Un regalo inolvidable



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Transcripción:

Un regalo inolvidable Rita I. Maldonado Arrigoitia Sometido: diciembre, 2010 Aprobado: enero, 2011 A mi padre, por transmitirme amor por la literatura. No era alta ni bajita, ni voluptuosa ni delgada, ni esplendorosa ni simple. Hablaba pausado y sólo lo necesario. Sin duda era bonita; pero poseía una belleza fría que no emanaba sensualidad, excepto para él. Se enamoró absurdamente desde el momento que la vio. La mirada, las manos, el cabello, el mentón, no podía precisar qué trozo de aquel cielo tan azul hecho mujer, revolcó en su mente recuerdos reprimidos con mucho esfuerzo; y esta vez no quiso huir. Romina era hija única, mimada por los padres y consentida por los abuelos, que tenían un próspero negocio en el sur de la isla y dedicaron la vida a complacerla. Estaba acostumbrada a tener lo que deseaba y a ser la primera en todo. Siempre fue la nota más alta de la clase y la única vez que pudo haber perdido esta distinción, hizo desaparecer el trabajo final del compañero que amenazaba con desplazarla. Estudió medicina en una prestigiosa universidad extranjera y culminó con honores su carrera. Sin embargo, no había logrado ser aceptada en el hospital más importante de la capital de su país para hacer la especialidad en cirugía cardiovascular. Los espacios eran limitados y había médicos que llevaban más de dos años esperando esa misma oportunidad. Caprichosa y obstinada, no aceptó el rechazo amable que recibió por correo certificado firmado por el doctor Julio César Torretti; así que se vistió con un traje sastre de rotundo azul celeste, se peinó hacia atrás el cabello sujetándolo con una diadema del mismo color y fue a entrevistarse con él esa misma tarde, sin cita. No tuvo que hablar demasiado. Tan pronto la vio, Torretti advirtió en la joven un parecido innegable con el pasado y el mundo se le desordenó en un instante. Sin dejar de mirarla ni un segundo, como quien observa el mar por vez primera, le hizo el par de preguntas inútiles que los nervios y el asombro le permitieron y, quebrantando las normas, la admitió con la condición de que comenzara temprano al día siguiente. Esa noche Torretti no concilió el sueño, ni siquiera por las escasas cuatro horas diarias en las que su cuerpo y su mente recesaban. Revivió todas las instancias de aquella historia que había silenciado hacía mucho tiempo. Fue poco después de la boda. Había terminado el internado y se 1

disponía a iniciar la especialidad en cirugía plástica. Amaba la perfección, la armonía y la belleza. Vivía enamorado del rostro de nariz perfilada, ojos alargados y pómulos pronunciados de su joven mujer. Le había prometido que el tiempo no se burlaría de ella y cuando las arrugas irreverentes intentaran agrietarle la sonrisa y estrujarle la mirada, él las haría desaparecer con sus propias manos y, mientras lo decía, las movía en el aire con la agilidad de un mago, haciendo que la esposa se divirtiera con sus ocurrencias. Torretti combinaba el sentido del humor con los dotes histriónicos, por lo que siempre era el centro de atracción en cualquier reunión. Tenía las cejas levantadas y la mirada profunda, como si pudiera ver por dentro a los demás. Hubiese podido intimidar, de no ser porque ese mismo rostro cargaba unos labios rosados como recién pintados, custodiados por dos hoyuelos, uno en cada lado, siempre a la vista pues su risa espontánea no les permitía esconderse. Pero un infarto masivo destrozó el corazón de la esposa y la alegría del joven médico. Esa muerte repentina lo instaló en un espacio de angustia hasta entonces desconocido. Cuando recuperó la calma y retomó la vida, su carácter detallista se había exacerbado hasta tornarse obsesivo. El genio alegre había sido derrotado por un espíritu nostálgico y esquivo. Huyó del amor y descargó toda la pasión en el trabajo. Cambió de especialidad. Ya no le interesaba restaurar la belleza estropeada, sino que se aferró a la posibilidad de sanar corazones. Cuando conoció a Romina, el Dr. Torretti se encontraba en plena madurez profesional y dirigía la práctica de los médicos residentes en el área de cirugía cardiovascular. Sus manos eran las más admiradas del hospital y su habilidad en el quirófano era reconocida en la comunidad médica, en el país y en varios lugares del mundo, donde era invitado a dar charlas o a publicar en revistas académicas. Recomponía los corazones ajenos, mas no pudo proteger el suyo que, desde que la vio, comenzó a entonar un ritmo eufórico. De pronto, sólo le interesaba llegar al hospital para encontrarse con la joven doctora, sentirse admirado por ella mientras trabajaba con el bisturí y, al final del día, quedarse aclarándole dudas y haciéndole recomendaciones sobre los pacientes. Era la excusa perfecta para deleitarse contemplándola. Mientras compartían un capuccino - claro y frío para él, oscuro y caliente para ella- le miraba la minúscula mancha en el diente, la casi imperceptible arruga en la frente y, sobre todo, la observaba apartarse hacia atrás el cabello rubio y largo, primero con la mano izquierda y luego con la derecha, en un tic nervioso que repetía cada treinta y dos segundos y medio, según calculó. Lo excitaba escuchar cuando ella alababa su desempeño, así que las conversaciones invariablemente se limitaban a asuntos médicos. Además, le bastaba encontrarse con en el fino diamante que la Doctora llevaba en el dedo anular de la mano izquierda para saber que cualquier indagación sobre su vida privada podría ser dolorosa. 2

Pero nada igualaba la sensación de plenitud que le producía entrar al quirófano acompañado por ella. Lucía sin aspavientos el gesto más parecido a la felicidad que jamás se había permitido desde que trabajaba en el hospital. Cada vez que practicaba una operación observaba a Romina, parada frente a él en un extremo de la mesa de cirugías. Tan pronto empezaba el proceso, la joven fruncía el seño y fijaba la vista en las manos del cirujano sin advertir en otra cosa, casi evitando pestañear para no perderse ni por un segundo la ejecución de un milagro. Con el gorro de cirugías puesto y medio rostro cubierto por la mascarilla, los ojos de Romina resaltaban como soles recién estrenados. Con cada corte, cada incisión, cada sutura, el doctor advertía que el amarillo de aquellos astros se intensificaba, y mientras más complicada fuese la maniobra más ardían. Así que deslumbrarla con el talento de sus manos se le convirtió en una obsesión. Abandonó los pasatiempos de leer cuentos de horror y ver películas de suspenso para dedicar los ratos de ocio a experimentar nuevas formas de operar. Pasó horas improvisando técnicas inusuales en muñecos de tela, al punto que logró cambiar el bisturí de una mano a otra, dependiendo del tipo de herida que inflingiría en el cuerpo dormido del enfermo de turno. Utilizaba ambas manos pero, sin duda, su mano izquierda era prodigiosa. En esos días Torretti realizó todas las cirugías que se le presentaron y siempre exigió que Romina lo asistiera. De otro modo no tendría sentido. Los pacientes, los reconocimientos y la admiración de sus pares ya no tenían importancia. Su mundo quedó reducido a la sala de operaciones; único lugar en el que era posible ejecutar el acto capaz de cautivar a la espectadora. Así, según abría y cerraba heridas en corazones de otros, la grieta que aun tenía en el suyo se iba ensanchando hasta convertirse en un surco incurable por el cual se le escapaba la razón y la vida. Tantas cirugías practicadas, sumadas a los ensayos fuera de horas laborables, hicieron que el galeno olvidara descansar, comer adecuadamente y bañarse a diario. Él, que antes salía combinado con exactitud compulsiva, usando ropa diseñada y confeccionada a la medida, bien peinado y perfumado, ahora andaba ojeroso, enjuto y casi sin aseo. Sólo sus manos lucían siempre como acabadas de arreglar. Eran absolutamente blancas, sin manchas, tenían dedos largos y uñas redondas pulidas con perfección. Sentía que eran el puente que lo vinculaba con Romina y las cuidaba con devoción. Todas las noches, mientras las acicalaba, imaginaba que desvestía y acariciaba el cuerpo de ella. El embeleso que producía en la doctora mientras ejecutaba sus proezas en el quirófano, lo llevó a creer que ella también anhelaba que esas manos inquietas hicieran magia sobre su cuerpo desnudo. Pero tres semanas antes de finalizar su internado, Romina le informó a Torretti que tan pronto terminara la práctica se iría del país. La compañía transnacional en la que su esposo ocupaba un alto puesto ejecutivo, lo había trasladado a Europa mediante una oferta irrechazable. 3

Haber sido una excelente estudiante de medicina y haber trabajado con Torretti, además de los contactos del marido, le abrieron las puertas de un hospital inglés recién inaugurado. Quiso que fuera el primero en saberlo y le agradeció el especial interés que puso en enseñarle su arte en el quirófano. Durante dos semanas y media el doctor apenas durmió y se alimentó y, lo peor de todo, perdió el interés por su trabajo y no aceptó atender ningún paciente. En lugar de acudir entre seis y ocho veces a la cafetería, como era su costumbre, pedía que le llevaran el café a la oficina. Era lo que lo mantenía alerta y la única forma de contacto que, por esos días, tenía con otras personas. Los que lo vieron decían que había envejecido de repente y que la energía deslumbrante que emanaba del genio se había agotado, igual que las pilas de un juguete viejo y descartado. Enclaustrado, frente a la computadora como única compañía, se le ocurrió hacerle un regalo a Romina. Quería que fuera inolvidable; algo que ella no pudiera comprarse y que el marido no le hubiera regalado. Buscó por internet toda clase de objetos exuberantes, animales y plantas fantásticas, libros raros, perfumes exóticos, hasta que la vio. No había tenido salida en la subasta que condujo la casa Christie. Perteneció a la reina consorte de Francia, María Antonieta, aunque nunca la usó. Era demasiado sencilla para el gusto extravagante y ostentoso de esta reina. Sin embargo, al doctor le pareció espléndida; así que invirtió buena parte de la fortuna que había ahorrado y la adquirió. Cuando el empleado de UPS llegó al hospital el jueves en la tarde, el Doctor temblaba de pies a cabeza, como si un terremoto de gran magnitud le moviera el suelo. Tan pronto tomó el paquete cerró la puerta de la oficina y, con impaciencia pero con sumo cuidado, fue abriéndolo. Venía guardada en un imponente cofre antiguo forrado en seda con hilos de oro, cerrado con una llave dorada. La sacó, le pareció perfecta, tal como ella: ni grande ni pequeña, ni pesada ni liviana, ni sobria ni majestuosa y trabajada minuciosamente por manos perfeccionistas como las suyas. Era una delicada tiara incrustada de diminutas piedras preciosas en forma de lágrimas, pequeñas perlas naturales y cristal de roca, ideal para sustituir las diademas que Romina usaba en combinación con el atuendo. Hubiese querido coronarla y luego extasiarse contemplando cómo le lucía mientras movía la cabeza en el ritual que tanto él disfrutaba. Imaginó sus manos cerrándole los ojos, peinándole el cabello y, finalmente, fijándole la joya en el punto preciso. Luego, con la reverencia con que se guardan las cenizas de un ser querido, la depositó en el cofre y lo escondió en el armario de la oficina. El viernes, mientras Romina se despedía de los compañeros y empacaba algunos documentos, encontró debajo del pisapapel azul que tenía sobre el escritorio una nota con la letra del Dr. Torretti que decía: No tuve valor para verte partir. En el armario de mi oficina 4

encontrarás un cofre que contiene el mejor regalo que puedo hacerte. Hasta siempre Intrigada, Romina llegó al despacho de su mentor. Abrió las puertas del mueble y buscó entre papeles y expedientes médicos hasta que lo encontró en el último estante, cubierto por un extraño muñeco de tela. En sí mismo era un regalo espectacular. Lo colocó sin abrir sobre el escritorio. Tocó la seda que lo cubría y admiró el color tornasol con bordados en oro. Lentamente, introdujo la llave dorada en la cerradura, le dio vuelta hacia la derecha, y con la otra mano separó la tapa, miró hacia el interior y, horrorizada, vio una hermosa tiara, cuyo peine izquierdo estaba sostenido por una mano absolutamente blanca, sin manchas, de dedos largos con uñas redondas pulidas con perfección. 5