LA ESTATUA CIEGA TERCER PREMIO Sandra Sánchez Calvo
Sonó el timbre de la puerta. Sobresaltada, atravesé el salón de tres zancadas y me asomé a la ventana para ver quien llamaba. Mi corazón se estremeció al ver al cartero. Era un hombre alto, delgado y, aunque siempre estaba de mal humor, aquella mañana parecía sonreír ligeramente. Me puse rápidamente mis zapatillas de andar por casa y bajé las escaleras de tres en tres. No me di cuenta hasta que salí al jardín que llovía intensamente: era un día triste y gris de septiembre... Todo había comenzado un año antes en una lluviosa mañana de septiembre también. El despertador sonó antes de lo normal. Las vacaciones de verano habían finalizado y el comienzo de un nuevo curso en el instituto esperaba. Por delante toda una dura jornada y la incertidumbre de saber quiénes serían mis nuevos compañeros. Empleé más tiempo de lo necesario para vestirme y desayunar y, con pocas ganas, caminé despacio hacia el instituto. Cuando llegué, todo el mundo había entrado en clase. Busqué en el tablón de anuncios el aula que me correspondía y me dirigí a toda velocidad hacia ella. Nada más abrir la puerta y tras recibir la primera bronca del curso de parte de mi tutor de segundo, me senté en una de las sillas de la última fila. Abrí la mochila, saqué un cuaderno y un bolígrafo para tomar los apuntes de las normas que había que cumplir dentro del instituto y me puse a observar a quienes serían mis nuevos compañeros de clase. Vi caras conocidas del curso anterior y me hubiera gustado saludar, pero no estaba dispuesta a ganarme una segunda bronca el primer día. También había personas desconocidas para mí. Entre los nuevos, me llamaron la
atención tres chicas que se sentaban en la primera fila de la clase. Dos de ellas eran rubias, con el pelo casi blanco y pensé que tal vez serían gemelas y extranjeras, ya que solo las veía por detrás y únicamente se distinguían por la ropa que llevaban puesta. La otra chica, era morena, mucho más baja que las otras dos y parecía estar muy asustada, ya que al intentar responder a una de las preguntas que hizo el tutor, quedó bloqueada y no acertaba a hablar. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue un chico en silla de ruedas que se encontraba al lado de la chica morena. No supe su nombre hasta que el tutor lo presentó a toda la clase. Se llamaba William, había nacido en Londres, aunque sus padres eran españoles y debido a una extraña enfermedad que había sufrido tres años antes, había quedado paralítico de la cintura para abajo. William tenía 14 años. Su pelo era rubio y tenía unos enormes ojos azules. Vestía una sudadera de color gris que llevaba en la espalda el número 7 en color rojo, pantalones tejanos y zapatillas deportivas de marca. Era delgado, musculoso y parecía ser alto, aunque no se podía comprobar, ya que permanecía sentado en su silla. Nada más finalizar la primera hora de clase, el aula se convirtió en una auténtica jungla: besos, abrazos, saludos, risas, bromas entre los compañeros y compañeras que nos conocíamos del año anterior. Muy pronto observé que William no hablaba con nadie y que sólo recibía algunas bolas de papel en el gorro de su sudadera. No decía nada, sólo intentaba esquivar los bolazos en aquella auténtica batalla campal. De repente, dos alumnos que habían repetido varios cursos empezaron a burlarse de él: - eh, tú!, Einstein, a qué velocidad corre tu Ferrari? - Jo!, que pedazo de carro que lleva el amigo - El problema no es el carro, es el piloto que parece una estatua. dijo el segundo- En una cosa sí que tenían razón: parecía una estatua, aguantando y sin rechistar todo tipo de burlas.
Laura, la chica morena que se había quedado bloqueada y yo estuvimos a punto de intervenir, pero el timbre que anunciaba el comienzo de la segunda clase y la llegada inmediata de la profesora de Inglés nos hizo cambiar de idea. En el recreo, comenté con Laura la injusticia que suponía todo aquello que habíamos visto y acordamos un pacto: salir en defensa de William si aquello se volvía a repetir, y, en efecto, cuando levantamos la vista, vimos como los dos alumnos repetidores empujaban la silla de William por el patio, a toda velocidad, simulando derrapes como si estuvieran manejando un fórmula uno. Armadas de valor, nos enfrentamos a los alumnos repetidores llamándoles cobardes y diciéndoles que dejaran en paz a William. No tardaron mucho en darse cuenta los profesores que vigilaban el patio y salieron en nuestra defensa, castigando a los repetidores durante 2 semanas en el Zulo. Aquel castigo hizo que las cosas cambiasen y los repetidores no volvieran a molestar a William durante todo el año. También fue el comienzo de una gran amistad. El curso fue pasando rápidamente. Todos los días Laura y yo ayudábamos a William en todo lo que necesitaba: guardábamos sus libros cuando acababa la clase, recogíamos del suelo sus cosas cuando se le caían, lo acompañábamos hasta su casa al finalizar y le hacíamos compañía en todo momento. Pienso que esto último fue lo más importante. Llegó el último día de clase. En el recreo William nos dijo: - Quiero agradeceros a las dos la ayuda que me habéis dado y os voy a dar una noticia: este verano viajaré a Estados Unidos para que investiguen mi enfermedad y recibir un tratamiento especial. Espero volver el próximo curso recuperado. Prometo escribiros una carta para contaros como me va.
Nos despedimos los tres fundiéndonos en un abrazo. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para no llorar y aunque algo en mi interior me decía que nunca más lo volvería a ver, me negaba a creerlo. De camino a casa deseé que el verano pasara enseguida. Sentí una sensación de alegría por haber finalizado el curso con buenas notas, pero también de tristeza por lo incierto de la enfermedad de William. Al contrario de lo que había deseado, el verano se me hizo tremendamente largo. Día tras día, nada más levantarme, salía a mirar el buzón para ver si habían llegado noticias desde Estados Unidos y mientras desayunaba imaginaba que William volvería en septiembre totalmente recuperado. ME EQUIVOCABA. El cartero me entregó una carta que remitía la madre de William desde Estados Unidos. Dudé unos instantes antes de abrirla. Según avanzaba en la lectura mis ojos se fueron llenando de lágrimas: William tendría que pasar unos meses más en el hospital. Su enfermedad seguía avanzando y ya afectaba a su visión.