Ejemplos de ensayos literarios TEXTO 1. El hombre mediocre, de José Ingenieros

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1 1. LEE LOS SIGUIENTES 16 TEXTOS. Intenta distinguir si el texto es narrativo, descriptivo, expositivo, argumentativo o mezcla de distintos tipos. Disfruta de la lectura de los mismos y para ello te recomiendo que leas un texto cada día de las vacaciones. No lo dejes todo para el último día. 2. Al final de los textos he introducido 4 oraciones para que las hagas. Las corregiremos a la vuelta de vacaciones. Ejemplos de ensayos literarios TEXTO 1 El hombre mediocre, de José Ingenieros La Rutina es un esqueleto fósil cuyas piezas resisten a la carcoma de los siglos. No es hija de la experiencia; es su caricatura. La una es fecunda y engendra verdades; estéril la otra y las mata. En su órbita giran los espíritus mediocres. Evitan salir de ella y cruzar espacios nuevos; repiten que es preferible lo malo conocido a lo bueno por conocer. Ocupados en disfrutar lo existente, cobran horror a toda innovación que turbe su tranquilidad y les procure desasosiegos. Las ciencias, el heroísmo, las originalidades, los inventos, la virtud misma, parécenles instrumentos del mal, en cuanto desarticulan los resortes de sus errores: como en los salvajes, en los niños y en las clases incultas. Acostumbrados a copiar escrupulosamente los prejuicios del medio en que viven, aceptan sin contralor las ideas destiladas en el laboratorio social: como esos enfermos de estómago inservible que se alimentan con substancias ya digeridas en lo frascos de las farmacias. Su impotencia para asimilar ideas nuevas los constriñe a frecuentar las antiguas. TEXTO 2 Apología del matambre, de Esteban Echeverria. Un extranjero que ignorando absolutamente el castellano oyese por primera vez pronunciar, con el énfasis que inspira el nombre, a un gaucho que va ayuno y de camino, la palabra matambre, diría para sí muy satisfecho de haber acertado: éste será el nombre de alguna persona ilustre, o cuando menos el de algún rico hacendado. Otro que presumiese saberlo, pero no atinase con la exacta significación que unidos tienen los vocablos mata y hambre, al oírlos salir rotundos de un gaznate hambriento, creería sin duda que tan sonoro y expresivo nombre era de algún ladrón o asesino famoso. Pero nosotros, acostumbrados desde niños a verlo andar de boca en boca, a chuparlo cuando de teta, a saborearlo cuando más grandes, a desmenuzarlo y tragarlo cuando adultos, sabemos quién es, cuáles son sus nutritivas virtudes y el brillante papel que en nuestras mesas representa. TEXTO 3 El arco y la lira, de Octavio Paz. La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aisla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. 1

2 TEXTO 4 ENSAYO SOBRE EL CALENTAMIENTO GLOBAL INTRODUCCION Se entiende por calentamiento global al incremento de la temperatura media de la atmósfera terrestre y de los océanos. La teoría del calentamiento global postula que la temperatura se ha elevado desde finales del siglo XIX debido a la actividad humana, principalmente por las emisiones de CO2 que incrementaron el efecto invernadero. La teoría predice, además, que las temperaturas continuarán subiendo en el futuro si continúan estas emisiones. Una de las grandes preocupaciones es qué hábitat dejaremos a nuestros descendientes, dentro de 50 años. DESARROLLO Si bien es cierto, sólo el hombre es el culpable de los problemas relacionados a los cambios climatológicos existentes en las diferentes zonas de nuestro planeta. Por tal motivo, es él el único responsable de mejorar la calidad de vida de las personas y de dejar una mejor casa a nuestros hijos. Por consiguiente, es preciso que haga de la preservación de la naturaleza su rutina diaria. Por ejemplo, cada vez que usted elige un foco de luz fluorescente en lugar de uno incandescente, disminuirá su cuenta de luz y evitará que más de 300 kilos de bióxido de carbono sean emitidos al aire durante la vida útil del foco. De la misma manera, desconectando sus tomacorrientes que no se usen, estará contribuyendo a disminuir la contaminación ambiental. Pero, no solamente los ciudadanos de una nación deberían trabajar para mejorar la calidad de vida, sino también las empresas, las cuales tienen mucha responsabilidad. Estas organizaciones deberían revisar las griterías para evitar la pérdida de agua, la cual también podría escasear en poco tiempo; desconectar los tomacorrientes que no se usan y desconectarlos. En cuanto a las empresas que suelen contaminar la atmósfera, las aguas y el suelo, deberían tomar conciencia que en un futuro no muy lejano ni el dinero podrá comprar el agua y un lugar libre de contaminación. Asimismo, la educación ambiental es un arma muy sólida que ayudará a formar ciudadanos más respetuosos del lugar donde viven y será posible contrarrestar este gran problema. Además, es necesario recordar que la educación se puede dar en todas las edades y todos debemos aprender a conservar nuestra casa. CONCLUCION. En conclusión, debemos ser conscientes del enorme problema que se nos viene si seguimos destruyendo lo poco que tenemos. Asimismo, es importante recordar que el mundo no va a durar para siempre y nuestro planeta es para que todos lo disfrutemos. 2

3 TEXTO 5 Lo que quiero ahora Magazine 19/01/2012 Por Ángeles Caso Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación al menos la sensación de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida. Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan. Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser. Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila. También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piense que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada. O todo. 3

4 TEXTO 6 Ser el mejor Antonio Gala El País Semanal, 20 Diciembre 1987 Hay evidencias por encima de toda evidencia: el hombre envejece; el hombre muere; el hombre fracasa en casi todas sus tentativas de ser feliz. Ante tales axiomas, cómo no excusar las torpezas con que cada uno trae un remedo de felicidad a su vida? Hay quien intenta prolongarla, por encima de sí, a través del poder, de la riqueza, de una obra o de un hijo. Hay quien prueba fortuna o infortunio en la cárcel oscura de las drogas tantas y tan contrarias-, persiguiendo la intensidad. Hay quien pretende lo que dijo y no hizo Ovidio bien vive quien se esconde bien - por medio de una vida sencilla, o dedicada a otra futura bajo la advocación de dioses inciertos y callados... Todos son comprensibles. Cualquier forma de vida, si es elegida, es respetable. Pero es que alguien elige verdaderamente? La libertad es corta. Nos empujan, nos levantan, nos abaten. Hay días en que parece que tocamos el lugar deseado. No es así casi nunca. Avanzamos hasta donde las circunstancias nos permiten, o nuestra escasa sabiduría. Cumplimos, con mucho, las esperanzas que quienes nos aman pusieron en nosotros. Y no se nos ocurre que lo mejor que podemos hacer por ellos es ser felices: a nuestro modo, con nuestro corazón, no con el suyo. Sin embargo, qué es la felicidad, y cuáles son sus límites, instante tras instante distanciados? Procede de cumplir las misiones a que nos creímos obligados; de la invasión del amor y su turbia oleada; de la liberación de cuanto nos perturbe: fatiga, envidia, tristeza, aburrimiento, mala conciencia, temor a la opinión ajena? Quizá no. Quizá la fuente de la felicidad, si la tiene, esté en nuestro interior. Quizá consista para el hombre como pensó un modesto y lúcido relojero de La Hayaen preservar su propio ser no otro-, y no en ser otro; en aceptarse reflexiva y dócilmente tal como se es. Pero, ay, cómo se es? Cómo adquirir el terminante conocimiento de uno mismo? Cómo cerciorarse de cuáles son nuestras carencias y nuestras cualidades, y desenvolverse con ellas nada más, sin culpar a los otros padres, antagonistas desleales, amantes irresolutos-, al destino, a la sociedad entera, al mundo entero, de la desdicha y de la invalidez? A dónde te llevarán a ti, Tobías, las pequeñas y grandes personas que te acompañan, y te forman o te deforman; los pequeños y grandes ideales que te sugieren, o que tú te sugieres? Te harás un día responsable de ti mismo, sin acusar a los que hoy se ilusionan contigo, o te abren los ojos a la infelicidad? Cada vida es el resultado de numerosas colaboraciones; cada hombre es una excusa para la intervención de muchos. Pero hay una decisión la primera, o la última- que nadie ha de tomar en lugar de otro. El error de los padres es aspirar a que sus hijos asciendan a las cotas a que ellos no pudieron. Es su forma de envidar a la vida. O eso creen: porque es a su vida a la que envidan, no a la del hijo. Y el ininterrumpido precio del envite con éxito lo pagará ese hijo. Adulto, tropezará con la dificultad de unir la paterna ambición y su exaltación infantil de ayer con el razonamiento de hoy. Y sufrirá las consecuencias de la irreconciliable falta de unidad en su vida: porque casi desde el principio dejó de ser la suya. Estoy en condiciones de decírtelo: sé lo mejor que puedas. Tobías, pero no el mejor. Evita el máximo vértigo de la máxima altura, que quizá nunca pises. La vida, en abstracto tan breve, Tobías, es muy larga. Y no consiste en una sucesión de minutos decisivos: no estamos rompiendo siempre con el pecho la cinta de una meta. Consiste en una carrera que ha de tener su ritmo y su reposo: no es sólo cien jadeantes metros, sino una escrupulosa e instructiva maratón. Y por qué tiene uno que llegar el primero? ( No es vivir estar yendo? Haber llegado no será morir?) Y aunque llegaras... Imagínalo: has conseguido ser el mejor; a tu lado no hay nadie: rivalidades, celos, desconfianzas; si alguien te quiere, no te quiere por 4

5 ser el mejor, sino a pesar de serlo: serlo dificulta las constantes tareas de la amistad, las bruscas y absorbentes tareas del amor. El mejor ha de hacerse perdonar, y luchar contra él mismo: su vanidad, que no soporta dudas; su animadversión a los nuevos contendientes. La vida se transforma en un ring donde el mejor se destroza por su título: titánicos esfuerzos para vencer al precedente campeón, y para que no lo destronen los sucesivos aspirantes. Y el graderío aplaude o recusa por motivos no siempre inteligibles, ni inteligentes. El mejor constituye siempre un espectáculo, sin más intimidad que la que a sangre y fuego se conquiste. Depende de sus espectadores: son ellos quienes lo eligieron; les desagradaría haberse equivocado; han hecho apuestas por su victoria en cada asalto. Allí está el campeón, acechado y forzado a pelear sin un descuido. Acaso eche de menos el anónimo fervor de sus seguidores, su sencilla entrega al juego en que sólo él se expone, el confiado roce de un compañero de localidad, la emoción contagiada, la hora en que concluirá el combate, y ellos se irán tranquilos a sus casas: inidentificados, del montón, uno de tantos cada uno. Los envidia el campeón, o los desprecia? Si es los segundo, se desprecia a sí mismo, porque sobre ellos se levanta la gloria de él y su privilegio. Y olfatea su versatilidad y su injusticia cuando empiezan a volverle la espalda buscando a otro mejor. Porque nadie, jamás, logra la garantía de ser el mejor siempre. Otro ganará más combates, o simplemente más dinero: en esta sociedad, mercachifle más que mercantil, pocos criterios tan estrictos como el del precio para señalar a los mejores. Suena y gong, y hay un nuevo coronado. Un árbitro, con los ojos en la lona, cuenta hasta diez indiferente. Y, entre sobresaltos y desasosiegos, irrumpe la última evidencia: también el mejor muere. Y sien que ovación alguna le suavice la muerte. Al revés: tendrá la sensación de haber sido timado. Ser el mejor no es algo que se herede: no podrá confiar a sus hijos una continuidad. Mira a su alrededor y se ve solo: entre el fragor no lo percibió tanto... Al mejor se le sustituye con prisa: a rey muerto, rey puesto. Nadie llora dos veces por el mejor: se llora por quien se ama, no por quien se envidia. Y qué quiere decir yo fue el mejor? Nada. Nada, salvo esto: Yo me sacrifiqué. Renuncié a mi debilidad, a mi ternura, a mis amores defectuosos, a mis equivocaciones, a mis derivas. Renuncié a ser como era. Es decir, renuncié hasta a la tentativa de la felicidad... No te propongas ser el mejor, Tobías. Sé lo mejor que buenamente puedas. Con esto basta y sobra. 5

6 TEXTO 7 HAY UNA CIUDAD rodeada de agua con canales en lugar de calles y avenidas, y con callejones de cieno que sólo pueden cruzar las ratas. Si te pierdes, cosa fácil, puedes encontrarte mirando a cien ojos que guardan un sucio palacio de sacos y huesos. Si te orientas, cosa fácil, puedes encontrarte con una vieja en un portal. Según la cara que tengas, te dirá la buena ventura. Ésta es la ciudad de los laberintos. Puedes salir cada día del mismo lugar para ir al mismo lugar y no pasar dos veces por el mismo camino; si lo haces, será por error. Tu nariz de sabueso no te servirá de nada. Te será inútil el curso de lectura de brújula. Tus seguras instrucciones a los transeúntes les enviarán a plazas de las que no han oído hablar nunca, a canales que no están en los planos. Aunque todo lugar al que se va está siempre delante de uno, en esta ciudad no se puede decir nunca todo recto. Ningún camino recto te ayudará a llegar al café que está al otro lado del agua. Los caminos más rectos son los que toman los gatos, por agujeros imposibles, por esquinas curvas que parecen llevarle a uno en la dirección opuesta. En esta ciudad veleidosa, es necesaria la fe. Con fe, todo es posible. Se dice que los habitantes de esta ciudad saben andar por encima del agua. Y, cosa más extraña aún, que tienen los dedos de los pies palmeados. No todos, sino los barqueros, cuyo oficio es hereditario. He aquí la leyenda. Cuando la mujer de un barquero se da cuenta de que está embarazada, espera a que haya luna llena y que la noche se vacíe de rezagados. Entonces, coge la barca de su marido y se dirige a una isla terrible en la que están enterrados los muertos. Deja unas ramas de romero en los remos para que no puedan volver con ella los difuntos, y va a la tumba de aquel de sus familiares que ha muerto más recientemente. Ha traído unas ofrendas: una botella de vino, un mechón de pelo de su marido y una moneda de plata. Debe dejar las ofrendas en la tumba y pedir que su hija sea honesta, si es una niña, o que tenga pies de barquero, si es un niño. No hay tiempo que perder. Tiene que volver a casa antes de que amanezca, y dejar la barca cubierta de sal durante un día y una noche. Así preservan los barqueros sus secretos y su oficio. Ningún intruso puede competir con ellos. Y ningún barquero consiente nunca en quitarse las botas, se le ofrezca lo que se le ofrezca. He visto a turistas echar diamantes a los peces, pero nunca he visto a un barquero quitarse las botas. Hubo una vez un hombre débil y estúpido cuya esposa limpiaba la barca, vendía el pescado, criaba a los hijos e iba a la isla terrible, como era su obligación, cada año, cuando le llegaba el momento. En su casa hacía calor en verano y frío en invierno, y había muchas bocas y poca comida. Este barquero, mientras llevaba a un turista de una iglesia a otra, trabó conversación con él y el hombre sacó el tema de los dedos palmeados. Mientras hablaba, se sacó del bolsillo una bolsa de oro y la dejó en el fondo de la barca. Se acercaba el invierno; el barquero estaba flaco, y pensó que qué podía haber de malo en quitarse una bota y dejarle ver un pie al turista. A la mañana siguiente, la barca fue recogida por dos curas que iban a misa. El turista farfullaba incoherencias y se tiraba de los dedos de los pies. El barquero no estaba. Llevaron al turista al manicomio, a San Servelo, un lugar tranquilo en el que se atiende a los deficientes acomodados. Que yo sepa, sigue allí. Y el barquero? Era mi padre. No llegué a conocerle, pues cuando desapareció yo no había nacido. JEANNETTE WINTERSON : La pasión. 6

7 TEXTO 8 Un Elefante Ocupa Mucho Espacio -por Elsa Bornemann- Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar "en elefante", esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se lo cuento: Verano. Los domadores dormían en sus carromatos, alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes el loro había volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia. El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno actuara en la función del día siguiente. - Te has vuelto loco, Víctor?- le preguntó el león, asomando el hocico por entre los barrotes de su jaula. - Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? El rey de los animales soy yo! La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche: -Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos de nuestras selvas... - De qué te quejas, Víctor? -interrumpió un osito, gritando desde su encierro. No son acaso los hombres los que nos dan techo y comida? - Tú has nacido bajo la lona del circo... -le contestó Víctor dulcemente. La esposa del criador te crió con mamadera... Solamente conoces el país de los hombres y no puedes entender, aún, la alegría de la libertad... - Se puede saber para qué hacemos huelga? -gruñó la foca, coleteando nerviosa de aquí para allá. - Al fin una buena pregunta! -exclamó Víctor, entusiasmado, y ahí nomás les explicó a sus compañeros que ellos eran presos... que trabajaban para que el dueño del circo se llenara los bolsillos de dinero... que eran obligados a ejecutar ridículas pruebas para divertir a la gente... que se los forzaba a imitar a los hombres... que no debían soportar más humillaciones y que patatín y que patatán. (Y que patatín fue el consejo de hacer entender a los hombres que los animales querían volver a ser libres... Y que patatán fue la orden de huelga general...) - Bah... Pamplinas... -se burló el león-. Cómo piensas comunicarte con los hombres? Acaso alguno de nosotros habla su idioma? - Sí -aseguró Víctor. El loro será nuestro intérprete -y enroscando la trompa en los barrotes de su jaula, los dobló sin dificultad y salió afuera. En seguida, abrió una tras otra las jaulas de sus compañeros. Al rato, todos retozaban en los carromatos. Hasta el león! Los primeros rayos de sol picaban como abejas zumbadoras sobre las pieles de los animales cuando el dueño del circo se desperezó ante la ventana de su casa rodante. El calor parecía cortar el aire en infinidad de líneas anaranjadas... (Los animales nunca supieron si fue por eso que el dueño del circo pidió socorro y después se desmayó, apenas pisó el césped...) De inmediato, los domadores aparecieron en su auxilio: - Los animales están sueltos!- gritaron a coro, antes de correr en busca de sus látigos. - Pues ahora los usarán para espantarnos las moscas!- les comunicó el loro no bien los domadores los rodearon, dispuestos a encerrarlos nuevamente. - Ya no vamos a trabajar en el circo! Huelga general, decretada por nuestro delegado, el elefante! - Qué disparate es este? A las jaulas! -y los látigos silbadores ondularon amenazadoramente. - Ustedes a las jaulas! -gruñeron los orangutanes. Y allí mismo se lanzaron sobre ellos y los encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo fue el que más resistencia opuso. Por fin, también él miraba correr el tiempo detrás de los barrotes. La gente que esa tarde se aglomeró delante de las boleterías, las encontró cerradas por grandes carteles que anunciaban: CIRCO TOMADO POR LOS TRABAJADORES. HUELGA GENERAL DE ANIMALES. 7

8 Entretanto, Víctor y sus compañeros trataban de adiestrar a los hombres: - Caminen en cuatro patas y luego salten a través de estos aros de fuego! Mantengan el equilibrio apoyados sobre sus cabezas! - No usen las manos para comer! Rebuznen! Maúllen! Ladren! Rujan! - BASTA, POR FAVOR, BASTA! - gimió el dueño del circo al concluir su vuelta número doscientos alrededor de la carpa, caminando sobre las manos-. Nos damos por vencidos! Qué quieren? El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbitos de agua y pronunció entonces el discurso que le había enseñado el elefante: -... Con que esto no, y eso tampoco, y aquello nunca más, y no es justo, y que patatín y que patatán... porque... o nos envían de regreso a nuestras selvas... o inauguramos el primer circo de hombres animalizados, para diversión de todos los gatos y perros del vecindario. He dicho. Las cámaras de televisión transmitieron un espectáculo insólito aquel fin de semana: en el aeropuerto, cada uno portando su correspondiente pasaje en los dientes (o sujeto en el pico en el caso del loro), todos los animales se ubicaron en orden frente a la puerta de embarque con destino al África. Claro que el dueño del circo tuvo que contratar dos aviones: En uno viajaron los tigres, el león, los orangutanes, la foca, el osito y el loro. El otro fue totalmente utilizado por Víctor... porque todos sabemos que un elefante ocupa mucho, mucho espacio... 8

9 TEXTO 9 Miss Amnesia. MARIO BENEDETTI La muchacha abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que la blusa era crema. No tenía cartera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y cuarto. Sintió que su lengua estaba pastosa y que las sienes le palpitaban. Miró sus manos y vio que las uñas tenían un esmalte transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos, y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Junto a su pie izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de triángulo. Lo recogió. Fue consciente do una enfermiza curiosidad cuando se enfrentó a aquel rostro que era el suyo. Fue como si lo viera por primera vez. No le trajo ningún recuerdo. Trató de calcular su edad. Tendré dieciséis o diecisiete años, pensó. Curiosamente, recordaba los nombres de las cosas (sabía que esto era un banco, eso una columna, aquello una fuente, aquello otro un letrero), pero no podía situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo. Volvió a pensar, esta vez en voz alta: Sí debo tener dieciséis o diecisiete, sólo para confirmar que era una frase en español. Se preguntó si además hablaría otro idioma. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Estaba asombrada, claro, pero el asombre no le producía desagrado. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, corno si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo horrible. Sobre su cabeza el verde de los árboles tenía dos tonos, y el ciclo casi no se veía. Las palomas se acercaron a ella, pero en seguida se retiraron, defraudadas. En realidad, no tenía nada para darles. Un mundo de gente pasaba junto al banco, sin prestarle atención. Sólo algún muchacho la miraba. Ella estaba dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero aquellos volubles con templadores siempre terminaban por vencer su vacilación y seguían su camino. Entonces alguien se separó de la corriente. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemente, con alfiler de corbata y portafolio negro. Ella intuyó que le iba a hablar. Me habrá reconocido? pensó. Y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre simplemente vino y preguntó: Le sucede algo, señorita? Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Hace un rato abrí los ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes. Tuvo la impresión de que no eran necesarias más palabras. Se dio cuenta de su propia sonrisa cuando vio que el hombre también sonreía. Él le tendió la mano. Dijo: Mi nombre es Roldán, Félix Roldán. Yo no sé mi nombre, dijo ella, pero estrechó la mano. No importa. Usted no puede quedarse aquí. Venga conmigo. Quiere? Claro que quería. Cuando se incorporó, miró hacia las palomas que otra vez la rodeaban, y reflexionó: Qué suerte, soy alta. El hombre llamado Roldán la tomó suavemente del codo, y le propuso un rumbo. Es cerca, dijo. Qué sería lo cerca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista. Nada le era extraño y sin embargo no podía reconocer ningún detalle. Espontáneamente, enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje era suave, de una tela peinada, seguramente costosa. Miró hacia arriba (el hombre era alto) y le sonrió. Él también sonrió, aunque esta vez separó un poco los labios. La muchacha alcanzó a ver un diente de oro. No preguntó por el nombre de la ciudad. Fue él quien le instruyó: Montevideo. La palabra cayó en un hondo vacío. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban por una calle angosta, con baldosas levantadas y obras en construcción. Los autobuses pasaban 9

10 junto al cordón y a veces provocaban salpicaduras de un agua barrosa. Ella pasó la mano por sus piernas para limpiarse unas gotas oscuras. Entonces vio que no tenía medías. Se acordó de la palabra medias. Miró hacia arriba y encontró unos balcones viejos, con ropa tendida y un hombre en pijama. Decidió que le gustaba la ciudad. Aquí estamos, dijo el hombre llamado Roldán junto a una puerta de doble hoja. Ella pasó primero. En el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No dijo una palabra, pero la miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada rebosante de confianza. Cuando él sacó la llave para abrir la puerta del apartamento, la muchacha vio que en la mano derecha él llevaba una alianza y además otro anillo con una piedra roja. No pudo recordar cómo se llamaban las piedras rojas. En el apartamento no había nadie. Al abrirse la puerta, llegó de adentro una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre llamado Roldán abrió una ventana y la invitó a sentarse en uno de los sillones. Luego trajo copas, hielo, whisky. Ella recordó las palabras hielo y copa. No la palabra whisky. El primer trago de alcohol la hizo toser, pero le cayó bien. La mirada de la muchacha recorrió los muebles, las paredes, los cuadros. Decidió que el conjunto no era armónico, pero estaba en la mejor disposición de ánimo y no se escandalizó. Miró otra vez al hombre y se sintió cómoda, segura. Ojalá nunca recuerde nada hacia atrás, pensó. Entonces el hombre soltó una carcajada que la sobresaltó, Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y tranquilos, eh, vas a decirme quién sos. Ella volvió a toser y abrió desmesuradamente los ojos. Ya le dije, no me acuerdo. Le pareció que el hombre estaba cambiando vertiginosamente, como si cada vez estuviera menos elegante y más ramplón, como si por debajo del alfiler de corbata o del traje de tela peinada, le empezara a brotar una espesa vulgaridad, una inesperada antipatía. Miss Amnesia? Verdad? Y eso qué significaba? Ella no entendía nada, pero sintió que empezaba a tener miedo, casi tanto miedo de este absurdo presente como del hermético pasado. Che, miss Amnesia, estalló el hombre en otra risotada, sabes que sos bastante original? Te juro que es la primera vez que me pasa algo así. Sos nueva ola o qué? La mano del hombre llamado Roldán se aproximó. Era la mano del mismo brazo fuerte que ella había tomado espontáneamente allá en la plaza. Pero en rigor era otra mano. Velluda, ansiosa, casi cuadrada. Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía hacer nada. La mano llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro botones que dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y saltaron tres de los botones. Uno de ellos rodó largamente hasta que se estrelló contra el zócalo. Mientras duró el ruidito, ambos quedaron inmóviles. La muchacha aprovechó esa breve espera involuntaria para incorporarse de un salto, con el vaso todavía en la mano. El hombre llamado Roldán se le fue encima. Ella sintió que el tipo la empujaba hacia un amplio sofá tapizado de verde. Sólo decía: Mosquita muerta, mosquita muerta. Se dio cuenta de que el horrible aliento del tipo se detenía primero en su pescuezo, luego en su oreja, después en sus labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes, trataban de aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más. Entonces notó que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido whisky. Hizo otro esfuerzo sobrehumano, se incorporó a medias, y pegó con el vaso, sin soltarlo, en el rostro de Roldán. Éste se fue hacia atrás, se balanceó un poco y finalmente resbaló junto al sofá verde. La muchacha asumió íntegramente su pánico. Saltó sobre el cuerpo del hombre, aflojó al fin el vaso (que cayó sobre una alfombrita, sin romperse), corrió hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo y bajó espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle pudo acomodarse el escote, gracias al único botón sobreviviente. Empezó a caminar ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con tristeza y siempre pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto. Reconoció la plaza y reconoció el banco en 10

11 que había estado sentada. Ahora estaba vacío. Así que se sentó. Una de las palomas pareció examinarla, pero ella no estaba en condiciones de hacer ningún gesto. Sólo tenía una idea obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios mío haz que me olvide también de esta vergüenza. Echó la cabeza hacia atrás y tuvo la sensación de que se desmayaba. Cuando la muchacha abrió los ojos, se sintió apabullada por su desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema. No tenía cartera. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sentada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centró tenía una fuente vieja, con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde el banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La gente pasaba junto al banco. Con niños, con portafolios, con paraguas. Entonces alguien se separó de aquel desfile interminable. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemente, con portafolio negro, alfiler de corbata y un parchecito blanco sobre el ojo. Será alguien que me conoce? pensó ella, y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre se acercó y preguntó simplemente: Le sucede algo, señorita? Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Vio que el hombre le tendía la manó y oyó que decía: Mi nombre es Roldán. Félix Roldán. Después de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y espontáneamente enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. 11

12 TEXTO 10 Os voy a contar una historia. El silencio fue roto por el tipógrafo Maroño, un socialista al que los amigos llamaban O Bo. No es un cuento. Es un sucedido. Y dónde sucedió? En Galicia, dijo O Bo desafiante. Dónde, si no, iba a suceder? Ya. Pues bien. En un lugar llamado Maldouro vivían dos hermanas. Vivían solas, en una casa de labranza que les habían dejado sus padres. Desde la casa se veía el mar y muchos navíos que allí cambiaban el rumbo de Europa hacia los mares del Sur. Una hermana se llamaba Vida y la otra Muerte. Eran dos buenas mozas, robustas y alegres. La que se llamaba Muerte también era guapa?, preguntó preocupado Dombodán. Sí. Bien. Era guapa, pero algo caballuna. El caso es que las dos hermanas se llevaban muy bien. Como no tenían muchos pretendientes, habían hecho un juramento: podían flirtear, incluso tener aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de la otra. Y lo cumplían lealmente. Los días de fiesta bajaban juntas al baile, a un lugar llamado Donaire, adonde acudía todo el mocerío de la parroquia. Para llegar allí, tenían que atravesar unas tierras de marisma, con muchos lamedales, conocidas como Fronteira. Las dos hermanas iban con los zuecos puestos y llevaban en la mano los zapatos. Los de Muerte eran blancos y los de Vida, negros. No sería al revés? Pues no. Eran tal como os digo. En realidad, esto que hacían las dos hermanas era lo que hacían todas las muchachas. Iban con zuecos y con los zapatos en la mano para tenerlos limpios a la hora de danzar. Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichelas en un arenal. Los muchachos, no. Los muchachos iban a caballo. Y corcoveaban en sus cabalgaduras, sobre todo al llegar, para impresionar a las chicas. Y así iba pasando el tiempo. Las dos hermanas acudían al baile, tenían sus quereres, pero siempre, tarde o temprano, volvían a casa. Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque, como sabéis, éste era y es un país de muchos naufragios. Pero aquel fue un naufragio muy especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastró el cargamento hacia la costa. El mar, con sus brazos de estibador enloquecido, destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Los acordeones sonaron toda la noche, con melodías, claro, más bien tristes. Era una música que entraba por las ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres de instrumentos ahogados. Todos quedaron inservibles. Todos menos uno. Lo encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo. Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto de él en el baile, que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con su hermana. Y huyeron juntos, porque Vida sabía que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos a la puerta, y a quien encuentra le pregunta: sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante. 12 Manuel Rivas, El lápiz del carpintero.

13 TEXTO 11 El híbrido [Cuento: Texto completo] por Franz Kafka Tengo un animal curioso mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre. En mi poder se ha desarrollado del todo; antes era más cordero que gato. Ahora es mitad y mitad. Del gato tiene la cabeza y las uñas, del cordero el tamaño y la forma; de ambos los ojos, que son huraños y chispeantes, la piel suave y ajustada al cuerpo, los movimientos a la par saltarines y furtivos. Echado al sol, en el hueco de la ventana se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre como loco y nadie lo alcanza. Dispara de los gatos y quiere atacar a los corderos. En las noches de luna su paseo favorito es la canaleta del tejado. No sabe maullar y abomina a los ratones. Horas y horas pasa al acecho ante el gallinero, pero jamás ha cometido un asesinato. Lo alimento a leche; es lo que le sienta mejor. A grandes tragos sorbe la leche entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente, es un gran espectáculo para los niños. La hora de visita es los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me rodean todos los niños de la vecindad. Se plantean entonces las más extraordinarias preguntas, que no puede contestar ningún ser humano. Por qué hay un solo animal así, por qué soy yo el poseedor y no otro, si antes ha habido un animal semejante y qué sucederá después de su muerte, si no se siente solo, por qué no tiene hijos, como se llama, etcétera. No me tomo el trabajo de contestar: me limito a exhibir mi propiedad, sin mayores explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; una vez llegaron a traer dos corderos. Contra sus esperanzas, no se produjeron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron con mansedumbre desde sus ojos animales, y se aceptaron mutuamente como un hecho divino. En mis rodillas el animal ignora el temor y el impulso de perseguir. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Se apega a la familia que lo ha criado. Esa fidelidad no es extraordinaria: es el recto instinto de un animal, que aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene un solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros. A veces tengo que reírme cuando resuella a mi alrededor, se me enreda entre las piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara ser gato y cordero quiere también ser perro. Una vez -eso le acontece a cualquiera- yo no veía modo de salir de dificultades económicas, ya estaba por acabar con todo. Con esa idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal en las rodillas; se me ocurrió bajar los ojos y vi lágrimas que goteaban en sus grandes bigotes. Eran suyas o mías? Tiene este gato de alma de cordero el orgullo de un hombre? No he heredado mucho de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado. Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque son muy distintas. Por eso le queda chico el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y me acerca el hocico al oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira deferente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si lo hubiera entendido y muevo la cabeza. Salta entonces al suelo y brinca alrededor. Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negársela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable. 13

14 TEXTO 12 Centinela Estaba húmedo, lleno de barro; tenía hambre y tenía frío y se hallaba a cincuenta mil años luz de su casa. Un sol daba una rara luz y la gravedad, que era el doble de aquella a la que él estaba acostumbrado, hacía difícil cada movimiento. Pero en decenas de millares de años esta parte de la guerra no había cambiado. Los pilotos del espacio tenían que ser ágiles con sus diminutas astronaves y sus armas refinadas. Cuando las naves habían aterrizado, era, sin embargo, el soldado de a pie, la infantería, la que tenía que hacerse dueña del terreno, palmo a palmo y costase la sangre que costase. Esto es precisamente lo que sucedía en aquel maldito planeta de una estrella de la que no había oído hablar hasta que puso el pie en él. Y, ahora, era terreno sagrado porque los extranjeros también estaban allí. Los extranjeros, la otra única raza inteligente en la Galaxia..., raza cruel de monstruos abominables y repulsivos. Se había tomado contacto con ellos cerca del centro de la Galaxia, después de la colonización lenta y dificultosa de unos doce mil planetas; fue la guerra a primera vista; habían disparado sin tan sólo intentar negociaciones o hacer una paz. Ahora se luchaba planeta por planeta, en una guerra amarga. Se sentía húmedo, lleno de polvo, frío y hambriento, el día era crudo con un viento que dolía en los ojos. Pero los extranjeros estaban tratando de infiltrarse y cada puesto avanzado era vital. Estaba alerta, con el fusil preparado. A cincuenta mil años luz de su casa, luchando en un mundo extraño y dudando de si viviría para volver a ver el suyo. Y entonces vio a uno de aquellos extranjeros que se arrastraba hacia él. Encaró el fusil y disparó. El extranjero dio este grito extraño que ellos dan y después quedó tendido en el suelo. Le hizo temblar el espectáculo de aquel ser tumbado a sus pies. Uno puede acostumbrarse a ello después de un rato, pero él no lo había logrado nunca. Eran unas criaturas tan repulsivas, con solamente dos brazos y dos piernas, y una piel horriblemente clara y sin escamas...! Frederic Brown 14

15 TEXTO 13 El Mundo - Lunes, 28 de mayo de 2001 Bangladesh: niños de cinco años trabajan de sol a sol picando piedra Reciben una media de quinientas pesetas a la semana por siete jornadas de doce horas. Los que no alcanzan una determinada productividad son inmediatamente despedidos de la cantera. El pequeño Najmun levanta brevemente la mirada y muestra sus ojos teñidos de amarillo por el polvo. Tiene la piel ennegrecida por el sol, los pies magullados y las palmas de las manos cubiertas con gruesos callos de agarrar con fuerza el pesado mazo de acero y madera. " Bango, Bango! [golpead, golpead]", se escucha gritar al capataz a lo lejos. " Bango, Bango!", repiten Najmun y sus diminutos compañeros en la cantera, volviendo rápidamente al trabajo. Aquí, en los campos de piedras de Pagla, en el corazón de Bangladesh, no hay lugar para el respiro ni la debilidad: se tiene que trabajar desde el alba, y los niños, algunos menores de cinco años, aprenden a picar piedras antes que a hablar. Las rocas más grandes hay que partirlas en pedazos más pequeños, y esos trozos más pequeños hay que convertirlos en otros diminutos para que una gigantesca trituradora los convierta en arena para la construcción. Los hombres más fuertes cargan cestas llenas de pedruscos y los apilan en montones junto al lugar donde trabajan los menores, algunos de apenas tres años. "Por cada cien piedras que hacen añicos les doy medio dólar [menos de cien pesetas]. Los niños pueden romper hasta cinco en un día, a que parece mentira, con esos brazos tan pequeños?", dice el barbudo Mulluc Chan, jefe de un pedregal que emplea a trescientas personas, más de la mitad menores de doce años. Najmun tiene cinco años, la cabeza afeitada y el gesto imperturbablemente triste. "Si golpeo durante todo el día, mañana puedo descansar un rato", dice. Sus tres hermanos y sus padres también trabajan en la cantera. La familia entera tuvo que dejar el campo y trasladarse a la capital hace un año, cuando sus últimas reses murieron de hambre y quedarse habría supuesto seguir la misma suerte. "Najmun y sus hermanos tienen que esforzarse, sin ellos no tendríamos suficiente para comer, no hay otra opción", se excusa Fatema, la madre. Todo lo que se ve en el horizonte es un inmenso y arisco campo de piedras donde los pequeños se emplean junto a los mayores con el tesón de un ejército de hormigas. El objetivo es ganar lo suficiente para llenar el estómago por la noche y reunir suficientes energías para regresar al puesto al amanecer. Bangladesh es, junto con Angola, el peor lugar donde le puede tocar nacer a un niño. Los menores tienen en esta nación asiática niveles de desnutrición sólo comparables a África y dos millones de niños de entre cinco y nueve años se ven obligados a trabajar. Se les puede ver fabricando la ropa que se vende en Occidente, pelando gambas catorce horas al día en los mercados de pescado o como sirvientas en el caso de las niñas. Con todo, es en las canteras donde el trabajo se hace más duro. El calor es asfixiante -hasta cuarenta grados-, el polvo envenena los pulmones, el esfuerzo físico es agotador y los accidentes, constantes. Los niños se sientan en lo alto de los montes de rocas y van escogiendo las piedras una a una, las sujetan entre sus diminutos tobillos, las golpean con fuerza una y otra vez hasta que logran romperlas. La mayoría de los pequeños picapedreros están completamente desnudos y sólo los más afortunados llevan los pies protegidos con trozos de plástico atados a los tobillos con rudimentarias cuerdas. El resto se arriesga a romperse los dedos de los pies con cada golpe. "Si no das de lleno en la piedra te haces mucho daño y ya no puedes trabajar en mucho 15

16 tiempo, entonces te castigan", dice Lipi, una niña de siete años que lleva más de tres en las canteras de Pagla y muestra heridas ya cicatrizadas. Saiful, uno de los más pequeños, no ha cumplido los tres años. Los mazos son demasiado grandes para él y en su lugar aporrea las piedras con una barra metálica mientras llora desconsolado. Los demás niños se burlan de su debilidad. "Está empezando, es un mocoso", comentan. El trabajo infantil está tan extendido en Bangladesh que se ha convertido en parte del paisaje, hace tiempo que dejó de llamar la atención. Las canteras de Pagla, por ejemplo, están situadas junto a la transitada carretera de Narayangonj, a media hora de la capital, Dhaka. La policía no impide trabajar a los menores porque sabe que de ellos depende la supervivencia de miles de familias. "Nos cansamos mucho". Shohel, de seis años; Shorbanu, de ocho; Sumon, de siete, y Alamin, de cinco, han empezado la jornada a las seis de la mañana. Cinco horas después, Alamin, el más pequeño de ellos, apenas puede levantar el mazo y mira de reojo antes de resoplar y dejarse caer sobre las piedras. "Nos cansamos mucho", murmura con un tono de voz casi inaudible. La paga es semanal, llega los viernes después de que los capataces hayan ido contando el número de piedras que ha partido cada trabajador durante la semana. Los que no cumplen los objetivos impuestos por la empresa y no logran suficiente productividad son despedidos, el resto puede pasar por la caseta que hay a la entrada para llevarse su dinero, nunca más de cinco o seis dólares -menos de mil pesetas- por una semana de trabajo de siete jornadas. Hombres, ancianos, mujeres y niños en edad de guardería tratan de apurar la jornada al máximo, romper un pedrusco más antes de que anochezca. Najmun ha logrado cerca de quinientas pesetas esta semana, un dinero que ha sido pagado directamente a sus padres. De todos los pequeños, él es el que más piedras rompe en las canteras. "Hoy he partido veinticinco", espeta embadurnado de polvo y con la frente empapada en sudor. Visité al pequeño Najmun dos veces en un mismo día. La primera, a las siete de la mañana. La segunda, once horas después, pensando que no le encontraría. Pero allí estaba, en el mismo sitio, con la misma mirada triste y perdida, sentado en la misma posición, con algo más de polvo en los ojos y bastante menos energía. " Bango, bango!", le seguía diciendo su padre casi de noche. " Bango, Bango!", repetía el pequeño Najmun asintiendo con la cabeza y dejándose un poco de infancia con cada piedra que lograba partir, con cada golpe del pesado mazo. 16

17 TEXTO 14 CUANDO ANGÈLE SE QUEDÓ SOLA 17 Pascal Mérigeau Sin duda, todo no había sucedido como a ella le hubiera gustado durante todos estos años; pero, a pesar de todo, le resultaba extraño volver a encontrarse sola, sentada a la gran mesa de madera. Le habían dicho que ese era el momento más penoso, la vuelta del cementerio. Todo había transcurrido bien; todo transcurre siempre bien, por lo demás. La iglesia estaba llena. En el cementerio, había tenido que dejarse abrazar por todo el pueblo. Hasta por la vieja Thibault que estaba allí, a la que no había visto desde hacía un año por lo menos. Desde el entierro de Emilie Martin. Y además estaba ella solamente, en el entierro de Emilie Martin? Imposible acordarse. En cambio, Angèle hubiera podido sin duda citar el nombre de todos los que estaban allí hoy. André, por ejemplo, que le hacía volver la cabeza, en el baile, de eso hace sus buenos cuarenta años. Era antes de que llegara Baptiste. Baptiste y sus ojos azules, Baptiste y sus camisas de flores, Baptiste y su vieja pipa, que decía conservar de su padre, que él mismo... Pero lo que hoy le había molestado, había sido darse de narices con Germaine Richard, a la salida del cementerio. A sus más de sesenta años, seguía teniendo un aire de mujerzuela. Además lo era. Angèle se levantó. Todo estaba ahora bien terminado. Hacía falta que la muerte saliera de casa. Lo primero las velas. Y después las sillas, apretadas en una fila a lo largo del lecho. E inmediatamente, la escoba. Una ojeada al jardín, al pasar. No, decididamente, él ya no estaba allí, inclinado sobre los sembrados, comprobando por tercera vez al día si los rábanos nacían bien. Tampoco estaba más allá, bajo los sauces. Ni bajo el manzano, llenando una cesta. Verdaderamente, todo había sucedido muy deprisa, desde el día en que, al levantarse, le había dicho que la úlcera volvía a molestarle. Estaba, sin embargo, acostumbrado desde hacía tiempo. Con todo, hubo que llamar enseguida al médico. Pero éste le conocía demasiado bien para preocuparse de verdad. Además, Baptiste se sentía ya un poco mejor...tres semanas más tarde, hacía jurar a Angèle que no les dejaría llevárselo al hospital. El médico había vuelto. No comprendía. Nada que hacer. Baptiste, retorcido de dolor en su lecho, insistía en que estaba mejor, que mañana, sin duda, todo estaría ya olvidado; pero cuando se quedaba solo con ella, le decía que no quería morir en el hospital. Sabía que era el final, le había llegado la hora. La prueba, otros más jóvenes que se habían ido antes que él... Únicamente le hubiera gustado resistir hasta San Juan. Pero eso no lo decía. El cura había llegado por la tarde, Baptiste había muerto al amanecer. El mal que le serraba el cuerpo en dos había triunfado. Era normal. Angèle no la había oído llegar. Cécile, después de cambiarse, había venido a ver si necesitaba algo. Qué podría necesitar? Angèle la hizo sentarse. Hablaron. Más bien Cécile habló. Del entierro, por supuesto, de las lágrimas de algunos, de la pena de todos. Angèle apenas la escuchaba. Baptiste y ella no habían salido nunca de Sainte-Croix y lo sentía un poco. Le hubiera gustado sobre todo ir a Lourdes. Había tenido que contentarse con las procesiones televisadas. Había amado a Baptiste, desde el principio o casi. Durante los primeros

18 años de su matrimonio, le acompañaba a los campos a ayudarle. Pero desde hacía mucho tiempo ya no tenía fuerza. Entonces le esperaba, preocupándose de que el café estuviera siempre caliente, sin estar nunca hirviendo. Había aprendido a vigilarle con el rabillo del ojo, sin levantar apenas la vista de su trabajo. Tampoco necesitaba el reloj. Sabía cuándo tenía que dar de comer a las aves, preparar el almuerzo. Sabía cuándo iba a llegar Baptiste. A menudo Cécile venía a hacerle compañía. Traía su costura y, al mismo tiempo, las últimas noticias del pueblo. Fue así como un día le dijo, en tono de simple conversación, que le parecía haber visto a Baptiste discutiendo con Germaine Richard, cerca de la viña. Varias veces, a lo largo de los mese siguientes, Cécile hizo otras discretas alusiones. Después no volvió a hablar de ello. Pero para entonces Angèle sabía. No decía nada. Poco a poco se había acostumbrado. Sin haber tenido que detenerse a pensarlo, había decidido no hablar de ello a Baptiste ni a nadie. Era su dignidad. Esta actitud había durado hasta que Baptiste cayó enfermo para no levantarse más. Había durado cerca de veinte años. Su única pena, decía a veces, era no haber tenido hijos. No mentía. Una razón más para detestar a Germaine Richard, porque ella tenía un hijo, nacido poco después de la muerte de su padre; a Edmond Richard, un coloso de ojos y cabellos negros, se lo había llevado en unas semanas un mal terrible, del que nadie supo jamás. A Richard hijo no se le conocía en Sainte-Croix. Había sido educado por una tía en Angers. Pero un día, justo antes de que Baptiste cayera enfermo, había venido a ver a su madre. Cécile estaba allí, por supuesto, porque Cècile está siempre allí donde sucede algo. Le había encontrado un aire estúpido, con sus grandes ojos azules deslavados. Angèle pareció totalmente cambiada. Ahora Cécile se había ido. Había caído la noche. Angèle fregó un poco la vajilla. Lavó algunas tazas, después la vieja cafetera blanca, ahora inútil, puesto que Angèle nunca tomaba café. La colocó en lo alto del aparador. De debajo del fregadero cogió algunos viejos frascos de mermelada vacíos. Para qué hacer mermelada; tenía un armario completo. Cogió también algunos trapos, un paquete de raticida casi vacío y lo tiró a la basura. Hacía veinte años que no se había visto una rata en la casa. 18

19 TEXTO 15 El águila que vivía entre gallinas. Extraído del libro Reinventarse del Dr. Alonso Puig. "Un pastor que vivía en una cabaña cerca de un bosque y a cierta distancia de una montaña, tenía un corral con gallinas y un rebaño de cabras. Aquel año hubo una gran sequía, con lo cual la mayor parte de la hierba desapareció. Por esa razón, el pastor decidió llevar sus cabras a lo alto de la montaña, donde probablemente al haber más humedad, encontraría algo de hierba tierna para sus animales. Así lo hizo y, después de un largo caminar, llegó junto a la cima de la montaña. Allí sus animales pastaron durante unas horas, hasta que fue cayendo la tarde y el pastor decidió volver de nuevo a la cabaña donde vivía. Bajaba entre las piedras con su rebaño cuando vio frente a él algo grande, que en seguida reconoció como un nido de águilas. Al acercarse observó que en el interior había dos polluelos, uno de los cuales se había matado al desprenderse el nido de la roca en la que se encontraba. El otro polluelo, aunque algo se movía, parecía estar gravemente herido. Al pastor no le gustaban nada las águilas porque las tenía por enemigas. en alguna ocasión habían atacado a sus cabras e, incluso, se habían llevado a alguna de sus gallinas. No obstante, llevado por la lástima, el pastor se agachó, cogió con delicadeza el polluelo herido y lo llevó a su cabaña. Allí lo curó como pudo y empezó a alimentarlo con pequeños trocitos de carne, mientras dejaba que la naturaleza hiciera el resto. El animal se recuperó por completo y empezó a crecer y crecer hasta que se convirtió en un magnífico ejemplar adulto de águila. A partir del momento en el que el águila se hizo adulta, las cosas empezaron a cambiar. El pastor, que inicialmente se sentía tan orgulloso por lo que había hecho, empezó a sentirse cada vez más inquieto con la presencia de aquel animal. De alguna manera, no lograba evitar que imágenes cargadas de emoción le vinieran a la cabeza y le recordaran lo que animales como aquél habían hecho con sus cabras y sus gallinas. Un día, el pastor llegó a una decisión, la de abandonar el animal en el bosque, pensando que sin duda la naturaleza se ocuparía de nuevo en ayudarlo a sobrevivir. Tres veces llevó el pastor el águila al bosque y tres veces el águila le siguió dando pequeños saltitos en el suelo. No sabiendo ya qué hacer para deshacerse del animal, el pastor pensó y pensó hasta que se le ocurrió la más absurda de las ideas: metería el águila en el corral con sus gallinas. Cuando las gallinas vieron entrar en el corral a ese animal al que tanto temían, se adentraron despavoridas en la pequeña caseta en la que se refugiaban. Pronto se dieron cuenta del extraño comportamiento de aquel animal, que permanecía quieto y solo, y se fueron acostumbrando de forma progresiva a su presencia en aquel lugar. Los años fueron pasando y aquella águila se acostumbró a vivir como una gallina. Comía lo mismo que comen las gallinas, se movía como las gallinas e incluso aprendió a emitir los mismos sonidos que emiten las gallinas. Estaba la situación así, cuando pasó por aquella región un naturalista que estaba haciendo un estudio sobre las águilas de aquella región y, al pasar junto a la cabaña del pastor, contempló, incrédulo, el espectáculo que se ofrecía: ni más ni menos que un águila conviviendo con las gallinas. Corriendo, golpeó con fuerza la puerta de la cabaña del pastor, el cual al oír los ruidos abrió sobresaltado. - Quién es usted, qué es lo que quiere? - Le ruego que me perdone, soy un naturalista que me dedico al estudio de las águilas y he visto algo inaudito, un águila viviendo entre las gallinas. 19

20 El pastor comprendió perfectamente la causa de la sorpresa de aquel investigador y, después de invitarle a entrar en su cabaña, le explicó la historia de cómo la encontró, la curó y la crió entre las gallinas. El naturalista escuchaba absorto la historia, hasta que algo le "sacudió" bruscamente, algo aparentemente inocente, ya que fue sólo un sencillo comentario que hizo el pastor. - Verá, amigo mío, el animal ha vivido tanto tiempo entre gallinas que ya no me queda la menor duda de que, aunque su forma siga siendo de águila, en su interior no es ya nada más que una gallina. - De verdad que lo siento, pero no puedo estar más en desacuerdo con lo que acaba de decir - contestó el naturalista. El pastor se sintió tal vez un poco agraviado porque quizás considerara que nadie conocía tan bien a aquel animal como él. - Si está convencido, por qué no me lo demuestra sencillamente haciendo que vuele? El naturalista se fue al corral, cogió el águila e hizo lo primero que se le ocurrió, que fue lanzarla por los aires gritando " vuela!". El animal cayó pesadamente y se escondió en el interior del corral. El pastor hizo una mueca irónica, aunque ello no hizo que el naturalista se diera por vencido. Entonces, empezó a mirar a su alrededor como si buscara algo, hasta que se fijó en que a unos metros de allí había una escalera. Se acercó, la cogió y la apoyó en una de las paredes de la cabaña del pastor. Entró de nuevo en el corral, agarró el águila y subió con ella por la escalera hasta llegar al tejado. Desde allí, lanzó el águila por los aires diciendo " vuela!". El pobre animal se precipitó como una bola de plumas contra el suelo y se quedó unos instantes aturdido. En cuanto recuperó su compostura, rápidamente se escondió en el interior del corral. El pastor dijo entonces: - Si sigues así vas a matar a mi gallina. Por alguna razón, y a pesar de todas las evidencias en contra y de todas las críticas de aquel pastor, el naturalista tenía una absoluta certeza en que el espíritu de un águila jamás muere y, por eso, a pesar de todo, no se dio por vencido. De repente, algo en el horizonte captó su atención. - Qué es aquello que se ve al fondo? - Es el pico de la montaña donde encontré el águila cuando se desprendió el nido, por qué?. - Porque la voy a llevar allí, donde ella nació, tal vez pueda así recordar sus orígenes y se dé cuenta de que puede volar. - Tú estás loco, eres un insensato incapaz de darte por vencido. Acaso no has tenido suficientes evidencias de lo absurdo de tu teoría, de esa estupidez de que el espíritu de un águila nunca muere? El naturalista no se defendió, simplemente actuó. Entró de nuevo en el corral, cogió el águila y empezó a caminar con la vista puesta en el pico de aquella montaña. El pastor, sin entender muy bien por qué y viendo que caía la noche, cogió una linterna y les siguió. Durante toda la noche estuvieron subiendo por la montaña sin que el naturalista supiera qué hacer para despertar el espíritu dormido del águila. Cuando llegaron al pico de la montaña, donde el águila había nacido, empezó a amanecer y entonces el naturalista observó algo curioso: el águila apartaba la mirada del sol. Sin saber muy bien por qué, agarró el pescuezo del animal y lo obligó a mirar al sol. En ese momento, el águila hizo unos extraños movimientos, abrió unas espléndidas alas y se puso a volar. Aquel día el águila recordó quién era en realidad y recuperó su verdadera identidad, que no era de gallina, sino de águila." 20

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