UNA LECTURA DECISIVA: DON QUIJOTE Y AVELLANEDA

Transcripción

1 UNA LECTURA DECISIVA: DON QUIJOTE Y AVELLANEDA Gonzalo Díaz Migoyo Northwestern University La mención del libro de Avellaneda por Cervantes en el capítulo 59 de su Segunda Parte no tendría nada de extraordinario si don Quijote hubiera existido realmente, es decir, si hubiera tenido una vida independiente de su biografía como referente real de ésta. Lo extraordinario es que, no teniendo más vida que la relatada, es decir, una vida cuyo referente es ficticio, don Quijote plantee en ella la cuestión de la falsedad de otra biografía suya igualmente ficticia con la pretensión de convencernos de la mentira de una y la verdad de la otra. Ya ocurría algo parecido con la mención de la Primera Parte de Cervantes en los capítulos iniciales de su Segunda Parte. La verosimilitud de esta referencia dependía del carácter homogéneo, aunque temporalmente distinto, de las vidas relatadas en una y otra Parte, siendo la Segunda la vida durante la que se menciona el relato de una porción anterior de sí misma. Este improbable cruce de referencias ficticias entre ambas Partes es poca cosa comparado con el de la mención cervantina de Avellaneda. En aquel caso sólo estaba enjuego la fidelidad relativa de una de las dos ficciones, mientras que en éste, al tratarse de dos biografías del mismo segmento de vida, lo que se plantea es precisamente la falsedad de una de ellas ante la verdad de la otra. La existencia de la biografía de Avellaneda en la vida de don Quijote se puede entender bien como involuntaria coincidencia real con un homónimo, bien, más gravemente, como una impostura real hecha de propósito; pero, impostor o alter ego inocente, la existencia del biografiado por Avellaneda plantea un mismo problema de identificación excluyente. Así lo remacha el encuentro con don Alvaro Tarfe -personaje de

2 538 GONZALO DÍAZMIGOYO aquel relato que ahora, ante don Quijote, adquiere una realidad equivalente- cuya declaración ante notario de la diferencia entre los dos Quijotes confirma la imposible existencia simultánea de ambos. No deja de ser curiosa, entonces, la semejanza de la relación entre los dos personajes con la existente entre los dos novelistas. Su punto de contacto es una coincidencia de nombres que resulta evidente en un caso y velada en el otro: la adopción del pseudónimo por Avellaneda le convierte, de derecho si no de hecho, en un pseudo- Cervantes, cuyo verdadero nombre usurpa tan eficazmente mediante el nombre falso como lo hace el impostor de don Quijote mediante su propio nombre. Si además recordamos la tesis de Martín de Riquer acerca de la identidad de Avellaneda, según la cual se trataría justamente del histórico Gerónimo de Passamonte, autor de su propia biografía, resulta más curiosa aún, si cabe, la relación de esta doble impostura nominal con la que Cervantes endosa al galeote Ginés de Passamonte mediante el pseudónimo de Maese Pedro. Cuando el aragonés, quejoso de los insultos que Cervantes le dirigiera en su Primera Parte mediante «sinónomos voluntarios», pretende usurparle la Segunda bajo el pseudónimo de Avellaneda, Cervantes contesta presentándole, de nuevo, en su Segunda Parte, pero mucho antes de mencionar el nombre de Avellaneda, en el capítulo 25, bajo el nombre falso de Maese Pedro. Y resulta particularmente curioso que este Ginés de Passamonte/Maese Pedro aparezca precisamente en uno de los escasos episodios coincidentes de ambas continuaciones: el de una representación, teatral en Avellaneda, pero malévolamente rebajada por Cervantes a pantomima de títeres. Ni dejará de intrigar, finalmente, que durante esa pseudo-representación teatral cervantina sea don Quijote quien llame a capítulo a Maese Pedro/Ginés de Passamonte/Avellaneda, en la persona de su ayudante, el chiquillo narrador, a causa de su falseamiento narrativo de una archiconocida leyenda. No será necesario, en efecto, señalar el parecido de esta objeción con la que hacía a los autobiógrafos picarescos Ginés de Passamonte, de cuyo nombre verdadero ya entonces parecía dudar don Quijote cuando le llama «don hijo de la puta, don Ginesillo de Parapillo, o como os llaméis». Narración, biografía y cuestión nominal se dan cita alrededor de las parejas Cervantes-don Quijote, por un lado, y Avellaneda/Passamonte/Maese Pedro-don Quijote, por otro, de un modo suficientemente insólito como para no achacarlo a pura coincidencia. El laberíntico, pero evidente espejo nominal hace difícil seguir suponiendo que Cervantes sólo tuviera conocimiento de la Segunda Parte de Avellaneda a la par de don Quijote, es decir, en el momento de disponerse a escribir el capítulo 59 de su propia Segunda Parte. Y mucho más difícil, desde luego, pensar que, lo mismo que su protagonista, Cervantes no hiciera más que ojear displicentemente el libro de Avellaneda para inmediatamente seguir escribiendo su propio relato. Lo primero, si no lo segundo -aunque resulta casi su corolario- es lo que se viene entendiendo, con poquísimas excepciones, hasta tanto, se dice, no se demuestre lo contrario. No voy a echar mi cuarto a espadas en esta demostración, aun cuando confieso estar convencido del conocimiento anterior de Cervantes. Trataré de ello en otra ocasión, sin pasar por alto entonces la malevolencia de las palabras de Cervantes en su «prólogo», su probable

3 UNA LECTURA DECISIVA: DON QUIJOTE Y AVELLANEDA 539 falta de razón en la disputa con Avellaneda, y la consecuente veracidad de los reproches que éste le dirige acerca de su carácter atrabiliario, de su soberbia y de su vanidad, por más que el nombre de Cervantes parezca hacer sacrilegas estas irreverencias. Me limitaré en este momento a examinar los entresijos de la extraordinaria maniobra narrativa de Cervantes al aprovechar el accidente avellanedesco como materia de la vida de su protagonista. Todas las antedichas piruetas referenciales ponen en juego una y otra vez una misma cuestión de propiedad, vocablo éste cuyas dos acepciones, etimológicamente indistinguibles, están mutuamente implicadas: propiedad como pertenencia y propiedad como pertinencia. Resulta evidente que Cervantes consideró la continuación de Avellaneda como un intento de usurpación de su propiedad artística. Igualmente evidente es, sin embargo, que no fue por el conducto de la pertenencia nominal por el que dirimió la cuestión, sino por el de la pertinencia de su personaje respecto del de laprimera Parte. Como no podía menos de hacer, Cervantes se jugó su «propiedad sobre» el Quijote a la carta de la «propiedad de» su Quijote. De modo que se puede decir que la Segunda Parte de la novela no es tanto suya por el hecho de llevar el mismo nombre de autor que laprimera como por resultar igualmente cervantina. Así planteada, la cuestión viene a ser si resulta propio de don Quijote defender su identidad ante la superchería del competidor, pues, de ser esa defensa apropiada al personaje, significaría que en el acto de hacerla se apropia a sí mismo y cqnvierte en impropia la imitación ajena. Aún cuando es cierto, sin duda, que la vida de don Quijote consiste en imitar a los personajes de los libros de caballerías, a cuya conducta intenta adecuar en todo momento sus acciones y sus pensamientos, resulta más precisamente cierto todavía que la defensa de su pertinencia imitativa, al precio, ya se sabe, de ser tachado de lector impertinente, es lo que lo define y lo distingue de los demás lectores de aquellos libros. En efecto, las abundantes discusiones acerca de todo ello a lo largo de la novela son tan características de don Quijote como el hecho mismo de llevar a cabo su impertinente imitación: imitación y defensa constituyen el paradigma quijotesco, el núcleo de su propiedad. De ahí que el mayor desafío a ésta sea al mismo tiempo la mejor oportunidad para confirmarla. Al describir la misma vida que don Quijote sigue viviendo, la biografía apócrifa implicaba una enajenación tanto más radical cuanto que la vida actual de don Quijote consiste en preparar su propia biografía. Todos los demás conatos de vida alternativa que le proponen amigos y enemigos -desde quienes le reprochan su locura para hacerle volver a la mansa cordura de Alonso Quijano, hasta quienes, más avisados, le siguen la corriente por distintos motivos (los duques, el cura, el barbero, Sansón Carrasco), sin olvidar la continua duda contestataria de Sancho- todos, digo, pretenden determinar su futuro, pero respetan su protagonismo. La biografía del homónimo, en cambio, se lo usurpa cerrándole todo futuro propio. En definitiva, no es la coincidencia temporal la que agudiza el desafío, sino el hecho de que la vida del don Quijote cervantino en vez de ser una vida cualquiera sea

4 540 GONZALO DÍAZMIGOYO una vida lectora, una vida que lee su propia biografía. Se objetará inmediatamente que don Quijote no lee; que ha leído, sí, mucho, pero que, al salir a sus aventuras, deja de hacerlo y, todo lo más, recuerda y reproduce lecturas pasadas. No contestaré diciendo que don Quijote quizás no abandone su casa y que todas sus aventuras no sean más que ensoñaciones a pie enjuto. No lo diré, aun cuando no debiera descartarse la posibilidad sin una buena dosis de reflexión. Diré, en cambio, lo mismo que dijo don Quijote en Sierra Morena acerca de su absurda penitencia: «Ahí está el punto... y ésa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias; el toque está en desatinar sin ocasión.» Diré, pues, que esa razonable objeción no se aplica a este caso: si don Quijote leyera con un libro en las manos, ni estaría loco ni sería don Quijote. Su locura consiste justamente en vivir como si exteriorizara, concretara o materializara una lectura ininterrumpida. En otras palabras, su locura consiste, indistintamente, en llevar su mundo lector a la vida no lectora o, al revés, en integrar la vida real en un mundo lector nunca abandonado. Merezca o no la conducta quijotesca el nombre propio de lectura, y qué sea lo propio de una lectura impropia, es cuestión sin fácil respuesta, lo cierto es que don Quijote se comporta como si leyera su propia vida caballeresca. Por eso es por lo que ni él puede reconocerse ni nosotros podemos reconocerle en la biografía de Avellaneda, que es el relato de una vida no lectora. Es don Quijote mismo quien señala inmediatamente esta diferencia esencial cuando, camino de Zaragoza, oye mencionar su nombre en la venta. Veamos cuál es la chispa que enciende su enojo e inicia la confrontación: «Lo que a mí en éste más me desplace», dice, pared por medio uno de los caballeros acerca del Quijote de Avellaneda, es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso. Oyendo lo cual, don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo: - Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado ni puede olvidar a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza y su profesión el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna. Por qué resulta evidente no ya que don Quijote haya estado enamorado de Dulcinea, no ya que siga enamorado de ella, sino que tenga que estarlo hasta el fin de sus días para ser fiel a sí mismo, para ser propio? Creo que se debe a que el amor de Dulcinea es la otra cara de su amor de la lectura; es decir, que para él seguir amando a Dulcinea es seguir leyéndola. Dulcinea, concreción imposible que su locura le hace perseguir como existente, no es más que un personaje leído, sin posible referente real, solamente posible en tanto que lo siga leyendo. Amante sin verdadera amada, lector sin verdadera lectura, amor y lectura quijotescos, en efecto, se corresponden punto por punto y soamanifestaciones de una misma postura existencial consistente en entender como posible lo realmente imposible sólo porque es literariamente posible; es decir, literaturizar su realidad en tanto que lectura. Al no reconocerse en el desenamorado alter ego, don Quijote preserva su propia realidad

5 UNA LECTURA DECISIVA: DON QUIJOTE Y AVELLANEDA 541 literaria, a saber, esa posibilidad de lo inexistente que sólo la lectura permite. Aceptar la inexistencia de su amor significaría, pues, que don Quijote renunciara a su locura literaria, a toda esa vida basada en la pretensión de imponer al imperfecto mundo real un mundo perfecto sólo concebible por y en la lectura. Esta sintomática reivindicación inicial de don Quijote hace las veces de prólogo a la confrontación que mantiene con el competidor hasta el final de su vida. Entresacaré de ella sólo otros dos incidentes, el inmediatamente siguiente a éste y el último de ellos. Una vez ojeado el libro de Avellaneda, don Quijote reprende a su historiador ciertos errores que debieran poner en duda el acierto de cuestiones más principales. Pero es él quien, en esa misma vena, para sacar «a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno, y [ que echen] de ver las gentes cómo yo no soy el don Quijote que él dice», se encarga inmediatamente de crear un error aun más inexcusable al decidir no poner los pies en Zaragoza. A los errores antedichos añade, pues, otro que ningún historiador fiel puede dejar de mencionar. En esa medida, a partir de este momento la biografía de Avellaneda queda reescrita por la vida misma de don Quijote como falsa historia incapaz de suplantarla. Las demás menciones de la biografía espúrea construyen el resto de la vida del Quijote cervantino como confirmación de hecho de la falsedad de la biografía de Avellaneda. Pero es en el capítulo 72, antepenúltimo de la obra, cuando don Quijote remacha el clavo de su identidad de manera tan absurda como apropiada. A falta de un peligroso careo entre uno y otro personaje, su encuentro con don Alvaro Tarfe, cuya simple presencia, como he dicho, demuestra la existencia del falsario como individuo de carne y hueso actualmente residente en el manicomio de Toledo, le proporciona la ocasión decisiva para distinguirse de su homónimo mediante la declaración de don Alvaro ante notario de desconocer a don Quijote, «que no era aquél que andaba impreso en una historia intitulada Segunda Parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas». La escena propone, en última instancia, un aval negativo, mediante el sistema legal que representa el notario, de la identidad del don Quijote «que estaba ahí presente». La eficacia del aval se debe, en efecto, a que la presencia de don Quijote de que da fe el notario opone excluyentemente la existencia actual a la ausencia verbal, desidentificándolas o identificándolas en su diferencia. La ironía del narrador al dudar de que a don Quijote y a Sancho «les importara mucho semejante declaración, y no mostrara clara la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras», no deja duda acerca de la pertinencia del acto... dada la impertinencia de la situación: impertinencia porque, como dice el narrador, se trata de una impostura cuya zafiedad es su mejor mentís; impertinencia también a causa del imposible cruce de referencias contradictorias entre dos mundos ficticios, aquí reducidos a uno sólo; pero, por lo mismo, pertinencia de un reconocimiento - desconocimiento presencial como única contestación posible a una disputa nominal; y pertinencia, sobre todo, porque relaciona inextricablemente la propiedad como declaración legal de pertenencia nominal exclusiva con la propiedad como pertinencia diferencial de la identidad.

6 542 GONZALO DÍAZM1G0Y0 Para don Quijote aquí acaba su última aventura: días después deja de existir como tal al curarse de su locura. Pero Cervantes cree todavía necesario asegurar la propiedad de su Segunda Parte -elíjase la acepción más propia del vocablo en este caso- con dos intervenciones adicionales: una, la de las últimas palabras de Alonso Quijano en la última cláusula de su testamento; otra, la del historiador Cide Hamete al cerrar su relato, sus últimas palabras también. Si a ellas se añaden las últimas palabras del escritor, su «Prólogo» a lasegunda Parte, cronológicamente posterior a las dos antedichas, no queda posible instancia literaria que no reivindique la propiedad cervantina: a más del protagonista, sus conocidos y sus compañeros, incluido el personaje de la novela del competidor, lo hacen también Alonso Quijano el Bueno, padre real de don Quijote, su padre historiográfico, Cide Hamete, y el padre literario de todos ellos, el escritor de la novela. De poco hubieran servido estas confirmaciones ajenas, sin embargo, si don Quijote mismo no hubiera tomado cartas en el asunto firmando, o confirmándolo, con su propia vida lectora. No porque el suyo fuera un derecho de propiedad más evidente -su nombre propio, su propio nombre, que debiera ser la evidencia misma, no es garantía alguna puesto que es justamente la materia en disputa-, sino porque en tanto que creador voluntarioso de sí mismo, en tanto que personaje autobiografiante más que biografiado, él es el dueño exclusivo de su pertinencia: patrón al mismo tiempo que padre de su propia imitación, sus imitadores no resultan propios (pertinentes) más que en la medida en que son apropiados a y apropiados por quien detenta el dominio eminente, el don Quijote lector de sí mismo, dueño único de esta propiedad. A modo de conclusión, no puedo dejar de pensar que algo, sin duda, hemos de aprender los lectores del Quijote, especialmente quienes nos llamamos cervantistas, de esta propiedad exclusiva del personaje. Qué don Quijote tenemos derecho a considerar propio: el de Cervantes o el de los sucesivos comentaristas, sean estos imperiosos o reverentes, sólitos o insólitos? En cierto modo la pregunta había sido contestada por don Quijote desde mucho antes, desde el capítulo 5 de la Primera Parte de la novela, cuando dice: «Yo sé quién soy... y sé que puedo ser... todos los doce Pares de Francia y aún todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías.» Si tomamos en serio el carácter lector de estas hazañas, no nos queda otra postura que la del borgiano Pierre Menard, autor del Quijote sólo en la medida en que lo repite sumisamente sin más añadidura que un celoso esfuerzo de apropiación definitiva. Me temo, sin embargo, que los más de nosotros caigamos más bien del lado de Avellaneda, es decir, que al rehacerlo a nuestro gusto estemos usurpando el nombre de don Quijote, ignorando que él, único lector autorizado de su vida, no nos permite, so pena de desconocerle, más que la repetición de su imposible propiedad literaria. Independientemente de una simple cuestión de nombres -sinónimos, homónimos, antónimos o pseudónimos; en realidad, sólo maneras de usurpar lo propio del nombre propio- la propiedad literaria del Quijote pertenece a don Quijote; a quien, así, habría que considerar no ya cervantista «avant la lettre», sino cervantista en la letra misma que lo constituye.