LEYENDAS DE LAS AMÉRICAS Una leyenda azteca sobre la buena fortuna ATZIN Versión de Patricia Petersen Ilustraciones de Sheli Petersen
Agradecimientos a D. Roger Dowdy, PH.D. Tammy Perez, M.A. Copyright 2004 Laredo Publishing Co All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopoying, recording, or by any infomation storage and retrieval system, without permission in writing from the publisher. First edition 10 9 8 7 6 5 4 3 2 1 Laredo Publishing Company, Inc. 9400 Lloydcrest Dr. Beverly Hills, CA 90210
Una leyenda azteca sobre la buena fortuna
Al correr por las calles de Tenochtitlán, la magnífica ciudad de los aztecas, Quiahuitzin aparece y desaparece entre la luz de la luna como una saeta. La noche está llegando a su fin y la muchacha reza para que el águila grande extienda sus alas y cierre el ojo de la luna con sus plumas; porque la luna se enojará si sabe que Quiahuitzin ha salido sin el permiso de su abuela. 4
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A ntes del amanecer, Atzin, la abuela de Quiahuitzin, sale de su humilde casita con su bolsa de amuletos y hierbas. Camina rápida y silenciosamente por el claroscuro laberinto de calles estrechas. Al entrar en el barrio de los orfebres, mira hacia atrás; pero Quiahuitzin se ha escondido entre las sombras. 6
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Y a han transcurrido tres días desde que el orfebre pidió a Atzin que, con su sabiduría, guíe la buena estrella de su recién nacido. Durante tres fríos amaneceres, uno tras otro, la luz de la luna la ha conducido hasta la casa del rico artesano. Atzin lleva con ella una escoba y un cesto de rosas para la diosa de la Felicidad. Quiahuitzin, que ha hecho aquella escoba tal como su abuela le ha enseñado, sabe que su magia será muy potente. Cada mañana, Atzin barre cuidadosamente el patio del orfebre para liberarlo de los demonios, esparciendo pétalos de rosas en las cuatro esquinas. Hoy, el cuarto amanecer desde su nacimiento, es el día de más suerte para dar un nombre al niño. Si Atzin complace al orfebre, éste le pagará. Entonces, tendrán maíz para hacer tortillas y paja para las escobas que luego Quiahuitzin venderá en el mercado. Si no lo complace, Atzin y Quiahuitzin pasarán hambre y frío hasta la próxima cosecha. 9
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Como Quiahuitzin no puede entrar al patio, trepa a un árbol cerca del arco de la entrada. Desde una rama que se extiende sobre el muro, observa cómo su abuela prepara las ofrendas para los dioses. 11
A tzin, en una armoniosa danza con la escoba, barre el patio por última vez. Murmura algo que sólo los dioses comprenden y saca de su bolsa cuatro cordones que ha cortado con precisión. Con ellos, traza el centro exacto del patio. Lo marca con un palo y esparce juncos a su alrededor. Sobre los juncos, coloca una jícara de agua pura. Al despuntar el día, se sienta en el suelo y espera. 12
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Poco después, aparece el orfebre en el patio llevando con orgullo a un niño envuelto en un manto de plumas. Tras él, caminan su mujer y sus tres hijos. Acérquese! le dice Atzin al orfebre con firmeza. El orfebre se acerca al corazón del patio, coloca al niño encima de los juncos y lo descubre. En su puño, la criatura tiene un braserillo diminuto grabado con el símbolo azteca del oro. El braserillo indica que los dioses le han destinado a ser orfebre, como su padre. 15
E l recién nacido rompe en llanto cuando la anciana lo toma entre sus brazos. Atzin le susurra una dulce melodía. Lo purifica con el agua de la jícara hasta que el niño comienza a arrullar como una paloma. 16
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Los hijos del artesano se sientan frente a los juncos, junto a su madre. Atzin les da una pasta de maíz asado y frijoles hervidos. Todos tienen mucha hambre pues, como lo indica el rito, han ayunado desde el nacimiento del pequeño. Quiahuitzin, que ha compartido una tortilla con su abuela la noche anterior, cuenta cada uno de los bocados que se llevan a la boca. 19
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Cuando terminan de comer, Atzin les pregunta: Tienen un nombre para su hermano? Los chicos, agarrados a los brazos de su madre, miran a Atzin embelesados. Díganme el nombre, ordena Atzin. Mientras pronuncian el nombre de su hermano, el orfebre presenta a Atzin una lancita y una espadita, símbolos de la primera obligación masculina para servir a Huitzilopochtli, el dios de la guerra. 21
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A tzin toma los símbolos y se los ofrece a Huitzilopochtli. Después, los entierra en la esquina sur del patio. Con un gesto rápido y preciso, entierra el braserillo en la esquina oeste, la casa del dios del Fuego. Al este, entierra una serpiente albina. Esta es una ofrenda para, de quien se dice que se ha ido navegando por el mar oriental. 23
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A l norte, entierra el esternón de un búho para contentar a Mictlán, el habitante más temido de la casa de la Muerte. Con estos ritos, el niño quedará protegido para siempre por los cuatro puntos cardinales y se encaminará por el buen sendero. Al terminar la ceremonia, Atzin entrega el niño a su madre. 25
Como muestra de agradecimiento, el orfebre le entrega a Atzin un pendiente de oro. La anciana, sonriente pero algo cansada, recoge sus amuletos y los coloca en su bolsa. Al salir del patio, levanta el pendiente para mirarlo a la luz del sol. 26
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Q uiahuitzin, que sigue escondida en lo alto del árbol, ve cómo el águila grande arrebata súbitamente el pendiente a su abuela. De la garganta de Atzin, sale un profundo grito de desesperación. 28
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D esde su escondite, Quiahuitzin observa cómo el águila grande suelta el pendiente de su pico y lo deja caer sobre una rama. Fija sus oscuros ojos almendrados en la rama hasta que el ave despliega sus alas y emprende su majestuoso vuelo. Poco después, Quiahuitzin tiene entre sus manos aquel pequeño tesoro que brilla más que el sol. Abuela, abuela! grita casi sin aliento al bajar del árbol. El pendiente, aquí está el pendiente! 31
Su abuela la abraza y le dice: Qué desagradecida he sido, querida niña! Usé varias veces la luz de la luna para que me guíara en mi camino y nunca se lo agradecí. Por eso la luna me envió al águila grande, para recordarme que tras la luz se esconde la oscuridad y que los dioses nos pueden arrebatar los tesoros más preciados que nos han otorgado. De regreso a la casita, Quiahuitzin le pregunta: 32 Abuela, estás enojada porque te seguí sin permiso? Claro que no, tesoro mío! sonríe Atzin. El viento me susurró que estabas allí y le sopló a los juncos que tus ojos me traerían suerte.