Dios me llama a la santidad

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Un modelo de ejercicio de desierto sobre Fundamentos: 1. Introducción Dios me llama a la santidad Antes de empezar Oír la llamada a la santidad La santidad en cualquier circunstancia Dios trabaja por mi santidad Conservar el desierto en el corazón Antes de empezar Sin olvidar las orientaciones generales referentes al modo de realizar una experiencia de desierto, y recordando que éste no puede determinarse previamente con exactitud en lo que se refiere a la materia y al modo de orar, proponemos algunas pistas para orientar la oración tomadas de la Introducción a los Fundamentos para la vida contemplativa. Como ésta ha de ser prolongada y muy simple, no hemos de pretender rellenar el tiempo con lecturas o textos en abundancia, sino entresacar de

esta materia propuesta aquello que más nos inspire interiormente y mueva nuestro corazón para orar en silencio. Oír la llamada a la santidad Esta identidad de vida con él constituye la esencia de la vida cristiana y es la consecuencia fundamental del bautismo, que nos ha hecho participar de la vida divina, uniéndonos indisolublemente a Cristo y convirtiéndonos en verdaderos hijos de Dios (Fundamentos: 1. Introducción). Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48). La llamada de Jesús es clara y fuerte y precisa ser escuchada y respondida con un corazón libre. A eso nos ayuda entrar en el desierto. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros (Jn 14,20). Esta comunión con Cristo y con el Padre constituye el núcleo y la medida de la vida cristiana verdadera. La llamada a la santidad incluye esta oferta de comunión personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores (Jn 14,12). La fe verdadera nada tiene que ver con la mediocridad. Estamos llamados a continuar las mismas obras de Cristo ( y aún mayores!) porque estamos unidos a él y tenemos su Espíritu. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria (Jn 17,24). El deseo de Cristo, expresado en su oración y respaldado por su entrega, no es que seamos «buenos», sino que estemos unidos a él y compartamos su gloria. Conformarse con menos es ir en contra del deseo de Cristo. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la

gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva (Rm 6,4). El bautismo que hemos recibido hace posible en nosotros la vida cristiana en plenitud. Por eso la santidad es posible para todos los bautizados. Dejo serenamente que «aflore» desde dentro la gracia y la luz de Dios, tratando de encontrar en mi alma el eco de una gracia que él está intentando hacer que salga. Dejo que resuene en mi interior la Palabra de Dios: «Sed santos, porque yo, el Señor soy santo» (Lv 11,44) y «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Dejo que calen en mi interior esas palabras, como orvallo que empapa la tierra suavemente: «Sed santos». Lo escucho dirigido a mí: «Sé santo». Escucho repetida suavemente esa palabra: «santo» hasta que se convierte en un eco en el silencio. Dejo que el «eco» silencioso de la Palabra de Dios vaya adquiriendo, sin palabras, los tonos de amor personal, vocación desde la eternidad, providencia amorosa sobre mí, frutos necesarios para los demás: «Santo», «eres mío», «para mí», «te amo», «te espero», «te he creado», «te cuido», «soy tuyo»... La santidad en cualquier circunstancia La verdadera cuestión no radica en el tipo de ambiente en el que se desarrolla nuestra vida, sino en llegar a ser verdaderamente en la vida real lo que somos en el proyecto personal que Dios tiene sobre cada uno de nosotros. Y esto tiene que ser factible siempre, con independencia del lugar o las circunstancias en las que se desarrolle nuestra vida, siempre que estemos en el lugar en el que Dios quiere que estemos (Fundamentos: 1. Introducción). Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su Amor, por cuya sangre

hemos recibido la redención, el perdón de los pecados (Col 1,13-14). Ante las dificultades, exteriores e interiores, para realizar plenamente la vida cristiana, tenemos que recordar que el Señor nos ha sacado ya del poder de las tinieblas para llevarnos a su reino con la fuerza de su cruz. Esa realidad es más fuerte que cualquier debilidad por nuestra parte. Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión (1Pe 2,9-10). No tenemos que detenernos en lo que éramos o en lo que queda en nosotros del hombre viejo, sino en lo que Dios ha hecho y hace de nosotros: un pueblo santo. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia (1Jn 1,9). Somos débiles, tenemos limitaciones y pecados, pero tenemos un Salvador justo y fiel. No renunciemos a la santidad por nuestras debilidades y condicionantes, acudamos al Salvador! Dejo que el Señor me muestre las dificultades interiores que existen en mí para recibir la gracia de la santidad y las acojo: mis apegos, mi debilidad, el ambiente que me rodea, etc. Acepto especialmente las que son más fuertes y las que más me cuesta vencer. Procuro no agobiarme, haciendo un acto de fe en Dios y de confianza en su gracia, a la vez que me dispongo a dejarme hacer por él y a hacer sencillamente todo lo que está en mi mano. Pongo mi deseo y mis dificultades en la presencia del Señor, y las dejo ahí, serenamente, el tiempo que haga falta. Contemplo al Señor mirándome, amándome, deseándome, esperándome... Dejo que cale en mí todo ese torrente inagotable de amor... Me miro a mí. Vuelvo a ver las reservas, las dificultades, los condicionantes... Trato de salir de esa mirada

para volver a mirar al Señor, con todo su amor, y volver a mirarme de nuevo... con su mirada, que no oculta los obstáculos, pero que me descubre que soy amado, protegido, llamado... desde toda la eternidad. Acepto agradecido, en fe, la transformación que la efusión del amor de Dios ya está realizando en mí y acojo el nuevo ser en el que esa transformación me convierte. Dios trabaja por mi santidad Cuesta creer que Dios se haya tomado el extraordinario trabajo de proyectar un asombroso plan de redención, que incluye la encarnación del Verbo y la pasión y muerte de su Hijo en la Cruz, con el único propósito de conseguir una humanidad formada por personas razonablemente buenas (Fundamentos: 1. Introducción). Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (1Tes 4,3). La tarea de nuestra santificación no es sólo el «deseo» de Dios, es su decisión, es su trabajo... y un trabajo muy concreto: la redención por medio de la cruz. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor (Ef 1,4). El plan de Dios, desde el principio, es claro y concreto: que seamos santos por medio del amor. En ese plan es en el que tenemos que creer y en el que hemos de embarcarnos. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad (Jn 17,19). Para que seamos santos Jesús se santifica, se consagra, se entrega. Esa entrega espera nuestra respuesta: dejarnos santificar por él. Me detengo largamente en mirar a Dios, que me ama infinitamente, contemplando en él todo el amor que me tiene. Asombrado de que, por ese amor, me llame a la plenitud de vida

para la que me ha creado, y quiera que mi existencia dé el mayor fruto posible en favor del mundo. Me quedo aquí, inmóvil, en silencio..., amando..., recibiendo todo el amor de Dios... Sin plazo de tiempo, me quedo aceptando ese amor que Dios me ofrece como lo más real; dejo que mi corazón se decante por ese amor que él quiere darme, me pongo en sus manos para que disuelva las dificultades que existen o que puedan existir... Dejo que fluya en mi interior el amor de Dios en el que está mi vocación y mi misión. Lo acojo y me abrazo a este amor y al proyecto que recibo con él. Conservar el desierto en el corazón Al terminar el tiempo de oración, procuro cambiar de postura lentamente, conservando en el corazón todo el fuego del amor que he recibido de Dios, de manera que se realice un tránsito suave a cualquier otra actividad que permita mantener en mi interior el «eco» de la luz y de la gracia que he recibido.