Protección de los animales y dignidad humana Robert Spaemann 1



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www.univforum.org Protección de los animales y dignidad humana Robert Spaemann 1 Que la distinción entre personas y cosas no es una división completa de la realidad y que no se corresponde con la «naturaleza de la cosa» contar a los animales entre las cosas, es algo que nos dice nuestra sensibilidad. Y no sólo la sensibilidad de los sentimentales. El jinete que fustiga a su caballo en la carrera, o que tras haber saltado la valla le hace caricias en el cuello, parte de que el caballo, en lo que se refiere a la manera en que tales estímulos actúan sobre él, se parece más a él mismo, al jinete, que a un coche de carreras. E incluso el sádico que tortura animales no haría lo que hace si el animal fuera una cosa: no se tortura por sadismo a las cosas. Cierto es que una determinada escuela de psicología, el behaviorismo, nos enseña a contemplar los dolores y el bienestar como mistificaciones; sólo sería real la «conducta de dolor» objetivamente perceptible. Pero el behaviorísta olvidará está teoría a lo más tardar en el momento en el que alguien se niegue a reconocer su conducta de dolor como expresión de dolor. Y si él quisiera decir que sólo la comunicación oral puede informarnos acerca del dolor de un ser, de tal modo que sólo de los seres humanos podemos saber que sufren, no sólo tendría que negar el sufrimiento de todo sordomudo, sino que se vería abocado a la paradójica afirmación de que ese dolor extremo en el que alguien ya no dice: «Tengo dolores», sino que sólo llora o grita, no es ya ningún sufrimiento. No, contra esta tesis no se debe argumentar, por la sencilla razón de que según una vieja regla dialéctica no tiene sentido querer probar lo que para todo el mundo es patente. Y patente es que al menos los animales más desarrollados pueden encontrarse en situaciones que sólo podemos describir de forma razonable con palabras como «dolor», «sufrimiento», «placer» y «bienestar». Por lo demás, la ley de nuestro país y de la mayor parte de los países civilizados no sólo reconoce esto, sino que deduce de ello la prohibición de proceder con los animales de cualquier manera y de causarles sufrimientos «sin fundamento razonable». Mucho tiempo antes de que hubiera una protección legal de los animales, la tortura de los mismos se contaba entre las acciones moralmente reprobables de las que una persona decente tenía que abstenerse y entre los pecados de los que un cristiano, de haberlos cometido, tenía que acusarse. La fundamentación de esto bajo el corsé de la 1 Robert Spaemann es profesor emérito de la Universidad de Munich. Su obra está principalmente dedicada al ámbito de la filosofía práctica. Destacan sus escritos Crítica de las utopías políticas (1977, 1980), Ética: Cuestiones fundamentales (1987), Lo natural y lo racional: Ensayos de antropología (1987, 1989), Felicidad y benevolencia (1991) y Personas: Acerca de la distinción entre algo y alguien (1996, 2000). El presente artículo es un capítulo de su libro Límites, EIUNSA, Pamplona 2003, 445-452. 1

distinción de personas y cosas era tan profunda como inconsecuente: la tortura de animales, desde San Agustín hasta Kant, se consideraba inmoral porque embrutecía al hombre y lo insensibilizaba también frente al sufrimiento humano. Es de suponer que esto no es falso, si bien no podemos hacer la deducción inversa: los verdugos más rudos de los campos de concentración podían ser compasivos con sus perros. Pero por qué habría de embrutecer al hombre una conducta que considerada «en sí» no sería más que un placer inocuo o una inconsideración moralmente indiferente? Se trata aquí evidentemente de una adaptación a posteriori de la condena que la sensibilidad moral hace de la tortura de animales, a un esquema mental preconcebido según el cual sólo puede haber deberes hacia las personas. Pero el propio lenguaje no ayuda a ello, al hablar de «crueldad» con los animales. «Crueldad» es una expresión moralmente reprobatoria. Designa una actitud que es reprobable en sí misma, y no sólo por sus posibles efectos secundarios negativos. Sentimos una aversión e indignación espontáneas, sin mediación de ninguna clase de idea, ante alguien que trata con crueldad a un animal. Cuando en programas televisivos contrarios a la experimentación con animales se muestran tales crueldades, eso se hace porque cualquiera sabe que el mero hecho de mostrar lo que sucede en ese campo es un medio eficaz para movilizar el enojo del público contra ello (del mismo modo que, probablemente, la mejor propaganda contra el aborto consistiría en mostrar a los televidentes el feto todavía con vida y lo que luego se hace con él). Hay cosas que basta con que uno las observe para ver que no deben ser. No es éste el lugar para mostrar la relevancia de ese «ver» inmediato con respecto a un no-deber-ser, en qué funda a éste y qué alcance tiene. Sin duda eso no es suficiente para la formación de un juicio moral y legal definitivo, pero, por contra, sin ello no se produciría tal formación del juicio. Es una condición necesaria, pero no suficiente, del juicio moral. Sentimos una aversión e indignación espontáneas, sin mediación de ninguna clase de idea, ante alguien que trata con crueldad a un animal Este conocimiento podría, por lo demás, poner fin a la discusión entre quienes programan tales emisiones televisivas y aquellos que tienen explotaciones animales o hacen experimentos con animales y que, por tanto, critican dichas emisiones. El argumento de éstos últimos reza aproximadamente así: «Es indiscutible que el tormento sin fundamento de animales es inmoral. No obstante, allí donde están en juego intereses y necesidades humanas que se ven satisfechos mediante determinados experimentos con animales o mediante determinadas formas de explotación de ganado penosas para los animales, ahí los intereses humanos tienen prioridad sobre las necesidades animales; y no es jugar limpio movilizar los sentimientos inmediatos del público contra determinadas prácticas sin mencionar el precio que habríamos de pagar en caso de abandonarlas». Este argumento es débil. Partamos por un momento de que una ponderación de bienes responsable justificaría en ciertas circunstancias determinados experimentos con animales. En ese caso, para que dicha ponderación de bienes pueda siquiera tener lugar, antes tendremos que tomar conocimiento de los bienes que corresponde ponderar. Podría suceder que yo quisiera curarme de una grave enfermedad con ayuda de una terapia determinada, incluso conociendo el precio que muchos animales habrían de pagar por ello. Pero incluso en ese caso quizá no acepte cualquier precio. Además, siempre queda la pregunta de si se han llevado a cabo con intensidad suficiente los experimentos para desarrollar terapias alternativas o ensayos alternativos de la terapia practicada. Y no es expresión de una mala conciencia el hecho 2

La protección animal se refiere al animal mismo y establece limitaciones, en primer lugar, precisamente para el propietario del animal de que uno se oponga terminantemente a que se mencione y se nos ponga ante la vista con vivos colores el precio que hacemos pagar a millones de animales? No se teme más bien que la ponderación de bienes pudiera dar un resultado muy diferente si ya no fuera posible acallar con tanto éxito las reflexiones en torno a ese precio? No se temerá que algún fumador prefiera renunciar al tabaco o a una nueva mínima reducción de los riesgos que implica fumar si ve el deplorable estado en que quedan los perros pastores embutidos en máscaras de inhalación de humo? Y no se teme también quizá que alguna señora se diera por satisfecha con los cosméticos ya disponibles si supiera lo que sucede con miles de conejos para poner a prueba los nuevos cosméticos ante cualquier riesgo posible? Cómo podremos llegar a una ponderación pública de bienes si se nos ponen ante la vista las ventajas obtenidas a costa del sufrimiento animal, pero se nos oculta éste cuidadosamente? La habitual ocultación en este terreno, no es un signo justamente de que se quiere evitar una ponderación responsable de bienes? Las emociones no sustituyen al juicio moral. Pero sin una percepción intuitiva inmediata de sufrimiento animal carecemos de la experiencia elemental de valor y disvalor que precede a todo juicio moral. En ese caso no sabemos en absoluto qué estamos juzgando. Esto distingue el trato de hoy con los animales respecto del antiguo, el cual, incluso cuando era cruel, se producía a la vista de todos y no se distinguía en lo fundamental del trato con las personas, que a menudo era también cruel. La perversidad de la praxis actual radica en que satisfacemos nuestra refinada sensibilidad mediante el trato con los animales de compañía, y, separado de ello, institucionalizamos una praxis frente a la cual blindamos esa sensibilidad y en la que los animales son tratados sencillamente como «cosas». «Evitaba a toda costa acercarme a los que debían morir. Las relaciones humanas eran muy importantes para mí», decía el comandante del campo de concentración de Treblinka. En la República Federal Alemana, la ley dicta que a los animales sólo «con fundadas razones» es lícito causarles sufrimientos. Esto significa, en primer lugar, que causar sufrimiento a los animales requiere una justificación. Y, por cierto, en la ley de protección animal el bien que hay que proteger no es la propiedad del propietario, sino el animal mismo. Los daños al animal sólo pueden vulnerar el derecho del propietario si provocan una merma de su valor de cambio o si ocasionan costes, y se trata por tanto de «daños materiales». Pero la protección animal se refiere al animal mismo y establece limitaciones, en primer lugar, precisamente para el propietario del animal. También su actuar frente al animal requiere justificación. En lo que a esto se refiere, en principio es aplicable frente al animal lo mismo que en el caso de los daños corporales o de la privación de libertad de personas. También esto está permitido en ciertas circunstancias, pero sólo «con fundadas razones», es decir, también requiere justificación. En este caso, razones que lo justifiquen pueden ser: salvar la salud del herido, en el caso de una operación quirúrgica; la expiación y la protección de la sociedad, en el caso del castigo; la defensa propia, en caso de agresión, o la autoconservación del Estado en caso de guerra. Llama la atención que, en este caso, como razones justificatorias sólo entran en cuestión razones cuyo acuerdo es en principio exigible a los propios afectados. O bien se les ocasiona dolor, así y todo, únicamente en su propio interés y con su consentimiento, o bien se les inflige a consecuencia de un principio susceptible de generalización al que ellos como seres racionales pueden adherirse, aun cuando en este 3

caso particular deseen quizá evitar la aplicación de dicho principio. Con otras palabras: sólo nos es lícito someter a una persona a medidas que no nieguen por principio su carácter de «fin en sí mismo», esto es, su dignidad humana. Son del mismo tipo las razones «razonables», esto es, justificatorias, en el caso de los daños a los animales? Claramente no. Y no lo son, concretamente, porque el concepto de exigibilidad carece de sentido con relación a los animales. Los dolores de un animal pueden ser leves o fuertes. Pero no pueden ser exigibles o no exigibles, porque el animal no está en condiciones de relativizar sus necesidades con referencia a principios de justicia y de susceptibilidad de generalización, y porque, por tanto, no se encuentra ante la alternativa de asentir o no a su propio sufrimiento. Todo animal se encuentra ineludiblemente en el centro de su propio mundo, del cual no se deja desplazar en favor de una perspectiva «objetiva» o «absoluta»: los animales no pueden «amar a Dios». En cualquier caso, tampoco pueden hacer de sí mismos dioses y contradecir la objetiva relativización de su centralidad subjetiva. Esta relativización se produce mediante las relaciones ecológicas específicas de cada especie, en las que los animales se encuentran insertos mediante pautas instintivas de necesidades y de las cuales no pueden ni quieren escapar. Es sabido que las abejas obreras son reinas «subdesarrolladas» e «infraalimentadas». Pero no conciben la idea de perseguir su emancipación, lo que tendría como consecuencia la desaparición de la especie. Y que no la conciban no es consecuencia de un imperativo moral que les prohiba poner en peligro la existencia de la especie, sino que es consecuencia del hecho de que son lo que son. Los animales no tienen Las personas pueden dejar de hacer algo que quisieran hacer y que les es útil porque, y sólo porque, daña a otro ser o le causa dolor «deberes». Por eso tampoco con nosotros se encuentran en relaciones recíprocas de derechos y deberes. II El hombre es superior a los animales de dos maneras: en primer lugar por su inteligencia y por la apertura de sus instintos, en virtud de lo cual puede emanciparse progresivamente de las condiciones naturales y extender progresivamente su dominio sobre el resto de la naturaleza. Si su inteligencia basta para no destruir con ello las condiciones de conservación de la propia especie es una cuestión que queda abierta. Por lo demás, ésta no es sólo una cuestión de la inteligencia. Es propio también de la apertura de sus instintos que nada le obliga a limitar el aumento de su bienestar a las condiciones de la conservación de la especie a largo plazo. La otra superioridad del hombre sobre los animales se opone frontalmente a la primera. Consiste en la capacidad complementaria de poner límites a la expansión natural de la propia voluntad de dominio, de reconocer valores no referidos a las necesidades propias, en la capacidad de «dejar estar» en libertad a otros. Esta «posicionalidad excéntrica» del hombre (Helmut Plessner), esta capacidad de, por así decirlo, verse desde fuera, de relativizar el propio punto de vista en favor de uno suprasubjetivo «amor a Dios hasta llegar al desprecio de uno mismo», decía San Agustín, eso es lo que llamamos «dignidad humana». El gato no sabe cómo se siente el ratón con el que juega. Las personas pueden dejar de hacer algo que quisieran hacer y que les es útil porque, y sólo porque, daña a otro ser o le causa dolor. Pueden también hacer algo que les resulta desagradable o dañino, porque hace disfrutar a otro, le es útil o también porque éste tiene derecho a ello. La capacidad de percibir una exigencia de 4

ese tipo y de hacerla valer frente a uno mismo es lo que llamamos «conciencia». En cuanto posible sujeto de conciencia, y sólo en cuanto tal, posee el hombre lo que llamamos «dignidad». Por eso y sólo por eso, porque puede relativizar sus propios fines, es como dice Kant «fin en sí mismo». Por eso y sólo por eso, porque puede «dominarse a sí mismo» tiene derecho a que no se lo convierta en mero objeto de un dominio ajeno. Porque puede contribuir a que otros tengan una existencia conforme a su esencia, porque es capaz de una responsabilidad y tutela universales, tiene sentido decir que la naturaleza entera está «sujeta a su dominio». La dignidad humana consiste precisamente en tener en cuenta en nuestra interacción con la realidad la esencia propia de ésta última En tanto contemplemos las palabras sobre la dignidad humana como una forma de hablar con la cual los miembros de la especie homo sapiens protegen a su propia especie, esas palabras no tienen en realidad ningún sentido normativo. La especie se comporta hacia el exterior como en principio cualquier otra especie de la naturaleza, sólo que en virtud de su inteligencia posee una incomparable capacidad de imponerse, la cual le permite ir desembarazándose paulatinamente de cualquier «temor». Si, por el contrario, la «dignidad humana» significa algo que distingue «objetivamente» al hombre, entonces sólo puede significar la capacidad del hombre de tener respeto por lo que sobre él, junto a él y bajo él existe (Goethe). Y entonces la dignidad humana consiste precisamente en tener en cuenta en nuestra interacción con la realidad la esencia propia de ésta última. Se ha dicho que la dignidad del hombre se funda en su naturaleza racional. Esto es correcto si razón significa no sólo la inteligencia instrumental, sino la capacidad de concebir lo que existe en cuanto sí mismo y no sólo como parte integrante del entorno propio. Por eso el hombre da nombre a las cosas. El gato no llama «ratón» al ratón, sino que se lo come. Nosotros por el contrario no sólo derribamos árboles o los utilizamos para este o aquel fin, decimos «árbol» y significamos con ello lo que el árbol es, antes de que sea algo «para nosotros». No como si comprendiéramos realmente esa «esencia» del árbol. Tampoco entendemos realmente cómo se siente un ratón. Pero vemos que no es sólo un objeto que nosotros vemos, sino que vemos que también nosotros podemos ser vistos por él, y que tras esa mirada hay un secreto para siempre oculto que en dicha mirada no hace más que anunciarse. Ahora bien, con todo, esto no nos impide derribar árboles para nuestro uso o en provecho de otros árboles. Y también ciertamente matar animales requiere justificación, pero puede estar justificado. Los animales carecen de una relación consigo mismos en el sentido de la posibilidad de hacer presente su existencia en conjunto y de establecer una conexión de los estados individuales para formar una identidad que se prolonga en el tiempo. Nuestro deber con respecto a la existencia de plantas y animales se refiere a la existencia de las especies, no de los individuos. Cierto es que siempre han desaparecido especies. Pero la diezma de especies vivas que en la actualidad provoca la humanidad civilizada es un pecado contra las generaciones futuras para el que no cabe justificación alguna. No tenemos la obligación de planificar su felicidad. Pero tenemos la obligación de entregarles sin merma la riqueza natural de la realidad, tras haber vivido de los intereses de ese capital a lo largo de nuestra vida. Una civilización que no es capaz de hacerlo así es parasitaria, y tendrá el destino de los parásitos que perecen con el organismo que los hospeda. En lo concerniente a esto, contra una civilización tal hay un fuerte argumento utilitarista. 5

III Contra causar sufrimiento a los animales no hay ningún argumento de este tipo. La alegría y el dolor, el sufrimiento y el bienestar no son hechos «objetivos» del mundo que sólo obtengan algún sentido por su utilidad o nocividad para los «sujetos» actuales o futuros. Son más bien formas fenoménicas de subjetividad. No son primariamente útiles o nocivos para algo, sino que las palabras «provecho» y «perjuicio» sólo tienen sentido con referencia a fines tales como la dicha o el bienestar. Dichos estados no pertenecen en modo alguno al mundo de los medios, sino al mundo de los fines. De la dicha no se saca «ningún provecho», precisamente porque «sacar provecho de algo» en último término sólo puede significar: complacerse en ello. Moralidad significa en primer lugar y sobre todo: libre reconocimiento de la subjetividad, también cuando no se trata de la propia. Y allí donde empieza el dolor empieza la subjetividad, esto es, lo inconmensurable, lo que no puede ser compensado con ningún valor del ámbito de la utilidad. Cuando la subjetividad animal, esto es, apersonal, queda bajo nuestra responsabilidad, es inherente a la dignidad humana hacer efectivo ese libre reconocimiento de dicha subjetividad. El aforismo «protección de los animales es protección de los humanos», ciertamente no es falso, pero es superficial. No es el propio interés, sino el respeto de uno mismo el que nos dicta que permitamos que la vida de esos animales, todo lo larga o corta que pueda ser, se desarrolle de conformidad a su naturaleza y sin que se les ocasionen grandes sufrimientos. Justamente porque los animales no pueden integrar su sufrimiento en la superior identidad de un contexto vital consciente, y así «superarlo», están a merced del sufrimiento. En el dolor son, por así decirlo, sólo dolor, sobre todo si no pueden reaccionar a él mediante la huida o la agresión. El ocasionarles dolor o la explotación de los animales contraria a su naturaleza no puede entrar en cálculos frente a ningún otro interés del hombre que no sea la evitación de dolores comparables o la salvación de la vida. De ninguna manera es lícito tener aquí en cuenta pros y contras económicos, y los intereses de investigación científica sólo en la medida en que vayan directamente enfocados a la salvación de la vida o a la evitación de dolores comparables. Pues también los intereses científicos encuentran su límite en las normas generales de la moralidad y la dignidad humana. Allí donde empieza el dolor empieza la subjetividad, esto es, lo inconmensurable, lo que no puede ser compensado con ningún valor del ámbito de la utilidad No obstante, también en el caso de los experimentos científicos con animales al servicio de la salud humana hay que tener presente tres cosas: 1. No puede tratarse de experimentos para reducir la nocividad de bienes de disfrute, por ejemplo, el tabaco o los cosméticos, que no son objeto de necesidades vitales. Es contrario a la dignidad humana obtener ese disfrute a costa de grandes padecimientos de animales. Un indicio de ello es que cualquier persona de sensibilidad normal perdería el gusto si al mismo tiempo hubiera de contemplar cómo se satisface el precio de su disfrute. Sólo la ocultación sistemática posibilita el disfrute. 2. A la vez que tales experimentos, han de hacerse todos los esfuerzos posibles para encontrar vías alternativas que conduzcan a su desaparición. Según todo lo que sabemos de las leyes psicológicas y sociológicas, no se harán dichos esfuerzos con la intensidad requerida mientras la práctica que debería ser sustituida no esté caracterizada claramente como una medida provisional aún tolerada. Mientras se sigan fundando grandes instituciones, levantando edificios y creándose plazas de plantilla 6

destinadas en exclusiva a la experimentación animal, está claro que se va a continuar reclutando víctimas. Todas las medidas al objeto de implantar la praxis de la experimentación animal de forma prolongada en el tiempo son incompatibles con la persecución decidida del objetivo de hacerla superflua. 3. Las escalas de la «cantidad indispensable» de sufrimiento han de establecerse de nuevo, y ha de hacerse de tal manera que ese «ser-sólo-padecimiento» del animal no defina la parte esencial de su vida. La aparición de una subjetividad en la forma de mero dolor se da de vez en cuando como un sombrío destino que depara la naturaleza. Pero producirlo conscientemente por mor de una utilidad, sea ésta del tipo que sea, es incompatible con la idea de dignidad humana. Todavía se ha de mencionar una última exigencia, que se deriva de la dignidad del En materia de protección animal se ha faltado sistemáticamente a este deber del respeto de uno mismo hombre. Se ha dicho más arriba que la dignidad está basada en que el hombre puede elevarse, por encima de la perspectiva de sus intereses, hasta una perspectiva de «justicia» imparcial. Esto no significa que por ello dejáramos de ser seres con intereses subjetivos. Estos intereses, en casos concretos, pueden colisionar seriamente con la exigencia del «dominio» imparcial. En estos casos es de nuevo un signo de que se posee conciencia advertir la propia parcialidad, tenerla en cuenta y, por tanto, renunciar a decidir en caso de conflicto. Por desgracia, hasta el día de hoy, en materia de protección animal se ha faltado sistemáticamente a este deber del respeto de uno mismo. Los legítimos intereses de la economía, de la agricultura y de la ciencia, se encuentran inevitablemente en conflicto potencial con los intereses de los animales de que se sirven. La protección de los animales limita potencialmente la satisfacción de los intereses dentro de ese ámbito. Es por tanto absurdo asentar la protección de los animales precisamente en un ministerio en el que el interés dominante y legítimamente principal se aplica al animal sólo bajo el aspecto de su utilidad para el hombre, y no a la subjetividad del animal, opuesta a ese aspecto, que por sí misma define una «utilidad» y «nocividad» por completo diferente, y que como tal no nos es útil, sino que en todo caso nos complace y que hemos de reconocer. Competentes para el «reconocimiento» son los ministerios de Interior y de Justicia. Si partimos de que se trata aquí de un reconocimiento que no constituye una relación jurídica, sino que atañe a la sustancia moral del «orden público», el lugar de la protección animal sólo puede ser propiamente el ministerio de Interior. Y, por último, es comprensible, aunque no en un sentido honroso, que los investigadores que experimentan con animales insistan en tener la mayoría en los «comités de ética» que deciden sobre la admisibilidad de la experimentación con animales. Por qué? En la medicina humana tales comités de ética parecen algo muy cuestionable, ya que privan al médico de una responsabilidad que pertenece esencialmente a su ser médico. En cuanto médico está ya obligado al bien del paciente. Quien experimenta con animales está, en cuanto tal, tan poco obligado primariamente con relación al bien del animal como lo está el criador de animales de profesión. En cuanto ser moral, por tanto, tendría que pedir él mismo que la cuestión de la admisibilidad de sus experimentos la decidieran personas no influidas por un interés primario en la experimentación y en sus resultados, y que, por tanto, carezcan en tal sentido de prejuicios. Lo mismo vale para la ciencia institucionalizada. Ésta, por ejemplo la Sociedad Alemana de Investigación, nunca puede intervenir en cuestiones de este tipo como asesor y juez imparcial, puesto que es ahí, esencialmente, parte. La 7

investigación de la conducta animal es de gran importancia para conocer qué es vida conforme a la naturaleza, qué es bienestar animal y qué factores influyen en el dolor. Pero el reconocimiento de estas magnitudes, el reconocimiento de la subjetividad animal como un «fin en sí mismo» si bien no incondicionado que pone límites a nuestra persecución de fines, también de fines científicos, este reconocimiento es un acto de la libertad, un acto de la razón práctica, no de la teórica. En esto, como ya vio Kant, los científicos no aventajan en nada al resto de las personas. Y en la medida en que son precisamente sus intereses los que se limitan, su juicio ha de quedar incluso en un segundo plano respecto al de las demás personas. Como personas les honraría que se declararan ellos mismos parte interesada y que rechazaran el papel de juez en causa propia. 8