I. La conversión. II. El tema del desierto



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Transcripción:

TEMAS CUARESMALES: I. La conversión II. El desierto III. Los sacramentos de la Cuaresma IV. La Pascua preparada por la Cuaresma V. Las prácticas cuaresmales I. La conversión La conversión es una buena nueva, un evangelio. No es simplemente una llamada al cambio, elemento común de todas las religiones, sino que Dios se convierte al ser humano, hasta convertirlo. Es una oferta de gracia, un don del Dios Misericordioso, no tanto un esfuerzo nuestro, es un amor primero que hace cambiar (1 Cor 5,14; Ap 2,4). Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él (1 Jn 4,8). El tema de un Dios que convierte, es el de su misericordia (Ex 34,6; Sal 103,8), que convierte y transforma a Israel, su pueblo amado y elegido. La describe desde su elección e infidelidad a la alianza (Sal 51). Israel descubre a su Dios como Padre, liberador, redentor, amigo, aliado, esposo. Un Dios Misericordioso al que Israel puede acogerse (Os 11,1). Pese a que Israel se apartó muchas veces de Dios, el Señor le sale al encuentro para salvarlo, perdonarlo, reconstruirlo, sanarlo, a veces castigarlo y corregirlo como un padre con sus hijos. Jesús es el rostro misericordioso de Dios que invita a la conversión, y la suscita (temática de san Lucas; cf. Heb 1,1-2). Es la encarnación misma de la misericordia y bondad de Dios, en ámbito celebrativo, de compartir y perdonar. Jesús encarna la conversión de Dios. En sus aspectos morales, convertirse es romper con el pecado y la injusticia, es abrirse a la gracia y a la salvación, es descubrir la misericordia de Dios, es reorientar la vida hacia los demás, en gratuidad. En sus aspectos cristológicos, es seguir a Cristo, amarlo, tenerlo como criterio fundamental, sintonizar con él, vivir como él, en sus actitudes vitales, ser como Jesucristo, imitarlo, como lo hizo san Pablo y los santos a los largo de la historia de la Iglesia. Es una propuesta alegre, en clave de banquete y fiesta, como en el caso de Zaqueo (Lc 19,1-10). Es una conversión eclesial y sacramental, que se hace visible en los sacramentos del Bautismo, sacramento fundamental y primario de la conversión, de la incorporación a Cristo y a la Iglesia, que nos configura a Él (Rom 6) y nos regenera; en la Eucaristía, que es alimento de los convertidos y de conversión en Cristo y de comunión con los hermanos en la Iglesia. Y por supuesto, con el sacramento de la reconciliación, en donde se nos otorga el perdón y donde la misericordia de Dios se hace visible y concreta en la celebración de este sacramento. II. El tema del desierto En el primer domingo de Cuaresma, la Iglesia nos hace contemplar a Jesús, en el desierto, siendo probado por Satanás. El Evangelio de Mateo nos presenta a Jesús, el nuevo Adán, que nos representa a todos y todas, en una situación parecida en la que se encontraron Adán y Eva (Gén 2,7-9; 3,1-7; Mt 4,1-11), que sucumbieron a la tentación. Jesús, por el contrario, como nuevo Moisés y como representante del nuevo Israel, la vence. Derrota a las mismas tentaciones y pruebas que vivió el antiguo pueblo hebreo en su camino a la tierra prometida, allá en el desierto, tentaciones en las cuales casi siempre Israel cayó (Dt 8,3; Ex 16,22-24; Dt 6,5-6.16; Éx 17,1-2, Éx 32,1-3). Jesús, por el contrario, en el desierto vence las tentaciones del antiguo Israel: la tentación de la murmuración contra Dios por el maná; la tentación del desconsuelo por la sed y la falta de agua; la tentación de la idolatría contra la cual Moisés les había prevenido a los suyos... Es decir, de las pruebas de siempre, que actualmente los cristianos tenemos que hacer frente. Y por qué en el desierto?

El desierto aparece muchas veces en los textos bíblicos, como un espacio simbólico (aunque sea real, por supuesto), donde los seres humanos pueden expiar sus pecados o aproximarse a Dios. En la Biblia el desierto es expresión de soledad, tinieblas, aridez, oscuridad, inseguridad, caos original, tierra inhóspita y de muerte, pero en el cual Dios fortalece la fe de su pueblo, convirtiéndolo en lugar de bendición y de encuentro íntimo con Él (Os 2,16). De allí que Dios hizo pasar al pueblo de Israel por el desierto durante cuarenta años (un tiempo simbólico, que quiere decir mucho tiempo, una generación o tiempo de prueba y preparación), después de que salió de su esclavitud en Egipto (Dt 1,1-3; 8,2). Fue en el desierto donde Dios se manifestó a Moisés y a su pueblo, para entregarles las tablas de la Ley (Éx 24,12). El desierto fue, asimismo, un refugio de quienes huían de sus enemigos, como en el caso de David, huyendo de la cólera de Saúl (1 Sam 23,24); de Elías huyendo de las amenazas de la reina Jezabel (1 Rey 19,1-8); de Matatías y sus hijos en los tiempos de persecución del pueblo, convirtiéndose así en lugar de refugio y de protección (1 Mac 2,28; 2 Mac 5,27). Sin embargo, la Biblia habla de sus peligros. Por sus duras condiciones de vida, su terrible aridez, su clima implacable, casi sin agua, sin comida, con animales peligrosos y amenazas diversas, como las tribus que merodeaban en él, así también como lugar donde habitaban demonios y espíritus inmundos, el desierto era tenido como lugar de prueba, de extrema dureza (Dt 8,15-16; Jer 2,6; Is 30,6; Is 13,21). Por sus condiciones naturales y la necesidad de fortalecer sus espíritus, tanto Juan el Bautista como Jesús, se fueron a pasar un tiempo a él, y del desierto retornaron para afrontar su ministerio. San Mateo dice que Jesús pasó allí cuarenta días, es decir, una cuarentena, con el número simbólico de cuarenta, tan frecuente y elocuente en la Biblia como vimos, para expresar la vida humana en la prueba, en la purificación y en la propuesta que Dios nos hace, para entrar en la tierra prometida. De allí que Jesús haya pasado por este tiempo de prueba, en contraposición a las tentaciones que nos narra el libro del Éxodo. La fidelidad de Cristo, opuesta a la infidelidad de Israel, es su herencia a la cuarentena de la Iglesia, que vivimos en estos días penitenciales. Por eso es que la Iglesia nos presenta la Cuaresma como un camino del éxodo en el desierto cuaresmal, en el Prefacio V de Cuaresma, cuando reza: (...) Tú abres a la Iglesia, el camino de un nuevo éxodo, a través del desierto de la Cuaresma, para que, llegados a la montaña santa, con el corazón contrito y humillado, reavivemos nuestra vocación de pueblo de la alianza... (...) Es decir, que este tiempo que vivieron tanto el Pueblo de Dios como Jesús, es un tiempo para la Iglesia donde la mano de Dios se hace presente, después de haber pasado por la prueba, por el ayuno y por la penitencia. No se trata de que vayamos a un desierto concreto, es decir, a un lugar lleno de arena o pedregoso, con cactos, líquenes, sin agua ni comida, con poca vegetación y con algún oasis por allí. En Costa Rica no conocemos lugares así, con excepción de algunas regiones de Guanacaste, que son páramos o cerca del Cerro de la Muerte, carretera a San Isidro de El General..., terrenos parecidos al desierto. Más bien el desierto es una actitud vital: de ayuno de muchas cosas, y no sólo de comida... Desierto es nuestra propia aridez, del camino oscuro y difícil que es la vida misma, de las preguntas sin respuestas, del futuro incierto, de la espera... De la revelación más plena de Dios, de sus promesas que se cumplirán tarde o temprano... Desierto es búsqueda intensa de Dios en la oración personal, es obedecerlo y escucharlo, hacer silencio, sacar ratos de interiorización en su Palabra, buscar algún lugar apartado y apto para dejarse guiar por Él en la meditación. Desierto es confiar en Dios, es descubrir que no somos lo suficientemente capaces de salvarnos, sino que la iniciativa viene del Señor. Desierto en buscar a Dios por encima de todo y de todos... Hagamos este desierto existencial en este tiempo de Cuaresma que la Iglesia nos regala, para prepararnos, como debe ser, a la vivencia de la Pascua.

III. Los sacramentos de la Cuaresma Los cristianos que en estos días celebran la Cuaresma siguiendo a Cristo, y con él vencen las tentaciones (1º Domingo de Cuaresma), contemplando el rostro transfigurado del Señor (2º Domingo), centran su atención en el misterio de su propia transformación interior. Por eso, es necesario que la vida espiritual de estos días, como identificación con Jesucristo, se complete con los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía, sin dejar de mencionar el sacramento de la conversión cristiana, que es la Reconciliación. A ellos se dedican los domingos III, IV y V del ciclo A, con los evangelios de la Samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro. Estos tres pasajes evangélicos formaban parte, en la antigüedad, de las misas de los escrutinios cuaresmales, para los catecúmenos (candidatos al Bautismo), que tenían lugar precisamente en estos tres domingos cuaresmales. La recuperación de estos evangelios, está marcada por el deseo de afirmar la temática bautismal de la Cuaresma. En ellos, vemos a Cristo como Agua, a Cristo como Luz y a Cristo como Resurrección y Vida. Es decir, el ambiente de la Cuaresma es bautismal, dentro del proceso de conversión que vive la Iglesia, del proceso que vive cada cristiano hacia la Pascua. Pues los catecúmenos dejan las costumbres viejas, pasan de las tinieblas del pecado a la Luz y a la Vida de Cristo. Y los ya bautizados, profundizando así en la raíz misma de su existencia cristiana, por el Bautismo, se renuevan en su seguimiento y amor a Cristo. Los temas bautismales se desarrollan, sobre todo, a partir de la tercera semana. Textos que hablan de esta transformación hecha por el bautismo, es el texto de la curación del leproso Naamán (lunes tercero de Cuaresma); el de las aguas que brotan del nuevo templo de Jerusalén (martes cuarto de Cuaresma), etc. De allí que a estas semanas se les llama semanas bautismales de la Iglesia, que culminarán con la noche bautismal por excelencia, en la solemne Vigilia Pascual. De allí que la Iglesia nos prepara a esta noche solemnísima de la Pascua, en donde renovamos este sacramento primordial, como la mejor participación en la muerte y resurrección de Cristo: sumergidos en el agua, morimos al hombre viejo, y saliendo del agua, somos resucitados a una nueva vida en Jesucristo (Rom 6,3-11. Segunda lectura de la Vigilia Pascual). La Cuaresma sería un tiempo muy oportuno para la catequesis del Bautismo, en especial, para los padres, padrinos, jóvenes y todos aquellos que desean renovar su bautismo, o recibirlo por vez primera. Vale la pena que no nos perdamos esa noche, y contemplemos las maravillas que Dios hizo con nosotros en este sacramento, y revaloricemos los signos: la bendición del agua bautismal, el bautismo mismo, las promesas bautismales y el rito de la aspersión del agua, tan recomendado por la liturgia. El sacramento de la Eucaristía, bien celebrado y en el que podamos participar todos los días, es una forma estupenda de preparación para la Pascua. La misa es el motor, la vida de todo el proceso de nuestra conversión cuaresmal- pascual. Ella es la oración por excelencia de la Iglesia, donde en torno al Nuevo Cordero pascual, Cristo Señor, e identificados con Él dirigimos a Dios Padre, nuestro sacrificio de acción de gracias, para nuestra salvación pascual y nuestra incorporación a Cristo por el Bautismo. En la Eucaristía de cada día, estaría el centro de nuestra jornada cuaresmal: Que este sacramento, Señor, nos renueve, para que limpios de nuestra vida pasada, participemos del misterio salvador... (1º Domingo de Cuaresma). En la bellísima oración anterior, tenemos los temas principales de la Cuaresma: la Eucaristía como fuente de nuestra reforma, de nuestra transformación-conversión y como motor de nuestra inserción en el Misterio Pascual de Cristo. La misa cuaresmal, de ser posible diaria, acelera en nosotros el proceso de la resurrección a la vida de Cristo: Concédenos ser renovados, por la eficacia de este sacrificio... (Quinto Domingo). La Eucaristía concentra y actualiza la Pascua, es decir, el Paso de Cristo de este mundo al Padre, su entrega a la muerte por nosotros, en el sacrificio de la cruz. Participar de ella es participar de la Pascua del Señor. La Eucaristía, cada día y el Bautismo en la Noche Pascual.

Y finalmente, el tercer sacramento de la Cuaresma, que le da ese tono de penitencia y de conversión: el de la Reconciliación o Penitencia, que viene a recoger y valorar los elementos conversionales de la Cuaresma. En la lucha contra el pecado, contra el hombre viejo que todos tenemos, la confesión, además de otorgarnos el perdón, nos orienta, nos da la fuerza, es ocasión magnífica para someter nuestra vida de pecadores al juicio misericordioso de Dios, que es el que, en última instancia, nos convierte y nos transforma. De allí que las lecturas bíblicas de la Cuaresma hacen énfasis en estos aspectos de perdón, de misericordia y de alianza con el Señor. La Penitencia sacramental renueva la vida bautismal en nosotros. Y nos introduce a la Eucaristía, que es la renovación de la alianza. Por lo tanto, nos prepara bien y nos introduce a la Pascua. Nos ayuda a dar el paso definitivo. Y mucho mejor si se celebra comunitariamente (Liturgias penitenciales en nuestras parroquias). Una confesión bien preparada, introducida por una buena catequesis, con su correspondiente preparación personal y comunitaria, porque es eclesial y social. Es bueno, pues, aprovechar los momentos y los subsidios que nuestras parroquias ofrecen al respecto, la disponibilidad de los sacerdotes en estos días para atender a los fieles que sinceramente desean recibirla y renovarse, dentro de su proceso de conversión. Porque la Iglesia, en estos días, dice que debe inculcarse a los fieles las consecuencias sociales del pecado... la participación de la Iglesia en la acción penitencial y encarézcase la oración por los pecadores... (SC 109). Recibámoslos en Cuaresma con las debidas disposiciones, para que ellos nos proporcionen las fuerzas necesarias para convertirnos y para renovarnos desde dentro, como preparación a la Pascua. IV. La Pascua preparada por la Cuaresma El tiempo de Cuaresma está ordenado a la preparación de la Pascua: la liturgia cuaresmal prepara para la celebración del misterio pascual, tanto a los catecúmenos, haciéndolos pasar por los diversos grados de la iniciación cristiana, como a los fieles que recuerdan el Bautismo y hacen penitencia... (NUAL 27). La Cuaresma, pues, nos prepara a la Pascua. Es un camino pascual, un tiempo fuerte de la Iglesia marcado fundamentalmente por la experiencia existencial de la conversión, de la fe, del bautismo y de la penitencia. Cuaresma y Pascua forman un único movimiento. Cuarenta días de Cuaresma, cincuenta días de Pascua (en total noventa días). Tiempo fuerte, una primavera de ejercicios espirituales para la comunidad cristiana, siguiendo los pasos de Cristo. Por eso, lo más importante de la Cuaresma es la Pascua. Es decir, el paso a través de la cruz a la vida nueva. Un paso que hace más de dos mil años dio Jesucristo, y que ahora nos toca hacer nosotros con Él. La Pascua que inauguró hasta más de dos mil años, está en marcha todavía. Es Pascua creciente. Completo en mi carne, lo que le falta a la Pasión de Cristo... A la Pascua de Cristo, le falta que sea también nuestra Pascua: que nos configuremos a Él en su camino pascual, con todas las consecuencias. De allí que la Cuaresma no es un tiempo de estrés, de tristeza o de angustia. Es una preparación seria, pero no lúgubre. La consigna de Jesús: conviértanse!, es el lema fundamental, es el cambio de vida. Para que el hombre viejo, que todos tenemos todavía, ceda al hombre nuevo, que recibimos en el Bautismo. Todo lo que hay de pecado, de anti-evangelio, de anti- pascua en nosotros, sea destruido por Dios, quemado como en el fuego de la Vigilia Pascual, para ser nuevas personas, para incorporarnos a la Vida de Cristo. Es la Cuaresma de los catecúmenos, porque todos necesitamos profundizar en nuestro conocimiento y seguimiento de Cristo. Es la Cuaresma de los penitentes, porque somos superficiales y pecadores. De manera que cada día, seremos invitados por la Palabra de Dios a convertirnos y a asumir el camino de la Pascua, fijos los ojos en Jesús, el primero que la vivió en serio. La Pascua es el centro del año litúrgico, el tiempo fuerte por excelencia de la Iglesia, como lo fue para el pueblo judío. Todo el año litúrgico conduce a esta fiesta y todo brota de ella. Todos los domingos del año, son la fiesta de Pascua multiplicada. Todo empieza desde que escuchamos el Pregón Pascual, el Sábado Santo en la

solemne Vigilia Pascual, para prolongarse desde domingo de Pascua, en cincuenta días seguidos, que se celebran como un solo domingo. Pascua es la fiesta por excelencia de la Iglesia, si centro, su vida, su razón de ser. La humanidad misma es pascual, como lo es la Iglesia. Pues bien, en la Semana Santa, celebramos esta Pascua de Cristo, lo que se llama Misterio Pascual, es decir, su paso triunfal de la muerte a la vida, que se dieron en los últimos días de su vida: pasión, muerte, sepultura, resurrección y ascensión. Estos pasos de la redención, de una sola Pascua, los celebraremos en el Santísimo Triduo Pascual (Jueves, Viernes y Sábado Santos). Este es el acontecimiento salvador por excelencia, de Jesucristo que pasa de la muerte a la vida, del Dios que los resucita. Para nosotros, el Misterio Pascual es la participación nuestra en esa muerte y resurrección, que se da en los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. Se trata de que pasemos, que nos incorporemos a este tránsito de Jesús, cada año con más profundidad. Este es el eje de toda la historia de la salvación y de la liturgia, que lo que se ha cumplido en la Cabeza de la Iglesia, que es Cristo, se cumpla en nosotros sus miembros. Cristo dio el paso, ahora la Iglesia lo prolonga, lo perfecciona, pasando de la muerte del pecado a la nueva vida de la gracia, de las atrocidades e injusticias de la historia, a la nueva creación. Esto es celebrar la Pascua, por el Bautismo y la Eucaristía, para que la nueva vida, que nace de estos sacramentos pascuales sea, por tu gracia, prenda de vida eterna (Vigilia Pascual). Todo el Año Litúrgico tiene como finalidad introducirnos, iniciarnos y asimilarnos al Misterio Pascual de Cristo. Pero especialmente la Cuaresma y la Pascua subsiguiente. La Cuaresma nos inicia a la Pascua, nos entrena en el paso de la muerte a la vida. El Triduo Pascual (Viernes y Sábado Santos, Domingo de Resurrección), culmina el Tránsito del Señor (de la muerte y del sepulcro a la Vida) y del nuestro (del pecado, por el Bautismo, a la gracia y a la salvación). Y el Tiempo Pascual prolonga la solemnidad a lo largo de cincuenta días (Pentecostés), que se celebran como uno solo. La Cuaresma no tiene fin en sí misma, sino que culmina en la Pascua. El proceso pascual decisivo, se realiza en varios momentos: morir al pecado y al mundo, al egoísmo, para estrenara una nueva vida. Celebrar con Cristo el nacimiento a la nueva vida y vivir con nueva energía y entusiasmo: como niños recién nacidos. Es toda una vivencia, no solo una catequesis, sino una iniciación en su misterio. De allí que la atención de estos días, nuestra mirada, debe dirigirse a ella. Cuarenta días de preparación, cincuenta días de celebración. Con la cumbre de la Vigilia Pascual, meta y fuente de nuestra vida renovada, de resucitados. No sea que nos cansemos tanto y nos esforcemos en la Cuaresma, que apenas nos quedemos a la puerta, y no tengamos fuerzas, ni entusiasmo para celebrar la Cincuentena. Noventa días de tiempo fuerte (Cuaresma y Pascua). La liturgia pascual, nos hace vivir la presencia resucitada del Señor en cada eucaristía y nos ayuda a encontrar a Jesucristo Resucitado en las comunidades cristianas y en los pobres y los que sufren. Pero no olvidemos que el Paso lo dio Él, al ser revestido de nuestra humanidad, muriendo y descendiendo a los infiernos, asumiendo el dolor y la muerte, para resucitar glorioso y sentarse a la derecha del Padre. Aunque estuvo muerto, ahora está vivo por los siglos (ver Ap 1,18). Aprovechemos intensamente estos días de preparación pascual. Hagamos con Cristo la Pascua, su paso de la muerte a la vida, que es también nuestro. V. Las prácticas cuaresmales La Iglesia en el tiempo de la Cuaresma, nos pide el ayuno el Miércoles de Ceniza y en Semana Santa el ayuno del Viernes Santo, recomendando el ayuno pascual el Sábado Santo. Vamos a ver la razón de ayuno, que, en la práctica, puede tener varias dimensiones: Un ayuno ascético, de verdadera penitencia: refrenas nuestras pasiones, elevas nuestros espíritu, nos das fuerza y recompensa, por Cristo nuestro Señor (Prefacio IV de Cuaresma). Educa los impulsos, marca la justa medida de la naturaleza humana, una cierta mortificación necesaria, en la cual se reconoce la santidad de Dios y la propia fragilidad, liberación de la tiranía de las pasiones, una templanza cuaresmal necesaria, liberación de la concupiscencia desordenada.

Un ayuno místico o espiritual. El del Viernes y Sábado Santo. Si Cristo está muerto (el novio, los discípulos, sus amigos, ayunan, según Mc 2,18-22), su esposa, la Iglesia, ayuna, por el amor. Privados del cuerpo del Señor, nos privamos de los alimentos de la mesa (la Iglesia no celebra la Eucaristía ni el Viernes ni el Sábado Santos). Por eso, terminada la celebración de la misa del Jueves Santo, de la Cena del Señor, los cristianos ayunan hasta la Vigilia Pascual. Consiste en omitir las comidas habituales, como el desayuno, la cena o el almuerzo, para velar... Solamente se toman líquidos (café, té, leche, caldos...), para mantener el temple de un ayuno amoroso y gratuito. En la práctica, no siempre se hace de manera tan severa como describimos acá. Pero la Iglesia los considera sagrados y recomendables, debe celebrarse este ayuno pascual el Viernes Santo y, según las circunstancias, extenderse hasta el Sábado Santo, de modo que se llegue al gozo del domingo, con el espíritu elevado y abierto (SC 110). Y hay un ayuno de caridad y de justicia, para compartir con el prójimo. Lo que cada uno sustrae a sus placeres, lo dé a favor de los débiles y de los pobres..., decía san León Magno en un sermón cuaresmal. De allí que todo aquello que podamos compartir con ellos, es muy laudable. Hacer campañas de recolección de víveres, como servicio a los pobres. Una Cuaresma de caridad, dando de nuestro dinero o de los bienes, para socorrer a los necesitados, en la línea de la tradición profética más pura: parte tu pan con el hambriento, ayunar dejando libres a los oprimidos, hospedar a los pobres sin techo, romper todos los yugos, y no eludir al que es de tu propia carne (Is 58,1-10). Lo mismo si hablamos de la abstinencia de carne los Viernes de Cuaresma: la carne en la tradición de la Iglesia, pero que podrían ser otros alimentos y otras cosas... ayunar de fumar en exceso, de ver tanta tele, pero, en especial, de abstenernos del hombre viejo, del pecado. Ayunar por ayunar no tiene sentido, pues lo podemos hacer aún por razones de dieta, de salud. El ayuno principal es el ayuno del mal. Si uno no come carne, pero come la carne del prójimo, de nada sirve...; si sacamos de la billetera unas monedas para la limosna, pero no sacamos el odio que llevamos dentro, la soberbia, el materialismo y la desobediencia, no avanzamos mucho en Cuaresma. Ayunar o abstenernos de la carne, es signo de conversión y nada más, es la vuelta a Dios, a lo esencia que es el Señor. Habría, pues, que meditar de qué vamos a ayunar en estos días: de la sociedad de consumo, del modelo de vida en que vivimos, de andar comprando en exceso, de ciertas diversiones, que nos lleven a entender que renunciamos a lo que no es Cristo en la vida, para convertirnos a Dios y a sus caminos, para estar más libres en el seguimiento de Jesús. Ahora bien, las prácticas penitenciales de la Cuaresma, como la abstinencia de la carne, pueden ser sustituidas por la oración, ciertos ejercicios de piedad, tanto individual como comunitariamente, como la participación en la Eucaristía, la lectura de la Palabra de Dios, el rezo del santo rosario o el vía crucis, o ciertas mortificaciones voluntarias, por ejemplo, no comer demasiado, las obras de caridad, visita a los enfermos, en fin, que todo ello nos lleve a una auténtica piedad, y no hacerlo por hacerlo, como la piedad legalista de los fariseos, en tiempos de Jesús (Mt 6,1-8.16-17). La limosna en este tiempo viene a ser un gesto de solidaridad con los pobres, no sólo con asistencialismo, dándoles de nuestro dinero, o simple beneficencia, sino defendiendo su causa y comprometiéndose con los que tienen espíritu de pobre, los bienaventurados del Evangelio. No es dar sobras, sino desprendimiento de algo necesario, de algo propio. De lo contrario no hay conversión, ni reconocimiento del otro. Recordemos que la limosna en Cuaresma, es la misericordia compartida. Y la oración, que es, por así decirlo, la salsa de la Cuaresma, que ojalá se realice con mucha lectura de la Palabra de Dios. Oración personal y comunitaria. Aprovechar los momentos, los medios y los espacios que la Iglesia nos ofrece: el vía crucis, dentro de las devociones populares, la celebración de los sacramentos cuaresmales (Bautismo, Penitencia, Eucaristía), las celebraciones de la Palabra, las Horas Santas, etc. En lo posible, la celebración de la Liturgia de las Horas.

Sacar espacios para la oración sosegada y tranquila, participar en algún retiro de vida espiritual, la lectura de un libro de vida espiritual, hacer la experiencia del desierto, que en estos días explicábamos. En fin, una oración intensa, que, incluso, la podemos meditar y poner en práctica, desde lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, sobre la oración cristiana, en su IV Parte. Es todo un tratado de oración muy valioso, que podemos aprovechar en este tiempo de Cuaresma. Porque la oración llama, el ayuno intercede y la misericordia recibe. El ayuno es el alma de la oración y la misericordia es la vida del ayuno. Quien ora que ayune, quien ayune que se compadezca, que preste oídos a quien le suplique aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los ojos al que le suplica (San Pedro Crisólogo, sermón 43. Oficio de lectura - Martes III Semana de Cuaresma). De todo ello, seguiremos escuchando en la Palabra de Dios y en la liturgia de estos días cuaresmales. Que la oración, el ayuno y la limosna, sean los resortes en que se sostenga nuestra vida espiritual, como preparación cuaresmal a la Pascua.