DE LAS CHECAS D E B A R C E L O N A A L A ALEMANIA NAZI



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OTÍLIA CASTELLVÍ DE LAS CHECAS D E B A R C E L O N A A L A ALEMANIA NAZI (VEINTE AÑOS DE UNA VIDA) epílogo de ulises moulines castellví traducción del catalán de r. vilagrassa barcelona 2008 acantilado

título original De les txeques de Barcelona a l Alemanya nazi Publicado por: acantilado Quaderns Crema, S. A., Sociedad Unipersonal Muntaner, 462-08006 Barcelona Tel.: 934 144 906 - Fax: 934 147 107 correo@acantilado.es www.acantilado.es 2008, Ulises Moulines Castellví de la traducción, 2008 by Roser Vilagrassa de esta edición, 2008 by Quaderns Crema, S.A. Todos los derechos reservados: Quaderns Crema, S.A. isbn: 978-84-96834-83-5 depósito legal: b. 50.015-2008 En la cubierta, ilustración de Leonard Beard aiguadevidre Gráfica quaderns crema Composición romanyà-valls Impresión y encuadernación primera edición noviembre 2008 Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

contenido Gracia a principios de siglo 9 Ingreso espontáneo en un partido obrero 17 Mi octubre de 1934 21 El 19 de julio de 1936 y los hechos de mayo de 1937 3 3 Las checas de Barcelona 57 El régimen franquista 77 Prisión y campos de concentración en la «douce France» 85 Dijon y la locura francesa 121 Luxemburgo 167 Nuestro miedo a los alemanes 185 Sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial 211 La envanecida Francia de 1945 239 El viaje a Sudamérica 261 Epílogo, por ulises moulines castellví 275

Gracia a principios de siglo Los barceloneses que durante los años veinte éramos jóvenes o niños conocimos una ciudad con los barrios todavía definidos, si bien no oficialmente, sí por su carácter propio. Como en todas las grandes ciudades, en los barrios de la periferia de Barcelona predominaban los obreros. El antiguo pueblo de Gracia (ya entonces un barrio barcelonés) tenía el porcentaje más elevado de menestralía. Cierto que en aquel tiempo había muchas fábricas (la mayoría textiles), que ocupaban a un buen número de personas de ambos sexos, pero, en general, la gente de Gracia se especializaba en todo tipo de trabajos. En cada calle había talleres y obradores de artesanía donde se realizaban labores más artísticas que prácticas. Otra parte importante de la gente de Gracia eran los trabajadores «encorbatados» (oficinistas, dependientes, sas - tres, etcétera). Las mujeres, naturalmente, no llevába mos corbata, pero también éramos legión quienes compartíamos labores de aguja, comercio y despacho. Los días laborables, de ocho y media a nueve de la mañana, y de tres a tres y media de la tarde, un río de hombres y mujeres jóvenes surgía de todos los rincones del barrio y bajaba por la calle Gran de Gracia y el Paseo de Gracia para ir dispersándose por el Ensanche y el casco antiguo de la ciudad hacia sus respectivos lugares de traba-

de las checas de barcelona a la alemania nazi jo. Al salir de trabajar, tanto al mediodía como por la tarde, recorrían el mismo camino a la inversa. Yo formé parte de esta avalancha de caminantes de Gracia durante muchos años, como una de las tantas modistas que emprendían el paseo con la alegría que da la resignación bien entendida. Entre el grupo de compañeras de trabajo que nos íbamos juntando o separando por el camino (según íbamos o regresábamos) y los desconocidos, a los que casi considerábamos amigos porque nos veíamos en ocasiones hasta cuatro veces al día, se entablaban conversaciones y amistades. Como aún no existía el inhumano predominio de los autos, se podía andar por la calle y sostener largas conversaciones en las que intercambiar opiniones que creaban cierta influencia colectiva y una especie de solidaridad de barrio. La mayoría habíamos jugado en las mismas calles donde luego, de mayores, nos sentíamos como en casa. Por entonces aún estaba muy extendida la costumbre de sacar la silla y sentarse en la calle a tomar el sol los días de fiesta en invierno y, sobre todo, a tomar el fresco las noches de verano. Allí los vecinos hablaban de toda clase de temas, pero sobre todo de política, asunto muy controvertido en aquella época en nuestro país. Los habitantes de Gracia eran en su mayoría republicanos y catalanistas, si bien pocos militaban en algún partido. Estas dos tendencias se manifestaban abiertamente e iban muy ligadas la una a la otra. Pero si algo apasionaba a los pacíficos vecinos de Gracia (y a los barceloneses en general) eran los conflictos sociales que se extendían por el mundo tras el final de la guerra en Europa. En 1926 (cuando yo tenía dieciocho) hacía tres años

gracia a principios de siglo que la dictadura de Primo de Rivera oprimía al pueblo catalán con todo el rigor del que era capaz. Su militarismo anticatalán era tan ofensivo para nosotros los catalanes que, por reacción lógica, jamás habíamos sentido tanta estima por nuestra tierra, nuestra bandera y nuestras costumbres. Yo, como la mayoría de jóvenes, vivía exaltada y manifestaba mi oposición y mis sentimientos contra la represión a la que estábamos sometidos. Fue entonces cuando empecé a saber por experiencia en qué consistían los enfrentamientos esporádicos con la policía. A menudo, durante manifestaciones que se hacían en las Ramblas, me atrevía a lanzar algún grito contra el dictador; había que correr para esquivar las porras. Ningún 11 de septiembre faltaba a la cita frente al monumento de Rafael Casanova, en la Ronda San Pedro. Hacía acto de presencia y pasaba con calma frente a la estatua para dejar caer una flor con disimulo, hasta que la policía, harta de verme allí, se acercaba con actitud amenazadora. En aquel lugar todos los años había golpes y jaleo (y en ocasiones muertos y heridos). La policía no permitía que nadie se acercara al monumento, símbolo para nosotros del último catalán caído defendiendo Cataluña con las armas; además se enfrentaban a nosotros grupos de «españolistas» con la espalda bien cubierta por las fuerzas armadas. En aquella primera juventud me movía por un sentimiento catalanista instintivo e iba a estos lugares sola, guiada únicamente por lo que oía y veía a mi alrededor, impulsada inconscientemente por una rebeldía innata contra todo aquello que me parecía injusto. Tal era mi entusiasmo, que muy pronto hice adeptas entre las compañeras del taller en el que cosía y, sobre todo, entre los jóvenes (chicos y chicas)

de las checas de barcelona a la alemania nazi de la Escuela de Bellas Artes de Gracia, a la que asistía por las noches para practicar mi afición al dibujo. Esto duró lo que duró la política de represión, es decir, los seis largos años de la dictadura de Primo de Rivera. Pero cuando el régimen cambió y el catalanismo dejó de ser perseguido al contrario: se revitalizaba con gran euforia y se extendía como una mancha de aceite, incluso entre sectores hasta entonces indiferentes, cuando no hostiles se atenuó en mí el ardor de aquella llama. No es que me desenamorara de Cataluña ni de nuestro paisaje, historia, costumbres, literatura, danza, etcétera, sino que el aspecto políticamente fácil ya no me apasionaba. Al parecer mi temperamento inquieto necesitaba seguir luchando contra las injusticias, ya que, en cuanto el catalanismo dejó de estar perseguido, empecé a interesarme por los problemas sociales que tan poco conocía, pese a que habían existido durante muchos años en nuestra tierra. Tal desconocimiento se debía sin duda a que, entre las modistas (pese a ser de las más explotadas), existía la convicción de que no eran obreras, sino una especie de aspirantes a «señoritas» que sólo debían preocuparse por estar guapas y comportarse con maliciosa frivolidad. Dicho de otro modo, eran cabezas de chorlito que no se interesaban por los problemas colectivos, y mucho menos por la política. Como mucho, algunas decían que eran catalanistas sin correr riesgos. Pero era impensable que se interesaran por la cuestión sindical, las huelgas o cualquier otro conflicto. Por eso no tardé en sentirme como una nota discordante en el taller de modistas donde trabajaba. Aunque nunca tuve enemigas (más bien al contrario: creo que me admiraban... o me tomaban por una insensata), mis inten-

gracia a principios de siglo tos de hacerlas vibrar con las cuestiones sociales siempre fueron en vano. Era en casa, con mi padre y mis ochos hermanos (todos ellos trabajadores), donde procuraba aprender y orientarme acerca de las reivindicaciones obreras que conmovían al mundo en aquella época. Un hermano dos años mayor que trabajaba de electricista, y por las tardes estudiaba peritaje en la Escuela Industrial (Can Batlló), fue mi mejor guía. No sólo por la edad y el carácter, que ayudaban a que nos lleváramos muy bien, sino porque tenía trato directo con auténticos obreros y vivía intensamente los conflictos sociales. Además de pertenecer de manera activa a un sindicato, mi hermano cotizaba al Socorro Rojo Internacional y al Estado Catalán. Solía darme propaganda de estas organizaciones para divulgar, pero como no me movía por ambientes combativos, me limitaba a dejar aquellos papeles (casi siempre clandestinos) por tiendas y escaleras. Lo hacía con toda precaución, emocionada como si en ello me fuera la vida. El oficio de modista tenía el inconveniente de ser temporal. Es decir, periódicamente los talleres tenían «calmas» como decíamos nosotras que consistían en la ausencia de trabajo durante semanas en pleno invierno y en pleno verano. Debido a esta anomalía, que nos obligaba a varios días de paro sin ganancias, no se nos consideraba obreras como a los demás; en realidad, para las chicas que necesitaban ganarse la paga semanal todo el año, era un mal oficio. Con todo, la mayoría empleábamos las épocas de calma en coser para clientes propios. Yo me buscaba además algún quehacer entre amigos y clientes propios. Recuerdo una ocasión en que fui a coser para una señora que vivía en una

de las checas de barcelona a la alemania nazi torre de la calle Montmany, a la que jamás olvidaré porque con ella me comporté como una obrera «consciente» por primera vez. Aquellos días hubo en Barcelona varios atentados y sabotajes perpetrados por los obreros. Una mañana, esta clienta apareció con el periódico en la mano y comentó, indignada, la actuación de aquellos trabajadores. Yo argüí que los obreros no tenían otro modo de hacerse oír. Una cosa llevó a la otra, la discusión subió de tono y, como yo no me «sometía», ella llegó a la conclusión de que el «mal» venía de que los obreros estaban demasiado instruidos y que no se les debía enseñar ni a leer. Sin pensarlo dos veces, me levanté de un rápido impulso con el vestido a medio hacer y al marcharme le dije que se buscara un borrico que le cosiera la ropa. Salí de aquella casa alterada y algo preocupada porque me había quedado sin clienta, pero satisfecha, en el fondo, de haber perjudicado a una boba burguesa que necesitaba el vestido para aquella misma noche. Al llegar a casa le conté a mi padre lo ocurrido. Me dijo que había hecho muy bien, lo cual me llenó de satisfacción y simpatía por aquel hombre bueno y consciente. Entonces me hice socia del Centro Excursionista Rafael Casanova, con el deseo de hacer salidas por las montañas los días festivos, algo que siempre me ha gustado, y atraída además por el ambiente sencillo y dinámico que allí se respiraba. Aunque casi toda la juventud de aquella sociedad estaba formada por catalanistas intransigentes, había también algún que otro entusiasta de los problemas sociales. Tampoco faltaba nunca un par de estudiantes. Pronto me influyó la inteligencia y la personalidad de uno de ellos. Se llamaba Llorenç. Aquel joven instruido, que había estudiado en la Escuela Alemana de Barcelona, estaba al corrien-

gracia a principios de siglo te de la política internacional. En largas e instructivas conversaciones, me hablaba del asunto con entusiasmo y sencillez. Al igual que yo, era un idealista de la causa obrera, y nuestro entendimiento y admiración mutua no tardaron en convertirnos en una pareja inseparable. Nos identificábamos en las opiniones fundamentales que teníamos sobre la vida. Compartíamos puntos de vista sobre moral, política, religión y demás. Basábamos nuestros sentimientos en la sinceridad genuina con respecto a todas las cuestiones, y creíamos en la ayuda social para conseguir mejorar las diferencias de clase entre los hombres. Asimismo, ambos estábamos convencidos de que las religiones sólo son supersticiones convertidas con el tiempo en un negocio rentable para quienes las predican. Y así, gracias a la influencia de este excelente compañero, empecé a enfocar mi entusiasmo revolucionario con un mayor conocimiento de causa. Manteníamos largas conversaciones sobre toda clase de temas. Me prestaba buenos libros y me acompañaba a conferencias, mítines y manifestaciones obreras, actos que en la Barcelona de aquella época se caracterizaban por la efervescencia y la exaltación. Vivimos juntos el entusiasmo de la instauración de la República el 14 de abril con el triunfo de Macià y su partido, Esquerra Republicana de Catalunya, pero pronto nos dimos cuenta de que la ambición personal de algunos y, sobre todo, el ansia de predominio de los partidos políticos, generaban discrepancias que malograban las aspiraciones populares de mantener la victoria obtenida legalmente. Los dos comprendíamos que, pese a querer ser un partido democrático, Esquerra Republicana de Catalunya se sentía acorralada por las derechas burguesas y la pujante

de las checas de barcelona a la alemania nazi masa anarquista en Cataluña. Veíamos venir que el hundimiento de Esquerra equivaldría al triunfo de las derechas si los obreros no luchaban organizadamente para combatirlas. Sabíamos que haría falta el esfuerzo de cuantos fueran conscientes de la situación y tuvieran ideas progresistas para contener a los partidos de derechas, que ya se atrevían a manifestarse descaradamente con brotes de declarado carácter fascista.