Capítulo 1 Antes de contar esta historia, es necesario hacer la siguiente aclaración: Hasta el año 1879, los indios mapuches ocupaban la mayor parte del territorio de la Pampa argentina, impidiendo la expansión de la población criolla asentada en Buenos Aires. En ese año, el General Julio Argentino Roca inició lo que se llamó «las Campañas del Desierto», cuyo objetivo era la expulsión de la población aborigen. Así se inició una de las guerras más crueles de la historia argentina. En las tolderías del cacique Queupulicán, los ánimos no estaban calmos. Por ese entonces los indios ya se habían percatado que al fortín de los huincas había arribado gran cantidad de hombres cargados de armas y cañones. Algo se cocía allí dentro, y olía mal. Esa noche, el cacique había convocado a sus guerreros. Estarían alertas, porque se podía esperar un ataque de los blancos. Apostarían algunos indios en las inmediaciones para alertar por si venía el asalto. El resto descansaría con las lanzas prestas y el corazón ardiente. Sus briosos caballos estarían a punto y sus largas lanzas de tacuara, afiladas en la punta y endurecidas a fuego, sabrían dónde apuntar. No faltaban agallas en esa noche de enero; pero sabían que estaban en desventaja. Los 300 guerreros no serían suficientes para enfrentarse a los blancos: ellos tenían los caños de fuego, y ya tenían experiencia por otros entreveros anteriores. La leyenda del mapuche [9]
Terminada la reunión, Nahuel se dirigió a su toldo. Allí lo esperaban su amada Ayelén y su hermano menor Aukán. Ayelén era la alegría de su corazón, era su vida misma, ese año se había despertado en el amor y ese sentimiento lo mantenía turbado. Cuando entró en la tienda, en el fogón central burbujeaba un guiso de esos que a él le gustaba. La cara de preocupación no le pasó desapercibida a Ayelén. Se sentaron los tres sobre las pieles, y callados comenzaron a comer. No había mucho mobiliario en la tienda de Nahuel. Solo las pieles en el piso, el fogón en el centro y dos arcones de madera apoyados en las paredes de barro, donde guardaban lo poco que tenían por guardar. Del techo de paja pendían algunas pieles de zorro recién curtidas, y más allá, más cerca de la entrada, de pie, la tacuara acerada en la punta. Noche triste la de Nahuel. El día anterior su amada había consultado a la machi de la toldería, y le había dicho que estaba preñada. Con cuánta alegría lo había comunicado a su amado. Nahuel, que solo tenía ojos para ella, había saltado de felicidad. Una simiente suya estaba en el vientre de Ayelén! Iban a tener un hijo! Le pondremos Cuyén si es niño, y Mailén si es niña había dicho Nahuel. Pero ahora, con la guerra en ciernes, el futuro se hacía sombrío, y una fugaz pero certera premonición asoló su corazón. En el fortín todo era movimiento. El coronel Eufemiano Vargas no paraba de dar órdenes: Cabo primero, los caballos a la entrada, mantengan la puerta cerrada, carguen los fusiles, todos a prepararse! Los soldados obedecían sin protestar, el que no afinaba el fusil controlaba la munición, quizás habría un cuerpo a cuerpo y había que acerar los sables, asegurar que el desenvaine fuera limpio, que nada estorbase; un segundo, solo un segundo bastaba para quedar fuera de combate, un segundo [10] ROGELIO M. ARONNA OTERO
entre la vida y la muerte, no podía haber errores. Los soldados corrían de un lado para el otro, los más nerviosos encendían un cigarrillo y con el humo entre las cejas hacían y deshacían. Había que colocarse las pecheras bien fuertes, pero dejar los brazos libres para facilitar los movimientos. Las botas hasta las rodillas, el cuchillo en el cinturón, las balas las balas cada una en la cinta, todos los bastimentos! Así se preparaba el ejército en esa noche de enero, mientras afuera una cálida brisa se colaba entre los pajonales que los separaban de la toldería del cacique Queupolicán. A 50 Km al sur se festejaba en la estancia del coronel Vargas el cumpleaños de su hijo Felipito, que a los 16 años ya era casi mayor. Era una noche de fiesta, porque además, por fin, el gobierno había dado luz verde a la expulsión de los indios. Ya no soportaban más los malones, y necesitaban más tierra para dar de pastar al ganado, que se multiplicaba de manera exponencial. El coronel Vargas estaría al frente del batallón, pero la victoria estaba asegurada. Y era seguro que no correría ningún peligro. Bastarían dos cañonazos para dispersar a los indios. Estaba presente en la fiesta la alta alcurnia de la sociedad bonaerense: los Pereyra Iraola, los Álzaga Unzué, los Luro, los Anchorena, los Martínez de Hoz venían españoles a la fiesta de cumpleaños de Felipito, quiénes si no, parientes cercanos a todos ellos. Luego de la desbandada vendría la repartición de las tierras y había que estar presente. En esa noche de enero, en la estancia de los Vargas, todo era felicidad. Se había traído champagne francés, y el cocinero y el maître del mejor restaurante porteño habían sido contratados. Dos reses partidas por la mitad y puestas en cruz frente a un refulgente fuego de leña serían la partida principal de la cena, pero no faltarían caviar, codornices, carnes de caza y los mejores vinos españoles para el festejo. Los niños tendrían permiso para quedarse despiertos hasta tarde, La leyenda del mapuche [11]
correteando y jugando sus juegos, y los más grandes, los amigos de Felipito, se comenzarían a codear con los mayores, y aprenderían de ellos, entre otras cosas, a odiar al indio. Algunos probarían algún cigarrillo, a escondidas de los mayores, y los más avispados lanzarían los primeros dardos amorosos a sus pares femeninos, que por esa época comenzaban a despuntar. Se abrieron las puertas del fortín. El ejército, bien pertrechado, saltó a caballo y cruzó los pajonales. Los dos cañones tirados por sendos caballos percherones los seguían a poca distancia. Cuando los observadores indios se dieron cuenta del ataque, ya era tarde. Los cañones comenzaron su trabajo provocando la muerte de muchos. Todo era desconcierto. A los estampidos de los fusiles se unieron los gritos de guerra de los mapuches y los llantos de las mujeres y los niños. Los más ancianos, imposibilitados para dar la batalla, estiraban sus brazos al cielo y rezaban. Ngenechén!! Ngenechén!!! Nahuel salió de su toldo lanza en mano. No vio a su hermano cuando comenzó la estampida, y lo buscó con sus ojos. Tampoco quería dejar sola a su amada, desamparada, indefensa. Impotente al ver los soldados que a caballo arrasaban con todo, soltó la lanza y abrazó a su Ayelén. Sintió su cara en su pecho, su vientre en su vientre, y allí entre ellos, sintió a su Cuyén, a su Mailén. De pronto, un brazo fornido la despojó de sus brazos, la vio arrastrada por entre los toldos gimiendo, mientras el soldado a caballo la pasaba a degüello. Nooooooo!!! gritó Nahuel. Nooooooooo!!! Por Nguenechén, nooo!!! La toldería había sido arrasada. Humo, muerte y fuego era todo lo que quedaba. Milagrosamente, estaba vivo. A los pocos metros vio a su Ayelén, sin vida, desangrada. Se acercó a ella, se arrodilló e hizo algo que no conocía: comenzó a [12] ROGELIO M. ARONNA OTERO
llorar. Con lágrimas en los ojos miró al cielo, y como en una letanía se dirigió a sus dioses: Ngenechén! Ngenechén!, no nos abandones. Pillán!! Pillán!!, ayúdame. Maldigo a los blancos que me robaron la vida, porque la vida sin Ayelén no es vida! Maldigo a todos los que nos roban las tierras, que nos matan a nuestras mujeres y niños! Malditos sean. Pillán, Pillán, ayúdame!! En la estancia de Eufemiano Vargas, en ese preciso instante le estaban cantando el Happy birthday to you a Felipito, en inglés, como correspondía a la aristocracia porteña, cuando de repente, un viento extraño se desató en la sala y golpeó el rostro de los asistentes. Las cortinas se desplegaron y comenzaron a golpetear, el viento aumentó su intensidad y apagó las velas de la tarta de cumpleaños, y después una a una las velas de la iluminación de la casa. Aumentó aún más su fuerza y levantó los manteles repletos de comida, y botellas y platos saltaron por los aires y se estrellaron contra el suelo. Los cuadros colgados en las paredes se descolgaron y se hicieron añicos los cristales. Cuando se apagó la última vela, la oscuridad era total en la sala principal de la estancia. El viento se hizo huracán. Algunos de los asistentes cayeron al suelo, los niños gemían con terror, la lámpara a velas que colgaba del techo y que era una maravilla de cristales traída de Europa se desprendió y cayó ruidosamente al suelo. Cundió el pánico, se abrieron las puertas, y la gente, espantada, salió disparada. Afuera, era una noche apacible y estrellada de un día de enero. Una brisa cálida acariciaba los geranios apostados en la entrada yalos costados de la casa. Los dos cipreses que cerraban el jardín por delante se mecían al compás del aura del verano. La leyenda del mapuche [13]