador Mendiola

5 Y el conocimiento que la tragedia traía era simplemente el conocimiento del hombre. La reabsorción de cualquier destino, de cualquier falla también, por monstruosa que sea, en la condición humana. Y así la conclusión será siempre la misma, como si dijera: con todo eso que ha ocurrido, por monstruoso que haya sido su crimen, es un hombre. Exorcismo piadoso que reintegra el culpable a la humana condición; que hace entrar lo otro en lo uno, que muestra también la extensión de lo uno el género humano, en sus entrañas. María Zambrano iv

6 CAPÍTULO I Cambia de postura sólo para descubrir otra forma de sentirse incómoda. Debería irse a la cama; en el sofá no podrá conciliar el sueño. Aunque no es el sofá lo que le impide dormir: tampoco dormiría en otra parte. No, hasta que él regrese. Mientras tanto se desvelará inventando catástrofes, sin moverse de allí a pesar del frío. Además, quiere ser lo primero que él vea al abrir la puerta. No se explica cómo no se le ha ocurrido echar un telefonazo. Y si de veras le hubiese ocurrido algo? Pero no es cierto; Luis debió estar de vuelta hace más de cinco horas: si hubiera habido un accidente, ya la habrían avisado. Sería capaz de contarle alguna vez lo que imagina a partir de la posibilidad de su muerte? De pronto sería rica: es una enorme tentación hacer la cuenta: heredaría el condominio, y además tendría lo de los seguros: el del coche, el de vida y el de la cuenta de ahorros: una fortuna. Suficiente, al menos, para que una viuda muy joven rehiciera su vida, no obstante el inexpresable dolor por la sensible pérdida. A Luis, que se siente indispensable, no le haría ninguna gracia; entonces ella se esforzaría en explicarle que no se trata más que de un juego, pura imaginación, y que el no debería tomárselo en serio. Hasta dónde se lo toma en serio ella? Tal vez por eso ni siquiera piensa comentarlo nunca con él; porque no desea su muerte y, 5

7 sin embargo, cuando regrese, no podrá evitar sentir cierta decepción al verlo. Decepción que se irá desvaneciendo para dar lugar a otras emociones cuando él empiece a moverse dentro de la casa. Tiene encendida la lámpara pequeña; si él mira hacia la ventana sabrá desde ese momento que lo está esperando. Quién sabe cuántas ventanas de esa misma calle dejan ver luz a esta horas. Cuántas ventanas en toda la colonia, cuántas en la ciudad encierran insomnios de café, de tabaco, de alcohol: es viernes. Pero Gabriela no pude ver más allá de su propia espera porque esperando se ha descubierto insatisfecha: hay un enorme malestar en esto de vivir aquí, en este departamento que no ha logrado hacer suyo, donde cada objeto y cada rincón le son ajenos. Está tensa, alerta: en cualquier momento escuchará pasos en la escalera, tintineo de llaves: Luis va a llegar. Luis está siempre a punto de llegar a casa, a su casa. Gabriela procura usar lo menos posible las cosas: aquí todo es de Luis. Ella se sabe torpe en medio de su colección de discos todos como nuevos, hasta que llegaste tú, diría Luis. Y nunca le ha dicho que no los toque; sólo quiero que tengas cuidado, es eso posible? Porque Gabriela se especializa en rayarlos, en mancharlos con los dedos, en maltratarles las fundas; en cambiarlos de lugar, en dejarlos sobre la mesa o en un sillón o en el suelo. Mas lo de los discos es una banalidad. La insatisfacción tiene que ver con ellos, sí; Gabriela es una intrusa en el orden de Luis; prefiere prohibírselo que tocarlo. Pero no es nada más el extrañamiento y las manías y el afán de señalar fronteras: hay otros motivos y Gabriela no termina de comprenderlos. Reflexiona sobre lo que habrá de decirle a Luis cuando llegue; aunque no podrá ser lo suficientemente explícita y sólo conseguirá infundirle cierta culpabilidad incómoda. No, no es cierto: esas 6

8 discusiones siempre acaban al revés: la culpa la tiene Gabriela. Gabriela que no se adapta; ella es la histérica, la celosa; asume a la perfección su papel de madre chantajista y terminará por echarlo todo a perder. Es preferible no decir nada. Fingirá dormir, que se quedó dormida con un libro entre las manos. El libro resbaló del sillón. Gabriela respira rítmicamente, el cabello le cubre la cara, encoge las piernas, un brazo debajo del cuerpo y el otro colgando hacia adelante, la mano suelta, los dedos rozan la alfombra. Luis abrirá la puerta y la verá dormida, verá su bata, sus muslos descubiertos debajo de una mancha de luz suave. Gabriela se imagina vista desde la entrada: tal vez la bata más abierta, la mano más lánguida, tal vez el cabello más revuelto; pero que todo parezca producto del azar. A veces la soledad es casi perfecta, casi necesaria, el rumor del tráfico simula una calma que bien podría llamarse silencio, interrumpida tan sólo por el paso de algún vehículo y un ladrido lejano; el ruido de un motor llega por la ventana a suspender su atención. Se incorpora, trata de escuchar, será Luis? No, ese coche tampoco se detuvo; hay que seguir esperando. Baja del coche con la chamarra en la mano a respirar el aire frío de la madrugada; brilla una nubecita de vaho junto a su nariz. Sus pasos resuenan en el pavimento, hacia el final de la calle, con inquietante precisión. Su sombra crece, se duplica, se desvanece conforme avanza entre las zonas iluminadas por el alumbrado público. Luis se imagina a Gabriela todavía despierta, esperándolo como siempre; lo cual no sería tan desagradable si no le recordara una actitud típicamente materna: ella tiene que saber a qué hora llega; es como si la hubieran programado. Un puñado de pájaros contra la 7

9 gran costumbre, dónde había leído eso? Gabriela quisiera convertir su vida en una estúpida sucesión de costumbres. Preferiría no enfrascarse de nuevo en la interminable discusión, pero será difícil evitarla. Ahora quiere llegar a desnudarse y un buen descanso; andar todo el día fuera es agotador. Mañana no tiene que ir a trabajar y no se levantará temprano. Ese trabajo es exasperante. Atraviesa la calle. Para subir a la banqueta tiene que saltar por encima de un montón de basura mal envuelta en bolsas de plástico de supermercado, paquetes rotos, merienda de los perros. Patea una lata de cerveza que rueda con gran estrépito hasta detenerse debajo de una camioneta estacionada. En una barda de ladrillo alguien escribió con cal un nombre en grandes letras. Podría haberle avisado que llegaría tarde, podría haberle dicho que iba a cenar con unos amigos, o algo por el estilo; hubiera sido una buena manera de quitársela de encima, de tranquilizarla. Pero, aunque no se explica el motivo con suficiente claridad, por lo pronto no está dispuesto a mentirle. Tal vez sea porque pretende ser honesto; tal vez porque está dispuesto a afrontar las consecuencias o porque, precisamente, lo que quiere es provocar un enfrentamiento. Su única certeza es que no se sentía como hoy desde hace mucho tiempo; o mejor: nunca se había sentido así; incluso había dudado de que algo semejante pudiera ocurrir, pero ahora tiene pruebas de lo contrario y esto no hace sino recordarle que lleva un año de buen marido, un año viviendo con la misma mujer, durmiendo con la misma mujer, tal y como nunca deseó que fuera la vida. Pero cómo lo habían pescado? Sin embargo, en este momento sólo existe una cosa y Luis puede olerla aún en el perfume de Marcela que impregnó sus manos, a pesar de que ya todo está decidido. Un gato cruza la calle: dos ojos corren amarillos y profundos sobre el os curo 8

10 telón de fondo de un lote baldío. Todavía durante esa tarde parecía controlar cuanto sucedía; todavía unas horas antes se hubiera dicho dueño de la situación. Marcela y él decidieron ser razonables, hablaron el día entero como adultos responsables y maduros y estuvieron de acuerdo: era inútil seguir involucrándose en una relación sin sentido ni futuro: Luis está casado y quiere a su esposa; Marcela no tiene la intención de provocar ni de meterse en problemas. Luis aún duda de que Marcela le interese seriamente, de que tengan algo en común; y sin embargo, en este momento lo único cierto es esa extraña sensación que lo envuelve cuando se lleva las manos a la cara y reconoce su olor, el aroma obligándolo a recuperar su presencia, su imagen corpórea, voz, color, volúmenes y temperaturas sospechados, inventados desde la indudable seguridad de que estuvo, no hace ni media hora, con ella, a pocos centímetros, a punto de tocar su cabello mientras se despedían como dos buenos amigos. Qué estará pensando ahora? Se habrá metido a la cama; puede dormir? O está pensando en él? Recuerda que decidieron dejar de jugar? Le duele? O lo acepta con la frialdad que mostró al mediodía en el restaurante, cuando se trataba de aclarar cuánto les estaba afectando todo esto y ambos aparentaron gran indiferencia al expresar lo poco que les importa dejar de buscarse, dejar de escribirse cartitas cursis y dedicarse cada quien a lo suyo. La banqueta parece manchada de azul, como si un balde de pintura se hubiese derramado dejando impreso en el suelo el dibujo de las hojas de un árbol: es luna llena, ha habido mucho viento, el cielo ha estado limpio desde temprano. Por la mañana se podían ver los volcanes, se veían las nubes blancas y un azul intensísimo. Luis trató de recordar si su infancia había tenido días de ese color. Actualmente cualquiera habla de contaminación: nos 9

11 hemos quedado sin árboles, sin paisaje; toneladas de humo y polvo flotan encima de nuestra cabeza. Es el lugar común sobre la ciudad; el desastre, pronto no tendremos agua, ya nunca vemos las estrellas. Pero hoy ha sido un día diferente para Luis; no le interesa preocuparse por la contaminación: prefiere pensar en Marcela, por quien el mundo adquiere un nuevo sentido: hasta el mundo de la atmósfera gris de los días comunes y corrientes. Seguramente ella no lo sabe, no puede saberlo: es Luis quien se ha dado cuenta. Antes de abrir la puerta, Luis había decidido ser otro: él mismo. Gabriela levanta la cabeza y lo mira entrar, atravesar la sala y quitarse la chamarra para colgarla en una silla del comedor; presiente la tormenta? La actitud de Luis no permite muchas interpretaciones: Gabriela experimenta un temor extraño. Se levanta del sillón, se acerca a Luis, lo besa. Él responde con un gesto que pretende ser inexpresivo: no da lugar a preguntas o explicaciones. Musita algo entre dientes. Frases rápidas: está muy cansado, le fastidia manejar todo el día, el tráfico está imposible. Ella le propone un baño caliente y corre a encender el bóiler. Sí, un baño puede venirle bien. Ella lo llama desde la cocina, pero él prefiere fingir que no la ha oído. Enciende el tocadiscos y se acomoda en un sillón mientras empieza a sonar la música. Gabriela viene con la cafetera en la mano: Quieres café? Hay un poco hecho; lo puedo calentar, o hago nuevo? Es la voz de siempre, un poco chillona, un poco inoportuna; debe creer que los demás están sordos: habla a gritos y enfatiza con muchos ademanes. Luis la 10

12 observa, de pie frente a él, esperando la respuesta. No entiende cómo es que lo que en otra mujer se vería sexy, en Gabriela se ve francamente vulgar: sigue engordando. No quieres? O quieres otra cosa? Si tienes hambre te puedo preparar algo. Hay jamón Unos huevos con jamón? Una torta? insiste Gabriela. Luis se encoge de hombros; no entiende por qué le molesta tanto este afán de complacerlo. Responde con voz muy queda que no sabe; él no tiene hambre. Seguramente la que tiene hambre es ella, todo el tiempo está hablando de comida. Luis preferiría oír música en calma, estar solo; encerrarse en el estudio o salir a caminar. Mejor avísame cuando esté el agua lista. Voy a leer un rato dice Luis y se mete en el estudio. No sabe si seguirlo; escucha el golpe de la puerta al cerrarse; se acerca y trata de adivinar a Luis adentro. Él está de mal humor, claro, y ese mal humor tiende a dirigirse contra ella; aunque no es ella quien tiene motivos para enojarse? Todavía le sorprende esa habilidad de Luis: en lugar de haberse ella enojado, ahora está asustada; después de todo, Luis ha llegado tan sólo un poco más tarde de lo habitual. Podría entrar y preguntarle por qué está enojado, pero es mejor dejarlo: ya se le pasará. De cualquier forma, así es preferible no hablar con él; la acusaría de paranoica. Luis dice que ella se inventa historias para estar celosa, que produce infiernos para amargarse y amargarle la existencia. Ella no se ha atrevido a mencionar las cartas de Marcela que se ha encontrado entre las cosas de Luis: se enfurecería si lo dejara pensar que lo vigila, y así iba a desviar la discusión hacia terrenos al margen de las cartas; como cuando Gabriela le hizo notar que hablaba 11

13 demasiado tiempo por teléfono con su amiguita. Él dijo enfurecido: Qué no puedo ni siquiera tener amigas? Gabriela se sintió amenazada y culpable: no quería reprimirlo, pero al mismo tiempo estaba loca de celos, sin comprender por qué le afectaba tanto una llamada telefónica, y tal vez hubiera querido hablar precisamente de eso, como antes, cuando las pasiones eran motivo de comentario y reflexión, todavía. Antes de empezar a vivir juntos, se propusieron no caer en las mismas estupideces que caían todas las otras parejas. Ellos iban a ser distintos: libres. Todo eso sonaba clarísimo en las conversaciones por los pasillos de la facultad, debajo de las jacarandas o en la explanada; y entonces siempre habían estado de acuerdo: la monogamia es restrictiva, antinatural, imposible: el matrimonio tradicional estaba aniquilado; el matrimonio termina por fastidiar cualquier intento de vida en común; hay que buscar nuevas alternativas. Mas todo indica que ella no puede. Además él es tan intolerante, tan irascible; si al menos le diera un poco de tiempo para hacerse a la idea, si formulara las reglas que hay que seguir para vivir acorde con lo que pensaban. Pero, en cambio, la descontrola, no le comunica ninguna seguridad y ella es incapaz de adquirirla por su cuenta. Cuando pelean, ella cree inminente el derrumbe: los últimos pleitos han sido especialmente violentos y grotescos. De día en día el ambiente se vuelve más y más pesado en torno a ellos. Fueron primero escenas que no se sabía cómo se desencadenaban, que concluían en llantos y caricias, pero que se fueron transformando en verdaderos sainetes: a pesar de lo ridícula que se sabía, Gabriela no lograba contener el llanto. Luego pasaba dos o tres días avergonzada por haber propiciado una situación tan delicada, casi no se atrevía a hablar con Luis y temía que él le reprochara la escena. 12

14 Se recarga contra la pared del pasillo: Luis tendrá que salir a voltear el disco; tal vez más tarde le dé hambre y cenarán juntos como todas las noches. Mientras tanto, deja la cafetera en la mesa del comedor y va a la recámara a ponerse otra cosa porque hace frío. Mira, en un rincón del cuarto, un montón de ropa sucia; hace falta llevarla a la lavandería. Tal vez mañana. Se quita la bata frente al espejo, mirándose, examinando su cuerpo con detenimiento; tiene la piel de la cara reseca, empieza a notarse mi edad en las comisuras de los labios, en la celulitis, en el sobrepeso? Se toca las mejillas, cierra los ojos y se toca los párpados. Es mejor ponerse el camisón de franela y encima la bata roja, que es más gruesa. Se sienta en la cama, entre las sábanas desordenadas. Empieza a desenredarse el cabello con los dedos; será mejor cepillarlo un poco; pasar el cepillo de cerda cien veces sobre el cuero cabelludo, siguiendo el consejo materno. Se demora a propósito, deja pasar todo el tiempo posible, estará lista el agua? La puerta del estudio se abre. Luis mira a Gabriela asomar la cabeza por la abertura: Qué hora es? dice ella tímidamente. Él consulta el reloj sin contestarle: son las dos de la mañana y aún no quiere acostarse; tampoco le interesa hablar. Gabriela sigue plantada allí, frente a él, en actitud inquisitiva. Puede empezar el interrogatorio, el cuento de nunca acabar. Son las dos de la mañana. Por qué? Por nada. Ya está el baño dice ella, sale y cierra la puerta. Luis deja el libro sobre el escritorio: de todos modos no puede concentrarse, necesita algo que lo distienda. 13

15 La toalla está aún húmeda; olvidó tenderla en la terraza y Gabriela nunca se ocupa de eso. Abre la llave de la regadera: el agua corre mientras se desnuda; el cristal del espejo se empaña: a Luis le gusta bañarse con agua muy caliente. Ah, un lugar como éste es lo menos propicio para ser sublime, piensa mientras observa el cielo raso: la pintura se ha desprendido, se cae a pedazos junto con una capa de yeso pesada de humedad: hay yeso en el lavabo, en la alfombra, en la tina. Si pudiera dejar de preocuparse por ello. Cierra los ojos, se mete de bajo del chorro, permanece allí largo rato: le gustaría hacer un viaje largo, solo; ausentarse por varias semanas de los horarios y las obligaciones. Ausentarse de Gabriela, de su afán por controlarlo. Viajar con Marcela debe ser muy divertido. pero de un viaje se regresa; se regresa a lo mismo, a casa, al trabajo estúpido, a las mismos problemas insulsos. Lo interesante sería modificar eso; pero cómo cambiar?, qué clase de vida sería mejor? Tal vez, antes de vivir juntos, él y Gabriela habían estado cerca de lo que deseaban; pero conforme convivían, aquello se iba perdiendo. Al gozo de sus conversaciones de estudiantes lo fue sustituyendo el tedio de los asuntos domésticos, cuando no las peleas conyugales. Y la excitación permanente de los encuentros clandestinos se había vuelto un triste acuerdo de obligaciones mutuas durante ciertas noches de la semana. Recuerda muy bien a Gabriela cuando tenía veinte años, el cabello muy largo, siempre suelto. La recuerda desnuda, jugando en la tina, echándole agua fría; ahora nunca jugaban. Cuál había sido el error? El agua comienza a enfriarse, Luis cierra la llave. En la pared, debajo de la regadera, se extiende una mancha oscura de grasa, cuánto tiempo hace que nadie limpia este baño? 14

16 Cuando deja de correr el agua de la regadera, Gabriela toca la puerta: Puedo entrar? dice, abre y entra. Puedo quedarme aquí contigo mientras te secas? Luis asiente. Gabriela se queda mirándolo tomar la toalla, frotarse la espalda, secarse el pelo. Sabes? le dice, Adriana me dijo que leyó en un libro que a los hombres no les gusta que los vean desnudos cuando no tienen una erección. Que se sienten humillados, como indefensos. Luis cuelga la toalla. Lo reflexiona unos segundos. Puede ser; a mí no me preocupa dice, sale del baño y Gabriela lo sigue hasta la habitación donde él busca, entre el desorden de las sábanas, su pijama. Oye, y qué libros anda leyendo Adriana? dice Luis. Ella se tiende boca abajo, a través de la cama, sin dejar de observarlo cada momento. Ríe como toda respuesta. En ese momento se supone incapaz de una pasión intensa. Trata de descubrir el punto donde podría perderse de la responsabilidad sobre sus propios actos, ese puente que comunica con un interior desconocido, con una parte de sí misma que le es ajena, donde se ha perdido la conciencia. Trata de recordar las ocasiones en que ha experimentado una pérdida completa de auto control, en que se ha dejado llevar por la emoción, pero no encuentra nada: visto desde aquí, todo eso llega al momento en que se reconoce actuando, representando; y los ataques de furia y desesperación llegan al límite de un riguroso sentido del ridículo. En qué piensas? dice Luis. En nada. 15

17 Tampoco es auténtica, entonces, la forma en que se expresa afectivamente: siempre oculta detalles, es imprecisa y trata de mantener un clima de intensidad sentimental con Luis que ninguno de los dos estaría dispuesto a poner a prueba. Pero escenifica actitudes que podrían representar su idea de la felicidad de una joven pareja, aunque está lejos de creer en ella, porque espera que la representación puntual del rito consiga crear la armonía que ahora sólo finge. Si Luis no hubiera resuelto esa noche, a riesgo de cualquier consecuencia, confesarle a Gabriela que estaba enamorado de otra mujer, la solución a su dilema se habría dado fatalmente, con el solo paso del tiempo. Una semana bastó para hacerle ver que se había precipitado: en siete días el encanto estaba roto. Ahora Luis tenía la completa seguridad de que deseaba seguir viviendo con su esposa y, aunque existían suficientes motivos como para sospechar que su repentina pasión por Marcela había tenido su origen en el paulatino deterioro de su vida conyugal; o que su aventura extramarital nada más tenía sentido en el seno del matrimonio; o mejor aún: que sólo podía amar a otra mujer a partir de la presencia de Gabriela; aunque hubiera podido pensar eso, Luis prefirió concluir que aquella larga conversación, a pesar de la crisis y la pena, había terminado con el insoportable ambiente de ambigüedad de los últimos meses y les había dado la oportunidad de comenzar desde el principio. No te das cuenta de que me lastimas? había dicho Gabriela. Sí, pero no puedo hacer nada para evitarlo dijo él y, en efecto, no se sintió capaz de una palabra, de un gesto que aliviara la tensión. Estaba junto a 16

18 ella, muy cerca, al pie de la cama. Hubiera podido abrazarla, decir: no te preocupes; nada va a cambiar. Sé que esto es pasajero. Mas había una extraña fascinación en ese juego de crueldad, en el singular mecanismo en virtud del cual la debilidad de ella lo hacía más fuerte; había una curiosidad perversa que lo obligaba a continuar en busca de sus límites. Dijo: No lo puedo evitar mientras ella lloraba de humillación. Mejor no me lo hubieras dicho dijo ella. No quería seguirte engañando dijo él. Ella trató de ser irónica, quiso saber detalles; detalles que Luis no iba a darle, pero que la irritaban de sólo imaginarlos. La actitud de Luis la enfurecía, su frialdad, su autocontrol. Me imagino que ella sí te entiende, que es más bonita que yo, que coge mejor dijo. Se sabía haciendo comedia, quizá el peor papel de su vida, y al mismo tiempo respondía en forma espontánea, como si hubiera estado preparándose desde siempre para esa noche. Luis era el espectador, el crítico que, sin involucrarse, tenía derecho de hacer un juicio sobre su actuación. Quisiera golpearte dijo ella. No te pongas histérica dijo él. Gabriela se quedó callada, viendo el suelo. Luego quiso componer las cosas; no debía exaltarse. Pensándolo bien, el problema no era tan grave; necesitaban discutir un poco. Le pidió que la llevara fuera, a respirar, a tomar un café. El aire frío los despejó; la luz, la música de la cafetería nocturna los hacía sentir diferentes: nunca andaban por la calle de madrugada. Era fácil engañarse pensándose los únicos capaces de cuestionar su vida en común, los únicos preocupados por la pareja. Se acomodaron en una mesa pequeña, 17

19 frente a frente, y conversaron como buenos amigos. Posiblemente podrían llegar a establecer una relación abierta, sin afanes posesivos, sin celos, como se lo habían propuesto al principio. Tal vez éste era el momento de intentarlo. Al volver al departamento, ella había recuperado la calma y se sentía tranquila. Creo que no me importa dijo. Voy a tratar de aceptarlo. Quería hacer las paces, quería encontrar una salida conveniente para ambos y esperaba de Luis un gesto de aprobación; él se quedó callado. Se metieron a la cama con miedo, sin saber cómo abordarse, cómo deslizar las manos en el cuerpo del otro sin rechazo. Se besaron extrañados, desconociendo el sabor que probaban. Él se descubrió fantaseando: tenía entre los brazos a una mujer, pero se le imponía la presencia en la memoria del cuerpo de otra, la ausente. Gabriela participaba de aquella imagen interpuesta: la idea de que Luis se hubiera acostado con Marcela era fuente de una extraña excitación. Sudorosos, agotados, vieron amanecer desde la ventana. Ella se acomodó junto a él abrazándolo. Me quieres? dijo. Sí, pero también la quiero a ella. Gabriela comprendió que Luis enredaría el conflicto hasta el infinito con tal de no tomar una decisión; todo indicaba que su intención era librarse de Gabriela, pero no sabía cómo; no sabía cómo conseguirlo y permanecer inocente. Entonces, qué hacemos? dijo ella. No sé, estoy muy confuso. 18

20 Ya te dije que voy a aceptarlo todo, que no me importa. Pero a mí sí me importa. Entonces elige dijo Gabriela impaciente. No, no puedo elegir; tal vez si nos separásemos tú y yo un tiempo, qué sé yo, un par de semanas... Gabriela supo que le correspondía elegir. Se levantó desnuda, sacó una maleta del clóset y empezó a guardar lo que encontró más a la mano. Creía que así iba a presionar a Luis. No sabía a dónde ir, esperaba no tener que irse. Luis no hizo ningún intento de detenerla. Gabriela regresó porque no le quedaba otro remedio. No le quedaba otro remedio porque la perspectiva de vivir de nuevo con su familia no podía parecerle atrayente si irse a vivir con Luis había sido, casi, una estrategia para escapar de allí. Vivir de nuevo en la casa paterna hubiera significado confesar el fracaso del intento que por romper con la familia había ya costado muchos gritos, lágrimas y desesperaciones. Hubiera sido retroceder. Además, Luis rogó su perdón, se disculpó: perdí la cabeza, no supe lo que hacía. Aseguró que ella era la única, la más maravillosa de las mujeres; lloró, explicó, prometió. Y para los padres de Gabriela, ella estaba haciendo una tormenta en un vaso de agua; desde luego, no tenía ninguna experiencia y se había dejado llevar por el primer impulso; sin embargo, un incidente como aquél no justificaba el divorcio. Sobre todo ahora que Luis había reconocido su error y estaba dispuesto a salvar su matrimonio. La hizo sentirse halagada, cortejada, importante. 19

21 Pero Gabriela no había abandonado la casa de Luis por su infidelidad. Antes de hacer su maleta calculó que sólo una actitud extremista iba a resolver una situación extrema; y, aunque nunca descartó la posibilidad de se pararse definitivamente sobre todo durante esos días de espera interminable en que Luis no dio señales de vida y ella había caído en un estado de postración que la había alejado de todo contacto con los problemas materiales y no sabía si comer o bañarse o salir a la calle y parecía que nunca iba a volver a la normalidad, se arriesgó a irse para recuperar el control: no volvería si no aceptaban sus condiciones, si no era ella la que imponía las reglas. A pesar de que todo terminó como sólo habría podido suponerse en el más optimista de los pronósticos, no logró sentirse satisfecha: algo había de trampa en el juego de Luis, una trampa sutil que ella apenas sospechó sin explicársela; él había actuado y Gabriela no era sino el objeto sobre el cual Luis tenía el privilegio de decidir, mientras ella esperaba. Ahora sufría la incómoda sensación de que, en esta trama, era un personaje prescindible. 20

22 CAPÍTULO II Luis no se quería casar. Adriana abre la puerta y al entrar aspiran el aroma del cemento recién fraguado. En las casas vacías entra el sol de una manera distinta. En ésta, las paredes recién cubiertas de yeso reciben las sombras de ambas amigas con enorme contraste en el color rojizo del atardecer. No quería casarse dice Gabriela, de pie en el centro de la habitación; aunque lo dice muy quedito, el sitio vacío se llena de su voz y el eco las sorprende, por que violenta el tono de esa conversación tan íntima, tan pudorosa. Pero Adriana no responde porque le parece que ya ha escuchado esa historia suficientes veces aunque ésta es la primera vez que Gabriela se la plantea de esta manera y porque no puede hacer nada para ayudar a su amiga. Por el momento, le interesa mucho más su nueva casa que el candente tema de los fracasos conyugales. Prefiere mirar, por la ventana sin cristales, el jardín: de esto sí le gustaría platicar, porque es una gran suerte haber encontrado este departamento tan barato, tan cerca de la universidad. Está a punto de mudarse; sólo faltan algunos detalles, pero ya ves que los detalles son los que tardan más. Ha comprado todos los muebles que necesita y sólo espera que le entreguen la casa para instalarse. Lo malo es que Gabriela tiene 21

23 la cabeza en otra parte, y no han hablado de otra cosa durante el camino, mientras Adriana conducía su pequeño auto lleno de polvo y abolladuras. Gabriela explicó que se habían tenido que casar para complacer a sus padres. También ella quería casarse, pero estaba dispuesta a seguir viviendo con Luis en unión libre, a pesar de lo que sus padres opinaran, con tal de evitarse complicaciones. Pero había sido él quien, en un arranque de sentimentalismo, se lo había propuesto; ella aceptó de inmediato. Aunque al principio creyeron que un documento y una ceremonia insípida no significaría nada, más tarde Luis empezó a lamentar la pérdida de su libertad; pensaba que era demasiado joven como para verse atado a las responsabilidades que implica el matrimonio. Sobre todo, le pesaba haber perdido a todas las otras mujeres del mundo. Además, la convivencia se les iba volviendo otra cosa: estaban descontentos, discutían mucho, por cualquier motivo; ella se sentía hostilizada: Luis se negaba a ver a la familia de Gabriela; según él ya había hecho demasiadas concesiones como para todavía prestarse a esos teatritos que eran las fiestas familiares. Ella trataba de no insistir, hasta cuando empezó a sospechar que Luis le reprochaba cualquier cosa con tal de discutir. Para Adriana todo aquello resultaba de lo más aburrido como una mala película de la que ya se sabe el final y en especial el episodio de la fugaz infidelidad de Luis, la reconciliación con sus juramentos de amor eterno y la manera en que Gabriela se enteró de que, en cuanto dejó de verla, Marcela se había vuelto una obsesión para Luis y ahora la seguía viendo y acostándose con ella. Le aburre la reseña detallada de sus cartas, el relato de las llamadas telefónicas que Luis pretende conservar en secreto; le cansa la desesperación de Gabriela, la llorosa Gabriela sonándose con kleenex, loca de celos; se la 22

24 imagina revisando toda la casa, esculcando las cosas de Luis a ver si encuentra más pruebas de lo que ya sabe, sin atreverse a pedirle una explicación a su marido. Lo más grave es que pierde toda lucidez, se culpabiliza y teme horrorizada que Luis la abandone. Aquí puede ir el librero dice Adriana. Distribuye imaginariamente los muebles: junto a la ventana, un sillón grande para leer; aquí la lámpara, una repisa para poner la vajilla; aquí una mesa redonda y cuatro sillas. La estancia es muy grande y el librero servirá para dividirla. A Gabriela le gustan los espacios reducidos, los lugares cerrados, y piensa que alguien dispuesto a vivir solo habrá de sentirse menos solitario en habitaciones pequeñas que pueden ser atravesadas de cuatro o cinco pasos; para ella, la estancia es excesiva: Adriana tardará mucho tiempo en llenarla. En realidad, es la casa entera lo que a Gabriela le parece muy raro. Seguramente había pertenecido a una construcción más antigua que las cinco pequeñas y acogedoras casas que se levantan al frente del terreno, un terreno enorme ocupado sólo en parte, y luego dispuesto, en forma convencional, con jardín para los habitantes de las casas, sembrado de pasto, rosales y arbolitos a lo largo de varios corredores de cemento. Al fondo del jardín, el departamento de Adriana un montón de cuartos alineados a la barda que limita la propiedad seguramente había servido como bodega y ahora los dueños lo adaptaban para vivienda: un cuarto sigue al otro, el primero y el último tienen puerta al jardín. Después de la estancia hay una recámara con su baño recién instalado y luego sigue la cocina. A Gabriela le choca que se deba recorrer toda la casa para ir del comedor a la cocina; pero Adriana no parece contrariada por eso: 23

25 Es que te tienes que acostumbrar a que éste no se va a llamar el comedor y esto tampoco va a ser la cocina ; vamos a utilizar el espacio de manera diferente dice. Consiguió alquilarlo, sin que haya importado que se trata de una mujer sola, gracias a la recomendación de su jefa, Marta, quien vive con su familia en una de las casitas del frente. Aunque le cuesta trabajo reconocerlo, Gabriela se da cuenta de lo envidiable que es la situación de su amiga. Hace tiempo que no puede evitar hacer comparaciones entre las dos formas de vida. Se conocen desde la facultad, pero hasta hacía unos meses tal vez desde que Gabriela se casó las diferencias entre las dos no se habían hecho tan visibles. Adriana ha ganado una plaza de tiempo completo como ayudante de investigador en la universidad; acaban de promoverla y gana un salario bastante alto. Trabaja con una profesora Marta, la misma que la recomendó para lo del departamento que la quiere mucho y le exige poco; puede dedicarse a hacer su tesis y, en cuanto se reciba, no encontrará dificultades para obtener una plaza de investigador. Además, se compró un coche de segunda mano, pero que funciona muy bien y le da mucha libertad de movimiento. Adriana se puede mover a cualquier hora del día o de la noche por cualquier sitio, sin ningún problema. Vive con varios de sus hermanos en un condominio que su padre compró para que vinieran a estudiar a la capital, así es que ni siquiera tendría que pagar renta para poder hacer lo que quisiera, pero se ha empeñado en vivir sola. Las aspiraciones de Adriana no le son extrañas a Gabriela; alguna vez también soñó con vivir por su cuenta; también piensa ponerse a trabajar, pues para eso estudió una carrera, y la naturalidad con que Adriana va y viene de un lado para otro sin preocuparse por avisarle a nadie, 24

26 le parece de lo más cómoda: Gabriela ni siquiera sabe manejar y depende del humor de Luis cuando quiere ir en auto a alguna parte. Si se preguntaran por qué son amigas, encontrarían muchos elementos en común; sin embargo, comienzan a volverse completamente diferentes. Cualquiera de las dos cree prever el futuro de la otra y elegir el propio: el de Gabriela será seguir viviendo con Luis, tener un hijo, seguir engordando, volverse cada día más normal, leer cada vez menos; Luis, entretanto, la hará responsable de sus fracasos personales y vivirá reprochándole el matrimonio, la paternidad y la existencia mediocre de la que nunca será capaz de salir; vivirán juntos hasta el final, en el infierno de los celos de ella y las infidelidades de él. Adriana se mudará a su departamento, vivirá sola, seguirá trabajando en la universidad, viajará en las vacaciones; tal vez tendrá amantes, pero se negará a perder su independencia y terminará tan solitaria como al principio. Ambas presienten el futuro de la otra con espanto; pero el miedo de Gabriela es también su negativa a reflexionar sobre su propia existencia, su conformismo, su decisión de aceptar la suerte como venga, sin intervenir demasiado para modificarla; porque el futuro de Adriana ofrece posibilidades que aun Gabriela tiene que ver: tal vez algún día se case, pero puede también decidir tener un hijo y seguir soltera, así como puede cambiar de trabajo y elegir entre múltiples opciones; en cambio, el futuro de Gabriela parece que ya se ha escrito. Sabes qué me dijo el otro día? dice Gabriela. Se ha sentado en el piso, junto a la ventana, buscando un paréntesis donde introducir de nuevo su tema de conversación en la euforia de Adriana. Adriana la ve allí, afligida, y siente una extraña simpatía por ella, un aprecio que la obliga a escuchar sus quejas, 25

27 sabiendo de antemano que hablar de sus problemas no le sirve a Gabriela prácticamente para nada. Se sienta junto a ella y le pregunta: Qué te dijo? Me dijo que ya se estaba haciendo el ánimo de vivir conmigo para siempre; se imagina lo que debe de haber sucedido a su padre o al mío cuando decidieron quedarse con su mujer: como que llega el momento en que los hombres se enteran de que no pueden seguir buscando y se conforman con la mujer que les tocó en suerte, y entonces se apaciguan y se resignan. Te lo dijo así? Y tú que le dijiste? No lo dijo así precisamente; lo dijo en son de paz y como para que yo ya me tranquilizara. Pero eso era lo que quería decir, creo. Yo no le dije nada. Me sentí mal. No lo había entendido bien, hasta ahora, pero me sentí mal. No se me ocurrió nada. Adriana no se explica cómo ha podido deteriorarse tanto la relación entre Luis y Gabriela si llevan apenas un año de casados, y le enoja ver a su amiga convertida en un ser apático y dispuesto a sufrir todas las vejaciones imaginables sin oponerse; supone que esa actitud es el motivo principal de la prepotencia de Luis; si no fuera demasiado violento, le haría saber a Gabriela su opinión acerca de la inexplicable blandura que había demostrado al perdonar a Luis tan fácilmente y al regresar con él tan pronto. Está segura de que ella nunca hubiera hecho algo parecido: si Gabriela no hubiera sido tan débil, no estaría ahora llorando; lo que Luis necesitaba era un poco de crueldad, una prueba de que Gabriela no era un juguete con el cual se juega un rato y luego se desecha ante la posibilidad de obtener una muñeca nueva, para recogerlo después como si nada y encontrarlo dispuesto, esperando a su 26

28 dueño. Pero si no era ella quien le hiciera comprender eso, él nunca aprendería solo. Y, a pesar de que tiene razón, de que la misma Gabriela se siente a menudo traicionada por su propia debilidad, Adriana desconoce una parte de la historia; no sabe que Luis, al ir a buscar a Gabriela, iba animado por un intenso afecto, por la convicción de que ella era la mujer de su vida, por un miedo atroz a perderla; y en ese momento, no era un niño caprichoso, sino que estaba viviendo la contradicción de necesitar como nunca a Gabriela y de saber al mismo tiempo que, sin embargo, su pasión por ella amainaría otra vez, irremediablemente, hasta convertirse en esa mezcla de costumbre y cansancio en la cual terminan por vivir la mayoría de las parejas. Al buscar a su esposa estaba reconociendo que, a pesar de todo, no podía prescindir de ella: eso había sido suficiente para Gabriela, quien ahora se pregunta si de veras alguna vez se habían querido tanto, pero entonces no quiso desperdiciar la oportunidad de entregarse, sin reservas, a la única emoción a propósito de cuya existencia no abrigaba dudas. Adriana tiende a considerar las relaciones de la pareja como una serie de trampas en la cual es mucho más fácil que caigan las mujeres; sólo las mujeres se toman en serio el matrimonio y la fidelidad; sólo ellas pretenden establecer vínculos eternos y exclusivos; y a la hora de llevar a la práctica lo que han aprendido durante años de aleccionamiento moral, son las mujeres quienes más se empeñan en continuar con la farsa del hogar y la familia embrutecidas, estupidizadas a pesar de enfrentarse con experiencias en las cuales sus esperanzas son negadas sistemáticamente. El cuadro no le resulta atractivo de ninguna manera, y se siente impulsada a rebelarse contra todo esto sin ver, por el momento, nada tan claro como la urgencia de 27

29 recuperar la dignidad. Su vida ha estado señalada por la presencia de mujeres que sacrifican sus cuerpos, sus aptitudes y sus inteligencias al servicio de ideales que los varones pisotean a la primera oportunidad; mujeres que renunciaban a cualquier asomo de orgullo personal, a cualquier satisfacción que no estuviera intermediada por sus hijos o sus esposos. Le horroriza la sola posibilidad de parecerse a ellas, de verse envuelta en una situación que la obligara a subordinar siempre el propio placer y la propia importancia a los requerimientos siempre egoístas, siempre ciegos, de los demás. Le irrita comprender que el éxito y el encumbramiento de su padre se construyó a expensas de la felicidad de su madre; le irrita ver el talento de su hermana consumido en nimiedades domésticas y broncas con su imbécil marido. Le irritan sus amigas, siempre dispuestas a ceder sus espacios vitales con tal de garantizar la comodidad física y mental de sus compañeros. No logra ver matices: le parecen lo mismo todas las parejas las jóvenes, las ancianas, las de izquierda y las de derecha ; en cualquiera de ellas encuentra una mujer encargada, de tiempo completo, de la preservación de un orden que ella no dispone, aun en contra de las circunstancias materiales. A los 23 años el mundo se le revela como un sitio de espantosa crueldad. La amistad de Adriana y Gabriela había sido, hasta ahora, bastante circunstancial; pero si seguían frecuentándose después de haber terminado la escuela era porque platicaban sin interrumpirse, sin darse consejos; se necesitaban porque cada una escuchaba a la otra y no se exigían cambiar ni pretendían señalarse rutas más adecuadas. Se reconocían diferentes y se aceptaban sin discutir; en el fondo había cierta admiración mutua, un enorme 28

30 respeto entre las dos; tal vez porque cada una encontraba en la otra la misma incertidumbre, las mismas dudas, los mismos conflictos que temía ser incapaz de resolver. Pero ahora, Adriana empieza a tener muy claro que Gabriela se ha equivocado: se está acercando cada vez más al tipo de mujer que ambas aprendieron a despreciar juntas y eso le resulta incomprensible: cómo no se da cuenta? Para Adriana no hay matrimonio que valga tanto como para renunciar a la dignidad ni siquiera a la comodidad. Y además, el de Gabriela es tan vulgar, tan aburrido: hay más inercia que fatalidad en sus problemas; no sabe cuál explicación habrá buscado Gabriela para entender su fracaso, pero ella no encuentra otra que el extraordinario egoísmo de Luis combinado con la extraordinaria apatía de su esposa. Los conocía desde que andaban de novios en la facultad, desde que se escapaban de clases para ir a descubrir la sexualidad entre la emoción culpable de lo clandestino y la ilusión de que estaban inventando la vida. Andaban todo el tiempo juntos en la escuela, pasaban toda la tarde juntos y en la noche, después de que Luis la acompañaba a su casa, todavía hablaban media hora por teléfono antes de irse a dormir. Sus mayores preocupaciones eran que no los fueran a descubrir alguna mañana haciendo el amor en el departamento en que vivía Luis con su madre viuda; el temor de un embarazo y la necesidad de que a Gabriela sus padres le dieran un poquito más de libertad para llegar tarde, para ir con Luis de vacaciones y para disponer un poquito más ampliamente de su cuerpo y de su vida. Los vio planear cuidadosamente la forma en que se irían a vivir juntos para superar la represión familiar. Él consiguió un empleo en cuanto tuvo su carta de pasante; pero Gabriela debía aún muchas materias y tuvo que seguir yendo a la escuela. Cuando murió la madre de Luis, le heredó el condominio y 29

31 una importante cantidad de dinero; con esa muerte, Luis cayó en una profunda crisis que creyó solucionar viajando. Pronto le planteó a Gabriela la necesidad de vivir juntos tratando de respetarse mutuamente y procurando no repetir los esquemas que habían rechazado de la vida familiar. Ahora, después de un año de vivir en la misma casa, quedaba muy poco de lo que se había propuesto al principio. Por qué no lo mandas a la chingada? dice Adriana y se levanta. Gabriela sigue sentada en el suelo y el eco de la voz de Adriana la sobresalta. Anochece: todavía no han puesto la luz eléctrica: dentro de algunos minutos será difícil moverse en la oscuridad de ese cuarto, pero en este momento Gabriela ve la cara de Adriana iluminada por la última luz del día, enfrentándola, esperando una respuesta. Gabriela se repite la pregunta en un murmullo: Por qué no lo mando a la chingada? Y no puede con testar que tiene miedo de quedarse sola, que le horroriza la idea de divorciarse, que no se cree capaz de enamorar a otro hombre. No puede contestar eso porque ahora ha surgido otra interrogante: por qué necesita un hombre, por qué depende de él, por qué no puede darle sentido a su vida ella sola? De alguna manera, Gabriela goza con su papel de víctima. Su pasividad es su fuerza: su único acceso al control de la situación: depende de Luis tanto como lo ha obligado a depender de su debilidad, de su incondicional asentimiento. Pero eso no lo puede decir y su sufrimiento es real: es cierto que se siente humillada, que su matrimonio se está destruyendo. Y ella se había imaginado una vida distinta. Le parece absurdo encontrarse aquí hablando de esto con 30

32 Adriana que sigue mirándola. Para las dos es evidente que Gabriela está en una posición desventajosa, que debe hacer algo para superarla. Gabriela respondió en la oscuridad, con una lucidez que sorprendió a Adriana, en un tono grave, pausadamente, como si no fuera ella quien estaba diciendo esas palabras: No tengo trabajo ni casa. No regresaría a vivir con mi familia. Además, no sé si me atrevería a enfrentarme con mis padres. Me da miedo vivir sola. Creo que ya me acostumbré a Luis, o tal vez no a Luis; creo que me costaría mucho trabajo, que me resultaría penoso dormir sola. No sé por qué, no entiendo cómo le haces tú. Yo creo que no podría. Creí que iba a vivir con Luis para siempre. Y no siguió hablando, Hubiera querido encontrar una solución que le permitiera continuar igual, que compusiera las cosas aunque no fuera sino un poquito, pero que las dejara en su lugar. Hubiera querido escuchar una fórmula mágica para recuperar su confianza en la relación con Luis. Ya es tarde, deberíamos irnos dijo Adriana después de una pausa. Gabriela se puso de pie bajo el peso de su ánimo desalentado. Si quería ser honesta debía aceptar la parte de responsabilidad que le tocaba en el desarrollo de su propia vida; de pronto, estaba involucrada en la fastidiosa tarea de tomar decisiones. Ya no se valía quejarse de las torpezas de Luis en sus pláticas con Adriana; tal vez por eso empezó a tomar forma, desde entonces, una amistad mucho menos simple entre las dos; un compromiso tácito que las obligaba a discutir mucho más seriamente sobre cuestiones vitales. En Gabriela empezó a incubarse la idea de dejar a Luis; empezó a verla como una necesidad cuando antes le hubiera parecido que sólo obligada 31

33 por las circunstancias aceptaría tener que vivir sola. Ahora buscaba frecuentemente a Adriana en la universidad y lo hacía casi en secreto, ocultándoselo a Luis y con el pretexto de que andaba inscribiéndose en exámenes extraordinarios y la acompañaba a revisar las instalaciones, a hablar con el dueño o simplemente a visitar el departamento que progresaba con desesperante lentitud. Mientras tanto, Adriana coleccionaba artesanías y asistía a las reuniones de su trabajo. En poco tiempo se encontraron formulando planes para que Gabriela se fuera a vivir por su cuenta. Los obstáculos más visibles eran los materiales, pero no creían difícil que encontrara pronto un buen empleo; y cada una por su lado buscaba sin demasiado empeño alguna oportunidad. Después de que Gabriela encontrara trabajo, ambas estarían listas para buscar un departamento pequeño y barato, de preferencia cerca de donde vivía Adriana. Gabriela pasó una temporada con tan buen humor que hasta Luis lo notó, pero no hizo ningún comentario; ni ella misma hubiera podido decir cuánto se creía de toda aquella historia, y sin embargo, el solo hecho de hablar de eso, imaginar tan sólo un cambio tan radical en su vida era ya comenzar a cambiar. Si estaba de tan buen humor era, en parte, porque se le ofrecía una limpia y honrosa posibilidad de revancha. Pero la modificación que sufriría la propia Gabriela si era capaz de atreverse, trascendería sin duda aquella pasajera satisfacción, y ella no lo ignoraba. Mas el entusiasmo de Gabriela requería de un ininterrumpido alimento; había comenzado a tejer su plan de escape casi por ganarse la aprobación de Adriana. Cuando ella se ocupaba de su trabajo más que de sus planes, caía en un estado depresivo y apático, aunque sin olvidar el futuro que se había 32

34 inventado. Se impuso la obligación de leer todos los días, para no dejarse abatir por el aburrimiento, porque los paseos con Adriana se fueron espaciando. Se sentía como un viajero a punto de abordar un tren. 33

35 CAPÍTULO III Quisiera desearte tanto como si me hubieras abandonado. Era demasiado evidente su gusto afectado por el rock and roll, por la moda, por las palabras comodín; empezaba a molestarle esa pretendida radicalidad; aun que al principio le había llamado la atención su desparpajo, siempre intuyó cierto cálculo en la descarada afirmación de su descuido. Ahora descubría que a Mar cela no le interesaba vestirse bien, que no le preocupaba una manga del suéter rota por el codo, los zapatos sucios, los colores mal combinados: eso estaba en segundo plano. Cómo puedes preocuparte por eso. Desde cuándo ya no se vale nada de eso! Sin embargo, su aspecto no era el resultado de una elección, sino una forma de ser, ingenuamente incapacidad para perseverar en la disciplina de vestirse, del maquillaje, del peinado. Marcela no conocía la constancia. A veces se dedicaba toda una tarde a la depilación y al barniz de las uñas, a la pistola de aire y al cepillo redondo. Luego volvía a ser la misma, sin ocuparse de que la ropa hiciese algo diferente de caerle encima, a pesar de que hubiera querido poseer todas las habilidades de la elegancia; pero se dispersaba y terminaba confiándose a un par de tenis, un suéter grande, un pantalón de mezclilla. 34

36 También le atrajo el encanto de la improvisación: nunca respetar un horario, mas no porque el horario le fuera odioso, sino porque no podía sujetarse a ninguna prescripción: la olvidaba enseguida. Una tarde apetecía ir al cine, la siguiente miraba sin parar la televisión, luego tenía urgencia de estudiar, pero se interrumpía para comenzar a leer una novela cuyo interés declinaba antes de haber llegado siquiera a la mitad. Quería aprender algo constantemente: hoy era indispensable tocar la guitarra, mañana tenía que pintar al óleo, ayer había sido la mecanografía o un idioma. Ningún entusiasmo duraba lo suficiente como para completar un aprendizaje. Ese caos era atractivo; sin embargo, Luis empezaba a desconfiar de las canciones cuyas letras Marcela nunca se aprendía completas, de sus amigos afectos al alcohol y a la mota, de tanto bailar y desvelarse. Es que eres de una generación pasada de moda dijo Marcela y se reía absolutamente divertida ante la inconformidad de Luis con la sugerencia de que envejecía. Puso un caset en el autoestéreo. Era un rock ruidoso y desafinado que le sonó a Luis como aullidos, golpes y botellas rotas. Marcela aumentó el volumen del aparato hasta el límite superior. Luis frenó bruscamente y lo apagó. Lo ves? Tienes oídos de papá dijo Marcela burlonamente y trató de poner otra vez su música a todo volumen. En cuanto se vio reducida a la inmovilidad por Luis, que se había estacionado y luchaba entre divertido y exasperado por apoderarse del caset, gritó: Tengo otro, uno que sí te va a gustar. Uno para gente fresa, para viejitos. 35

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