Depresión mayor y distimia: bases relacionales y guías para la intervención



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Transcripción:

Depresión mayor y distimia: bases relacionales y guías para la intervención Juan Luis Linares (*) (*) Profesor Titular de Psiquiatría. Universidad Autónoma de Barcelona. Resumen Se destaca la importancia de distinguir dos modalidades fundamentales de depresión: una más grave, heredera de la antigua psicosis maniaco-depresiva (la depresión mayor) y otra más leve, de estirpe neurótica (la distimia). En la familia de origen del depresivo mayor se encuentra generalmente una pareja parental bien avenida, con una relación complementaria, y un fracaso de las funciones parentales bajo el signo de una fuerte exigencia sin valoración. Descalificado, el paciente tiende a construir a su vez una pareja complementaria, que se rigidifica cuando, tras verse frustradas sus expectativas de protección y valoración, intervienen los síntomas cerrando el círculo de la descalificación. El distímico, en cambio, procede de una familia con padres mal avenidos, que lo triangulan decantándolo por la coalición con uno de ellos y el antagonismo con el otro. Imitando el modelo parental, el paciente tiende a construir una pareja simétrica, en la que los síntomas se integran participando en los juegos de poder. La intervención terapéutica focalizará fundamentalmente a la pareja, aunque, en el caso de la depresión mayor, beneficiándose mucho de un abordaje a la familia de origen y también de un trabajo individual con el propio paciente. Palabras clave: depresión mayor; distimia; familia de origen; pareja; mitología; organización.

Introducción Las depresiones son el territorio donde, desde hace unos años, se libra la más importante batalla en el campo de la salud mental. La psiquiatría de ideología biologicista y su poderoso sponsor, la industria farmacéutica, apuestan fuerte por unos trastornos que, además de estar muy extendidos, representan la cara más respetable de los trastornos mentales. Los depresivos, en efecto, encarnan a la perfección el viejo sueño de la psiquiatría de ser una especialidad médica como las otras, puesto que ellos se avienen sin dificultades a ser considerados enfermos como los otros. No deliran diciendo cosas extrañas ni adoptan comportamientos provocativos, sino que se limitan a estar tristes y a sufrir en silencio. Aceptan de mil amores la medicación que se les ofrece y, en el colmo de la delicadeza, lejos de protestar si no se curan, se auto-culpabilizan. Sumamente apegados a la respetabilidad de las apariencias, no se rebelan contra las metáforas biológicas que les interpretan sus sufrimientos en términos de problemas bioquímicos del cerebro. Al fin y al cabo, ellos han crecido en ambientes que desaconsejan la crítica y la expresión de emociones hostiles, por lo que se sienten más seguros en medios médicos que psicoterapéuticos. Por otra parte, respecto de la capacidad de consumo de fármacos de los depresivos (de unos fármacos antidepresivos con precios escandalosos), no cabe la menor duda. Baste con recordar el fenómeno Prozac, que, aunque superado por otros productos más modernos ya casi no se estudia en las facultades de medicina, sigue estudiándose en las escuelas de bussiness administration. Y, sin embargo, si hay un trastorno psicológico capaz de expresar sin la menor ambigüedad la realidad relacional subyacente, es la depresión, con un argumento tan sencillo como que la gente se entristece cuando tiene motivos para ello. Sólo que los motivos no son siempre aparentes ni existe autorización para hablar de ellos. Por eso es una responsabilidad social, ética y hasta política, además por supuesto de profesional, liberar a los depresivos de la inmensa mistificación que los presenta, ante los demás y ante ellos mismos, como simples consecuencias casuales de una disfunción fisiológica. Pero, antes de avanzar en una propuesta de comprensión de los fenómenos depresivos, se hacen necesarias dos puntualizaciones. Cuando denunciamos la biologización de las depresiones no estamos negando la importancia del substrato biológico. Es obvio que el cerebro les brinda un hardware imprescindible, como a todos los procesos mentales. Y, como en todos los procesos mentales, el software entra por los órganos de los sentidos, que

vehiculizan la comunicación y la relación. Focalizar sólo la bioquímica cerebral del depresivo es tan absurdo como llamar al electricista cuando nuestra computadora se desprograma, pero nadie en su sano juicio pretenderá hacerla funcionar sin fluido eléctrico. Por otra parte, hablar de depresiones en general supone incurrir en una importante simplificación, porque existen muchas modalidades de depresión correspondientes a contextos relacionales muy diversos (Linares y Campo, 2000). En lo sucesivo, usaremos el término depresión para referirnos a la depresión mayor, heredera de la vieja psicosis maníaco-depresiva y representante de la gama alta de la serie en lo que a gravedad se refiere. Reservaremos, en cambio, el término distimia para denominar a las formas menos graves de los trastornos depresivos, correspondientes a la esfera neurótica. La familia de origen El futuro depresivo viene al mundo en una familia definida relacionalmente por una relación conyugal de la pareja parental de signo complementario, es decir, no generadora de grandes confrontaciones o conflictos y tendente a funcionar de forma razonablemente armoniosa. Priorizando la conyugalidad sobre la parentalidad, dicha pareja experimenta dificultades en el ejercicio de las funciones parentales. Tales dificultades suelen traducirse en altos niveles de exigencia y escasa valoración de los esfuerzos realizados para responder a ésta. Se trata desde luego de condiciones coyunturales, que pueden durar más o menos tiempo dependiendo de las circunstancias y que suelen personalizarse en el trato que recibe un hijo, y no el resto. Un ejemplo típico sería la hija que, en otros tiempos, se quedaba soltera para cuidar de los padres en su ancianidad, o simplemente la que, con independencia de su estado civil, era más exigida que valorada en sus servicios a la familia. No es que los padres fueran exigentes y poco valoradores en general, sino que a ella en concreto le tocaba someterse a esa pauta relacional. Y también le tocaba cierta predisposición a la depresión. La organización de la familia de origen del depresivo mayor presenta generalmente una apariencia aglutinada, bajo la cual subyace un fondo desligado y hasta expulsivo. Se habla mucho de unidad, pero el paciente puede tener la impresión de que su presencia es, en realidad, superflua. La pareja parental se muestra, como hemos dicho, cohesionada, en contraste con la mayor distancia emocional que evidencia con respecto a los hijos y, particularmente, con el paciente. Ello se corresponde, en consecuencia, con importantes diferencias en el seno de la fratría, donde el paciente puede reproducir la historia de la Cenicienta: explotación y marginación cruelmente combinadas aunque, desde luego, explícitamente negadas. La jerarquía familiar suele mostrar un panorama autoritario, aunque no necesariamente con formas despóticas. El progenitor que ocupa la posición complementaria superior ( one up ) suele

ejercer la autoridad y también desempeñar el papel más activo en la pauta relacional depresógena: más exigente, rechazante y descalificador. Y no sirve de mucho para neutralizar dicha pauta que el progenitor one down sea formalmente más afectuoso y aceptador si, en cualquier caso, se respetan las reglas del juego complementario. La adaptabilidad muestra familias tendentes a la rigidez, que cambian poco con la modificación de las circunstancias externas y con el desarrollo del ciclo vital. En la mitología (Linares, 1996) de la familia del depresivo se distinguen unos valores y creencias presididos por la descalificación del paciente. Se valora sobre todo dar la talla en el cumplimiento de los criterios de éxito social: lo que está bien, lo que debe ser, el qué dirán... En definitiva, el culto a las apariencias y a la honorabilidad de la fachada. Como todo ello se traduce en un alto nivel de exigencia y en unos objetivos imposibles de alcanzar, el fracaso, y la subsiguiente descalificación, están casi garantizados. El clima emocional muestra el contraste entre una apariencia de calidez solidaria y un fondo de gran frialdad e hipercrítica. Se da por sentado el fracaso del paciente, dadas su incapacidad, su insignificancia y sus escasos recursos. Por ello no hay que dramatizar si las cosas le van mal: es lo más natural. En cuanto a los rituales, presididos por la alta exigencia, son rígidos y de obligado cumplimiento, con asignación de roles no intercambiables de los que, ciertamente, corresponden al paciente los más ingratos. Crecer en un ambiente de hiperexigencia, donde está prohibido rebelarse, conduce a construir una identidad que incorpora narrativas coherentes con ese contexto. En ellas ocupan lugares preferentes la responsabilidad, el deseo de quedar bien con los demás, la necesidad de preservar la respetabilidad de las apariencias y de comportarse por encima de cualquier sospecha. Ello explica que, como decíamos antes, el depresivo sea el principal cómplice de la biologización de su trastorno, que lo absuelve de cualquier participación en turbios juegos relacionales. Y también explica que, si sucumbe a la desesperación, busque en el supremo acto depresivo que es el suicidio la solución a su situación. Suicidándose se castiga por una parte por no haber sido capaz de estar a la altura de las circunstancias respondiendo a lo que se le exigía, pero también se venga del injusto trato de que ha sido objeto dejando un amargo legado de culpa a los que le sobreviven. Una perspectiva evolutiva ayuda a contextualizar las depresiones en una dimensión de ciclo vital. Puede ocurrir, efectivamente, que, ya en la infancia, sea tanto el peso de la exigencia y tan dura la falta de valoración, que el niño sucumba en un proceso que, probablemente, no evidenciará los síntomas característicos de la depresión pero podrá desembocar en un suicidio. Si el sujeto consigue superar la adolescencia, es posible que el desencadenamiento del trastorno se produzca en la edad adulta, cuando, como veremos, una relación de pareja que frustre las expectativas de recibir, por fin, ayuda y apoyo, puede constituirse en factor decisivo. Pero, incluso si la pareja no basta para poner en marcha la depresión, ésta puede precipitarse en la vejez, cuando no faltan las pérdidas relevantes ni las ocasiones de trasladar a la relación con los hijos el frente conflictual más significativo.

Lucía, la hija mayor de Raquel, solicita terapia familiar para ella, su madre y sus hermanos, con el objetivo de superar el duelo por la muerte del menor de éstos, Luis, acaecida hace seis meses. Raquel, de 72 años y viuda desde hace tres, tiene cuatro hijos vivos: Lucía, de 39, Juan Pedro, de 37, Lucas, de 35 y Ernesto, de 33. Luis tenía 31 años y murió de AIDS, tras haberse contagiado en prácticas homosexuales en un contexto personal y relacional altamente caótico. Iniciada la terapia, destaca sobre todo el estado depresivo de la madre, que no responde a psicofármacos y que empeora con las constantes provocaciones de Lucas, quien vive con ella desde su reciente separación. La historia de Raquel es sobrecogedora. De niña, ella quería estudiar pero sus padres no se lo permitían, exigiéndole que trabajara para colaborar en la economía familiar. Incluso la lectura le estaba prohibida para no gastar electricidad, debiendo practicarla clandestinamente con la ayuda de velas y de su abuela, que se apiadaba de ella y la apoyaba. Apenas llegada a la edad núbil, Raquel se casó con Enrique, un buen chico que la conocía desde niña y que también le ofrecía apoyo y seguridad. Sólo que, al poco tiempo, la madre de Enrique enviudó y fue a vivir con la joven pareja. Raquel intentó resistirse, pero Enrique se lo impuso sin posibilidad de alternativas. La única compensación de Raquel fue, poco tiempo después, llevar a su propia madre, igualmente recién enviudada, a vivir con ellos. Pero fue una triste compensación, porque las dos ancianas se odiaban y desarrollaron una guerra que desgarró a la familia y parceló la casa. En efecto, el pequeño apartamento estaba dividido en dos territorios impenetrables por el enemigo, y la cocina y el cuarto de baño debían ser usados por turnos por cada abuela, que acusaba a la otra (y, probablemente, no sin razón) de querer envenenarla. La terapia destacó la heroicidad de Raquel, quien, en circunstancias tan adversas, consiguió mantenerse a flote y sacar adelante a sus hijos, y, a medida que se desarrollaba esta argumentación, ella mejoró espectacularmente, desapareciendo totalmente los síntomas depresivos. Sin embargo, de forma paralela, los hijos parecían encontrarse incómodos y Lucas incrementó sus conductas provocadoras con la madre. Se abría paso un discurso en el que ellos aparecían como damnificados de una situación que la madre no había sido capaz de controlar; todos habían debido abandonar la familia demasiado pronto y en condiciones precarias, ninguno había podido realizar estudios y, aún ahora, sus vidas carecían de estabilidad emocional y económica. Por no hablar de Luis, que, en cierto sentido, había muerto a causa de la debilidad de su madre. A medida que se legitimaba esta mitología emergente, que reconocía el sufrimiento de los hijos y en la que los comportamientos agresivos de Lucas adquirían una cierta dimensión vindicativa, la madre se volvió a deprimir mientras los hijos se tranquilizaban. Era como si intentaran abrigarse con una manta demasiado pequeña para todos que, cuando era estirada para cubrir a los hijos, destapaba a la madre y viceversa. La trayectoria del paciente distímico es radicalmente diferente, aunque, en la práctica, existen múltiples vías de paso o variedades mixtas con la depresión. En principio, el distímico

procede de una familia definida por una conyugalidad disarmónica de la pareja parental, que no duda en utilizar a sus hijos como aliados para intentar resolver sus conflictos. Triangulado en ese juego disfuncional, el futuro distímico experimenta una ansiedad ligada a su conflicto de lealtades, que, al decantarse por la alianza con uno de los progenitores, se asocia pronto a la pérdida de la relación con el otro. Dicha pérdida provoca tristeza, que será evocada más adelante, cuando la vida genere nuevas pérdidas relacionalmente significativas, traduciéndose en el conglomerado de síntomas ansioso-depresivos, típicamente neuróticos, que caracterizan a la distimia. La organización de la familia de origen del distímico se basa en una pareja parental simétrica, en la que la disarmonía conyugal coexiste con una razonablemente bien conservada parentalidad. El interés inicial por el bienestar de los hijos se ve interferido por la dificultad para resolver los conflictos, lo cual conduce a la búsqueda desesperada de aliados. El hijo que queda enganchado en una coalición transgeneracional con uno de los progenitores, sufre la pérdida relacional del otro, que se retira negándole el acceso en lo que constituye la modalidad de triangulación manipulatoria típica de la distimia. En cuanto a la mitología, los valores y creencias se presentan presididos por la alta polarización que caracteriza a la familia del distímico. Se trata de una atmósfera relacional hiperpolítica, en la que los juegos de alianzas y coaliciones se corresponden con contínuas rivalidades. Si el primer hijo cae en el campo de la madre, lo más probable es que el segundo (o la segunda, y las leyes edípicas favorecerán el juego) lo haga en el del padre. Competitividad y lealtad, castigo y recompensa, estarán muy presentes. El clima emocional es tenso y, a menudo, explosivo, con un alto nivel de explicitación de los conflictos. La irrupción de los síntomas rebaja la tensión al principio, si bien este efecto tiende a disminuir con el paso del tiempo. Los rituales, por su parte, están definidos por la división en bandos o partidos, que incluyen a los propios y excluyen a los otros. Se hacen cosas con los aliados, pero puede haber una extrema incomunicación con los antagonistas. La pareja y la familia creada Mientras le queda capacidad de resistencia, el futuro depresivo mayor busca protección intentando escapar cuanto antes y con indisimulable urgencia a los lazos que lo aprisionan en la descalificación. Por eso su elección de pareja viene definida por la premura y por la necesidad de obtener aquello de lo que carece: una relación más protectora y valorizadora que exigente. Si la encuentra, es probable que ahí se acaben sus problemas, pero la urgencia es mala consejera, y también es posible que, en las prisas, se deje engañar por una oferta relacional sólo superficialmente adecuada a sus demandas.

CÓNYUGE PACIENTE El típico cónyuge del depresivo (o esposo de la depresiva, para hacer justicia a la estadística) es alguien que necesita demostrarse a sí mismo y demostrarle al mundo que es capaz de proteger y apoyar generosamente a quien pueda requerir su ayuda. El problema surge porque esa ayuda que brinda y que, inicialmente, beneficia a la persona potencialmente depresiva que la recibe, es ejercida menos por las necesidades de ésta que por las propias del dispensador, por lo que no existen garantías razonables de la continuidad ni de la adecuación de dicha ayuda. Cuando el futuro paciente se siente objeto de un nuevo engaño (no olvidemos que procede de una familia en la que las respetables apariencias encubren graves carencias relacionales), puede darse por vencido, sucumbiendo definitivamente a la depresión. La pareja así construida, evoluciona dominada por una complementariedad rígida, en la que el paciente se abandona progresivamente a los síntomas y a la descalificación, mientras que el cónyuge acumula siempre más responsabilidades y prestigio. Y no es raro que, de nuevo, esta fachada sirva para que se oculten los puntos débiles del cónyuge, que lucirá en su esplendidez llena de abnegación de forma paralela al hundimiento del depresivo en la miseria de la cronicidad. Demanda masiva Frustración de expectativas Síntomas: depresión y hostilidad negada Respuesta descalificadora Sobreimplicación y abnegación Compromiso de apoyo Figura nº 1 La Figura nº 1 muestra esquemáticamente algunos circuitos relacionales viciosos de la pareja del depresivo. El futuro paciente, acuciado por sus carencias y necesidades, plantea unas demandas de protección y atención masivas, que despiertan el interés del candidato a cónyuge. La relación se consolida y formaliza sobre la base de un compromiso de apoyo incondicional,

que más tarde fracasa, tanto por la intensidad de la demanda como por las limitaciones del propio cónyuge. La frustración de las expectativas del paciente provoca una primera respuesta descalificadora por parte del cónyuge ( Nunca tiene bastante! ), que se une al coro descalificador ya existente en la familia de origen de aquél ( Qué nos vas a decir, ya sabemos cómo es! ). Ese el contexto en el que suelen aparecer los síntomas: depresión manifiesta y hostilidad negada subyacente. El cónyuge tiende a reaccionar sobreimplicándose y desarrollando una conducta abnegada, dispensadora de cuidados (respuesta al célebre care eliciting behavior (Henderson, 1974), comportamiento provocador de cuidados). Se cierra así el círculo con la confirmación de un compromiso de ayuda inexorablemente condenado al fracaso, en una atmósfera de creciente descalificación (Loriedo, 2004) que no hace sino aumentar la desmesura de las demandas, progresivamente centradas en la enfermedad y la invalidez. La pareja del distímico se construye en términos distintos de la del depresivo mayor, puesto que lo hace en base a la igualdad. En efecto, el futuro distímico elige a alguien con un patrimonio relacional parecido al suyo, estableciendo una pareja de corte simétrico. Cuando una nueva pérdida (v.g., muerte del progenitor aliado, marcha de los hijos a la escuela, desempleo, etc.) es procesada de modo sintomático, la igualdad se rompe, aunque los síntomas restablecen un nuevo equilibrio que, por la precariedad que le confiere la cambiante participación de éstos, será una simetría inestable. En la Figura nº 2 se aprecian algunos circuitos relacionales viciosos de la pareja del distímico. Ante el impacto de eventuales pérdidas significativas, el futuro paciente expresa quejas que son percibidas por el cónyuge como exigencias, lo cual le impide atenderlas con respuestas adecuadas de apoyo solidario. Su actitud crítica es percibida por aquél, que responde con retiro y hostilidad. En una dinámica de ataque y defensa, el cónyuge responde con más de lo mismo: retiro y hostilidad. Los síntomas hacen irrupción y el paciente se muestra triste y ansioso, lo cual genera en el cónyuge, ahora sí, una reacción de acercamiento y afecto que induce una mejoría. Pero este efecto benéfico es interpretado en términos de manipulación, lo cual evoca en el cónyuge la exigencia y el ataque ya experimentados y le provoca un reflejo de rechazo. Ello cierra el círculo de la simetría inestable, alimentado por los síntomas. Con el tiempo se instaura el cansancio, que abrevia el circuito generando un by pass directo entre el rechazo y los síntomas: es la cronicidad. Maribel y José Luis se conocieron cuando los dos eran jóvenes y activos, trabajando exitosamente como administrativos en reconocidas empresas. Maribel era la mayor de dos hermanas y, desde pequeña, había tenido una relación privilegiada con su padre, hombre tradicional y autoritario pero justo y muy trabajador. La hermana menor, Marisa, era, en cambio, la aliada de la madre, y siempre había mantenido con Maribel relaciones de rivalidad. José Luis era hijo único y, aunque de pequeño fue el apoyo incondicional de la madre, con el paso del tiempo extendió esa función también a su padre, convirtiéndose en el báculo de la vejez de la pareja parental.

CÓNYUGE PACIENTE Pérdida y queja Percibe crítica : retiro y hostilidad Síntomas: tristeza y ansiedad Mejoría Percibe ataque: retiro y hostilidad Acercamiento y afecto Rechazo y cansancio Percibe exigencia Figura nº 2 La joven pareja tuvo tres hijos muy seguidos, motivo por el que Maribel debió dejar de trabajar para dedicarse al cuidado de los niños. Mientras tanto, José Luis creó una empresa propia con notable éxito. Pero, a pesar de la boyante situación económica, los problemas no tardaron en presentarse. El padre de Maribel murió, dejándola en una situación de cierto desamparo frente al tándem constituido por su madre y su hermana. Simultáneamente, la progresiva dedicación de José Luis al cuidado de sus padres la sacaba de quicio, provocando continuas discusiones entre ambos. Maribel ya había tenido algunas dificultades en la adolescencia, pero ahora los síntomas reaparecieron con más intensidad: la angustia y la tristeza la obligaban a permanecer en la cama descuidando las tareas domésticas y la pareja alternaba períodos de alta conflictividad con otros de relativa reconciliación, desgraciadamente cada vez más raros. Cuando, ya sesentones, acudieron a terapia, Maribel estaba diagnósticada de distímica desde mucho tiempo atrás y la pareja llevaba más de diez años sin apenas hablarse.

La intervención terapéutica en la depresión mayor Una terapia relacional de un paciente afecto de depresión mayor y su familia debe plantearse, desde el inicio, la neutralización de mitos yatrógenos del tipo es una enfermedad biológica y hereditaria. Si se acepta sin discusión un planteamiento de ese tipo, se cierran las puertas a cualquier cambio que pueda proceder del territorio relacional, que queda inevitablemente descalificado. Además, la terapia y el terapeuta se desvalorizan a los ojos de un paciente que, en el fondo de su narrativa, sabe que ha sido objeto de un trato injusto que algo tiene que ver con sus males. Sin embargo, el desmantelamiento de los groseros prejuicios biologicistas no está exento de dificultad, ya que cuentan con la complicidad del propio paciente, educado en la evitación de la confrontación y de la explicitación de emociones negativas. Habrá que proceder a una delicada negociación epistemológica, en la que los conflictos y las problemáticas relacionales vayan ganando legitimidad progresivamente, a medida que la pierden los burdos lugares comunes biológicos. En este sentido, resulta de gran utilidad incluir el control de la medicación como un recurso más dentro de la estrategia psicoterapéutica. Expresar escepticismo o manifiesto rechazo de la medicación antidepresiva es un error que se puede pagar caro, pero tampoco ayuda mucho delegar el control farmacológico en alguien totalmente ajeno a la terapia, puesto que, en tal caso, lo más probable es que ambos espacios compitan en posición simétrica, con ventaja para los mensajes favorables a la medicación y críticos con la psicoterapia. Será más útil que sea un miembro del equipo, o alguien que comparta el modelo y que esté en estrecha relación con el terapeuta, quien se encargue de la medicación, emitiendo mensajes coherentes, del tipo: se trata de unas muletas necesarias mientras usted no gestione su vida de forma diferente. La terapia se construirá con distintos sistemas familiares dependiendo del momento del ciclo vital del paciente. Las cada vez más frecuentes depresiones del niño y el adolescente serán, obviamente, tributarias preferentes de la familia de origen, y las de ancianos deberán implicar a los hijos y nietos. Sin embargo, siendo la depresión mayor un trastorno que afecta mayoritariamente a adultos en edades medias, la involucración más directa será la de la pareja. No es casual que la escasa bibliografía sistémica existente sobre terapia de depresiones se refiera, casi exclusivamente, a terapia de pareja (Jones y Asen, 2000; Clarkin et al., 1996; Coyne, 1984). Sin embargo, siempre que sea posible, el proceso se verá beneficiado de la participación de la familia de origen en una etapa inicial de la terapia, tras unas cuantas sesiones con la pareja. Y también ayudará, a partir de un cierto momento, la alternancia de sesiones individuales con el paciente. En el universo relacional deprivado, cargado de exigencia y descalificación, que caracteriza al background del depresivo, la terapia se puede construir sobre lo que llamamos una triangulación recalificadora, como muestra la Figura nº 3. El terapeuta tratará de establecer

Paciente Terapeuta Familia Figura nº 3 una alianza terapéutica con el paciente, pero negociándola con el cónyuge y con la familia de origen de forma que éstos, lejos de sentirse amenazados, comprendan que ellos serán los principales beneficiarios. El mensaje puede parecerse al que encuentran los usuarios en las carreteras en obras: perdonen las molestias, trabajamos para ustedes. La intervención terapéutica sobre la mitología familiar del depresivo ha de prestar especial atención a los mitos descalificadores, fuertemente arraigados y sostenidos por la narrativa del propio paciente ( no valgo para nada ; toda la culpa es mía ). La alternativa buscada debe ser construir nuevos mitos recalificadores y reparadores. Ana María se enamoró de Enrique impresionada por la delicadeza y generosidad de éste, que contrastaba fuertemente con la explotación y el descuido a que estaba dolorosamente acostumbrada en su familia de origen. Sin embargo, ya casados y con el paso del tiempo, Enrique puso de manifiesto su tendencia a mostrarse delicado y generoso con todo el mundo, especialmente con los muchos hermanos, tíos y primos que componían su propia familia. Ana María desarrolló su primer episodio depresivo a raíz de descubrir que todo su patrimonio había sido hipotecado para capitalizar una empresa económicamente ruinosa en la que todos los empleados eran parientes de Enrique. A pesar de esa evidencia, años después Ana María era considerada en la familia de su marido una mujer incomprensiblemente enferma, incapaz de gestionar su propio hogar, esposa y madre irresponsable, etc. La terapia fue un laborioso proceso reconstructivo, uno de cuyos hitos consistió en pedirle a Enrique que reuniera a los miembros más destacados e influyentes de su familia de origen y, ante ellos, revelara la historia secreta de los sufrimientos de Ana María, denunciando de una vez por todas el trato injusto de que había sido objeto y definiéndola en positivo como una mujer víctima de unas circunstancias que ya no se repetirían nunca más.

El culto a las apariencias y a la honorabilidad de la fachada forma parte del núcleo duro de los valores y creencias de la familia del depresivo. Desafiarlos frontalmente puede generar reacciones de rechazo a la terapia, pero es necesario relativizarlos para provocar su progresiva desaparición. Los rituales, tendentes a la rigidez, deben ser sustituidos por otros más flexibles, en los que desaparezcan los altos niveles de exigencia para con el paciente. Por su parte, el clima emocional, de cálida apariencia y frío fondo, debe transformarse en el sentido de una generalización de la calidez. Berta describía las reuniones familiares con motivo de las fiestas de Navidad como una pesadilla recurrente cuya sola evocación le hacía temer la recaída en su trastorno depresivo. En tales ocasiones, mientras se recogían los regalos del árbol y se cantaban villancicos, ella sentía más que nunca el peso de la fría mirada descalificadora de su madre, que parecía recordarle constantemente su torpeza, la falta de adecuación de sus regalos y, en definitiva, su insignificancia frente a la magnificencia de sus dos hermanos y sus respectivas familias. Además, ella era la encargada tradicional de recoger la vajilla y de quedarse hasta la madrugada fregando y ordenando toda la casa. Y ese horror se repetía con exactitud cuatro veces precisas: la cena de Navidad, la comida de San Esteban, la cena de Año Nuevo y la comida de Reyes! La sede de la celebración rotaba entre las casas de los diferentes miembros de la familia, pero su rol de cenicienta permanecía inalterable. Y ella no se sentía con fuerzas de resistirse. Hasta que la terapia propició un desafío bien planificado: Berta, su marido y su hijo se irían de vacaciones a la montaña y, una vez allí, telefonearían diciendo que este año no contaran con ellos para las fiestas familiares, porque habían optado por celebrarlas por su cuenta. Y en el abrigo de su familia creada, Berta consiguió la fuerza necesaria para transformar la mitología familiar. La organización de la familia del depresivo debe ser también objeto de intervención terapéutica. De entrada, en el dominio de la pareja, el objetivo fundamental será combatir la complementariedad rígida dando poder al paciente. El término empowering, del que tanto se ha abusado, tiene en este terreno su mejor aplicación. Enfocando la familia de origen, también será útil disminuir las distancias intergeneracionales, a diferencia de lo que constituye la práctica habitual de los terapeutas sistémicos en tantas otras situaciones disfuncionales. Hay que tener en cuenta que, en las familias a transacción depresiva, es frecuente que el frente parental, unido en su actitud descalificadora, constituya uno de los más sólidos baluartes de disfuncionalidad, por lo que disminuir las distancias equivale a suavizar las relaciones jerárquicas y, en definitiva, a flexibilizar el sistema. Por eso también tiene sentido trabajar para que uno de los progenitores asuma funciones nutricias renunciando a las actitudes descalificadoras. Esta maniobra será

doblemente eficaz si el que cambia es el progenitor que ocupa la posición de superioridad en la relación complementaria que suele presidir la pareja parental. En cuanto a la fratría, conviene ayudarla a cohesionarse y hacerse más solidaria. No es raro que, si fracasan los intentos por modificar a los padres, los hermanos puedan tomar el relevo y actuar como frente reparador y facilitador del cambio. Ya hemos hablado de la conveniencia de introducir, a partir de un momento dado, sesiones individuales alternando con las familiares o de pareja. La elección del momento es importante, y debe contar con haberse ganado previamente la confianza del paciente para con el proceso terapéutico. En caso contrario, el mensaje puede ser malinterpretado por éste como un retorno al abordaje tradicional y, por tanto, al más de lo mismo carente de interés. Neutralizar los sentimientos de culpa y legitimar, en cierta medida, la hostilidad latente del paciente serán dos de los primeros empeños de este trabajo sobre la narrativa individual del depresivo. La culpa es tremendamente injusta, puesto que nace de la convicción de no poder responder satisfactoriamente a las desmesuradas exigencias de que ha sido objeto. El paciente lo sabe en el fondo, pero no puede evitar adherir a la hiperexigencia. Por eso termina acogiendo con alivio una legitimación de su rechazo de la culpa y de su enfado, en cierto sentido justiciero. En este plano individual, la medicación también puede ser usada estratégicamente para, más allá de sus efectos neurofisiológicos, reforzar la adhesión del paciente al tratamiento en la negociación epistemológica a que ya hemos hecho referencia. No olvidemos que uno de los constructos más hondamente enraizados en la identidad del depresivo es el deseo de ser considerado un enfermo como los demás. La intervención terapéutica en la distimia La intervención terapéutica en la distimia presenta diferencias notorias con respecto a la de la depresión mayor. De entrada, la trascendencia de la implicación de la familia de origen es mucho menor, no porque no la haya, sino porque, por regla general, ha producido mucho menos sufrimiento. En consecuencia, la terapia gravitará en la mayoría de los casos sobre la pareja, que deberá constituir una suficiente plataforma para el cambio. Dada la relación simétrica que caracteriza a la pareja distímica, habrá que evitar alianzas unilaterales con el paciente, cuidando que la relación con ambos cónyuges sea exquisitamente neutral. En las terapias individuales es aún mayor el riesgo de triangulación, quedando atrapado el/la terapeuta en una relación pseudo-conyugal con la/el paciente.

Por otra parte, la importancia de la medicación en la narrativa del paciente distímico es incomparablemente menor que en la del depresivo, por lo que no habrá que preocuparse tanto por su inclusión en el espacio psicoterapéutico. Por el contrario, el escepticismo respecto de la ayuda que los fármacos puedan aportarle constituye una facilidad para el desarrollo de la terapia. La intervención sobre la mitología en la familia a transacción distímica debe fomentar nuevos valores y creencias basados en la cooperación y la armonía. Para ello será de gran utilidad ayudar a los cónyuges a negociar sobre sus respectivas demandas y reproches. Los rituales excluyentes, basados en la división en bandos opuestos, deberán ceder el paso a otros integradores y orientados a la reconciliación. Y todo ello en un clima emocional renovado, más fresco y menos explosivo. Antonio se jubiló a los sesenta años, gozando de muy buena salud, coincidiendo con la muerte de la madre de Asunción, su esposa. Ésta, rota la relación privilegiada con su progenitor aliado, quedó en manifiesta desventaja con respecto al tándem constituido por su padre y su hermana rival, y empezó a hacer síntomas distímicos. Abatida y angustiada, pasaba largo períodos de tiempo en la cama, descuidando sus tareas domésticas ante la mirada crítica de Antonio, que ahora tenía todo el tiempo del mundo para inmiscuirse en un territorio de tradicional responsabilidad de Asunción. Cuando la pareja acudió a terapia, Asunción era una enferma crónica que, refugiándose en ese rol, negaba a Antonio cualquier contacto sexual. Éste, a su vez, la había despojado de la administración de la economía doméstica y la humillaba dándole pequeñas cantidades de dinero para la compra diaria, so pretexto de que era una malgastadora. Una de las primeras maniobras terapéuticas consistió en convencerlos de que con su obstinación se estaban perdiendo cosas muy importantes de la vida y de que era preciso que negociaran una nueva aproximación sexual (objetivo muy deseado por Antonio) y una nueva distribución de responsabilidades domésticas (meta exigida por Asunción), en la que Antonio pudiera dedicarse a su hobby, que era la fotografía. De esta forma se está ya entrando en la intervención sobre la organización de la familia distímica, donde se deberá intentar sustituir la simetría inestable, pivotando sobre el síntoma, por una complementariedad flexible, basada en las competencias de cada uno. Se intentará proceder a una destriangulación, ayudando a deconstruir las coaliciones transgeneracionales, que, además de confirmar las disfunciones actuales, tienden puentes para transmitirlas a generaciones venideras. Aunque pueda parecer paradójico, una excelente manera de combatir las triangulaciones es ayudar a construir múltiples relaciones diádicas: si en una familia todos se relacionan fluidamente entre sí de dos en dos, sin despertar suspicacias en terceros, la atmósfera relacional está razonablemente protegida contra veleidades trianguladoras. También serán de gran utilidad las maniobras clásicas en terapia familiar tendentes a realinear los

subsistemas parental y filial, reforzando los vínculos solidarios entre cónyuges y entre hermanos. Bibliografía Clarkin, J.F., Pilkonis, P.A. y Mcgruder, K.M. (1996) Psychotherapy of Depression. Implications for Reform of the Health Care System. Archives of General Psychiatry, 53, pg. 717-723. Coyne, J.C. (1984) Strategic Therapy with Depressed Married Personal Agenda, Themes and Intervention. Journal of Marital and Family Therapy, 10, pg. 123-135. Jones, E. y Asen, E. (2000) Systemic Couple Therapy and Depression. Karnak, London. Henderson, S. (1974) Care-Eliciting Behavior in Man. The Journal of Nervous and Mental Disease, 159 (3), pg. 172-181. Linares, J.L. (1996) Identidad y narrativa. La terapia familiar en la práctica clínica. Paidós, Barcelona.

Linares, J.L. y Campo, C. (2000) Tras la honorable fachada. Los trastornos depresivos desde una perspectiva relacional. Paidós, Barcelona. (Trad. Italiana: Dietro le rispettabili apparenze.??) Loriedo, C. (2004) Relazioni familiari e intervento sistemico nella depressione. Rivista Europea di Terapia Breve Strategica e Sistemica, nº 1 pg. 155-165.