«EL ORIGINAL» JOSÉ M.ª RUIZ PEÑA. Alcántara, 68 (2007): pp. 119-126



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Transcripción:

«EL ORIGINAL» JOSÉ M.ª RUIZ PEÑA A las seis y media de la madrugada sonó el teléfono. La voz del inspector Paco Cancho se oyó lejana como una oscura premonición. Señoría, tenemos un cadáver. Cómo? En la calle Benavente, en el número siete. Un incendio. Hombre o mujer? El cadáver está irreconocible, pero el domicilio es de una tal Elena Sanchidrián. Habéis avisado a la Forense? Sí, señoría. Bien, no toquéis nada, me visto y estoy allí en media hora. Me acerqué a la ventana. Una niebla cerrada restregaba el lomo en la cristalera del salón. Hacía frío. En la chimenea aún se mantenía vivo el fuego. Me duché con la sensación de que ya lo había hecho. Mientras preparaba el café encendí mi Kenwood. Pronto, el sonido de la Tocata y Fuga en Re Menor BWV 565 me serenó. Han pasado quince años desde que conocí a Elena Sanchidrián. Podría engañarme y decir que el desafortunado accidente o tragedia de esta noche han revivido lo que ocurrió entonces pero no sería cierto porque aquello nunca había prescrito ni el tiempo lo había clausurado. La herida seguía supurando y olía a descomposición. Cuando la conocí acababa de cumplir dieciocho años. Había terminado el bachillerato. Los halagos de la profesora de Lengua y la publica- Alcántara, 68 (2007): pp. 119-126

120 José M.ª Ruiz Peña ción de unos poemas en la Revista del Instituto me hicieron creer que era una poeta, un elegido. Yo quería ser uno de ellos aunque en el fondo siempre supe que jamás llegaría no a componer un poema, sino ni tan siquiera un verso parecido a los suyos. Pero como digo, la juventud y el halago me llevaron a la Facultad de Filología en contra de la opinión de mis padres que me veían en Derecho y tal vez soñaban con tener un hijo Registrador, Notario o Juez. La vida reserva extrañas coincidencias, perturbaciones tal vez directamente emanadas de los sueños que acaban convirtiéndose en realidad. Supongamos que un hombre se enamora de una mujer, supongamos que ella lo utiliza para librarse de una pesadilla en la que se encuentra atrapada pero de la que no puede o no quiere salir, supongamos que el hombre la libera y que en ese momento se da cuenta de que todo lo que había pensado (escribir los más bellos poemas jamás escritos) se acaba de hacer real en el acto heroico, único que ha hecho para salvar a la mujer. Supongamos que la mujer una vez liberada abomina del hombre que la redimió. Entonces él en las largas noches de agonía sin ella y en los días de perro apaleado se da cuenta de que aún queda por escribir ese poema que ha soñado. Pero todo eso ocurrió después de conocer a Elena. Durante el verano de mis dieciocho años nada pudo con mi obstinación, ni los argumentos de un brillante futuro repleto de dinero y prestigio, ni las reconversiones amargas que siempre terminaban con las lágrimas de mi madre y la frase una y otra vez repetida: «Pero hijo, y eso para qué vale?». Seguro que me imaginaban viviendo en una buhardilla, con un abrigo raído, pasando hambre y tal vez con alguna enfermedad contraída por la mala vida, sífilis, tuberculosis, SIDA. La verdad es que esa idea de marginalidad y bohemia me atraía así que luché, luché desesperadamente contra los silencios cargados de pólvora y metralla de mi padre y los ruegos de mi madre y, al final, me matriculé en Filología. Durante el verano, en las siestas, medio desnudo y tumbado en una manta, escribía. Mi cabeza era un microondas descongelando versos. Me había confeccionado un libro, folios doblados y cosidos pegados con engrudo al lomo, todo el forrado de terciopelo rojo. En la portada simplemente aparecía mi nombre y en letra gótica: Poemas.

«El original» 121 Pensaba en el premio Adonais, en el Loewe, pensaba que quizá algún día estaría sentado junto a los Grandes hablando del misterio de la poesía. Conservo aún el libro escrito en el verano de mis dieciocho años. Donde ellos habían conseguido criaturas excelsas que volaban página tras página yo sólo tenía un Gólem informe, un verdadero monstruo, porque como supe después, la palabra de la Kábala que hubiese dado vida a esos poemas me había sido negada y la confusión en la fórmula despertó unos seres numinosos, oscuros y terribles. La mala poesía es peor que la condenación al fuego. Sin embargo, yo presentía que había otra forma de hacer poesía. Una forma que no aspiraba a la perfección sino que era perfecta. Recuerdo que mi entrada en la Facultad fue desastrosa, pensaba encontrar espíritus que vivían por encima de la vulgaridad. Mierda, eso es lo que encontré, pura mierda. Gente rencorosa, envidiosa, miserable. Pronto dejé de asistir a las clases y me refugié en la cafetería. Allí en una mesa insistía en escribir poemas, los poemas que formarían mi primer libro. Entonces estaba enfermo de literatura (Vila-Matas me ha enseñado muchos años después algo sobre aquella enfermedad que me llevó donde me llevó) ahora prefiero redactar Diligencias, Autos o Sentencias. En la cafetería conocí a Elena. Un grupo de alumnos mayores (calculo que de tercero o cuarto) todos los días a la misma hora ocupaban la mesa del rincón. Hablaban de Literatura, Arte, Cine. Mantenían animadas conversaciones donde tan pronto aparecían nombres de poetas de novelistas, pintores o directores de cine. Yo disimulaba escribir, pero la ferocidad con la que atacaban o ensalzaban a algún autor u obra hacía que me olvidase de mi sagrada tarea y prestase atención a lo que decían. Eran ocho o diez, pero entre todos ellos destacaba un muchacho delgado vestido de negro. Tenía una melena rojiza que se desbordaba en una catarata enmarañada de rizos que le llegaban hasta los hombros, movía las manos recalcando con gestos adustos e incluso violentos las palabras que en ocasiones eran apenas susurros y en otras rompían como olas. Daba la impresión de que cada frase era la última que iba a pronunciar, como si estuviese al borde de un acantilado un segundo antes de

122 José M.ª Ruiz Peña lazarse al vacío. Su mirada magnética me atraía y en más de una ocasión me sorprendió observándolo, entonces como un delincuente pillado in fraganti bajaba los ojos y emborronaba una hoja de mi cuaderno para hacer ver que era una casualidad y que mis ojos le atravesaban, no sólo a él, sino también a las paredes y al mundo visible entero. Del resto de componentes del grupo poco o nada puedo decir, me resultaban anodinos. Miento, todos excepto Elena. Yo vivía entonces en una pensión de la calle Segovia. Mis padres hubiesen preferido una plaza en un Colegio Mayor pero me opuse, no iba a ceder en nada. Ése fue el segundo disgusto que les di. «Me instalé en un cuarto alquilado, os resultará más barato». De nuevo se repitieron punto por punto los argumentos para hacerme desistir y de nuevo me mantuve inflexible. Mi futura condición de escritor requería libertad y un toque de bohemia y malditismo. Necesitaba conocer la vida también por el revés. No insistieron. Hacía tiempo que habían abandonado la lucha, miraban con desolación los restos de la batalla, los sueños destrozados, el futuro cercenado, y en medio de la desolación me contemplaban perdido, solo. No sabían que yo me elevaba como un gigante sobre esos mismos restos y que otros sueños más grandes y un futuro más luminoso me llenaban de fuerza y determinación. Qué haces? La voz de Elena Sanchidrián me sobresaltó. Traté de ocultar las hojas desperdigadas por toda la mesa y en mi precipitación tiré varias al suelo. Las recogí y las apilé junto a las otras. No quería que leyese nada porque nada de lo que había escrito merecía la pena. Mi reputación (al menos lo que yo pensaba de mí mismo) y la imagen que cultivaba con tanto cuidado podían quedar destrozadas. Escribo, contesté. Ya, y además de eso me miras y me sigues por la calle. Todo era cierto. Hasta ahora se lo he ocultado a ustedes, incluso les he tendido una pequeña trampa. Cuando les he contado que observaba al muchacho delgado no era, como he dejado entrever, porque pareciese un iluminado, un profeta o un hombre atormentado por una pasión que

«El original» 123 lo devora. No. Lo miraba porque ELLA le miraba a él y yo me había enamora de ELLA. Eso era todo. Iba a contestarle cuando entró el pelirrojo. Elena se apartó de mi mesa y se dirigió hacia él. Se había quedado parado casi a la entrada de la cafetería. No la llamó ni la hizo ningún gesto, no hizo falta porque Elena se vio arrastrada como una limadura de hierro sobre un imán. Vi cómo discutían, cómo le echaba los brazos al cuello y le daba un beso en la boca. Salieron. Durante un rato estuve como debe estar un boxeador grogui, dando traspiés en el cuadrilátero y cogiéndose a las cuerdas para no caerse. Exactamente eso sentía yo, la cabeza zumbaba y las manos agarradas a las cuartillas para no desplomarme. Entonces decidí seguirlos. Guardé apresuradamente los folios en la carpeta de cartón y salí a la calle. Cogidos de la mano se alejaban. Antes de doblar la esquina se besaron. Luego él repasó con sus dedos el óvalo de la cara de Elena y sus ojos y su nariz y su boca. Reían. No volví por la Facultad. En realidad no salí de mi habitación. Leí. Releí. Pero sobre todo pensé en Elena. Pensé o me sumí en una ensoñación febril y rellené páginas donde lo mismo la denostaba como un ser abyecto y rastrero, que la ensalzaba. Lo único cierto era, uno, que aquellos poemas eran un vómito mineral, un óxido que corría la sangre y la linfa; dos, que estaba envenenado desde que había hablado con ella y tres que no quería volver a verla nunca más. Debo reconocer que en ese marasmo, a veces me iluminaba una punzada de felicidad. Estoy en el buen camino, me decía, sólo el que sufre y se sumerge en los sótanos del desconcierto, sólo quien siente un pinchazo de pedernal en el bajo viente y le sube como una Katana rasgando tejidos y órganos hasta el corazón puede comprender y escribir. Mentira y falsedad. El dolor, sobre todo el dolor primigenio de un adolescente despechado y ridículo no es padre de nada. Uno cree que carga con todo el sufrimiento del Universo, pero en realidad eres una cucaracha que huye de los pisotones. Si te aciertan se acabó, se acabó para ti, exclusivamente para ti. Supongo que mi estado era lamentable. No comía apenas y cada vez me costaba más levantarme de la cama. Tal vez me hubiera muerto de inanición o de locura si ella no se hubiera presentado. No sé qué hora

124 José M.ª Ruiz Peña sería, sólo que era de noche cuando oí unos golpes en la puerta de mi habitación. «Vete a la mierda», dije o pensé. Los golpes se repitieron con más fuerza. Quién coño es? Grité. Abre. Me asusté, me asusté de cojones. Quién coño eres? Repetí sabiendo que era ella. Soy yo, Elena. Era la primera vez que la oía pronunciar su propio nombre. No conozco a ninguna Elena. Vamos, déjate de niñerías. Abre, tengo que hablar contigo. Te necesito. Que te ayude el mamón de la melena, le escupí. Está bien imbécil. Oí cómo se alejaba, los pasos cada vez más quedos se la llevaban. El pasillo, la puerta de la pensión, las escaleras, por fin ya en la calle casi inaudible el taconeo rítmico. Dios, la estaba perdiendo, tal vez no volviese a verla nunca! Espera! Grité con las fuerzas que me quedaban. Corrí, abrí la puerta, volé por el pasillo, me precipité escaleras abajo. Salí a la calle. Acera arriba se perdía. Elena! Se volvió y rió, rió mientras daba la vuelta y se acercaba. Me miré. Estaba en calzoncillos. Vamos, me dijo mientras me cogía del brazo. Aquella noche dormí como cuando mi madre me leía a Salgari o a Michael Ende. Cuando desperté encontré la ropa planchada y colocada en la silla. Cómo se las había arreglado? Vete a la ducha y vístete, me ordenó. Allí estaba. Coño era verdad. No me había vuelto loco. Estaba, estaba! Date prisa, me urgió.

«El original» 125 Juro que no quise hacerlo. Juro que no tenía nada especial contra el pelirrojo, el tío aquél no me había hecho nada. Es verdad que lo del beso y tal me había jodido mucho, pero de ahí bueno la verdad no tenía casi nada contra el melenudo. Entramos en una especie de hangar. En un rincón dormía el tipo. En mi mano brillaba un cuchillo y en los ojos de Elena brillaba un cuchillo más acerado aún. Se lo hundí en el pecho una, dos, tres veces. Abrió los ojos pero no me miró a mí. El tío intentó sonreír mientras Elena gritaba: Acaba de una vez! Volví a clavar el cuchillo no sé dónde, por el pecho, el cuello, las piernas y el cabrón aún sonreía. Aquella sonrisa me estaba volviendo loco. Busqué un hierro, un hacha. Junto a una moto había una lata de gasolina. Lo rocié. Lo prendí. Ardió. Ardió como un puto alacrán encerrado en un círculo de paja y con él ardieron todos los cuadros que tenía colgados por las paredes, apoyados sobre una mesa de madera, tirados junto a la moto, los cuadros de Elena. Elena multiplicada por cientos de espejos, Elena desnuda. Elena insinuante, resbaladiza, serpenteante. Todo a la mierda. La miré y pensé: sólo queda ella, el Original. La Tocata de Bach subió en una serie de notas dobladas por octavas que crearon el mismo efecto de plenitud que el Poema esa misma noche. Mientras apuraba la taza de café marqué el número del inspector. Cancho le dije Hay algo nuevo? No mucho. Ha llegado la Forense? Sí. Y qué? Se trata de una mujer de unos treinta años, probablemente la dueña de la casa, una tal, a ver sí, Elena Sanchidrián. El hijoputa que lo ha hecho se ha ensañado, la ha cosido a puñaladas y luego la ha prendido fuego. Ahórrate los detalles. Perdone. Está bien, Cancho. Salgo para allá. Le esperamos, Señoría.

126 José M.ª Ruiz Peña El juez cruzó la cocina, en la chimenea del salón ardían los últimos restos de dos gruesos troncos. Miró detenidamente. Uno de los guantes y un pedazo de tela del pantalón aún no se habían quemado. Con el atizador los llevó hasta las llamas. En un instante desaparecieron. Salió del salón, cogió la gabardina y alcanzó la calle.