Fábula del vigilante y el soldador. Me llamo Zacarías Baltodano, y soy nicaragüense. Llegué a la madre

Transcripción

1 Fábula del vigilante y el soldador Me llamo Zacarías Baltodano, y soy nicaragüense. Llegué a la madre patria hace más de tres años, con mis tres hijos, en busca de trabajo y progreso. Pero tuvimos mala suerte, porque justo entonces en España las cosas comenzaron a ir mal. Y en todos lados me decían que no tenían nada para mí. Hasta pensé en volver a cruzar la charca y retornar a casa. Pero un día cambió mi vida. La fábrica necesitaba un puesto de vigilante, de esos que trabajan de sol a sol o hasta más, pero faena al fin. Comencé en seguida, con la ilusión de poder hacer que mis hijos se parecieran a los españoles, estudiaran y no tuvieran que mendigar como su padre. Mi nombre es Ezequiel Montoya. Soy oficial primera de soldadura y tengo 62 años. Llevo trabajando en la empresa desde los 13. Se podría decir que en todos mis recuerdos aparece un soldador en mis manos. Trabajo turno y medio, por conveniencia de la empresa y porque a mí me vienen bien unos cuartos de más, sobre todo en estos tiempos, en que mi hijo no acaba de animarse a irse de casa. Entro a la fábrica a las siete de la mañana y me marcho pasadas las diez, habitualmente el último, tanto que solo queda el vigilante, un nicaragüense amable que se llama Zacarías.

2 Y o sé que no soy nadie, menos que nadie. En la fábrica me sentía transparente, nadie parecía verme. Como si fuera una máquina más, los hombres pasaban por mi lado sin decir ni mu. Bueno, todos los hombres no. El señor Ezequiel, un maestro soldador ya mayor y muy bondadoso, me alegraba las mañanas con su saludo: -Buenos días, Zacarías. Hasta se había aprendido mi nombre. Y me sonreía con sinceridad. Un día me preguntó por mi familia, y desde entonces todos los días me dice: - Siguen bien sus hijos? Yo sé que es una fórmula, pero a mí me parece que el señor Ezequiel tiene interés por mis cuatitos. Confieso que el saludo del señor Ezequiel es lo mejor de mis mañanas, la gota de humanidad que las dulcifica. Hace cuatro años perdí a mi hija. Fue en un accidente de automóvil. Ahora tendría diecinueve años y sería una princesita, con su pelo largo y castaño y sus ojos color miel. Saben? A mí me parece que sigue viva, en mi casa, recibiéndome cada noche al volver cansado de la fábrica, con un tazón de sopa muy caliente, que yo siempre me bebía mientras la miraba con verdadero enamoramiento de padre y le decía cuanto la quería, a ella, que era hija y esposa. Ahora poco me apetece volver a casa y encontrarme con un muchacho anclado a

3 una botella de ginebra como un naufrago a su balsa. Quizá Zacarías me cae tan bien porque veo en él la energía que echo en falta en mi hijo. Por las noches, el señor Ezequiel se va el último. Cuando sale por delante de mi garita ya sé que la fábrica está vacía. Siempre se para un momentín: -Zacarías, cómo ha ido el día? Ale, márchese a casa con sus chiquilines, que ya es hora de que disfruten de su padre Yo sé que el señor Ezequiel lo dice de verdad, y a mí me hace sentir un ser humano, alguien que importa. Cuando sale el señor Ezequiel yo cierro los postigos y me marcho. Hasta el día siguiente. Aquella tarde y a me sentía mal. Debía haber sido la comida, o quizá el calor que comenzaba a apretar, pero las cosas parecían darme vueltas y los oídos me pitaban, como si no pudiera quitarme de encima un molesto chirrido. Se hacía tarde y y o tenía un trabajo pendiente delicado, de manera que me metí en la cabina del acetileno. Como iba a ser solo un momento no me puse la máscara, quizá un exceso de confianza de veterano. Y no me acuerdo de más. La noche ya se había echado encima y los hombres habían salido. Esperé un rato, pero el señor Ezequiel no aparecía. Pensé que quizá se hubiese

4 ido antes a su casa, pero en seguida me di cuenta de que se habría despedido de mí. No hubiese dejado de hacerlo. El encargado me dijo al salir que la factoría estaba vacía, que había dado una vuelta y apagado las luces, que cerrara yo. Pero algo en mí no se conformaba. Don Ezequiel se habría despedido, me repetía a mí mismo. No sé el tiempo que pasé inconsciente. No debió ser demasiado porque el gas es muy tóxico y dicen que si se respira durante mucho tiempo pueden quedarle a uno secuelas. Solo recuerdo un sopor invencible y oscuridad Me decidí. Encendí las luces de la fábrica y la recorrí con paciencia, los talleres, las dependencias, las oficinas Todo estaba desierto, vacío. Pero el señor Ezequiel no se habría ido sin despedirse, me repetía terco. Cuando caminaba hacia la puerta me crucé con una cabina de cristal, cerrada y oscura. Y se me ocurrió mirar Los médicos me han dicho que si llego a permanecer unos minutos más en aquella cabina no lo estaría contando. No sé lo que me pasó, un síncope me han dicho, como tampoco sé porqué he renacido. Algunos dicen que he tenido suerte. Y o también lo creo, aunque se disfrazara de guardia de seguridad moreno y rechoncho, el aspecto que debe tener el ángel de la guarda.

5 Yo solo devolví lo que el señor Ezequiel me había dado desde que entré a trabajar en la fábrica. Le traté como a un ser humano. No ha tenido ningún mérito, él no podía irse sin despedirse de mí JUAN CARLOS PADILLA ESTRADA