MUERTE DE ANIMALES JUAN PEDRO CASTAÑEDA

Transcripción

1 MUERTE DE ANIMALES JUAN PEDRO CASTAÑEDA 28 Ediciones La Palma MADRID 1993

2 MUERTE DE ANIMALES

3 Primera edición: Liminar, Tenerife, 1982 Segunda edición (La Página/Cabildo de Tenerife): 2001 Copyright: Juan Pedro Castañeda Derechos de ediciones reservados EDICIONES LA PALMA I.S.B.N X Depósito Legal: M Fotocomposición e impresión: TARAVILLA Mesón de Paños, Madrid

4 DEDICATORIA: Para Malaly

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6 I Parado ante la boca de una covacha, vio el de humo en la montaña de arriba. Luego oyó estruendo del tercer volador. El toque de la campana rebotó en las paredes, se deslizó por las ondulaciones, se inclinó con las laderas, reverberó en los montes cortados a pico. El tercer repique inundó el valle de Aitemés. Sebastián permaneció mirando al campanario empequeñecido por la distancia, hasta que el sonido se difuminó y sus ojos buscaron la línea en la que la luz roía la sombra. En ese momento estaba al sol casi todo el valle. «Las once», pensó. Sacó la caña y los apeos, anudó en cruz las patas de cada cabra, tapó el portillo, se echó al hombro la talega, caminó hacia la orilla, se descolgó por los picachos y llegó a donde quería. Allí eran distintos los ruidos y los colores. Podía distinguir una variada gama, que iba del transparente al azul oscuro, pasando por los verdes que más le gustaban. En cambio, afuera, si no ponía especial atención, sólo podía distinguir cuatro: color claro, color oscuro, blanco y negro. También en los sonidos había una marcada diferencia. Allí se entremezclaban continuamente; afuera, cuando un sonido pasaba era seguido del silencio que lo distinguía. Allí: las olas hacían contra las rocas más pequeñas un sonido continuo; cuando una grande daba contra el roque se oía un bum bum gravísimo, casi amenazador; el agua se metía por el embudo negro; y entre un ruido y otro: muchos y más, casi como las estrellas cuando se mira el cielo mucho tiempo y se ve que van apareciendo, se da uno cuenta de que hay miles, y no se acaba nunca de ver. Afuera: pasa el ruido de un camión y luego hay que un rato largo para oír otra cosa.

7 No tenía por qué fijarse en la orilla donde estaba, pero si lo hubiera hecho habría visto unos quinientos metros de rocas de todos los tamaños que iban desde la elevación que se había derrumbado hasta el alisamiento que pisaba. Unas, blancas, como ciertas partes de las conchas; otras, oscuras y resbaladizas; algunas llenas de musgos; algunas otras, recalentadas; rajaduras y botones en las más, líneas y picaduras producidas por el salitre; entre ellas, numerosos charcos llenos de erizos. Una cortada en el pie, porque las recorría descalzo, sin mirar debajo. Llegó al único lugar arenoso y cogió lombriz suficiente. De vuelta a donde había dejado la caña, encontró una laja. Con ella golpeó precisa y tangencialmente una lapa que se desprendió fácil. En cambio, erró el segundo golpe, a consecuencia de cual casi tuvo que deshacer la concha. Sacó una con otra y se la echó a la boca: viva aún, ondulando la parte dura, con la barriga despanzurrada. Pero la encontró buena: sabor a marisco que tragó sin más. Desayunó media docena mientras volvía al lugar elegido. Hizo los nudos necesarios, se despojó de las ropas, metió en la talega la carnada y alambre, se la echó al hombro y nadó en calzoncillos hasta uno de los roques que sobresalían. Una vez en él, tiró de la cuerda atada a la cintura. Vuelto hacia lo lejos, introdujo la punta de la caña unos palmos por debajo de la superficie del agua. A veces la sacaba, engañado por un peso ilusorio, sólo para volverla a introducir. Reponía la carnada. Sol y salitre. Orchillas canelas subían y bajaban, peinadas a las rocas. Un pescado de regular tamaño aleteó fuera. Una cosa viva se le escurría por las manos mientras le atravesaba las agallas con un alambre. Un montón de cosas se movían debajo, tantas que era imposible; aunque pudiera no acabaría nunca de ver, ni siquiera de adivinar lo que escondían las ondulaciones. Pudo pensar: «Mucho más que la aglomeración de la fiesta.»