Islas des-conocidas. Malachy Tallack. Un archipiélago de mitos, misterios, fantasmas y fraudes. Ilustrado por Katie Scott

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2 Islas des-conocidas Un archipiélago de mitos, misterios, fantasmas y fraudes Malachy Tallack Ilustrado por Katie Scott

3 Islas des-conocidas Título original: The Un-Discovered Islands DE LA EDICIÓN EN ESPAÑOL geoplaneta Editorial Planeta, S.A., 2017 Av. Diagonal Barcelona 1ª edición en español: octubre del 2017 Traducción: Blanca Ribera, Jorge Rizzo, 2017 DE LA EDICIÓN ORIGINAL Polygon, an imprint of Birlinn Ltd., Textos: Malachy Tallack, 2016 Ilustraciones: Katie Scott, 2016 ISBN: Depósito legal: B Impresión y encuadernación: Cayfosa Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web o por teléfono en el / El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico.

4 x Sumario Introducción Islas de vida y muerte Los pioneros La era de la exploración Islas sumergidas Islas fraudulentas Des-conocimientos recientes Otras islas des-conocidas Referencias Lecturas recomendadas 3

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8 x Islas de vida y muerte Las islas de los Bienaventurados 16. Kibu 20. Hawaiki 24. Hufaidh

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10 Islas de vida y muerte C UANDO MIRAMOS AL CIELO imaginamos dioses; cuando miramos al océano imaginamos islas. El vacío es aterrador, así que rellenamos las lagunas de nuestro conocimiento con cosas inventadas, que nos reconfortan y que, a la vez, crean conflictos provocados por nuestro deseo de saber y comprender; un deseo que a veces acaba devolviéndonos el vacío que queríamos llenar. Porque, desde que el hombre empezó a inventar historias, inventamos islas. Ahí están, en la literatura y en las leyendas. Para las sociedades que viven a orillas del mar, soñar con otras costas es lo más natural del mundo. Los polinesios, los árabes de las marismas, los antiguos griegos, los celtas todos imaginaron tierras más allá del horizonte. Todos contaban historias de islas. Estos lugares no eran como el resto del mundo conocido. Eran regiones sobrenaturales, donde la línea entre la vida y la muerte era imprecisa. El océano nos separa de otras tierras, igual que la muerte nos separa de los vivos. Se puede cruzar al otro lado, pero solo una vez. Las islas, pues, son metáforas perfectas de otros mundos y otras vidas. Están separadas, pero conectadas; están distantes, pero accesibles. El mar de la muerte está salpicado de islas imaginarias. Hoy en día intentamos trazar fronteras indiscutibles entre hechos y ficción. Pero el mito, la superstición y la religión han formado parte de la vida humana desde siempre. Han forjado nuestro pensamiento y guiado nuestras acciones. La comprensión que adquirimos de nuestra existencia está vinculada a las historias que nos contamos. Así que, aunque las islas de este capítulo sean míticas, no por ello son menos reales. 11

11 L A NOCIÓN DEL paraíso en la Tierra ha formado parte de las tradiciones míticas europeas desde la Antigüedad, y en la Odisea de Homero encontramos una de las más antiguas versiones de esta historia. En ella, el Elíseo, o los Campos Elíseos, es la tierra a la que van a parar los elegidos de los dioses. Según Proteo, el viejo dios del mar, la gente allí llevaba una vida más fácil que en ningún otro lugar del mundo, porque en el Elíseo no biante y variopinta. En tiempos de Platón, hacia el s. v a.c., el Elíseo se imaginaba casi siempre como una isla o un archipiélago en el océano occidental. Era conocido como la isla Blanca, o las islas de los Bienaventurados, un lugar que cualquiera podría anhelar. En Gorgias, uno de los diálogos de Platón, Sócrates demuestra su propia fe en términos similares a los de la religión cristiana, aún inexistente. Tras la muerte, dice, cuerpo y alma se separan, pero Las islas de los cae la lluvia, ni la nieve, y el océano respira con un viento constante del oeste que canta suavemente desde el mar, e insufla vida a todos los hombres. No era, pues, un lugar más allá de la muerte, sino una alternativa a la muerte. Pero los griegos antiguos no tenían una única versión de esta historia. Era una idea cam- ambos conservan su esencia. El que fue gordo sigue gordo, los tullidos siguen tullidos, al menos durante un tiempo. Del mismo modo, cuando un hombre es desprovisto de su cuerpo, todos los afectos naturales o adquiridos del alma quedan a la vista. Entonces, a diferencia del cuerpo, el alma debe enfrentarse al juicio tras la muerte, del que se 12

12 encargan los tres hijos de Zeus. Éaco juzgaba a los del oeste, Radamanto a los del este y Minos era el árbitro final. El que ha sido injusto e impío debe ir a la cárcel de la expiación y del castigo, que llaman Tártaro, mientras que el que ha llevado una vida justa y piadosa debe ir, después de muerto, a las islas de los Bienaventurados y residir allí en la mayor felicidad, libre de todo mal. Sócrates sabía que sus interlocutores los retóricos Gorgias, Calicles y Polo la realidad y no la apariencia de la virtud, tanto en la vida pública como en la privada. Solo así podemos asegurarnos un lugar en el paraíso. Según los relatos antiguos que se conservan, los celtas también creían en una isla bienaventurada. De hecho, había varias islas así, entre ellas Tír na nóg, la tierra de la eterna juventud. Fue allí donde se fugó el joven poeta guerrero Oisín con Niamh, la hija de un dios del mar, llamado Manannán mac Lir. Tres años después del consideraban esa historia un mito. Pero les sugería que lo reconsideraran. Había vivido bien toda su vida, y estaba listo para presentar su alma lo más sana posible ante el juez. Tenían ellos la misma confianza? El hecho les dijo Sócrates es que es más feo cometer injusticia que sufrirla, y hay que seguir, por encima de todas las cosas, matrimonio, al volver a Connemara para visitar a su familia, Oisín descubrió que un año en Tír na nóg equivalía a un siglo en Irlanda. De manera que su familia había muerto tiempo atrás. Había muchos otros reinos así. Como la isla de Mag Mell, parecida al Elíseo de Homero, donde los elegidos vivían junto a las deidades, sin dolor 13

13 ni enfermedad. También estaba Emhain Ablach, y su equivalente galés, Ynys Afallon, la isla de las manzanas. Para los celtas, la abundancia de fruta era una característica clave de este lugar. En la Edad Media, esa isla de las manzanas fue conocida sobre todo como Avalon. Fue allí donde se forjó la espada del rey Arturo, Excalibur, y donde el propio rey se retiraría tras resultar herido en la batalla de Camlann. Como en el caso de los griegos de la Antigüedad, el heroico Arturo se había ganado su lugar en la isla de los Bienaventurados, que se convirtió en una alternativa a la muerte. Según la leyenda, el rey regresaría un día de Avalon para luchar por su pueblo: sería una especie de mesías celta. Gran parte de la historia de Arturo deriva del relato del clérigo Geoffrey de Monmouth, del s. xii. En su Vida de Merlín, Geoffrey describía Avalon con cierto detalle, un detalle extraído directamente de la tradición romana de las islas Afortunadas y de las tradiciones griegas del Elíseo, el jardín de las Hespérides y las islas de los Bienaventurados. La isla de las manzanas que los hombres llaman la Isla Afortunada recibe su nombre del hecho de que es un lugar que produce todas las cosas por sí misma; por ejemplo, los campos no tienen necesidad de ser arados por los campesinos, y en general, los pobladores no necesitan de nada más, porque todo se lo proporciona la naturaleza. De por sí, Avalon produce cereales y uvas, y los manzanos crecen en sus bosques, después de que la hierba es cortada. La tierra produce todo lo que se requiere para vivir bien, y la gente que vive allí llega al centenar de años o incluso más. En la cartografía, las islas Afortunadas acabaron asociándose con las Canarias, a menudo representadas en los mapas medievales como Insula Fortunata. Pero no se olvidaron los orígenes míticos del nombre. Aunque las enseñanzas cristianas insistían en que el paraíso se encontraba en un reino sobrenatural, la idea de una tierra prometida en la Tierra nunca abandonó el imaginario europeo. La isla de la fruta siguió presente en el horizonte occidental. En Inglaterra, la maravillosa tierra de Cockaigne era sujeto de innumerables historias y poemas; en Alemania se conocía como Schlaraffenland, la tierra de la leche y la miel; y en España se llamaba Jauja, el nombre de una pequeña ciudad de Perú. Muchos de los exploradores europeos que surcaban el Atlántico en los ss. xiv y xv esperaban encontrar un lugar idílico. Después de Colón, durante un tiempo pareció que se habían cumplido las expectativas, y el lenguaje y las imágenes asociadas en otro tiempo a las islas Bienaventuradas se asignaron al continente recién descubierto. Habíamos hallado la tierra prometida, y se llamaba América. 14

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15 T RAS LA MUERTE, los cuerpos de los isleños de Mabuiag, en el estrecho de Torres, se sacaban al aire libre y se colocaban sobre una plataforma. Luego, los miembros del clan del cónyuge del fallecido hacían guardia, para asegurarse de que el espíritu, o mari, hubiera abandonado el cuerpo, mientras lo protegían de los voraces lagartos. A los cinco o seis días, el cuerpo, para entonces en estado pútrido, era decapitado. La cabeza se dejaba en un nido de termitas, o en el agua, para eliminar la carne, y el resto del cuerpo quedaba sobre la plataforma, cubierto de hierba, hasta que solo quedaran los huesos. Una vez limpio, el cráneo se pintaba de rojo y se colocaba en un cesto, decorado con plumas y pelo. Entonces la familia política del muerto, encargada del ritual, realizaba una elaborada ceremonia ante la familia del fallecido. Para ello se pintaban de negro y se cubrían la cabeza con hojas, y de esta guisa presentaban el cráneo al pariente más cercano, con un cántico para consolar a los dolientes: Cuando el viento viene del norte sopla fuerte, el cielo se vuelve negro, se cubre de nubes y llega la lluvia, pero no dura; las nubes pasan y vuelve el buen tiempo. Otras islas del oeste del estrecho de Torres tenían rituales algo diferentes. En algunos, el cuerpo se enterraba en una tumba poco profunda, o se desecaba y se momificaba, mientras que en otros rituales el cráneo se 16

16 decoraba con cera de abeja y conchas. En la isla Muralug la viuda debía llevar el cráneo de su marido en una bolsa durante un año tras su muerte, y otros familiares podían lucir sus huesos como ornamentos, o guardarlos en sus casas. Eso sí, en todos los casos había un elemento común: la creencia en una isla de los fantasmas, a la que viajaría el espíritu del fallecido. A esta isla, llamada Kibu, que estaba más allá del horizonte noroccidental, llegaría el espíritu o mari, una vez separado del cuerpo, arrastrado por los vientos del sureste. Al llegar, el espíritu se encontraba con el fantasma de algún conocido normalmente un amigo fallecido recientemente, que le escondería hasta la luna nueva siguiente; entonces saldrían y conocerían a los demás espíritus de la isla, quienes les golpearían en la cabeza con una maza de piedra. Este acto, aparentemente hostil, era en realidad una ceremonia iniciática y, desde ese momento, el mari se convertía en markai, un fantasma propiamente dicho. Algunos creían que los markai vivían en las copas de los árboles, llorando, quizá en forma de zorros voladores. Pero la mayoría coincidía en que la vida en el más allá no sería tan diferente, y que los espíritus mantenían su forma humana. Durante el día pescarían con lanzas, y por la tarde bailarían en la playa. Los markai también podían cazar tortugas 17

17 y dugongs (un mamífero marino similar al manatí), mediante chorros de agua que atraerían a estos animales. Pero los fantasmas no estaban confinados en Kibu. Si lo deseaban podían regresar a casa temporalmente, y a veces incluso ir a la guerra con los vivos. Los isleños invocaban a los markai con frecuencia, tanto individualmente, a través de la adivinación y la consulta a los espíritus, o en ceremonias como la danza de la muerte, que se celebraba varios meses después del fallecimiento de una persona. En Mabuiag, estas ceremonias se llamaban tai, o simplemente markai, y se celebraban en Pulu, una isla cercana deshabitada. En muchos casos se recordaba la muerte de varias personas a la vez, y las ceremonias variaban según quién o quiénes fueran los recordados. Pero su esencia, no obstante, era siempre la representación de la muerte. Los que participaban se frotaban el cuerpo con carbón y se ataviaban con hojas y tocados de plumas. Cada uno interpretaba a una persona, encarnando su fantasma. Los intérpretes llevaban arcos y flechas, o escobas, y bailaban y saltaban frente a los espectadores. Estos bailes tenían un extraño elemento bufonesco, con personajes que resbalaban y se caían, mientras otros soltaban ventosidades. La ceremonia concluía al son de los tambores, con un gran festín. 18

18 Durante el tai, los intérpretes imitaban y personificaban a los muertos. Era una forma de consuelo para los parientes, que les recordaba que el espíritu del difunto seguía vivo. Se consideraba que estaba presente en el interior de los bailarines, y que seguiría presente en el mundo. Aquella conexión era crucial. La división entre la vida y el más allá era como la separación entre islas: real, pero no insuperable. Podía cruzarse. Como la propia Kibu, el mundo de los fantasmas era accesible y comprensible. Pero aquella accesibilidad no duraría para siempre. A finales del s. XIX, la expedición antropológica de la Universidad de Cambridge registró los ritos y creencias de los isleños del estrecho de Torres, pero las cosas ya estaban cambiando rápidamente. El Gobierno de las islas y los misioneros querían evitar las costumbres autóctonas y sustituirlas por funerales más higiénicos, y las creencias tradicionales dejaron paso gradualmente a las cristianas. Kibu también fue reemplazada, claro, por un cielo muy diferente al mundo de los isleños. El más allá de hoy en día no se encuentra más allá del horizonte, sino en el cielo, separado de las islas y del mar. A diferencia de Kibu, el cielo es inimaginable, y los fantasmas de los muertos ya han desaparecido para siempre. 19

19 Hawaiki C UANDO LOS MAORÍES empezaron a comunicarse con los europeos, en el s. xviii, insistían en que Nueva Zelanda no era su lugar de origen, que sus ancestros procedían de Hawaiki, una isla en algún lugar más allá del horizonte nororiental. Es más, no habían llegado en un pasado muy remoto, sino solo unos siglos antes. Los detalles de esta migración no estaban muy claros. Diferentes grupos tribales, o iwi, contaban distintas versiones de la historia. Y aunque su memoria cultural contenía muchos detalles, los maoríes se negaban, comprensiblemente, a compartir unos conocimientos tan importantes con los colonos, especialmente porque estos colonos venían a instalarse en su tierra. Según la versión más conocida de la historia temprana del país, un pescador y explorador, llamado Kupe, descubrió Nueva Zelanda hace más de mil años. Llegó allí por casualidad, mientras perseguía a un pulpo gigante por el océano. Kupe luego volvió a Hawaiki y habló a su pueblo de aquella nueva tierra al sur, que llamó Aotearoa, la nube blanca y larga. Hacia 1350, siguiendo sus instrucciones, una gran flota de siete grandes canoas partió en dirección a Aotearoa. A bordo iban los ancestros de los actuales maoríes. El problema de esta historia era que no resultaba creíble. Se trata de una historia inventada, una amalgama de diversos relatos combinados por un etnólogo, Stephenson Percy Smith, hacia finales del s. XIX y principios del s. XX. En lugar de aceptar las incoherencias y los elementos míticos que encontró en los relatos tradicionales, Smith intentó arreglarlos y presentar los resultados como un hecho. Al hacerlo, construyó una narración que no era históricamente precisa ni representativa de lo que creían realmente los maoríes. Pero la fecha que propuso Smith para el viaje de aquella gran flota no estaba tan equivocada. Según los hallazgos más recientes, los primeros que se asentaron en el país llegaron hacia 1280, aunque no llegó una única flotilla, sino más bien diversos grupos, quizá a lo largo de varias décadas. Los polinesios eran grandes navegantes, y durante un tiempo quizá se mantuviera el contacto entre su nuevo hogar y el antiguo. En total, los primeros inmigrantes quizá no serían más de doscientos. Actualmente también podemos situar el origen geográfico de los maoríes con cierta precisión. Venían de la Polinesia oriental: más específicamente, de las islas Cook y las islas Sociedad. Lo cual podría ofrecer una respuesta sencilla a la 20

20 cuestión de Hawaiki; pero no es así, porque en Hawaiki no hay nada sencillo. Según los relatos tradicionales no se puede situar en una ubicación única. La isla no solo era el punto de partida de los inmigrantes; formaba parte de su equipaje, de la rica tradición mítica que trajeron consigo. En 1793 le pidieron a un jefe maorí, llamado Tuki Tahua, que dibujara un mapa de Nueva Zelanda para el gobernador de Nueva Gales del Sur y la isla de Norfolk. Lo hizo, con un grado de precisión impresionante. Pero además de los accidentes físicos, Tuki incluyó un camino de los espíritus, que recorría las cordilleras desde el extremo sur hasta el cabo Norte. Según explicó, ese era el camino que se seguía tras la muerte, para llegar a Te Reinga Wairua, el lugar del salto de los espíritus. Desde allí, en el extremo de la isla Norte, cada espíritu se sumergiría en el océano y nadaría hacia el inframundo, donde encontraría Hawaiki. Pero el misterio de la isla no acaba aquí, porque estas son las palabras con las que tradicionalmente se da la bienvenida a los recién nacidos: E taku po tiki, kua puta mai ra koe i te toi i Hawaiki. Hijo mío, has nacido de la fuente, que está en Hawaiki. Hawaiki acompaña a los maoríes desde antes de nacer hasta el más allá. Es el lugar del que procede el espíritu y al que regresa: es la fuente y el destino. En algunas historias, también es el lugar en el que fue creado el primer ser humano: una especie de Edén donde aún viven los dioses. La representación que se hace hoy de la isla combinación del origen físico, el espiritual y el inframundo varía mucho, según la historia que se cuente y la cultura local de quien la cuenta. Pero Hawaiki es una idea compartida, que une a la gente; y no solo en Nueva Zelanda. La Polinesia oriental es una de las regiones del mundo que más tarde se pobló. Muchas de las islas de esa región que se extiende desde Hawái, al norte, hasta la isla de Pascua, al este, y a Nueva Zelanda, al sur solo están habitadas desde hace unos 1500 años. Las tradiciones de estos lugares están muy relacionadas entre sí, y la noción de un origen común en otro lugar se ha mantenido muy viva entre estos pueblos. Mientras la mayoría de culturas tienen mitos de la creación, los polinesios tienen mitos de migración. Para los maoríes, Hawaiki es el lugar de la bondad. El lugar del que derivan su pueblo, sus tradiciones y su cultura. Es tan real como imaginario; tan geográfico como mítico. Sin embargo, no los separa de su hogar actual, porque vive dentro y fuera de él. Los conecta, en el tiempo y el espacio. 21