EL UNIFORME ESCOLAR Y EL MAQUILLAJE DE LA DESIGUALDAD



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EL UNIFORME ESCOLAR Y EL MAQUILLAJE DE LA DESIGUALDAD El autor repasa los distintos argumentos que ALBERT CAMPILLO han esgrimido los defensores del uniforme escolar en el debate reabierto en los últimos meses: igualdad, identidad, dignificación del espacio escolar, practicidad, conflicto familiar de las mañanas y otros. Y presenta estas ideas con el soporte de numerosas citas de prensa, para después desmontarlas con contraargumentos. También lanza una advertencia: no habrá, en este debate, un interés escondido por distraer al personal de los temas verdaderamente importantes? JAUME TRILLA BERNET Catedrático de Teoría e Historia de la Educación, de la Universitat de Barcelona. 80 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº 415 SEPTIEMBRE 2011 } Nº IDENTIFICADOR: 415.021

opinión De un tiempo a esta parte, voces políticas y mediáticas generalmente vinculadas a sectores conservadores se han puesto a reivindicar, con gran desparpajo, una serie de métodos o artefactos pedagógicos que algunos inocentes que somos creíamos caducados o, al menos, en franca y positiva recesión: la tarima en las aulas, la segregación por sexos, esta otra forma de segregación que son las llamadas aulas de excelencia, etc. Hace un par de años y en estas mismas páginas, ya intentamos poner en evidencia, entonces con relación al tema de la autoridad de los maestros, esta especie de revival de pedagogías más bien rancias (Trilla, J., Sobre la autoridad supuestamente perdida del profesorado, Cuadernos de Pedagogía, nº. 369, 2009, pp. 22-26). En este artículo nos vamos a centrar en la cuestión del uniforme escolar. Como es bien sabido, la implantación del mismo varía en los distintos países según sus propias tradiciones escolares, sus niveles socioeconómicos, regímenes políticos, etc., aunque lo cierto es que, en general, el uso del uniforme ha tendido a ir declinando en todas partes. En nuestro país, iba quedando muy restringido a algunas escuelas religiosas y a otros centros económicamente elitistas. Esto fue así hasta que, hace pocos años, en comunidades gobernadas por el Partido Popular (en especial las Comunidades de Madrid y Valencia), sus dirigentes empezaron a promover el uniforme, también en el sistema público. En Cataluña, hace unos meses, a la consejera de Enseñanza del actual gobierno de CiU, Irene Rigau, siguiendo los pasos de Valencia y Madrid, se le ocurrió también ponerse a defender el uniforme, aunque en su caso sin anunciar medidas concretas al respecto. Todo ello ha producido un inusitado debate público en los medios de comunicación. Un debate en el que, como era de esperar, los propios medios han tendido a posicionarse de acuerdo con su proximidad o distancia con los gobiernos conservadores que defienden la vuelta al uniforme. Sin ir más lejos, por ejemplo, solo en los tres o cuatro días siguientes a las declaraciones de la consejera Rigau, en el diario barcelonés La Vanguardia aparecieron nada menos que un editorial y tres artículos de opinión (uno de ellos firmado por el propio director y los otros dos por sendos afamados opinadores habituales del diario), mostrándose todos ellos claramente favorables a la restauración de los uniformes. No deja de ser sorprendente esta acumulación de opiniones coincidentes a raíz de unas declaraciones que, explícitamente, advertían que no iban a traducirse en decisiones políticas concretas. Al final del artículo ya ensayaremos alguna interpretación de este notable fragor mediático. Pero lo que haremos a lo largo del mismo es ir presentando y comentando ordenadamente los argumentos que han ido apareciendo en la polémica. El argumento de la igualdad Uno de los argumentos más reiterados en favor del uniforme es el de su supuesta contribución a la igualdad. La consejera de Enseñanza de la Generalitat catalana, por ejemplo, afirmó literalmente que es una forma más igualitaria, porque a veces las diferencias son muy evidentes (El País, Barcelona, 29-3-2011). Y su compañero de coalición, Duran i Lleida, añadía que el uniforme superaría las diferencias que se pueden establecer entre los escolares en función de la capacidad adquisitiva y el estatus social de los padres (Ara, 1-4-2011). Con expresiones similares, muchos de los que se han manifestado partidarios del uniforme han aducido este mismo motivo igualitarista. Pero donde lo hemos podido ver desarrollado hasta el ditirambo es en un artículo de F. Conde, publicado en el diario ABC en los inicios de la polémica. Como no tiene desperdicio, transcribiremos entero uno de sus párrafos: Nunca lo he usado y no sé si me hubiera hecho mejor persona o no, pero de lo que sí estoy seguro es de que pocas cosas son tan democráticas, tan solidarias, tan de igualdad ante la ley de los hombres como un uniforme escolar. Un uniforme en la escuela es el hábito que hace a todos monjes. Un uniforme evita la diferencia, eso que tanto preocupa a los sicopedagogos de nuestro tiempo. Un uniforme es un buen invento para que el hijo de un obrero no vea en el hijo de un patrón al hijo de un patrón; y viceversa. Un uniforme es la mejor manera de practicar esas políticas de igualdad que llenan las bocas de los políticos y, especialmente, de los que lucen progresía y talante. Un uniforme es el rasero que mide a los chavales por igual. Un uniforme es la manera más cristiana de practicar el socialismo teórico y de aprender que no es lo que nos cubre lo que nos hace mejores, sino la fécula que nos circula por dentro. Un uniforme, en fin, debería ser de obligado cumplimiento en todas las escuelas porque, además de respetar el bolsillo de los padres, hace que brillen más las luces interiores. (Conde, F. El uniforme, ABC, 7-10-2007) O sea, el uniforme escolar como panacea: el medio más democrático, solidario, igualitario, cristiano, socialista y progre para reducir las diferencias socioeconómicas. Cómo puede nadie pensar que enmascarando en clase las diferencias de clase va a combatirse la desigualdad real? Pero es que, además, es ilusorio creer que tales diferencias van a dejar de manifestarse en la escuela por el hecho de ponerlos a todos de uniforme. El hijo del obrero inmediatamente descubrirá que el otro es el hijo del patrón (y viceversa) por la marca del reloj o del móvil, por lo que se cuentan sobre lo que hicieron el fin de semana o donde pasaron las vacaciones. Tratar de ocultar la desigualdad no ayuda en absoluto a los desfavorecidos Pero mucho más importante que eso, en la escuela (con total independencia de que esté ella uniformada o no lo esté) las desigualdades reales entre los alumnos van a seguir manifestándose por medio del bagaje sociocultural que cada chico o chica acarrea, según la familia que le ha tocado en suerte. Con ello, por supuesto, no nos estamos apuntando a ningún tipo de determinismo sociologista. Por el contrario, estamos convencidos de la posibilidad real del sistema educativo de ir reduciendo las desigualdades de origen. Pero para esa función igualitaria de la escuela lo que vale son políticas realmente compensatorias que ofrezcan { Nº 415 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. 81

la mayor calidad educativa posible a quienes parten de las condiciones sociales más desfavorables; y no sirven de nada operaciones puramente cosméticas como la del uniforme: tratar de ocultar la desigualdad no ayuda en absoluto a los desfavorecidos. Así pues, la defensa del uniforme por medio del argumento de la igualdad o es fruto de una pura ingenuidad sociopedagógica o descubre una clara operación demagógica: instrumentalizar discursivamente el elemento igualitario esencial de las pedagogías progresistas comprometidas con el cambio social, solo para legitimar las pedagogías más reaccionarias. Y tal operación demagógica proviene de una falsa interpretación del sentido propio del uniforme. La función del uniforme, de cualquiera de ellos (sea el de los escolares o el de los conserjes de hotel) no es, en realidad, igualar a quienes lo usan, sino distinguir a éstos de los demás. Si los militares llevan su uniforme particular (y, dentro de la milicia, si el uniforme del general es distinto al del soldado), es para diferenciar a los militares de los que no lo son (y a los generales de los soldados). La función propia del uniforme no es, pues, la de igualar a un colectivo determinado sino la de identificarlo. Eso nos lleva al siguiente argumento. El argumento de la identidad Ciertamente el uniforme es un signo de identidad; y como tal, en determinados casos, puede resultar necesario que ciertos colectivos lo usen: por supuesto que es oportuno que, por medio del uniforme de guardia urbano, automovilistas y peatones puedan reconocer fácilmente a los encargados de regular el tráfico. En el caso concreto de la escuela, la función identificatoria del uniforme puede contemplarse a dos niveles que, a efectos de análisis y valoración, conviene diferenciar: el del uniforme como identificación del rol genérico de escolar ; y el que identificaría la pertenencia a una escuela en particular. En épocas anteriores o en contextos socioeconómicos y políticos en los que no estaba o está establecida sea de derecho, sea de hecho la escolarización obligatoria de la infancia, el uniforme podía tener la función identificatoria (y por ende diferenciadora) que le es propia. Cuando el conjunto de los menores se divide entre Es con este uniforme-marca como pretenden combatir el imperio de las marcas que habita en el mundo adolescente? el colectivo de los escolarizados y el colectivo de los no escolarizados, el uniforme cumple con la función de diferenciarlos; y, a su vez, se convierte en uno de los signos evidentes del privilegio del que gozan los unos y de la injusticia social que padecen los otros. Pero cuando y donde la escolarización de la infancia es ya universal, la función diferenciadora del uniforme pierde todo su sentido, puesto que la condición de niño o niña resulta directamente perceptible sin necesidad de ningún aditamento vestimentario especial. Cualquier niño que frecuente demasiado la calle en horario lectivo es alguien injusta e ilegalmente excluido del sistema escolar o un asiduo practicante del arte de la rabona. De hecho, el uniforme escolar no ha resultado ser eficaz ni para perseguir la práctica de los novillos, pues la picaresca estudiantil en seguida ingenió la astucia del cambio subrepticio del uniforme por ropa de calle. Hay que dedicar también unas líneas al uniforme que identifica no ya la condición genérica de escolar sino la adscripción a una escuela en particular. Ahí el uniforme puede jugar, a su vez, dos papeles. Por un lado, reforzar el sentido de pertenencia del alumno hacia la institución, lo cual sin duda habría que valorar positivamente: vivir la escuela como algo propio y a lo que uno se siente positivamente vinculado redunda en la eficacia formativa de la institución. De todos modos, este necesario sentido de pertenencia no se forja únicamente ni de forma relevante por medio de elementos simbólicos externos, como el uniforme. No podemos extendernos aquí en los múltiples aspectos de la cultura moral de un centro y de su calidad pedagógica y humana que posibilitan que los alumnos se sientan concernidos por la institución de la que son miembros, pero en cualquier caso es indiscutible que muchas excelentes escuelas desuniformadas consiguen infundir la mar de bien este sentido de pertenencia, mientras que también las hay de uniformadas que generan lo contrario. Digamos, pues, que para este fin el uniforme no es un elemento necesario. El otro papel que puede jugar el uniforme como signo identitario de una escuela en particular, tiene que ver más con el mercado que con la educación: es como una marca que usan determinadas escuelas elitistas para venderse mejor. El alumno uniformado con su impecable blazer y el escudo de la escuela cosido en el bolsillo superior, se convierte entonces en una suerte de chico-anuncio: publicidad gratuita en las calles de los barrios de alto standing. Pura lógica mercantil y competitiva de escuelas económicamente excluyentes. Es esa la lógica que los políticos y opinadores que ahora defienden el uniforme quieren trasladar a la escuela pública? Qué tiene que ver esa lógica excluyente con la función igualitaria que, como veíamos antes, demagógicamente atribuyen al uniforme? Y es con este uniforme-marca como los partidarios de la uniformización pretenden combatir el imperio de las marcas que habita en el mundo adolescente? De esto último algo diremos a continuación, pues se trata de otro de los grandes argumentos del debate. El argumento de la dignificación y la cruzada contra marcas y modas Una extensión de la idea de que el uniforme facilita la identificación de lo escolar como espacio específico, consiste en atribuirle también efectos dignificadores. Dos articulistas se han referido particularmente a este punto, relacionándolo con el problema de las marcas y las modas en el que inciden prácticamente todos los defensores de la uniformidad. Dejémosles hablar y después ya haremos nuestras apostillas. El uniforme no sería más que un cambio pequeño, pero útil, en el proceso de dignificación del espacio escolar. (...) El uniforme puede contribuir a enfrentarse al dogmatismo de la moda, al poder de las bandas, a la estética de la publicidad. (...) En estos tiempos en que el peso de la moda es tan enorme y el poder hipnótico 82 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº 415 }

opinión de los medios de comunicación es tan formidable, el uniforme serviría, cuando menos, para visibilizar que en la escuela rige otra lógica, otra ley. El uniforme subrayaría que en la institución académica rigen otros valores, otros objetivos, otros horizontes. (...) Aquí se trabaja, aquí no valen los dogmas de la publicidad, aquí lo que identifica no es el vestido sino el resultado del esfuerzo. Lo que aquí importa no es el aspecto, igual para todos, sino el rendimiento y el aprendizaje. Aquí, en la escuela, el protagonista no es el continente, sino el contenido. Aquí se desarrolla, no la imagen, sino el intelecto. (Puigvert, A., Dejad en paz a los alumnos, profesores!, La Vanguardia, 4-4-2011) Nada que objetar a la clásica bata. Pero si todos han de llevar una bata idéntica es cuando la bata se convierte en uniforme En cierto sentido, el retorno del uniforme en las escuelas es la punta del iceberg de un debate que busca un objetivo fundamental: el retorno de la dignidad y el respeto a la escuela. (...) Lejos de uniformizar a los niños, el uniforme hace lo contrario: rompe la competitividad permanente en el vestir, quiebra el uniformismo marquista y en cierta medida controla el consumismo. Y envía el mensaje central de que no se puede ir a la escuela como se va a la discoteca, a la montaña o a la pista de patinaje. Porque no es lo mismo educarse que divertirse. Quizás el uniforme solo es un símbolo, pero ese símbolo recuerda algo fundamental: que la escuela es un templo que merece reverencia (Rahola, P., Escenario con uniforme, La Vanguardia, 31-3-2011). Podemos estar más o menos de acuerdo con las conclusiones sobre lo deberían ser las escuelas, pero no acertamos a dilucidar su nexo con la premisa de la vuelta al uniforme. Dicho de otro modo, no vemos y los autores no lo explican cómo el uniforme, poco o mucho, mejoraría el prestigio y la dignidad de la escuela, ni tampoco por qué no podría producir efectos exactamente inversos a los deseados. Compartimos con Puigvert, eso sí, que el uniforme contribuye a visualizar que la escuela ha de regirse por una lógica, una ley y unos valores propios. Ahora bien, que el uniforme contribuya a reforzar justamente los valores que afirman los autores es lo que habría que demostrar y no se demuestra. Es formativamente eficaz enfrentarse al dogmatismo de la moda con otra moda institucionalmente impuesta? Por qué el uniforme, sin más, denota o connota necesariamente esfuerzo y trabajo? Lo que sí denota trabajo es la ropa de trabajo, pero esa, como veremos después, no cumple la misma función que el uniforme. En que el protagonista de la escuela ha de ser el contenido y no el continente, y que en ella ha de desarrollarse el intelecto y no la imagen se puede estar de acuerdo; pero es que el uniforme, justamente, no es más que continente, imagen y formalismo. Pensar que el uniforme quiebra el uniformismo marquista y en cierta medida controla el consumo es puro voluntarismo. De hecho, en la escuela consumir, lo que se dice consumir, se hace más bien poco (libros de texto, material escolar...); y si frente al consumismo exterior no se realiza en la propia escuela y fuera de ella algo educativamente mucho más sustancioso que limitarse a imponer el uniforme, no parece previsible que los escolares vayan a consumir menos por el simple hecho de obligarlos a ir uniformados. Y como la psicología humana es como es, bien pudiera ocurrir que la uniformidad impuesta, en lugar de reducir el consumo, impulsara a los adolescentes a consumir aun con mayor voracidad y con síndrome de abstinencia añadido. En cualquier caso, aunque no tengo datos al respecto, apostaría algo a que el ajuar de los chicos y chicas que van a escuelas con uniforme no es ni más reducido ni menos marquista que el de sus coetáneos desuniformados. Y, en fin, lo de que habría que venerar la escuela es verdad, pero para hacerle las reverencias merecidas no es necesario disfrazarse. El argumento de la practicidad O la confusión entre uniforme y ropa de trabajo. En la cita anterior se nos decía que no se puede ir a la escuela como se va a la discoteca, a la montaña o a la pista de patinaje ; es lo mismo que dijo una de las inductoras del debate, la consejera Rigau: Cuando haces deporte vistes de una manera, cuando vas a una fiesta vistes de otra (El País, Barcelona, 29-3- 2011). Y tienen toda la razón. Lo que ocurre, sin embargo, es que tal razón no remite para nada a la necesidad del uniforme propiamente dicho. Ahí se confunde uniforme con ropa de trabajo, que no son lo mismo. El mono de un mecánico, el guardapolvo del que trabaja en el almacén, el casco de un albañil... no son uniformes sino atuendos funcionales a sus respectivos oficios. Lo propio de la ropa de trabajo es su funcionalidad práctica, mientras que lo propio del uniforme es, como veíamos antes, su funcionalidad identificatoria. Es verdad que, a veces, ambas funcionalidades se dan al unísono y conjugan bien, pero en otros casos se dan de patadas: el uniforme militar de campaña es práctico para entrar en batalla y no confundir amigos y enemigos; en cambio, el uniforme militar de paseo cumple plenamente como uniforme, pero suele ser poco práctico para pasear, sobre todo en verano, pues hasta los militares pasearían mucho mejor en guayabera, pantalón corto y sandalias. Pero volviendo a nuestro tema, es obvio que los escolares han de vestir ropa adecuada a las tareas que han de realizar. Y, en este sentido, nada que objetar, por ejemplo, a la clásica bata, puesto que la bata, sin más, es solo ropa de trabajo. Ahora bien, si todos han de llevar una bata idéntica (o los niños de color azul y las niñas rosa), es cuando la bata se convierte también en uniforme. Pero si además de la bata así o asá, ellos han de llevar el pantalón gris con raya en medio y ellas la falda plisada de cuadros escoceses, todo eso ya nada tiene que ver con la indiscutible funcionalidad práctica que ha de tener la indumentaria del alumnado sino con la artificiosidad uniformizadora de ciertas pedagogías. El argumento del cotidiano conflicto familiar mañanero En opinión de los uniformadores, facilitaría mucho la labor de los padres que las escuelas establecieran el uniforme para todos. Así se acabaría, por la vía rápida, con la cotidiana brega entre hijos presumidos y progenitores bien dispuestos a delegar sus responsabilidades formativas. { Nº 415 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. 83

Digamos que, como contrapartida, entonces los docentes podrían delegar en los padres la enseñanza de la resolución de las ecuaciones de segundo grado y la corrección de los exámenes. De ese modo, los profesores tendrían más tiempo para dedicarse a la educación de los alumnos en las competencias relativas a la corrección indumentaria. Eso es, más o menos, lo que se llama colaboración entre familia y escuela. Ahora en serio: no deja de ser curioso que exista una amplia zona común entre el conjunto formado por los partidarios del uniforme y el conjunto de quienes, día sí y día también, braman contra materias como la Educación para la ciudadanía porque, según ellos, usurpa la potestad principal de la familia respecto a la educación moral y religiosa de los menores. En qué quedamos? Deben las familias asumir plenamente sus responsabilidades en la educación en valores de sus hijos o es más cómodo que la escuela, mediante el uniforme, liquide por la vía rápida los conflictos de valores derivados de la vestimenta? Y aún hay más argumentos Los uniformistas han esgrimido otros argumentos en los que no vamos a entrar a fondo. En algunos porque ya se nos acaba el espacio disponible; y en otros porque no lo merecen. Por ejemplo, ya no nos queda papel para debatir extensamente sobre la afirmación que hacen algunos en el sentido de que el uniforme mejoraría el clima escolar. Ahí nos pasa como con alguno de los argumentos anteriores: deberíamos adivinar el cómo y el por qué del asunto, pues quienes lo esgrimen no lo aclaran. A no ser que se refieran a cuestiones relacionadas con lo que Duran i Lleida ha manifestado sobre la moda de enseñar la ropa interior, y que el uniforme impediría (La Vanguardia, 31-3-2011). No es necesario entrar en valoraciones, ni sobre la estética ni sobre la decencia o indecencia de esta moda, para percibir la enorme desproporción entre el presunto problema a resolver y la solución propuesta. Poner a todos de uniforme para conseguir que unos cuantos chicos y chicas adolescentes alarguen unos centímetros por arriba o por abajo sus faldas o pantalones, y ellas oculten el canalillo de su torso, nos parece de una desmesura tal que no hace necesario ningún comentario más. Y vamos, ahora ya sí, con un último argumento en favor del uniforme. Se trata de un argumento que ha aparecido poco en el debate y que cuando lo ha hecho ha sido como de tapadillo: el uniforme resolvería, por vía indirecta, la cuestión de las coberturas islámicas. Las chicas musulmanas no podrían llevarlas, pero no porque estuvieran expresamente prohibidas sino porque serían incompatibles con el uniforme. De ese modo, los gestores del sistema educativo se quitan de encima la patata caliente de tener que decidir si legislan o no sobre el tema de la presencia de símbolos religiosos en la escuela. Patata caliente, puesto que tal legislación debería referirse igual a las coberturas islámicas que a los hábitos de monjas y curas católicos, a los crucifijos en las aulas, etc. Sobre este tema planea una hipocresía notable, pero vamos a dejarlo pues esta misma revista ya nos dio antes la oportunidad de tratarlo de forma monográfica (Trilla, 2006). En fin, ya se ve que hay argumentos para todos los gustos y estilos: unos que aparentan mucha seriedad y que obligan a engolar la voz (el uniforme dignifica el espacio escolar); y otros que parecen un tanto frívolos (uniformándolos, los estudiantes no irán enseñando bragas y calzoncillos). Pero una cosa son los argumentos de la polémica y otra cosa son los motivos de la misma. En un momento como el actual en el que, con la crisis y los recortes presupuestarios consiguientes, se está dando marcha atrás en aspectos importantes que realmente afectan de forma directa a la calidad de la escuela pública y a la igualdad de oportunidades educativas, a qué viene que a algunos de los responsables políticos del sistema (y a sus respectivos corifeos mediáticos) se les haya ocurrido incitar a un debate como el de los uniformes? Son ganas de tener entretenido al personal para que no se ocupe de sus políticas educativas socialmente regresivas? Si esa era la verdadera intención de quienes han desencadenado la polémica del uniforme, por nuestra parte hemos caído de cuatro patas en su argucia. Pero al menos sus corifeos mediáticos no podrán seguir diciendo que los progres de siempre rehuimos el debate sobre sus valientes e innovadoras propuestas, tachándolas de simples cortinas de humo. Hay argumentos que aparentan mucha seriedad y otros que parecen un tanto frívolos. Pero una cosa son los argumentos de la polémica y otra cosa son sus motivos 84 CUADERNOS DE PEDAGOGÍA. Nº 415 }