Ana María Shua. El peso de la tentación. hemecé

Transcripción

1 Ana María Shua El peso de la tentación hemecé

2 Shua, Ana María El peso de la tentación.- 1ª ed. Buenos Aires : Emecé Editores, p. ; 23x14 cm. ISBN Pesaje 1. Narrativa Argentina I. Título CDD A , Ana María Shua Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo 2007, Emecé Editores S.A. Independencia 1668, C 1100 ABQ, Buenos Aires, Argentina Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta 1ª edición: agosto de 2007 Impreso en Buenos Aires Print, Anatole France 570, Sarandí, en el mes de julio de Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. IMPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley ISBN: Por cuánto tiempo firmaste? susurró una voz a sus espaldas, con un extraño sonido bisbiseante. No se atrevió a darse vuelta para contestar. Se movía con dificultad, paso a paso, a medida que el sonido le informaba sobre el avance de la fila, extendiendo los brazos para no tropezar con la mujer que tenía delante. Le habían vendado los ojos con una eficaz banda negra que no permitía el paso de la luz. Como en una pesadilla, estaba desnuda entre la gente. Pero sabía que las otras mujeres, a las que no podía ver, estaban también desnudas. Y en las pesadillas los demás suelen estar vestidos. A ver, gorditas dijo una voz afectuosa. A ver si se mueven un poquito más rápido así vamos todas a desayunar. En la sala no había aire acondicionado y el calor de los cuerpos recalentaba el ambiente. Marina sentía que el sudor se volcaba en lentas cascadas, gotas

3 8 El peso de la tentación amontonándose en los pliegues de su carne para caer después chorreando por todo su cuerpo. Yo firmé por seis meses, vos cuánto tiempo te quedás? insistió la de atrás con una dicción extraña, como si hablara sin separar los dientes. Silencio! esta voz era menos amable y tenía un timbre chirriante. Qué se creen, vacas, que mover la lengua consume calorías? Marina sabía muy bien lo que le esperaba en Las Espigas. Sabía que internarse allí era parte del castigo por estar gorda, sabía que muchas otras formas de castigo la esperaban y que había pagado por ellas. Mucho dinero. Bajó la cabeza. Estaba llegando a la balanza. Aun las situaciones que parecían de puro goce sádico tenían su sentido en Las Espigas. Los gordos tienen tendencia a premiarse (con comida) cada vez que logran un pequeño descenso de peso. Y se desalientan (y comen de más) cuando no bajaron todo lo que esperaban. El establecimiento llevaba un registro diario del peso de los internados, y una vez por semana les informaba cuánto habían perdido. Todas las mañanas, antes del desayuno, los pesaban desnudos y con los ojos vendados. Pero cómo podríamos hacer, estando internados, para comer de más? No nos van a dar las porciones justas?, había preguntado Marina unos días antes de ingresar, cuando le explicaron el sistema. Algo a favor de Las Espigas: nunca la habían engañado. Ana María Shua 9 La Tutora, una mujer delgada de anteojos, la había mirado con desprecio, sin contestar a su pregunta. Todo el personal de Las Espigas era delgado. Mantener un cierto índice de masa corporal debía ser una exigencia de sus contratos de trabajo. No hablamos de Internados, le dijo, preferimos llamarlos Acampantes. Había llegado a la balanza. A ver, gordita, levantando la patita como si fuera un escalón. Muy bien, así. Salvo la ceremonia del pesaje, el resto de las actividades eran compartidas por hombres y mujeres. Sin embargo, en las mesas de desayuno no se mezclaban. Las mujeres o los hombres? preferían sentarse separados, sobre todo a las seis de la mañana. Controlados por las Tutoras, habían empezado por tragar con un vaso de agua las vitaminas, más las pastillas de potasio y de magnesio, destinadas a compensar la falta de minerales en la dieta de inanición a la que estaban sometidos. Marina tomaba un té con edulcorante (al menos podía beber todas las tazas de té que quisiera), mirando con pena su yogur descremado, que le parecía desoladoramente chico, destinado a desaparecer en un solo bocado, cuando escuchó otra vez esa dicción inconfundible, la voz bisbiseante abriéndose paso entre los dientes apretados. Era la mujer sentada a su izquierda, una chica joven que respiraba con esfuerzo a través de los kilos de grasa que le pesaban sobre el pecho, y modulaba las palabras

4 10 El peso de la tentación con los labios para hacerse entender a través de los dientes. Absorbía el yogur con una pajita. Vos sos nueva, no? Firmaste por tres meses? Yo soy reincidente. Una Enrejada. Me llamo Alelí, hay cosas peores. Alelí le dedicó una amplia sonrisa. Los dientes de adelante brillaban ansiosos, como si estuvieran tratando de escapar de la jaula de alambre que mantenía aprisionadas las muelas. Te da impresión? En otra época te enyesaban, eso era más incómodo porque no se podía hablar. Ahora nos cosen las mandíbulas con alambre, qué buena idea, no? Vos sos la nueva que estaba delante mío en la fila de pesaje, no? Cómo me reconociste? No tenías los ojos vendados? Bueno, con el tiempo se aprende a espiar un poquito, con el tiempo todo se aprende. Vos aprendiste demasiado le dijo una señora sentada en frente, en tono de broma y reprobación al mismo tiempo. Y agregó, para Marina: Que no exagere: no les cosen las mandíbulas, les pegan grampas en las muelas, tipo ortodoncia, y se las atan con alambre. Y cómo te lavás los dientes? se le ocurrió a Marina, fascinada. Enjuague bucal. Pero no te preocupes, porque tampoco le puedo echar el aliento a nadie se rió Alelí. Hombres y mujeres estaban vestidos igual, con Ana María Shua 11 el uniforme de verano de Las Espigas: un pantalón amplio, con elástico en la cintura, una camisa de mangas cortas, de algodón liviano, con escote en ve y sin botones, que se ponía por la cabeza, zapatillas cómodas y frescas, de lona. Como monjes que ingresaban en un monasterio, no les estaba permitido llevar consigo casi nada de la vida en el mundo exterior, el reino del pecado. Entre los uniformes había muchos colores disponibles y cada uno podía elegir el que se le diera la gana, excepto el negro. Basta de ropa negra, decía el Profesor en los Grupos. Basta de gordos que se visten de «negro adelgazante». Era agradable entrar a un lugar donde había de verdad todos los talles. Marina eligió un uniforme verde y enseguida notó que no tenía bolsillos. Pero qué incómodo protestó. Todavía no te imaginás qué incómodo le dijo una mujer muy mayor, bastante alta, con una cicatriz en la barbilla, que debía pesar unos ciento veinte kilos. La gente no se da por vencida. A ninguna edad, pensó Marina, sin alegría: había tenido la ilusión de que alguna vez sería lo bastante vieja como para que no le importara, como para comer sin límites. Pero cuando se terminaban las consideraciones estéticas empezaba la exigencia de las arterias, el llanto de las articulaciones. El salón comedor producía una impresión de alegría, con todos esos colores vivos distribuidos al azar en las mesas redondas para ocho personas. Ha-

5 12 El peso de la tentación bía algunos hiperobesos, muchos gordos como Marina y una cantidad pequeña pero notable de personas con un leve exceso de peso o incluso delgadas, que usaban uniformes blancos. No sabía que aquí aceptaban anoréxicas comentó, con cierta indignación. Las demás mujeres de la mesa se echaron a reír. Ya las vas a escuchar, esta noche, a las anoréxicas le dijo Alelí. El desayuno duró apenas veinte minutos muy ajetreados en los que se habló poco: todos trataban de tomar la mayor cantidad posible de té. Por el ventanal del salón comedor se veía una amplia extensión verde con pequeñas lomas, como un campo de golf, interrumpida aquí y allá por los bebederos, con sus bidones azules llenos de agua purificada, y las casetas blancas de los baños químicos: la dieta de Las Espigas exigía un mínimo de cuatro litros de líquido por día. Daban ganas de acariciar el césped bien cortado. Una doble cerca de alambre tejido alrededor de todo el perímetro delimitaba un corredor por el que corrían y ladraban los rottweilers que formaban parte del sistema de seguridad. Además del puesto de guardia a la entrada, había torretas de vigilancia cada cincuenta metros, pero sólo se ocupaban de noche. A la izquierda estaban las barracas y al fondo se divisaba el Pabellón de la Naranja Mecánica. Un grupo de personas avanzaba en formación, a paso de marcha, coreando un estribillo, como en Ana María Shua 13 las películas que muestran el entrenamiento de los marines yanquis. Cuando se estaban levantando de la mesa, con un movimiento inesperado y veloz, Alelí tomó un envase vacío del yogur y se lo guardó debajo de la camisa, sostenido por el elástico del pantalón. Marina se preguntó cuántos más se habían dado cuenta, pero no pudo adivinarlo en las caras indiferentes. La dirección de Las Espigas sabía cómo optimizar el rendimiento de lo que pagaban los Acampantes: una parte de la actividad física era simplemente trabajo. Sólo en la cocina tenían personal propio y ninguno de los internados podía entrar allí, ni siquiera para lavar los platos. (Pero algo se alcanzaba a ver por el pasillo que comunicaba con el comedor: la limpieza era absoluta, brillante, había enormes heladeras y freezers asegurados con cadenas y candados.) Todas las demás tareas quedaban a cargo de los Acampantes. Cada uno era responsable de hacerse la cama y mantener el orden y la limpieza de sus pocas pertenencias. Las Tutoras realizaban periódicos controles. El desorden, una cama mal hecha, la más imperceptible infracción al reglamento eran severamente castigados con la reducción de las raciones o el incremento de los ejercicios físicos. Para los demás trabajos de mantenimiento estaban organizados en equipos. Había que limpiar las instalaciones, cortar el césped, regar, coser y lavar la ropa. Hombres y mujeres hacían todas las tareas por igual. Cuando recién llegaban, los Acampantes

6 14 El peso de la tentación eran peones torpes, ineficientes, que desesperaban y hacían reír a los más antiguos y sobre todo a los jardineros, los electricistas y el escaso personal de limpieza que conducían las tareas. Cuando se iban, eran expertos en el área a la que habían sido destinados. Después del desayuno Marina fue asignada al equipo que trabajaba en la lavandería. Mientras caminaban hacia allí, pasó lo bastante cerca del grupo de personas que marchaba a paso forzado, levantando mucho las piernas en una imitación penosa del paso de ganso. Ahora pudo distinguir las palabras del estribillo que repetían una y otra vez, rítmicamente, como un rap, como una oración, como un ruego. Soy-un-gor-do-de-mier-da por-que-co-mo-de-más. Aquí-na-die-tie-ne un-pro-ble-ma-hor-mo-nal. Una de las Tutoras que los acompañaba hasta la lavandería sorprendió su mirada incómoda. Cada grupo de marcha elige su propio estribillo le aclaró. Por votación. Por qué estaba allí, se preguntó Marina. Era necesario tanto ridículo, tanta humillación? Era necesario. Para confirmarlo, no tenía más que recordar su último día de ayuno. 2 Día de ayuno Una balanza es un instrumento de relativa precisión. Una persona con sobrepeso tiene complejas relaciones con su balanza preferida. Puede, simplemente, ignorarla. Pero también, sin llegar a torcer su voluntad, puede amortiguar o matizar sus decisiones. Marina jamás se pesaría por la mañana antes de orinar. Tampoco lo haría después de bañarse: el pelo mojado pesa más. Nunca ha logrado habituarse a su cama, demasiado baja, de la que se levanta con la cara enrojecida por el esfuerzo. El mueble no está apoyado en cuatro patas sino en una suerte de zócalo que se podría reemplazar por uno más alto. Desde hace unos días Marina intenta persuadir a su marido de que el cambio es necesario. En su opinión, Tomás está dotado de un aguzado sentido estético y un desprecio injusto por las soluciones prácticas. En el baño, la señora Marina Rubin emite un débil chorro de orina, prueba de que se ha levantado