V Premio de Novela Corta2013. El Fungible NOVELA. Antonio L. Galán Gall Javier Mariscal Crevoisier

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1 NOVELA El Fungible V Premio de Novela Corta2013 Antonio L. Galán Gall Javier Mariscal Crevoisier

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4 El Fungible V Premio de Novela Corta 2013 Antonio L. Galán Gall Javier A. Mariscal Crevoisier

5 Título: El Fungible 2013, V Premio de Novela Corta 2013, Ayuntamiento de Alcobendas Patronato Sociocultural Plaza Mayor, 1. Alcobendas Madrid Maquetación: Doin, S.A. P.I. NEISA-SUR - Nave 14 Fase II Avda. Andalucía, km. 10,300 Tel.: Fax: Depósito Legal: M Impreso en España - Printed in Spain Fotografía de cubierta: SMIKEYMIKEY10 Primera edición: Diciembre 2012 Impreso por Estudios Gráficos Europeos, S.A. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

6 Índice Presentación... 7 Jurado Papaveri Antonio L. Galán Gall El Violinista Javier A. Mariscal Crevoisier

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8 El Fungible Presentación

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10 presentación Tienen ustedes en sus manos la V edición del Premio de Novela Corta y la XXII del Premio de Relato Joven El Fungible. Es un honor para Alcobendas recibir la generosidad y el talento - traducido en novelas y relatos - de escritores que participan y son parte de este nuevo libro que impulsa y fomenta la lectura. En estas páginas, que se renuevan cada año, descubrirán una mirada infantil, enigmática y evocadora que hace imaginar tramas familiares, pensamientos creativos y curiosidad ante la vida y el futuro. Este Certamen literario El Fungible, es fruto precisamente de nuestro deseo por satisfacer la curiosidad y el asombro ante la vida cotidiana que caracteriza a los vecinos de nuestra ciudad. Ellos son los que han decidido otorgar un lugar propio a la literatura. También es fruto de las voces jóvenes, y no tan jóvenes, que emprenden la aventura de escribir inventando palabras, frases y personajes. Esta nueva edición de El Fungible recoge las novelas y relatos de tres escritores y una escritora, dos españoles y 9

11 dos hispanoamericanos, cuatro obras que contribuyen a la capacidad de creación, innovación y desarrollo de la cultura en nuestra Gran Ciudad. Todos ellos, junto al Jurado y al personal municipal que cada año acogen con ilusión este proyecto, contribuyen con su esfuerzo a ser motor de progreso y de desarrollo. Vargas Llosa explica que la ficción nos hace presentir que hay vidas muy superiores a las que podemos vivir en la realidad, crea un malestar frente al mundo tal y cómo es, lo que se llama el espíritu crítico, y se convierte en ingrediente inseparable de la libertad humana. Desde este espacio desde el que yo también me enfrento al folio en blanco, les invito de corazón a disfrutar y leer estas historias con el espíritu crítico de nuestro siglo y a conocer qué sorpresas esconden sus autores. Nos vemos en la presentación de El Fungible. Nos vemos en Alcobendas. IGNACIo GARCÍA DE VINUESA Alcalde de Alcobendas 10

12 El Fungible Jurado

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14 LUIS MATEO DÍEZ Nació en Villablino, León, en Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en Alfaguara ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982), La fuente de la edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Fantasmas del invierno (2004), El fulgor de la pobreza (2005), La gloria de los niños (2007), Azul serenidad o La muerte de los seres queridos (2010), Pájaro sin vuelo (2011), Fábulas del sentimiento (2013) y las reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989), Los males menores (1993) y Los frutos de la niebla (2008). En un único volumen titulado El pasado legendario (Alfaguara), 2000), prologado por el autor, se han recogido El árbol de los cuentos, Apócrifo del clavel y la espina, Relato de Babia, Brasas de agosto, Los males menores y Días de desván. El libro El reino de Celama (2003) reúne sus tres novelas ambientadas en ese lugar imaginario y El sol de nieve (2008) 13

15 incluye por primera vez las aventuras de los niños de Celama. En el 2000 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica por La ruina del cielo. Luis Mateo Díez es miembro de la Real Academia Española y Premio Castilla y León de las Letras. JORGE BENAVIDES Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima, ciudad en la que trabajó dictando talleres de literatura y como periodista radiofónico. Desde 1991 hasta 2002 vivió en Tenerife, donde fundó y dirigió el taller Entrelíneas, y en la actualidad vive en Madrid, donde imparte y dirige talleres literarios de prestigio. Ha colaborado con prestigiosas revistas literarias como Renacimiento y los suplementos culturales, de El País, y Caballo Verde, de La Razón. Ha publicado dos libros de relatos, Cuentario y otros relatos (1989), La noche de Morgana (Alfaguara, 2005), y las novelas Los años inútiles (Alfaguara, 2002), El año que rompí contigo (Alfaguara, 2003) Un millón de soles (Alfaguara, 2008), La paz de los vencidos (Alfaguara, 2009) y Un asunto sentimental (Alfaguara, 2013). En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores y en el 2003 fue galardonado con el Premio Nuevo Talento FNAC. Fruto de su experiencia como profesor de talleres y asesor de novelistas ha publicado Consignas para escritores (Casa de Cartón, 2012). En la actualidad dirige el Centro de Formación de Novelistas

16 Papaveri Antonio L. Galán Gall PREMIO A LA MEJOR NOVELA CORTA

17 ANTONIO LUIS GALÁN GALL (Ciudad Real, 1964) Nací en Ciudad Real en el Solsticio de verano de Después de licenciarme en filosofía en la Universidad de Salamanca, decidí dedicarme a lo que más amaba en la vida: la literatura y los libros. Por eso, además de continuar escribiendo, me hice bibliotecario, profesión que hoy ejerzo en la Universidad de Castilla-La Mancha. Aunque empecé a escribir muy pronto, no conseguí ver publicada mi primera novela, Del Breve Ejercicio de Vivir (Biblioteca de Autores Manchegos), hasta el año Le siguieron algunos cuentos editados en diversos volúmenes colectivos y otra novela, Cuál es el problema? (Ruiz-Morote Editor), que vio la luz en el año También he coordinado algunas publicaciones, de carácter profesional la mayoría, entre las que me gusta destacar el volumen Francisco García Pavón: el hombre y su obra editado mano a mano con Agustín Muñoz-Alonso. Nunca un texto mío había sido premiado. Hasta hoy. Si acaso algunos consiguieron ser finalistas en alguna ocasión: del IV Certamen Santa Tecla de relato breve, del I Certamen de cuento y narración breve Lagunas de Ruidera, o del Premio Internacional de Novela Javier Tomeo. Escribo porque me hace feliz y porque se lo debo a muchas personas. En especial a Pilar, a Blanca y a Luis. También a otras que ya no pueden leerme. 16

18 Para Gloria Gall, sin más razones. 1 Algunos de los sucesos de entonces me resultan ahora vagamente familiares, como si en realidad no hubieran ocurrido nunca. Y sin embargo sé que fueron ciertos. Sé que vivíamos en una nave industrial, o mejor dicho, en la planta superior de una nave convertida en vivienda, en uno de los llamados polígonos industriales de la ciudad. El polígono recibía el nombre de una ciudad africana, Larache, donde, a principios del siglo pasado, se desarrolló una de aquellas batallas que sólo servían para devolver a la península cientos de jóvenes muertos o mutilados, y generales cargados de medallas. Creo que fue en honor a uno de ellos, de los generales con la guerrera acorazada de premios, por lo que los terrenos donde más tarde se levantarían las naves recibió el nombre que aun lleva. He dicho que vivíamos en un polígono industrial, pero lo cierto es que no había ninguna industria en él. Se trataba, más bien, de una sucesión de almacenes desde los que se surtían los comercios y la hostelería de la ciudad y de algunos pueblos cercanos. Estaba el de Cocacola, reconocible 17

19 gracias a su imponente cartel que podía verse, por encima del resto de los edificios, desde cualquier lugar del polígono, y aún antes de llegar a él. Servía así de referencia, como si del campanario de una iglesia se tratara, gracias al cual todo el mundo se orientaba. Dónde está el taller tal o la empresa cual?, preguntaba algún comercial que pisaba nuestro polígono por primera vez, y señalábamos el cartel siempre iluminado de Cocacola y respondíamos ve la Cocacola? Pues dos calles más a la derecha. He dicho nuestro polígono, y he dicho bien. Los que lo habitábamos, fuera sólo durante la jornada laboral o durante el día entero, como era el caso de mi familia, lo considerábamos nuestro del mismo modo que otros lo hacen con su barrio o con su pueblo. Y también, al igual que sucede en un barrio cualquiera, había gente que sólo iba allí a trabajar, a veces el día entero, otras veces de paso para solventar algún negocio; otras sólo lo atravesaban para desplazarse de un lugar a otro, entre medias de los cuales habitábamos nosotros. Estaban los que iban sólo por la noche, los guardas y quienes acudían al reclamo de las luces nocturnas. Y, por fin, los que vivíamos allí permanentemente. Sí, porque no éramos nosotros los únicos. Bastaba con levantar la vista y adivinar, en las ventanas de los pisos superiores de algunas naves, cortinas de flores o una cuerda con ropa tendida a secar. Entonces sabías que no se trataba de unas oficinas, protegidas casi siempre por simples persianas venecianas, sino de una vivienda con todo lo que estas deben tener: salas, salitas, cuartos de baño, dormitorios y cocinas; y, sobre todo, personas que duermen y comen dentro, ven la televisión y van al baño como en cualquier otro hogar. 18

20 A veces me he preguntado por qué entonces no me extrañaba vivir allí, casi aislado del mundo, cuando todos mis compañeros y conocidos lo hacían en casas y pisos, en edificios pensados desde siempre para albergar la vida cotidiana de las personas, con ascensores que los llevaban a las plantas más altas, y vecinos que se saludaban en los rellanos de la escalera aunque unos momentos antes se hubieran fastidiado unos a otros con el volumen elevadísimo del televisor, o el golpeteo de un martillo para colgar un cuadro en la pared. No me preguntaba tampoco por qué, entre ellos y nosotros, existía una muralla que sólo se cruzaba en autobús, el autobús amarillo que tenía su parada más cercana dos manzanas más allá de nuestra casa, o por el puente, paso elevado para peatones, que se alzaba de un lado al otro de la carretera de circunvalación. Y sin embargo era esa carretera la que nos convertía en seres extraños a los ojos de los demás, el motivo de que mis compañeros nunca vinieran a jugar a casa, aunque la mayor parte de ellos se muriera de ganas de hacerlo. Cada uno conocía la de los otros, el cuarto piso de dos dormitorios del que vivía cerca del centro, o la casita adosada del que lo hacía en un barrio residencial de nueva construcción. También yo había estado en algunas de ellas, aunque en pocas ocasiones, invitado a una fiesta de cumpleaños, tal vez. Pero ninguno de ellos vino nunca hasta aquí. Yo escuchaba a sus madres cuando, a la salida del colegio, mi compañero de juegos en el recreo de esa mañana preguntaba: Mamá puedo ir a casa de Nico esta tarde? Las madres, primero, hacían como si no lo hubieran escuchado, enfrascadas en conversaciones unas con otras. Después, cuando el niño le tiraba de la ropa para llamar su 19

21 atención insistiendo, ellas lo apartaban de un manotazo hasta que el empeño del niño les obligaba por fin a hacerles caso. Entonces se agachaban y le respondían en voz baja, al tiempo que me buscaban desde lejos con la vista apenas levantada, mientras yo esperaba, en un rincón del patio, con los pies juntos y el gesto esperanzado. Inmediatamente, mi compañero se volvía hacia mí y me trasladaba la negativa con algo parecido a la resignación, levantando los hombros o mostrándome las palmas de las manos abiertas. No puede ser, me decía con ese gesto, y corría a unirse a otro grupo de niños que sí podían ir a jugar los unos a las casas de los otros. Tú te lo pierdes, pensaba yo en ese momento, pues habíamos pasado el recreo hablando de cómo era mi casa, encima del almacén estudio de mi padre, de cómo desde mi ventana podían verse todos los misterios y miserias de los talleres de coches, de los bares y restaurantes, los patios repletos de cajas de botellas de cerveza vacías o de esqueletos de automóviles que nunca volverían a circular. Me sentaba en el suelo y sacaba de la cartera mi cuaderno de dibujo, y me ponía a pintar cualquier cosa hasta que llegaba mi madre, casi siempre tarde. No sé si realmente las escuché alguna vez, o es con el tiempo que sus respuestas se han ido forjando en mi mente, como si de verdad hubieran alcanzado mis oídos. A veces he llegado a creer que lo que sucedía es que había aprendido a leer en los labios de aquellas madres que casi siempre contestaban: No, hijo mío, que el polígono es peligroso, y luego, cuando regresaban a la conversación con otras madres, aclaraban: Imagina, quiere irse a jugar con el niño ese del polígono Pero si vive en una nave! Vete a saber tú en qué condiciones están allí. Si en lugar de una mujer era un hombre el que lo 20

22 recogía del colegio, la respuesta era más sencilla: Luego se lo preguntas a tu madre. Y así zanjaban la cuestión. También estaban los abuelos. Eran muchos los abuelos que esperaban en el patio al final de las clases para hacerse cargo de sus nietos. Esos ni siquiera contestaban, me miraban desde lejos, como si fuera un ser de otro mundo, humillado en mi rincón esperando noticias. A veces, si tenían el sol de cara, se llevaban la mano a la frente, a modo de visera, para poder verme mejor. Entonces fruncían el ceño extrañados, le hacían alguna pregunta al niño, y luego lo aferraban de la mano y se lo llevaban como si de pronto les hubiera entrado una prisa tremenda. Yo dibujaba, levantando de cuando en cuando la vista del cuaderno y, en el momento en que veía a mi madre atravesar la puerta del patio, lo guardaba todo en la cartera, me ponía de pie y me sacudía el fondillo del pantalón para quitarle los restos de arenilla. Al llegar ella a mi lado, yo ya estaba preparado para escapar de allí sin hacerla esperar. No le contaba nada, no le decía que ese día Manuel y yo, o Alfonso y yo, o cualquier otro niño y yo, habíamos planeado durante el recreo que a la salida de clase se viniera a jugar a casa, y que no le habían dejado. Con el tiempo comprendí que ella tampoco habría querido que viniesen. No quería que viesen a mi padre. 2 Y no es que yo fuera un niño extraño, ni que hubiera nada amenazante en mi persona. Tampoco en mi madre lo había. Yo era un chico normal, tal vez más aplicado que la 21

23 mayoría, más limpio también, pues me bañaba a diario y llegaba al colegio todos los días con las mejillas brillantes y la raya del pelo marcada con más cuidado que la de cualquier otro. Tampoco mis ropas eran distintas, ni muy caras ni muy baratas, con algunas camisas de marca a veces, aunque, eso sí, siempre de imitación. Mi madre, por su parte, siempre ha sido una mujer agradable y, en aquella época, guapa y joven. Muy guapa, habría dicho yo entonces. Hoy me conformo con decir guapa. Además era una persona culta, seguramente más que cualquiera de las otras madres o abuelas de las que se daban cita a la salida del colegio, pero ellas no podían saberlo. Quizá fuese eso lo único extraño que pudieran ver en ella, que no se demoraba hablando con unas y con otras en los corrillos que se formaban en el patio. Ella sólo me recogía, sin detenerse siquiera a saludar a las demás, igual que si estuviéramos los dos solos, y me llevaba de regreso a casa. Ya digo, nada había en ninguno de los dos que pudiera causarles temor. Sólo el lugar donde vivíamos. Era como vivir en tierra de nadie, allí donde sólo la gente más extravagante puede habitar, o quizás debían pensar que, si alguien vivía allí tendría que deberse a razones inconfesables. También suponía vivir allí donde las rusas. Si algo no faltaban en el polígono eran los bares y restaurantes. Locales que levantaban sus persianas metálicas a las seis de la mañana, con lo que no necesitábamos poner el despertador, y permanecían abiertos el día entero, salvo los sábados por la tarde y los domingos. Se comía bien en esos restaurantes, sobre todo en El Asador. Y es que, decía mi madre, la gente que trabajaba en el polígono necesitaba comer fuerte. Sobre todo carne, enormes cantidades de carne y platos de 22

24 cuchara en invierno. Judías, cocidos, potajes. Y de los bares, aquellos donde no servían comidas, salía por las mañanas un olor a churros recién hechos y a café cargado. Pero también estaba el bar de las rusas. Ese cerraba a la hora en que los demás abrían. Lo llamaban así, supongo, porque de él entraban y salían, a cualquier hora del día, mujeres muy rubias y delgadas que no parecían españolas y, si alguna vez llegabas a escucharlas hablar entre ellas, lo hacían en un idioma desconocido e incomprensible. No se parecía a ninguno que yo pudiera identificar, ni siquiera al inglés que estudiaba en el colegio ni al francés que mi madre me enseñaba en casa. Ellas también vivían en el polígono, como nosotros. Creo que dormían encima del bar, que se llamaba Pub Manhattan, en unas habitaciones que siempre tenían las ventanas cerradas y carecían de cortinas. A pesar de eso no se podía ver el interior. Los cristales permanecían velados por grandes láminas adhesivas de color negro con siluetas de bailarinas, de botellas de champán y copas soltando burbujitas, todas ellas plateadas. De modo que también vivíamos allí donde las rusas, y eso parecía asustarles más que ninguna otra cosa. Desde luego yo no lo entendía. Nunca nos hicieron nada malo. Ni siquiera nos dijeron nada que hubiera podido asustarnos, cuando Daniel y yo comenzamos a aventurarnos, las tardes de los sábados, por las calles y rincones del polígono, y nos entreteníamos observando desde alguna esquina la entrada del Pub Manhattan, o pasábamos cerca de ellas, como por casualidad, con la idea de averiguar qué lengua extraña era esa que utilizaban para entenderse. Con el tiempo, todo lo más, empezaron a decirnos lo guapos que estábamos, o 23

25 a prevenirnos sobre lo tarde que era y lo preocupadas que podían estar nuestras madres. Siempre con ese acento un poco áspero que a los dos nos fascinaba. La idea de pasar delante de las rusas fue, como todas las demás, de Daniel. Yo solo nunca me habría atrevido a tanto. Antes de que él llegara nunca salía sin mi madre. Todo lo más, y si el tiempo era bueno, me dejaba jugar en el pequeño patio de entrada a la nave. Era casi una prolongación de la acera, un espacio que muchos de los locales, el nuestro entre otros, mantenían cerrado con una pequeña verja. En el nuestro, además, había dos rosales y una adelfa. También un árbol alto y desgarbado que en verano ofrecía sombra a las ventanas del piso de arriba, donde vivíamos. Se trataba de una acacia que daba unas flores grandes y olorosas, cuyo perfume le encantaba a mi madre. Yo era incapaz de distinguirlo entre los olores de nuestra propia casa, el de la pintura y el aguarrás para limpiar los pinceles, o los que llegaban de otros edificios de la misma calle o de los alrededores. El olor pesado a aceite viejo de los talleres, o el de las sartenes de freír del Bar Tetuán, dos edificios más allá del nuestro. Para mi madre, en cambio, el árbol debía tener un significado especial. A veces decía que se parecía a mi padre, lleno de espinas que te impedían acercarte a él, pero cuando le daba por florecer, todo era fragancia y belleza. No comprendía yo entonces la comparación. Pensaba que tenía que ver con que la acacia también cubría con sus ramas, las tapaba incluso, las ventanas altas del estudio donde él trabajaba y que yo no llegaba a ver, pues no alcanzaba desde mi corta estatura. Eran apenas dos ranuras enrejadas en la pared de ladrillo, casi rozando el cielo raso de la planta baja. La luz que necesitaba le entraba por los ventanales del patio inte- 24

26 rior, pero allí no jugaba nunca. Estaba todo lleno de maleza, restos de pintura y lienzos viejos con el bastidor roto. Sólo una parte del patio permanecía despejada y siempre limpia, junto al muro de la derecha, lejos de los ventanales del estudio. Allí colgaba, de lado a lado, un alambre grueso y no demasiado tenso, que mi madre utilizaba para tender la ropa recién lavada. Tenía que estar fuera de la vista de mi padre, le molestaba su presencia como si el resto del patio hubiera sido un jardín hermoso con cuya visión pudiera deleitarse. Nadie más bajaba al patio nunca y, cuando mi madre lo hacía, primero gritaba pretendiendo avisarme, pero realmente era para que se enterara mi padre: voy a tender la ropa. Y cuando regresaba a la casa también anunciaba el final de su presencia en el patio con un ya he terminado en voz lo suficientemente alta como para que los dos lo escucháramos. A mi padre no le gustaba que lo vieran trabajar. Mi padre era pintor. 3 Tal vez hubiera debido empezar contando cómo era la casa. No es que tenga un interés especial, pero me sirve para situar mis recuerdos antes de contar la historia. Aunque regreso a ella todos los veranos, mientras estoy aquí, desde lejos, me cuesta recordarla. Y lo cierto es que cuando vuelvo tengo siempre la sensación de haber pasado fuera apenas unos días. 25

27 Ahora tengo una visión seguramente distinta a la de entonces, pues ninguna parte de ella me está vedada. Entonces la casa para mí era sólo la parte, digámoslo así, habitable, el piso de arriba. Ni siquiera tenían una puerta en común. El estudio (a veces también lo llamábamos el taller, pero sabíamos que eso a mi padre no le gustaba) tenía un gran portón metálico de color verde, por el que podía entrar el camión que, cada quince días, venía a llevarse el trabajo terminado. Sólo se abría en esas ocasiones. Habitualmente mi padre entraba por la pequeña puerta que se recortaba en una de sus hojas. Para entrar en la casa estaba la otra puerta, casi pegada a la del estudio, también metálica pero de color marrón. Nada más abrirla, justo donde años más tarde se rompería el tabique para comunicar el estudio con la vivienda, un pequeño espacio permitía que tuviéramos una percha para los abrigos, un paragüero y un espejo, en el que mi madre se repasaba de arriba abajo antes de salir a la calle. Se estiraba la ropa, se recolocaba el cabello siempre tirante y recogido en una gran coleta, y fruncía los labios para asegurarse de que el carmín quedaba bien repartido. A su lado, a mí me gustaba hacer muecas imitándola, y también me pasaba las manos ajustándome el pantalón o marcándome más aún la raya del peinado. Ella me miraba y se reía, y entonces movía la cadera para desplazarme con un golpe que me hacía desaparecer del reflejo del espejo. Qué tonto eres! me decía siempre antes de salir. Allí mismo nacía la escalera que subía hasta la vivienda, y en el hueco que formaba por el recodo a media altura, todavía guardaba la sillita de bebé en la que me paseaba no hacía tanto tiempo. Parecía que esperara que un día yo 26

28 volviera a ser pequeño, que desaprendiera el mecanismo de caminar y tuviera que volver a utilizarla. Nunca pensé que pudiera nacer otro niño que la necesitara, jamás se me ocurrió la idea. El piso de arriba, que ocupaba la misma superficie que el estudio, no era distinto a cualquier otra vivienda. El rellano se prolongaba en un breve pasillo que hacía las veces de distribuidor y tenía cinco puertas. Una, enfrente según se llegaba, que era la del baño. A la izquierda, con las ventanas al patio trasero, estaban la pequeña cocina, donde comíamos y cenábamos mi madre y yo casi a diario, y la sala de estar, donde cabían, no sin esfuerzo, un tresillo, un mueble librería abarrotado de volúmenes de lomos desgastados en doble fila y con un televisor más viejo que nuevo en el centro, junto con el equipo de música, tal vez el bien más preciado de mi madre; también una mesa grande arrimada a la pared, que sólo se separaba en las grandes ocasiones en que comíamos o cenábamos allí. Esa fue mi mesa de estudio durante todos aquellos años. Allí dibujaba o hacía las tareas escolares mientras mi madre releía sus libros escuchando música al mismo tiempo. Los suyos eran libros enormes y gruesos, que a mi me parecía imposible que pudieran leerse en el breve tiempo que dura una vida. Para jugar, en cambio, utilizábamos la mesita baja del tresillo. En ocasiones ni siquiera recogíamos el tablero de parchís durante días enteros. Sobre todo cuando llovía o en lo más crudo del invierno. Acostumbrado a esa distribución, nunca me llamó la atención que la sala de estar la hubieran instalado en la zona interior de la casa, y que fueran los dormitorios los que die- 27

29 ran a la calle, al contrario de lo que había visto en los pocos pisos de compañeros de clase que había visitado alguna vez, o en el de los abuelos, a los que solíamos visitar, siempre solos mi madre y yo, los domingos por la tarde. Lo entendí después. Nuestra calle, demasiado ruidosa durante el día por el tránsito de camiones, el jaleo de la carga y descarga de mercancías y los gritos de los camioneros y los empleados de las empresas del polígono, al llegar la noche era, en cambio, un lugar silencioso y vacío por el que nunca pasaba nadie. Por lo demás, no se diferenciaba en nada de cualquier otra vivienda. Tenía radiadores adosados a las paredes, muebles viejos pero de buena calidad, que nos regalaron los abuelos cuando renovaron los de su casa, y enormes cortinas en todas las ventanas. Las más feas eran las mías, o así me lo parecía a mí, con dibujos demasiado infantiles, como también lo era el estampado de las paredes, pintado pacientemente por mi madre cuando yo aún estaba en la cuna y compartía la habitación con ellos. Hoy todavía están allí los caballitos de mar y los peces azules, flotando sobre las olas que nacen a media altura en la pared. Pero ya no me disgustan. Aprendí a verlos de otra forma, no como la decoración infantil de una madre ilusionada, sino como lo único que ella podía pintar entonces. En ocasiones, temo que a mi regreso en vacaciones ya no estén las ballenas y las estrellas de mar, que mi madre haya aprovechado mi ausencia para pintar las paredes y esta vez, en lugar de repasar los viejos motivos como había hecho durante años, cada vez que consideraba que necesitaban una nueva capa de pintura, lo haya hecho considerando que soy mayor y que ya no me corresponde algo tan pueril. Sin 28

30 embargo, ahora más que nunca disfruto contemplando los dibujos, y a veces me duermo imaginando historias en el fondo del mar. Las cortinas más bonitas, las que más cuidaba mi madre y se enfadaba si jugaba a enredarme con ellas, por si las rompía o las ensuciaba, eran las de la sala de estar. También continúan allí, aunque descoloridas y viejas. A pesar de que la habitación tiene sólo una ventana, a la altura de la cintura de un adulto, las cortinas cubren la pared entera, de un lado al otro y del techo hasta el suelo. Y tienen estampadas enormes amapolas rojas con los tallos verdes. A mi madre le encantan las amapolas. 4 De los otros habitantes del polígono, a los que mejor recuerdo y recordaré por siempre, supongo, son el señor Andrés y su mujer, Engracia. Y si tanto los recuerdo es porque gracias a ellos, o tal vez a su pesar, tuve un amigo con el que jugar al menos durante algunos sábados que se me hicieron los más cortos de mi vida. El único niño que, de vez en cuando, entró en mi casa y merendó sentado en nuestro sofá mirando la televisión junto a mí. El señor Andrés vivía con su mujer en la misma calle que nosotros, en la parte de enfrente. Nunca se me dio bien calcular las distancias, de modo que si digo que había trescientos metros desde su nave hasta la nuestra, es posible que apenas fueran cien. Lo mismo da. El caso es que estábamos lo bastan- 29

31 te cerca como para que existiera entre nosotros una relación parecida a la de vecindad, aunque incluyera poco más que los breves saludos obligados cuando nos cruzábamos con ellos, lo que sucedía casi todas las tardes al regreso del colegio. Era siempre a la misma hora, cuando el sol de invierno muestra su clemencia para con los cuerpos más deshabitados, cuando el señor Andrés aparecía en una esquina soleada empujando la silla de ruedas de su mujer, y se quedaba allí, a su lado, hasta que la sombra se iba apoderando de su rincón, y decidía que había llegado el momento de regresar a casa. Permanecían allí sentados en silencio, sin necesidad de más lenguaje que las atenciones que el anciano le prodigaba a su mujer, impedida física y mentalmente. Él abría una pequeña silla de tijera que llevaba colgada al hombro y, muy despacio, desmenuzaba en su mano una madalena que había sacado de una bolsa de plástico que pendía de uno de los asideros de la silla de la señora Engracia. La misma de la que había sacado la servilleta que le extendía sobre las rodillas inútiles, para proteger la falda oscura que se las ocultaba. Después, cuando había apurado hasta la última miga de la palma de su mano, introduciéndolas con mimo en la boca de su mujer y ayudándole a tragarlas con minúsculos sorbos de agua, abría un yogur y, con una cucharita de café, se eternizaba llevándole a los labios secos diminutas porciones del contenido del vasito de plástico. Al final, sacaba del bolsillo su propio pañuelo perfectamente doblado, y le limpiaba las comisuras de los labios con la delicadeza de quien está realizando la labor más importante de su vida. Tardé muchos años en comprender que el beso que el señor Andrés le daba a su mujer al término de la merienda, 30

32 justo antes de recoger la bolsa y la silla de tijera y regresar a su casa, contenía, en un gesto tan sencillo, todos los besos que los dos se habían dado a lo largo de toda su vida en común. Algunos, seguro, apasionados y previos a otros actos de amor más impetuosos, pero no por ello más definitivos; otros solamente de cariño y algunos, supongo que también, de reconciliación o de perdón. Yo los miraba abstraído. Los movimientos lentísimos y torpes con los que él se levantaba, sacudía las migas de la servilleta y luego, cuando todo estaba recogido, encorvado hacia adelante en una postura que le pertenecía ya para siempre, le cogía la cara con las dos manos y dejaba sus labios durante largos segundos sobre los labios cerrados en inmóviles de ella. Su mujer le respondía con una levísima sonrisa de agradecimiento, seguramente el esfuerzo mayor de que era capaz, y después de que él le pasara la mano por los cabellos blancos, tratando de recomponer lo que el aire había descolocado, regresaban a su casa muy lentamente pero con expresión feliz, como si los rayos de sol que les había calentado el cuerpo durante ese rato, los llenara de la energía suficiente para sobrevivir un día más. La primera vez que estuve en su casa descubrí que la silla de ruedas permanecía siempre aparcada, igual que mi sillita de paseo, en el hueco de la escalera que subía hasta el piso donde vivían, demasiado parecido al nuestro. Y comprendí que, tarde tras tarde durante los largos inviernos, y noche tras noche en los insoportables veranos de esta tierra ardiente, el señor Andrés, que apenas poseía ya la fuerza suficiente para arrastrar sus propios huesos, visibles casi detrás de su pellejo arrugado, se las arreglaba para bajar y subir el cuerpo inerte de su mujer por la empinadísima escalera. 31

33 La nave en la que vivían servía de almacén para una cadena de tiendas propiedad del hijo de ambos, que los había instalado en el piso de encima con el fin de que sirvieran algo así como de vigilantes nocturnos. Con el sueño perdido desde hacía años, el señor Andrés sabía que, si escuchaba ruidos extraños en el almacén durante la noche o cualquier día de fiesta, no tenía más que marcar el número de teléfono que tenía escrito en caracteres enormes en un cartel clavado en la pared, y la policía acudiría de inmediato. La luz de la sala de estar de los ancianos permanecía encendida la noche entera. No sé si servía para velar los insomnios de los abuelos de Daniel, o como simple advertencia para cualquiera que hubiera pensado en asaltar el almacén aprovechando la oscuridad. De lo que sí estoy seguro es de que, a pesar de su edad y de su escasa consistencia, el señor Andrés habría defendido las posesiones que tenía encomendadas con el mismo empeño con el que cuidaba de su mujer. Las virtudes de celador del anciano, se le debieron revelar a su hijo de mayor utilidad cuando Daniel cumplió la edad suficiente como para valerse por sí mismo. Así, durante los fines de semana y algunas otras vacaciones cortas, que sus padres aprovechaban para premiarse con breves viajes de descanso, empezaron a dejar al niño al cuidado del abuelo, que se las veía entonces ante el deber de cuidar de su mujer y de su nieto. No prescindía por ello del paseo empujando la silla de ruedas, y durante algunos sábados le pude ver a los tres en la esquina que unía nuestra calle con la principal del polígono, la más ancha de todas, atestada los días de diario por camiones y furgonetas de reparto, y transitada los fines de semana apenas por algunas personas que caminaban aprisa embutidas en un chándal. 32

34 Allí los observaba yo, desde la ventana de mi habitación, tal vez envidiando al niño que, mientras la abuela deshacía los pedacitos de madalena en su boca desdentada, hacía correr alrededor de la figura que formaban los dos ancianos, un coche rojo dirigido a distancia. Me había acostumbrado a contemplar a los abuelos todas las tardes, masticando sin prisa el bocadillo de mi merienda y, desde la primera vez que vi a Daniel, acercaba una silla a la ventana para mirarlos con mayor comodidad. Otros niños veían los dibujos animados de la televisión, pero yo prefería entretenerme con esa escena en la que nunca sucedía nada. Debió ser al tercer o cuarto sábado de repetirse, cuando mi madre entró en la habitación para llevarme un vaso de leche y se quedó mirando la calle por encima de mi cabeza. Me atusó el cabello, un poco largo ya para su gusto, y me preguntó qué hacía. Nada le dije volviéndome para coger el vaso de su mano -. Miro. Enseguida comprendió qué era lo que yo miraba, y su rostro pareció preocupado. Desde cuándo está el niño con ellos? Me preguntó sin dejar de prestarles atención. No está siempre le respondí -, sólo algunos sábados. Bébete la leche me ordenó al tiempo que salía resuelta de la habitación. Al cabo de un rato la vi atravesar la calle y dirigirse hacia la esquina donde el sol comenzaba ya a desaparecer. Pude ver cómo le ofrecía algo al niño, un caramelo tal vez, y se agachaba para decirle algunas palabras a la anciana, seguramente de ánimo, aunque lo más probable es que ella no las comprendiera, pues no cambió la expresión de su rostro. 33

35 Después comenzó a hablar con el señor Andrés al tiempo que señalaba la ventana en la que yo me asomaba. Reconocí los gestos de él, agradeciendo pero negando. Mi madre insistió señalando alternativamente a Daniel y a mi ventana y, al final, el abuelo llamó al niño, que recogió el coche y se cogió de la mano de mi madre. Poco después los dos entraban en mi habitación y mi madre nos presentaba con más formalidad de la que la situación y nuestras edades requerían. Nico me dijo, este es Daniel. Luego lo miró a él y añadió Daniel, este es Nico. Desde ahora vais a ser buenos amigos. Entonces salió a buscar otro vaso de leche para mi nuevo compañero. Daniel miró unos instantes a su alrededor, como si quisiera analizar la habitación hasta el mínimo detalle. Se detuvo observando los peces y las estrellas de mar de la pared, y debió llamarle la atención un dibujo mío que estaba pegado en la puerta del armario con cuatro trozos de cinta adhesiva. Representaba a dos animales casi idénticos con una única diferencia: uno tenía una joroba y el otro dos. Este es un camello y este un dromedario le expliqué señalándolos alternativamente. Sólo se diferencian por el número de jorobas. Ya lo sé me respondió ofendido, sentándose en el borde de mi cama, ya estoy en cuarto curso. Yo estaba en quinto, con lo que era un año mayor que él, aunque cualquiera que nos hubiera visto juntos habría creído lo contrario. Daniel, de mi misma estatura más o menos, tenía una expresión más adulta, más inquieta. También sus movimientos y su seguridad en un terreno que le era 34

36 ajeno, reflejaban una madurez superior a la mía, a lo que contribuía además su modo de vestir, con ropa que ostentaba en sus dibujos e insignias las marcas de moda que el padre debía vender en sus tiendas, las zapatillas de deporte impecables, y el peinado acartonado con algún producto que lo mantenía de punta haciéndole parecer aún más alto. De pronto se echó hacia atrás en la cama y emitió un sonoro suspiro de resignación. Esto es un coñazo dijo. Yo permanecía en silencio. Debo admitir que, al saber que era menor que yo, me había sentido seguro por un instante, superior a él. Después, al ver cómo se desenvolvía, sobre todo al oírle hablar, tuve que aceptar que iba a ser él quien mandara entre nosotros. Luego comenzó a acariciar el coche como si fuera el bien más preciado del mundo, y me lo mostró sin ofrecérmelo. Es igual que el de mi padre me aclaró, un Alfa Spider. Descapotable, como el suyo. Me lo regalaron en la misma tienda donde se lo compró, se llama concesionario. Eso lo sabía yo de sobra. Lo sabía por los anuncios de la tele y los de la radio, pero sobre todo porque en nuestro polígono los había de varias marcas. Abenauto, decía el cartel de uno de ellos y debajo añadía: Concesionario Ford. En otro podía leerse: Concesionario de Automóviles Hyundai, y en casi todos ellos se repetía la misma palabra. A punto estuve de explicárselo, todas las tiendas de coches se llaman concesionario, no sólo las de Alfa Spider. De hecho, todo el mundo sabe que los sitios donde se venden los coches no se llaman tiendas, sino concesionarios. Me habría colocado un puesto por delante de él, de algo me tenía que servir estar en un curso por encima del suyo. Pero en 35

37 ese momento entró mi madre con el vaso de leche y temí que no le gustara mi comentario. Daniel se bebió la leche de un solo trago y después se limpió las comisuras con la lengua. Depositó el vaso vacío sobre la mesita de noche y se puso en pie. Crees que tu madre nos dejará salir a jugar fuera? Me preguntó. Negué con la cabeza. Entonces vamos a ver la tele ordenó encaminándose hacia la sala de estar, sin dudar un momento. Yo lo seguí, obediente. 5 Pero no siempre vivimos aquí. Antes de trasladarnos a la nave, hubo un piso en algún lugar de otra ciudad del que, aunque cueste creerlo, aún recuerdo algunas cosas. No sé cuales pertenecen realmente a la memoria y cuales a la imaginación, cuántas de ellas las retengo tal cual eran y cuántas las he recreado a partir de las primeras o de lo que pude escuchar a mis padres en algún momento. En pocas ocasiones en cualquier caso, pues era algo de lo que casi nunca se hablaba en casa. Si alguna vez se hacía referencia a esa etapa de nuestra vida, era en los momentos en que mi padre permanecía sereno, cuando la acacia echaba flores que, según mi madre, lo perfumaban todo. Y casi siempre la conversación comenzaba con la misma frase. Mi padre miraba al techo, sentado 36

38 en una silla de la cocina mientras comíamos o cenábamos, y comenzaba a decir: Cuando estaba en el colegio Se refería a los primeros años de mi vida, cuando vivíamos aún en Salamanca y mi madre no había terminado todavía sus estudios. Debió ser el inesperado embarazo lo que obligó a mi padre a terminar los suyos, después de muchos años deambulando de una universidad a otra. En cuanto consiguió superar las asignaturas que aún le quedaban, y gracias a la intervención de mis abuelos, le habían contratado para dar clases de dibujo en un colegio privado, donde supongo que permaneció poco tiempo. Si lo creo es porque, como decía, mis recuerdos son pocos y confusos, y porque la sillita de niño en la que me llevaban de paseo, permaneció mucho tiempo todavía a los pies de la escalera. Por eso pienso que, cuando nos instalamos en el polígono, apenas debía caminar con soltura. En aquel piso me familiaricé con el olor de los óleos y de la trementina, de la cola para preparar los lienzos, con el ir y venir de jóvenes estudiantes, compañeros de mi madre y alumnos de mi padre. Esto lo supe más tarde. Cuando salió del colegio, aún intentó mantenernos un tiempo dando clases particulares, pero cuando mi madre se licenció lo recogieron todo y nos vinimos aquí, donde podíamos disfrutar del apoyo moral, y sobre todo económico, de los abuelos paternos. En sus momentos de floración, mi padre, Anselmo, hablaba de la época del colegio como de una penitencia por la que hubiera tenido que pasar. Su fuerza creadora, su genio, parecía haberse visto resquebrajada con la obligación de enseñar las técnicas más elementales de la pintura a un puñado de adolescentes perturbados. Supongo que siempre 37

39 trató de creer, y de hacer creer a los demás, que en un ataque liberador, en un momento de lucidez absoluta, había reunido el valor necesario para dejar un trabajo burgués y alienante para dedicarse por entero al arte. Descubrí la verdad más tarde, cuando, una tarde de domingo en que habíamos ido mi madre y yo a visitar a los abuelos, la abuela Matilde deslizó, como sin darse cuenta, un sobre con dinero entre las manos de mi madre. Hasta entonces yo no había comprendido, o no había querido comprender ese gesto tantas veces repetido. Mi madre apretó el sobre crispando los dedos, simulando que no había ocurrido lo que acababa de suceder, y miró al suelo apartando su vista de la mía. Si no hubieran echado a Anselmo del colegio de Salamanca dijo la abuela Matilde y luego suspiró. Mi madre y Anselmo (a veces lo llamo por su nombre, así me resulta más fácil enfrentarme a su fantasma) alquilaron la nave para que él pudiera desarrollar su espíritu creador lejos del nocivo contacto con la gente corriente. Desde entonces mi padre pasaba la mayor parte del tiempo en el almacén de abajo, entre caballetes y pinturas, y mi madre y yo en el piso de arriba, viviendo una vida lo más parecida posible a la de la gente normal. 6 No me cabe duda de que Anselmo, mi padre, lo intentó. Intentó con todas sus fuerzas abrirse camino en el mundo del arte y alcanzar la fama. Ese era su mayor deseo. 38

40 Comprendo que, cuando hablo de mis padres, no tengo derecho a hacer afirmaciones tajantes sobre qué pensaban, o cuáles eran sus deseos o sus penas. Hablo como si ellos me hubieran puesto al corriente de sus motivos más íntimos, pero lo cierto es que ninguno de los dos lo hizo jamás. A mí había que preservarme de todo ello, mantenerme al margen. Pero fue mucho el tiempo de soledad en esa casa, muchos los momentos que pude dedicar a pensar en la actitud de cada uno de ellos, a macerar dentro de mí cualquier discusión, cualquier frase de las que iba recogiendo. Y, sobre todo, a observar sus vidas cotidianas. Por eso hablo igual que si hubiera sido un espectador callado, oculto en las sombras de un patio de butacas, y con tiempo suficiente para tomar nota de todo. De modo que sé que cuando mi padre aceptó la ayuda de los abuelos para alquilar la nave y trasladarse con toda su familia a esta ciudad pequeña y más bien triste, lo hizo convencido de que no tardarían en salir de su estudio los cuadros que completarían su primera exposición. Y de ahí, el salto al éxito y al reconocimiento internacional sería tan sólo un trámite. Si llegó a pintarlos o no, o si fueron los primeros en terminar despedazados en el patio trasero, lo desconozco. Los abuelos continuaron pagando todos nuestros gastos durante mucho tiempo, y aún después, cuando Anselmo consiguió un trabajo medianamente remunerado, todavía deslizaban entre las manos de mi madre algunas cantidades que justificaban, para mitigar la humillación, como regalos para el niño, es decir, para mí. Para que le compres ropa. Decía, por ejemplo, la abuela el primer domingo de cada mes. O bien: 39

41 Para su cuenta, para que podáis pagarle los estudios. En esos momentos el abuelo Félix se revolvía en su sillón de orejas, donde simulaba mirar la televisión ajeno a la conversación de las mujeres, y añadía: Sí, pero que estudie algo serio. Lo que quería decir era que no estudiara Arte, como mis padres, si no Derecho, como él. El abuelo Félix había roto la cadena que unía a los dos Anselmos de la familia, a su propio padre y al mío. Los dos habían compartido, además del nombre, la pasión por la pintura. El primero, mi bisabuelo Anselmo, había alcanzado cierta reputación durante los años de la dictadura de Primo de Rivera, y la había mantenido después, hasta que el estallido de la guerra lo llevó a una de esas fosas comunes que comenzaban a investigarse por aquel entonces. Mi padre estaba seguro de poseer, por herencia genética, las mismas facultades del pintor famoso que, según decían, había expuesto en los grandes salones de toda Europa e incluso en los Estados Unidos. Qué genes ni qué leches! bramaba el abuelo Félix, que se consideraba culpable del destino de su hijo por el mero hecho de haberle puesto, como él decía, nombre de pintor. Luego se pasaba, crispado, la mano por la boca abarcando toda la mandíbula, y concluía: Mi padre tampoco sabía pintar, si no hubiera sido por la política y los políticos que lo ayudaron tanto, no hubiera ganado un duro en toda su vida. Sólo fue un pintorcillo de moda entre los ricos del momento. A pesar de todo, el dinero que dejó a su muerte el pintor de moda, había bastado para que todos sus hijos, incluido mi abuelo, se abrieran camino en el difícil mundo de la posguerra. 40

42 Había algo que me llamaba la atención de una manera especial, entre las muchas cosas que el abuelo Félix le reprochaba a su hijo: que no llevara reloj. Cuando mi madre y yo íbamos a visitarlos los domingos por la tarde, antes incluso de darme un beso, me cogía la muñeca y comprobaba que llevara puesto el reloj que él mismo me había regalado. Después miraba el suyo y se aseguraba de que los dos marcaran exactamente la misma hora. Si la sincronización no era perfecta, hacía un gesto de desagrado chasqueando la lengua, me soltaba la correa y corregía el error de mi reloj, nunca era el suyo el que fallaba, antes de volver a ponérmelo. Si, por el contrario, las agujas de los dos tenían idéntica posición, me premiaba atusándome el cabello y metiéndome en el bolsillo algunas monedas. Para tus gastos decía, que ya eres un hombre. Así que, cada domingo, antes de salir de casa para la visita semanal, mi madre sacaba el reloj del cajón de su mesita de noche, donde lo guardaba mientras tanto pues era demasiado bueno y caro como para dejar que me lo llevara al colegio, y al entrar en casa de los abuelos yo iba con el brazo por delante, como en un saludo fascista, para que el abuelo pudiera realizar su inspección, que siempre, fuese conforme o no el resultado, concluía con la misma frase en referencia a Anselmo, su hijo: Qué se puede esperar de un hombre que no lleva reloj? se preguntaba a sí mismo. A pesar de ello continuó ayudándole hasta el final. Fue el abuelo Félix quien le consiguió el trabajo que nos permitía vivir, gracias a un cliente suyo, socio de una empresa de venta de muebles que tenía varios establecimientos repartidos por todo el sur de la península. 41

43 Era una de esas empresas que te amueblan el piso completo, si quieres, y hasta te lo decoran, y organizan sorteos entre las parejas de novios que van a casarse ese año. Las tiendas siguen existiendo, yo he visitado alguna de ellas, y lo mismo montan una cocina que el dormitorio principal o el salón de la casa, con un muestrario de exposición que incluye falsos lomos de libros por metros, televisores de plástico colocados en el centro de enormes muebles librería, y ordenadores de ficción en los dormitorios de los niños. También continúan vendiendo cuadros originales. Es decir, cuadros pintados a mano y en serie con firmas que nadie reconoce y que representan siempre el mismo tipo de escenas. Y siguen siendo tan espantosos como los que pintaba mi padre. Porque en eso consistía su trabajo: en pintar decenas de cuadros por encargo para vender a precios más que asequibles en las tiendas de muebles. Cada quince días, y con una precisión digna del reloj de mi abuelo Félix, un camión de mediano tamaño, con el nombre de las tiendas rotulado en ambos lados de la caja, hacía sonar la bocina a las puertas del almacén de mi padre. Era el único momento en que el portón verde metálico se abría de par en par. El camión entraba hasta la mitad, por lo que yo nunca pude ver, aunque observaba la operación asomado a la ventana de mi cuarto, las cosas que subían o bajaban. Pero puedo decir con detalle en qué consistían. Primero descargaban los lienzos en blanco para el trabajo de la próxima quincena, todos ellos de medidas normalizadas y bastidores de chopo. La empresa también aportaba los materiales, pinturas, pinceles y cualquier otra cosa que necesitara. Después cargaban los trabajos concluidos, para llevarlos a la fábrica donde montaban los marcos. 42

44 Casi siempre en la calle, y eso ya podía verlo yo, el conductor le entregaba unos papeles a mi padre, los firmaban los dos, y cada uno se quedaba con su copia. Eran los albaranes de entrega, que repasaban punteándolos. Pero también los encargos para la entrega siguiente. Una parte de los cuadros los decidía mi padre, siempre dentro de un catálogo de motivos acordados previamente. Había escenas de caza con ciervos que mostraban cornamentas enormes, o jabalíes que hocicaban bajo una encina; también naturalezas muertas con perdices colgadas de un gancho para los formatos más pequeños. Otros mostraban desnudos, casi siempre de espaldas, de mujeres sentadas en sillas de madera, o reclinadas en una cama oteando un horizonte rojizo de puesta de sol; o de frente, mostrando el pecho perfecto y redondo, a veces velado por largas cabelleras morenas, que querían parecer de Romero de Torres. También estaban los dípticos de motivos geométricos y colores planos para las parejas de gustos contemporáneos, o las marinas con barquitos lejanos para los que añoraban el mar. Los demás venían detallados en el pedido que le dejaba el conductor del camión: dos escenas parisinas en lienzos de sesenta por cuarenta, una con la Torre Eiffel y la otra con el Moulin Rouge; una copia en gran formato de Los Borrachos de Velazquez, para un bar de nueva apertura; una escena flamenca en el Patio de los Leones de la Alhambra. También estaban los encargos personalizados, para los que aportaban las fotografías necesarias. Creo que estos eran los que más le dolían a mi padre, pero también los que aportaban unos ingresos mayores, pues cada trabajo tenía su propio precio. A veces tenía que realizar un desnudo andaluz, semejante a muchos otros, pero con el rostro de la 43

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