Julián Fornari Comunicación Oral y Escrita Docente: Andrés Olaizola Del pueblo a la ciudad Año 1972: Tenía 16 años y estaba por terminar el secundario. Vivía, con mi padre, en un pueblo llamado Marcos Paz, ubicado a 60 km hacia el oeste de Buenos Aires. Mi madre falleció horas después de mi nacimiento. Mi padre era un ingeniero agrónomo con trabajos casuales, en ese momento. Aficionado en exceso al juego, viudo, muy buen trabajador, neutro en los afectos pero también era un padre correcto y cumplidor. Habíamos tenido nuestro buen pasar económico pero efímero fue, como el tiempo que tarda una bola de ruleta en parar su marcha. Había perdido todo, y hasta a mí también. El dinero se acabó, la casa se perdió y mi adolescencia me pegó una bofetada y se marchó. Era hora de actuar. La situación en Argentina era preocupante. Había una instancia política inestable, inflación, luchas internas entre las facciones y entre los partidos gobernantes y sindicatos que pugnaban mejoras salariales. Comenzó un desempleo gradual hasta que fue casi total. Recuerdo las caras de la gente en mi barrio como la del verdulero, el carnicero, el diariero, mis vecinos, mis maestros, mi padre, y hasta la mía. Preocupación y nada más. Tan profunda y sentida que, de un sacudón, me hizo notar que la situación estaba complicada. Sencillamente, no había plata. La gente se endeudaba, comenzaba a vender sus pertenencias para escaparle al desesperante adjetivo y no ser llamado moroso. Mi padre ya no podía mantenernos a ambos y entonces decide irse a Salta, donde tenía una oportunidad laboral. No me quedaban muchas opciones más que, o ser un peón de mi padre o ser otra cosa. Opté por la segunda y decidí irme a Capital Federal en busca de un nuevo camino en mi vida. No tenía nada más que el diario para buscar trabajo y poco más de $120 pesos en mis bolsillos; una pequeña muda de ropa vieja y
un traje que me había regalado mi padre para poder ir a las entrevistas laborales meramente presentable. Mi padre no se quiso despedir de mi porque me prometió que nos íbamos a volver a ver. Solamente me dijo adiós, me dio una palmada en el hombro y me dejó en la parada del ómnibus. Ya estaba solo. Era pleno invierno y llegué a Capital Federal, precisamente al barrio de Once. Estaba aterrado. Había mucha más gente, desarrollos edilicios impresionantes, tránsito infernal, trolebuses, ómnibus, electricidad, los tranvías allá no había nada de eso. La gente de la ciudad parecía más fría que la de un pueblo, más distante, pero de todas maneras yo estaba preparado para todo. Encontré lugar para quedarme en una vieja pensión que se llamaba La Casona. Oscura, fría y hasta medio olvidada en el tiempo la noté, pero era lo único que podía pagar. Compartir un baño con siete personas más no era algo que pensé que me iba a pasar alguna vez, pero me tuve que acostumbrar. Hoy en día, me sigo acordando esas mañanas allí, donde tenía que hacer cola para poder darme una ducha y una rasurada decente. El tiempo de baño eran sólo diez minutos. Era prácticamente ley y quien no la cumplía era sacado por los otros seis que esperaban afuera. Hayas estado desnudo, mojado, seco, afeitado o no, te sacaban. Exageraría si dijese que se asemejaba a una cárcel, pero yo pronto lo comencé a sentir así. En la pensión recibí mi primer golpe de puño en el rostro. Un muchacho mayor me usó mi jabón blanco para lavar la ropa y se hizo el distraído y no me dio uno nuevo. Me acerqué para reclamárselo y antes de pensar que podía solucionar el problema hablando, estaba en el piso con pajaritos volando sobre mi cabeza. Hasta allí mis primeras vivencias en La Casona. Solucionado donde vivir, continué con el colegio. Me anoté en una escuela nocturna para poder trabajar a la mañana. Instalado ya, emprendí mi búsqueda de trabajo. Seis de la mañana, un café, el diario bajo el brazo, monedas para el transporte y completamente sólo. A un lado y al otro, escaleras, ascensores, subtes y colectivos. Pies hinchados de tanto caminar,
cansancio, apretones y empujones, cospeles y monedas, hambre y frío, más diarios, más café y las manos vacías. Pasaron casi dos semanas, y no conseguí nada. Había comenzado a pensar en la posibilidad de abandonar aquella jungla y volver a casa. Pero no fue mi hora. Semana tres. Un mediodía, en pleno microcentro, me crucé con el padre de un amigo mío, que era profesor en la escuela naval. Me preguntó si estaba bien y le dije que no. Me invitó un pancho y me exigió que le cuente qué me estaba pasando. Cuando terminé, sólo me dijo que yo tenía que ser un hombre de la marina y no aquello que intentaba ver si podía llegar a ser, con suerte. Me convenció de entrar y lo hice. Dejé el colegio nocturno y me enlisté. Apadrinado por este hombre, comencé mi carrera, o al menos eso supuse. Pocos días después me consiguió un empleo dentro de la escuela, para realizar en el tiempo libre, como cadete. No fue una mala propuesta. Tenía mi propio dinero, estaba por recibirme y tenía un techo. Por el momento, estaba bien. Quisiera poder escribir más sobre ese período de tiempo, pero pasó tan rápido que ahora no valdría la pena intentar alcanzarlo. Antes de darme cuenta, ya estaba recibido ya que sólo me faltaba un año. Secundario completo, uniforme limpio y ropa interior nueva, así como la etapa que estaba por venir. Terminé y me encontré con la posición de decidir otra vez. Una carrera naval era prometedora y prestigiosa, pero no estaba dentro de mí. No me gustó la idea de los buques, y el agua por el resto de mi vida. Por medio del padre de mi amigo y la escuela, me ofrecieron una beca en la Universidad del Salvador, como bonificación por mi buen promedio general del secundario. Seguía sin saber qué hacer, qué estudiar, qué seguir. Finalmente, comencé la carrera de Abogacía. Conseguí otro empleo, en un laboratorio farmacéutico como cadete también. Mi sueldo era prácticamente el doble que en la escuela naval, pero la pensión seguía siendo la única opción, no me alcanzaba para alquilar un departamento. Pasó un año y medio y aquella cárcel se volvió finalmente mi casa. Diario y café, apretujones y empujones, pero con las manos más cargadas y el corazón un poco más contento. Primer año de la carrera de Abogacía y primer año en el empleo nuevo. Entraba en el laboratorio, en Plaza de Mayo, a las ocho de la mañana y salía a las cinco de la tarde. Me iba a un bar sobre Diagonal Norte y comía un plato que
era la combinación de una merienda y una cena. Sacaba los libros y me ponía a estudiar hasta las ocho de la noche que era el horario que entraba a la facultad. Salía a las once de la noche, y todavía me faltaba volver a casa. La Casona tenía cuatro pisos y mi habitación estaba en el último y no había ascensor. Había que tener voluntad y coraje para subir escaleras al final del día, pero lo hacía. Lo hice por tres años. Afortunadamente, durante ese tiempo, no había hecho más nada que trabajar y paralelamente, estudiar y mantener un promedio constante de ocho, ya que si era menos que eso perdía la beca. Vivía una insípida rutina. Un día me llega una carta a la pensión, de parte de una prima de mi papá. Yo no tenía noticias de él hacía tiempo y me resultó sorpresivo el mensaje. Mi padre se enfermó de gravedad y estuvo internado varios meses. La carta decía que tenía que ir a buscarlo a Salta, porque en el hospital ya no lo podían atender. Su enfermedad era terminal y no había nada que hacer. Hora de actuar, nuevamente. Viajé sabiendo que iba a volver solo otra vez. No pude llevármelo a ningún lado, si apenas cabía yo sólo en mi habitación. Cuando llegué ya estaba en sus últimos momentos y lo único que pude hacer fue despedirme. La gente del hospital me exigió que me lo lleve, y no tuve más remedio que dejarlo allí. Horas después, falleció. Volví a Capital. Hubo que seguir. Así, pasaron tres años más. En total, seis años en la pensión, seis años de cadete, seis años en la facultad, seis años de duchas rápidas, cortes en el rostro por afeitadas apuradas, medias agujereadas, rutina y ciudad. Seis años difíciles. Me recibí de abogado con 25 años de edad y con una prometedora oferta laboral. Me especialicé en derecho laboral y dominaba muy bien el área de recursos humanos. Entré como gerente en otro laboratorio mucho más importante del que estaba antes. No era más cadete, era gerente. Por algún motivo, me adelantaron varios casilleros. Poco tiempo después, pude comprarme mi primer departamento que fue un ambiente en el barrio de Caballito. Por fin había abandonado la pensión. Otra etapa y hubo que seguir actuando. Pasó el tiempo y no hice otra cosa que subir. Comencé a hacerme conocido como profesional y mi vida personal estaba prácticamente armada. Me puse de novio con una mujer que trabajaba allí y continué. Hacia arriba en todos los aspectos, jamás
hacia abajo. Lamentablemente, me queda poco por redactar ya que pasaron los años y me encontraron inmerso en sacrificio y trabajo. Formé una familia y aquí estoy. Hoy. Saltemos. Tantas cosas pasaron en cuarenta años que sólo de pensarlo mi memoria se fatiga. Camino orgulloso por la vida porque me enfrenté a ella. Lo sigo haciendo aunque sé que me va a vencer porque siempre lo hace cuando nos llega el momento de partir. Pero yo batallé. Hace algunos años volví a Marcos Paz. Tres décadas habían pasado durante las cuales no me animé a volver, pero finalmente lo hice. Fui a visitar la historia de mi infancia y mi adolescencia. Me despedí por primera y no por última vez del potrero, la plaza y el aire de pueblo. Vi al carnicero, al verdulero, a mis vecinos, a mis maestros y a mi papá. Vi a un niño de 16 años, con una pelota de trapo jugando en la puerta de mi casa. Mi padre sonreía mientras tomaba mate sentado al lado de la calle. La tormenta había pasado. Estaba en casa. Conclusión Me ha resultado interesante llevar a cabo este trabajo práctico final, ya que además de poner práctica conceptos aprendidos últimamente, tuve la oportunidad de descubrir cosas de mi familia que quizá no sabía. No me costó demasiado desenvolverme durante el relato y creo que manejé medianamente bien los recursos que me enseñaron. Pude organizar toda la información que reuní en un relato coherente y con sentido.