Entrada de Jesús en Jerusalén Teodor Suau i Puig
DOMINGO DE RAMOS ENTRADA DE JESÚS EN JERUSALÉN Evangelio de Lucas 19, 29-40 Y sucedió que, al aproximarse a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciendo: «Id al pueblo que está enfrente y, entrando en él, encontraréis un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre; desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: Por qué lo desatáis?, diréis esto: Porque el Señor lo necesita.» Fueron, pues, los enviados y lo encontraron como les había dicho. Cuando desataban el pollino, les dijeron los dueños: «Por qué desatáis el pollino?» Ellos les contestaron: «Porque el Señor lo necesita.» Y lo trajeron donde Jesús; y echando sus mantos sobre el pollino, hicieron montar a Jesús. Mientras él avanzaba, extendían sus mantos por el camino. Cerca ya de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, se pusieron a alabar a Dios a grandes voces, por todos los milagros que habían visto. Decían: «Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas.» Algunos de los fariseos, que estaban entre la gente, le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos.» Respondió: «Os digo que si éstos callan gritarán las piedras.»
Bajorrelieve de la sillería del coro Todos los años, el domingo de Ramos, la comunidad cristiana abre la Semana Santa con la procesión de las palmas: acompaña a Jesucristo que entra de nuevo en la Iglesia (simbolizada por nuestra Catedral, que abra su Portal Mayor para recibir al Señor y a los discípulos que le acompañan) y revivir así su pasión, muerte y resurrección. La procesión es una de las tradiciones más queridas por la tradición cristiana: expresa, más allá de la palabra, la conciencia de que es la persona entera la que se siente implicada en el misterio que se desarrolla en la liturgia. Rememora la experiencia del Éxodo: la necesidad de abandonar los lugares conocidos y acostumbrados para dejarse introducir en el continente siempre inexplorado del Seguimiento. El camino es el modo de realización de la vida cristiana: un proceso, iniciado el día del Bautismo, y que sólo acabará con la llegada definitiva del Reino de Dios, cuando Él será todo en todos y gozaremos para siempre del Amor Trinitario. La procesión de hoy, recuerda un hecho importante de la vida de Jesús: su entrada a la Ciudad de Jerusalén, donde el Amor encontrará la manera de vencer el límite de todos los límites, que es la muerte absurda de la Cruz. Y llegará a la plenitud de la Resurrección. La exclamación valiente de Jesús, apenas acabada la experiencia de la Transfiguración,
Vamos a Jerusalén! encuentra ahora todo su sentido u su realización plena. La Iglesia revive este momento en la celebración litúrgica y descubre el verdadero significado de la mesianidad de Jesús: no al estilo de los falsos salvadores, que prometen paraísos artificiales y se sirven de la violencia para llevar a cabo su voluntad de poder y dominio. Jesús ofrece la liberación al precio de la única fuerza capaz de transformar la realidad: aquella que se revela en la infinita debilidad del amor. Por eso, Jesús no entra sobre un caballo, como los generales de su tiempo, rodeados de las armas que les darán la victoria. Lo hace al estilo del sueño del profeta: con la cabalgadura propia de las mujeres y de los ancianos, que viajan sin otra pretensión que llegar tranquilos al lugar donde quieren ir. También su compañía se halla muy lejos de parecerse a un ejército vencedor. También es frágil: los amigos, la gente del pueblo, muchos pobres y marginados, que se identifican con el Maestro de la Ternura y esperan de Él la llegada del Reino de la Misericordia.
Nuestra tradición popular ha enriquecido este gesto de acogida gozosa y de solidaridad con Jesús del afecto más intenso. Las palmas se convierten en motivos artesanales de gran belleza; los ramos que sostienen quienes participan en la procesión recuerdan a nuestros olivos, antiguos de días, signo de fidelidad, de la única victoria que realmente vence al miedo, el odio, el mal: la victoria del Amor más allá de la cruz. Acabada la celebración, adornarán balcones y ventanas de las familias cristianas como el recuerdo de una fidelidad que se prolonga durante todo el año. En la eucaristía, celebrada con los ornamentos rojos propios del recuerdo de los mártires, resonará por primera vez la historia de la pasión de Jesús. Y los cristianos seremos invitados, una vez más, a tomar conciencia de la presencia del mal del mundo, del sufrimiento propio, del dolor tantas veces absurdo que roba la felicidad y marta la esperanza. Para aprender a contemplarlo desde los ojos profundos del Padre, comprometido en Jesús a crear los cielos nuevos y la tierra nueva, sobre todo cuando más parece alejarse de nosotros. Y de hacerlo a través de las manos que curan, acarician, abrazan y besan. Abrimos la semana santa, pues, con la vivencia del misterio de aquel Amor más fuerte que la muerte, que no deja de ser derramado cada día en el corazón de la humanidad. O O
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