TIEMPO DE CUARESMA PROPUESTA PARA LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA II SEMANA DE CUARESMA TE ASEGURO QUE HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO Lc 23, 43 1. Las exposiciones breves del santísimo Sacramento deben ordenarse de tal manera que, antes de la bendición con el santísimo Sacramento, se dedique un tiempo conveniente a la lectura de la palabra de Dios, a los cánticos, a las preces y a la oración en silencio prolongada durante algún tiempo 1. 2. Para la selección y realización de los cantos, recuérdese las normas litúrgicas propias de la Cuaresma: la música de los instrumentos musicales se permite sólo para sostener el canto 2 ; es decir, procúrese mantener la sobriedad cuaresmal. 3. Respecto al lugar para la exposición, manténgase la sencillez cuaresmal absteniéndose de adornar con flores 3. Exposición del santísimo Sacramento. 4. Congregado el pueblo, la exposición puede realizarse de dos maneras: a. Si la adoración eucarística sigue inmediatamente después de la Misa, el sacerdote deja la hostia que se va a exponer sobre el altar (esta hostia debe ser consagrada en la misma celebración), se dirige a la sede, reza la oración después de la Comunión y, sin dar la bendición, expone el santísimo Sacramento en la custodia y lo inciensa (esto implica que el mismo sacerdote o un diácono vaya a dar la bendición con el santísimo Sacramento al final del tiempo prolongado de adoración). b. Si la adoración eucarística se va a realizar tiempo después de que se haya celebrado la Misa, el sacerdote o -en su defecto- el diácono (o, en su ausencia, el ministro extraordinario de la Comunión) se dirige al Sagrario y traslada el santísimo Sacramento para exponerlo en la custodia e incensarlo (si quien expone es el ministros extraordinario de la Comunión, no inciensa). Mientras tanto, se entona un canto eucarístico; se sugiere: Cantemos al amor de los amores (CAD n. 32). 1 Ritual de la Sagrada Comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa. Reformado por mandato del Concilio Vaticano II y promulgado por su santidad el Papa Pablo VI. Aprobado por la Conferencia Episcopal Española y confirmado por la Sagrada Congregación para los sacramentos y el culto divino, Barcelona: Coeditores Litúrgicos, 2000 4, n. 89, p. 52. 2 Ceremonial de los obispos. Renovado según los decretos del Sacrosanto Concilio Vaticano II y promulgado por la autoridad del Papa Juan Pablo II. Versión castellana para América Latina, Bogotá: CELAM, 1991 2, n. 252, p. 112. 3 Cf. Ibíd.
Invocación al Espíritu Santo. 5. Una vez expuesto el santísimo Sacramento, los fieles hacen la siguiente invocación: Ven, Creador, Espíritu amoroso, ven y visita el alma que a ti clama y con tu soberana gracia inflama los pechos que criaste poderoso. Tú que abogado fiel eres llamado, del Altísimo don, perenne fuente, de vida eterna, caridad ferviente, espiritual unción, fuego sagrado. Tú te infundes al alma en siete dones, fiel promesa del Padre soberano; tú eres el dedo de su diestra mano, tú nos dictas palabras y razones. Ilustra con tu luz nuestros sentidos, del corazón ahuyenta la tibieza, haznos vencer la corporal flaqueza con tu eterna virtud fortalecidos. Por ti, nuestro enemigo desterrado, gocemos de paz santa duradera, y, siendo nuestro guía en la carrera, todo daño evitemos y pecado. Por ti al eterno Padre conozcamos, y al Hijo, soberano omnipotente, y a ti, Espíritu, de ambos procedente con viva fe y amor siempre creamos. Amén. 6. Luego, el que modera la adoración dice la siguiente plegaria: Oh Dios, que has iluminado los corazones de tus hijos con la luz del Espíritu Santo, haznos dóciles a sus inspiraciones para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo. Por Jesucristo, nuestro Señor. R. Amén.
Encuentro con la Palabra: primera meditación. 7. Concluida la oración, un fiel proclama la siguiente lectura: Del Evangelio según san Lucas. Lc 23, 33. 39-43 Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, los crucificaron a él y a los malhechores: uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: - No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros. Pero el otro lo reprendió diciendo: - No tienes temor de Dios, tú, que sufres la misma pena? Lo nuestro es justo, recibimos la paga de nuestros delitos; pero él, en cambio, no ha cometido ningún crimen. Y añadió: -Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí. Jesús le contestó: -Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. Palabra del Señor. Se deja un espacio de silencio; luego, uno de los fieles lee la siguiente meditación: La segunda palabra de Jesús en la cruz transmitida por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con él. El buen ladrón, ante Jesús, entra en sí mismo y se arrepiente, se da cuenta de que se encuentra ante el Hijo de Dios, que hace visible el Rostro mismo de Dios, y le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición; en efecto dice: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Jesús es consciente de que entra directamente en la comunión con el Padre y de que abre nuevamente al hombre el camino hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último instante de la vida, y la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo. BENEDICTO XVI, Audiencia general, 15 de febrero de 2012 8. Se deja un espacio de silencio para la reflexión. Después, quien modera la oración introduce las siguientes intenciones diciendo: Acudamos a Cristo, nuestro Salvador, que nos redimió con su muerte y resurrección, y supliquémosle, diciendo: R. Ilumina a tus hijos, Señor.
En seguida, uno de los fieles propone las siguientes intenciones: Tú que subiste a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, conduce a tu Iglesia a la Pascua eterna. R. Tú que, exaltado en la cruz, quisiste ser atravesado por la lanza del soldado, sana nuestras heridas. R. Tú que convertiste el madero de la cruz en árbol de vida, haz que los renacidos en el bautismo gocen de la abundancia de los frutos de este árbol. R. Tú que, clavado en la cruz, perdonaste al ladrón arrepentido, perdónanos también a nosotros, pecadores. R. 9. Se concluye la primera meditación con un canto; se sugiere: Perdona a tu pueblo (CLNE n. 125, versión actualizada): Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale, Señor. Por tu poder y amor inefable, por tu misericordia entrañable, perdónanos, Señor. Somos el pueblo que has elegido y con tu sangre lo has redimido, perdónanos, Señor. Reconocemos nuestro pecado que tantas veces has perdonado, perdónanos, Señor. Dios de la fiel y eterna Alianza, en ti ponemos nuestra esperanza, perdónanos, Señor. Desde la Cruz nos diste a tu Madre, vuélvenos al abrazo del Padre, perdónanos, Señor. Encuentro con la Palabra: segunda meditación. 10. Terminado el canto, uno de los fieles proclama la segunda lectura:
Del salmo 50. Sal 50, 3-21 Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el juicio brillará tu rectitud. Mira, que en la culpa nací, pecador me concibió mi madre. Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría. Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa. Oh Dios!, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío!, y cantará mi lengua tu justicia. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. R. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. 11. Se deja un espacio de silencio; luego, uno de los fieles lee la siguiente meditación: Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón [ ]. Si te ofreciera un holocausto -dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, vas a quedar sin sacrificio? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado; tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El
corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro. Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor. SAN AGUSTÍN, Sermón 19: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado 12. Se deja un espacio de silencio reflexión. Luego, quien modera la plegaria dice: Aclamemos a Cristo el Señor, que con su entrega nos abierto las puertas del Reino y digamos llenos de confianza: R. Condúcenos al Padre. Un fiel propone las siguientes invocaciones: - Señor Jesús, tú que nos instruyes con tu palabra de vida. R. - Señor Jesús, tú que iluminas el sendero en medio de la noche oscura. R. - Señor Jesús, nuevo Adán obediente hasta la muerte. R. - Señor Jesús, cordero inmaculado, que quitas el pecado del mundo. R. - Señor Jesús, arrancado de la tierra de los vivos. R. - Señor Jesús, mediador de la nueva alianza. R. - Señor Jesús, Pastor bueno que das la vida por nosotros. R. - Señor Jesús, piedra angular rechazada por los constructores. R. - Señor Jesús, resucitado por nuestra justificación. R. Ritos conclusivos. a. Cuando preside un ministro ordenado: 13. Para concluir la adoración eucarística, todos se arrodillan. El sacerdote (o -en su ausencia- el diácono) se coloca frente al altar, hace genuflexión, se arrodilla e inciensa el santísimo Sacramento con tres movimientos dobles mientras se entona el Tantum ergo u otro canto eucarístico apropiado; se sugiere: Mi alma alaba al Señor (CAD n. 123). 14. Terminado el canto, el sacerdote (o, en su ausencia, el diácono) se pone en pie y dice Oremos, dejando un breve espacio de silencio para la oración. Luego, prosigue:
Concédenos, Señor y Dios nuestro, a los que creemos y proclamamos que Jesucristo, el mismo que por nosotros nació de la Virgen María y murió en la cruz, está presente en el Sacramento, bebamos de esta divina fuente el don de la salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. La asamblea responde: Amén. 15. Inmediatamente, recibe el paño de hombros, sube al altar, hace genuflexión y toma la custodia. Luego, se vuelve hacia el pueblo y le bendice haciendo sobre él la señal de la cruz con la misma custodia (esto se realiza en silencio). 16. Por último, coloca la custodia sobre el altar y deja el paño de hombros. Luego, traslada el santísimo Sacramento al sagrario donde será reservado. En este traslado puede entonarse algún canto eucarístico; se sugiere: Bendito, bendito (CAD n. 24). Luego se dirige al pueblo diciendo: Para anunciar que el Señor nos ha abierto las puertas de una vida plenamente feliz; pueden ir en paz. La asamblea responde: Demos gracias a Dios. Y se ordena la procesión de envío en silencio; el sacerdote (o, en su ausencia, el diácono) se retira a la sacristía por el camino más corto. b. Cuando modera un laico: 17. Para concluir la adoración eucarística, todos se arrodillan. El ministro extraordinario de la Comunión, después de las invocaciones del n. 12, reza la siguiente plegaria (manteniendo las manos juntas): Concédenos, Señor y Dios nuestro, a los que creemos y proclamamos que Jesucristo, el mismo que por nosotros nació de la Virgen María y murió en la cruz, está presente en el Sacramento, bebamos de esta divina fuente el don de la salvación eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
La asamblea responde: Amén. Luego, sube al altar, toma el santísimo Sacramento y lo traslada al lugar donde será reservado. Mientras tanto puede entonarse un canto eucarístico: Mi alma alaba al Señor (CAD n. 123)). Por último, sin hacer la aclamación: Pueden ir en paz, dice a los fieles: El Señor ha alimentado nuestra esperanza en la salvación eterna; vayamos a alegrar a los que nos rodean con el anuncio de una vida libre de todo sufrimiento. Y se retiran todos los fieles en silencio.