Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como eran en un principio ahora y siempre por los siglos de los siglos amen.



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Transcripción:

Invocación Dios mío, ven a mi auxilio. Señor date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como eran en un principio ahora y siempre por los siglos de los siglos amen. SALMO 134, I-II Himno a Dios, realizador de maravillas 1 [ Aleluya!] Alabad el nombre del Señor, alabadlo, siervos del Señor, 2 que estáis en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. 3 Alabad al Señor porque es bueno, tañed para su nombre, que es amable. 4 Porque él se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya. 5 Yo sé que el Señor es grande, nuestro dueño más que todos los dioses. 6 El Señor todo lo que quiere lo hace: en el cielo y en la tierra, en los mares y en los océanos. 7 Hace subir las nubes desde el horizonte, con los relámpagos desata la lluvia, suelta a los vientos de sus silos. 1 / 7

8 Él hirió a los primogénitos de Egipto, desde los hombres hasta los animales. 9 Envió prodigios y signos -en medio de ti, Egiptocontra el Faraón y sus ministros. 10 Hirió de muerte a pueblos numerosos, mató a reyes poderosos: 11 a Sijón, rey de los amorreos, a Hog, rey de Basán, y a todos los reyes de Canaán. 12 Y dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su pueblo. 13 Señor, tu nombre es eterno; Señor, tu recuerdo de edad en edad. 14 Porque el Señor gobierna a su pueblo y se compadece de sus siervos. 15 Los ídolos de los gentiles son oro y plata, hechura de manos humanas: 16 tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, 17 tienen orejas y no oyen, no hay aliento en sus bocas. 18 Sean lo mismo los que los hacen, cuantos confían en ellos. 19 Casa de Israel, bendice al Señor; casa de Aarón, bendice al Señor; 20 casa de Leví, bendice al Señor; fieles del Señor, bendecid al Señor. 2 / 7

21 Bendito en Sión el Señor, que habita en Jerusalén. [ Aleluya!] CATEQUESIS DE JUAN PABLO II Himno a Dios, realizador de maravillas (Sal 134,1-12) 1. Se presenta ahora ante nosotros la primera parte del salmo 134, un himno de índole litúrgica, entretejido de alusiones, reminiscencias y referencias a otros textos bíblicos. En efecto, la liturgia compone a menudo sus textos tomando del gran patrimonio de la Biblia un rico repertorio de temas y de oraciones, que sostienen el camino de los fieles. Sigamos la trama orante de esta primera sección (cf. Sal 134,1-12), que se abre con una amplia y apasionada invitación a alabar al Señor (cf. vv. 1-3). El llamamiento se dirige a los «siervos del Señor que estáis en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios» (vv. 1-2). Por tanto, estamos en el clima vivo del culto que se desarrolla en el templo, el lugar privilegiado y comunitario de la oración. Allí se experimenta de modo eficaz la presencia de «nuestro Dios», un Dios «bueno» y «amable», el Dios de la elección y de la alianza (cf. vv. 3-4). Después de la invitación a la alabanza, un solista proclama la profesión de fe, que inicia con la fórmula «Yo sé» (v. 5). Este Credo constituirá la esencia de todo el himno, que se presenta como una proclamación de la grandeza del Señor ( ib.), manifestada en sus obras maravillosas. 2. La omnipotencia divina se manifiesta continuamente en el mundo entero, «en el cielo y en la tierra, en los mares y en los océanos». Él es quien produce nubes, relámpagos, lluvia y vientos, imaginados como encerrados en «silos» o depósitos (cf. vv. 6-7). 3 / 7

Sin embargo, es sobre todo otro aspecto de la actividad divina el que se celebra en esta profesión de fe. Se trata de la admirable intervención en la historia, donde el Creador muestra el rostro de redentor de su pueblo y de soberano del mundo. Ante los ojos de Israel, recogido en oración, pasan los grandes acontecimientos del Éxodo. Ante todo, la conmemoración sintética y esencial de las «plagas» de Egipto, los flagelos suscitados por el Señor para doblegar al opresor (cf. vv. 8-9). Luego, se evocan las victorias obtenidas por Israel después de su larga marcha por el desierto. Se atribuyen a la potente intervención de Dios, que «hirió de muerte a pueblos numerosos, mató a reyes poderosos» (v. 10). Por último, la meta tan anhelada y esperada, la tierra prometida: «Dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su pueblo» (v. 12). El amor divino se hace concreto y casi se puede experimentar en la historia con todas sus vicisitudes dolorosas y gloriosas. La liturgia tiene la tarea de hacer siempre presentes y eficaces los dones divinos, sobre todo en la gran celebración pascual, que es la raíz de toda otra solemnidad, y constituye el emblema supremo de la libertad y de la salvación. 3. Recogemos el espíritu del salmo y de su alabanza a Dios, proponiéndolo de nuevo a través de la voz de san Clemente Romano, tal como resuena en la larga oración conclusiva de su Ca rta a los Corintios. Él observa que, así como en el salmo 134 se manifiesta el rostro del Dios redentor, así también su protección, que concedió a los antiguos padres, ahora llega a nosotros en Cristo: «Oh Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa mano, y líbrenos de todo pecado tu brazo excelso, y de cuantos nos aborrecen sin motivo. Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra, como se la diste a nuestros padres que te invocaron santamente en fe y verdad. (...) A ti, el único que puedes hacer esos bienes y mayores que esos por nosotros, a ti te confesamos por el sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia ahora y de generación en generación, y por los siglos de los siglos» (60, 3-4; 61, 3: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, pp. 234-235). Sí, esta oración de un Papa del siglo primero la podemos rezar también nosotros, en nuestro tiempo, como nuestra oración para el día de hoy: «Oh Señor, haz resplandecer tu rostro sobre nosotros hoy, para el bien de la paz. Concédenos en estos tiempos concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, por Jesucristo, que reina de generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén». 4 / 7

[Texto de la Audiencia general del Miércoles 28 de septiembre de 2005] CATEQUESIS DE JUAN PABLO II Sólo Dios es grande y eterno (Sal 134,13-21) 1. La liturgia de las Vísperas nos presenta el salmo 134, un canto con tono pascual, en dos pasajes distintos. El que acabamos de escuchar contiene la segunda parte (cf. vv. 13-21), la cual concluye con el aleluya, exclamación de alabanza al Señor con la que se había iniciado el Salmo. El salmista, después de conmemorar, en la primera parte del himno, el acontecimiento del Éxodo, centro de la celebración pascual de Israel, ahora compara con gran relieve dos concepciones religiosas diversas. Por un lado, destaca la figura del Dios vivo y personal que está en el centro de la fe auténtica (cf. vv. 13-14). Su presencia es eficaz y salvífica; el Señor no es una realidad inmóvil y ausente, sino una persona viva que «gobierna» a sus fieles, «se compadece» de ellos y los sostiene con su poder y su amor. 2. Por otro lado, se presenta la idolatría (cf. vv. 15-18), manifestación de una religiosidad desviada y engañosa. En efecto, el ídolo no es más que «hechura de manos humanas», un producto de los deseos humanos; por tanto, es incapaz de superar los límites propios de las criaturas. Ciertamente, tiene una forma humana, con boca, ojos, orejas, garganta, pero es inerte, no tiene vida, como sucede precisamente a una estatua inanimada (cf. Sal 113,12-16 ó 4-8). El destino de quienes adoran a estos objetos sin vida es llegar a ser semejantes a ellos: impotentes, frágiles, inertes. En esta descripción de la idolatría como religión falsa se representa claramente la eterna tentación del hombre de buscar la salvación en «las obras de sus manos», poniendo su esperanza en la riqueza, en el poder, en el éxito, en lo material. Por desgracia, a quienes actúan de esa manera, adorando la riqueza, lo material, les sucede lo que ya describía de modo eficaz el profeta Isaías: «A quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía. No salvará su vida. Nunca dirá: " Acaso lo que tengo en la mano es engañoso?"» (Is 44,20). 5 / 7

3. El salmo 134, después de esta meditación sobre la religión verdadera y la falsa, sobre la fe auténtica en el Señor del universo y de la historia, y sobre la idolatría, concluye con una bendición litúrgica (cf. vv. 19-21), que pone en escena una serie de figuras presentes en el culto tributado en el templo de Sión (cf. Sal 113,9-13). Toda la comunidad congregada en el templo eleva en coro a Dios, creador del universo y salvador de su pueblo en la historia, una bendición, expresada con variedad de voces y con la humildad de la fe. La liturgia es el lugar privilegiado para la escucha de la palabra divina, que hace presentes los actos salvíficos del Señor, pero también es el ámbito en el cual se eleva la oración comunitaria que celebra el amor divino. Dios y el hombre se encuentran en un abrazo de salvación, que culmina precisamente en la celebración litúrgica. Podríamos decir que es casi una definición de la liturgia: realiza un abrazo de salvación entre Dios y el hombre. 4. Comentando los versículos de este salmo referentes a los ídolos y la semejanza que tienen con ellos los que confían en los mismos (cf. Sal 134,15-18), san Agustín explica: «En efecto, creedme hermanos, esas personas tienen cierta semejanza con sus ídolos: ciertamente, no en su cuerpo, sino en su hombre interior. Tienen orejas, pero no escuchan lo que Dios les dice: "El que tenga oídos para oír, que oiga". Tienen ojos, pero no ven; es decir, tienen los ojos del cuerpo pero no el ojo de la fe». No perciben la presencia de Dios. Tienen ojos y no ven. Y del mismo modo, «tienen narices pero no perciben olores. No son capaces de percibir el olor del que habla el Apóstol: Somos el buen olor de Cristo en todos los lugares (cf. 2 Co 2,15). De qué les sirve tener narices, si con ellas no logran respirar el suave perfume de Cristo?». Es verdad -reconoce san Agustín-, hay aún personas que viven en la idolatría; y esto vale también para nuestro tiempo, con su materialismo, que es una idolatría. San Agustín añade: aunque hay aún personas así, aunque persiste esta idolatría, sin embargo, «cada día hay gente que, convencida por los milagros de Cristo nuestro Señor, abraza la fe -y gracias a Dios esto también sucede hoy-. Cada día se abren ojos a los ciegos y oídos a los sordos, comienzan a respirar narices antes obstruidas, se sueltan las lenguas de los mudos, se consolidan las piernas de los paralíticos, se enderezan los pies de los lisiados. De todas estas piedras salen hijos de Abraham (cf. Mt 3,9). Así pues, hay que decirles a todos esos: "Casa de Israel, bendice al Señor"... Bendecid al Señor, vosotros, pueblos en general; esto significa "casa de Israel". Bendecidlo vosotros, prelados de la Iglesia; esto significa "casa de Aarón". Bendecidlo vosotros, ministros; esto significa "casa de Leví". Y qué decir de las demás naciones? "Vosotros, que teméis al Señor, bendecid al Señor"» (Exposición sobre el salmo 134, 24-25): Nuova Biblioteca 6 / 7

Agostiniana, XXVIII, Roma 1997, pp. 375 y 377). Hagamos nuestra esta invitación y bendigamos, alabemos y adoremos al Señor, al Dios vivo y verdadero. [Texto de la Audiencia general del Miércoles 5 de octubre de 2005 Oración I: El recuerdo de tus maravillas, Señor, fortalece nuestra fe y nos impulsa a la acción de gracias; acuérdate de nosotros, tú que nos has creado y nos has redimido; acuérdate de nosotros, que somos el templo y la casa edificada por tu Hijo, para que podamos bendecirte de edad en edad, como Dios vivo y verdadero. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. Oración II: Señor, dueño nuestro, que haces todo lo que quieres en el cielo y en la tierra, contempla a tu pueblo que te alaba porque eres bueno, que tañe para tu nombre, pues eres amable, y se alegra porque, por Cristo tu Hijo, Señor nuestro, has herido de muerte al enemigo y te has compadecido de nosotros, tus siervos; no permitas que la Iglesia, en nuestros días, confíe en los ídolos del mundo, hechura de manos humanas, antes confírmala en tu alabanza y bendícela abundantemente con el poder de tu diestra. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 7 / 7