«Habla, que tu siervo escucha!» Por: Edgard Javier Acosta Agudo. «Habla, que tu siervo escucha!» Esta fue la respuesta que pronunció Samuel ante la llamada del Señor y que ahora debe convertirse en un modelo a seguir por toda nuestra comunidad universitaria. Consiste en disponer nuestro ser para escucharlo a Él, a Dios mismo, a aquel quien nos habla de manera permanentemente. El itinerario a seguir en el presente escrito parte en primer lugar del diálogo entre Yahveh y Samuel que se narra en el libro del profeta Isaías; citaremos algunos pasajes bíblicos que nos iluminarán el mensaje de este escrito; haremos hincapié en la Constitución Dogmática Dei Verbum, para finalmente exponer el camino que sigue la Lectio Divina como medio para aprender a escuchar la voz de Dios. La narración del profeta Isaías es como sigue: «Servía el niño Samuel a Yahveh a las órdenes de Elí; en aquel tiempo era rara la palabra de Yahveh, y no eran corrientes las visiones. Cierto día, estaba Elí acostado en su habitación - sus ojos iban debilitándose y ya no podía ver - no estaba aún apagada la lámpara de Dios, y Samuel estaba acostado en el Santuario de Yahveh, donde se encontraba el arca de Dios. Llamó Yahveh: «Samuel, Samuel!» El respondió: «Aquí estoy!», y corrió donde Elí diciendo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Pero Elí le contestó: «Yo no te he llamado; vuélvete a acostar». Él se fue y se acostó.
Volvió a llamar Yahveh: «Samuel!» Se levantó Samuel y se fue donde Elí diciendo: «Aquí estoy, porque me has llamado». Elí le respondió: «Yo no te he llamado, hijo mío, vuélvete a acostar». Aún no conocía Samuel a Yahveh, pues no le había sido revelada la palabra de Yahveh. Tercera vez llamó Yahveh a Samuel y él se levantó y se fue donde Elí diciendo: «Aquí estoy, porque me has llamado.» Comprendió entonces Elí que era Yahveh quien llamaba al niño, y dijo a Samuel: «Vete y acuéstate, y si te llaman, dirás: Habla, Yahveh, que tu siervo escucha.» Samuel se fue y se acostó en su sitio. Vino Yahveh, se paró y llamó como las veces anteriores «Samuel, Samuel!» Respondió Samuel: Habla, que tu siervo escucha!» (1S 3, 1-10) Samuel, a pesar de su temprana edad, muestra signos que evidencian la alta escucha, fidelidad, obediencia y humildad, reflejados en el servicio que realiza con el sacerdote Elí en el santuario de Dios. En el texto sagrado vemos que es Yahveh quien toma la iniciativa del llamado, él es quien se presenta y habla a Samuel. La presencia de Dios se hace patente desde el momento de la creación: ante el caos, la confusión y la oscuridad, Dios puso el orden, la luz y la bondad. (Gn 1, 1-4). Esta presencia de Dios también se manifiesta al ser humano: «mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). A esto le llamamos la vocación o el llamado de Dios, al cual el hombre ha de responder con un corazón dispuesto, así como aquellos primeros cristianos mártires que llegaron a entregar hasta su vida por Cristo o como aquellos otros de formación griega escucharon la voz de
Dios, reconocieron su grandeza y se emprendieron en la lucha de la defensa de la Verdad a costa de su propia vida. Dios llama a Samuel por su nombre, es decir lo conoce, sabe quién es y lo que hace; de igual manera a nosotros nos conoce y ve en lo más profundo de nuestro ser. En el texto de Samuel, algo curioso: Samuel sí escucha a Dios pero no reconoce su voz, y piensa que es Elí quien lo llama. Así mismo, nosotros cuando no escuchamos ni reconocemos la voz de Dios, es porque nos hemos hecho sordos a la escucha de la voz del buen Pastor (Jn 10 1-5). Empero, el sacerdote Elí en su sabiduría divina guía a Samuel y le enseña cómo debe responder al llamado de Dios. Hoy en día, a imagen de Elí, los sacerdotes son quienes a través de su magisterio nos enseñan la sana Doctrina que nos lleva a escuchar y seguir solamente la voz del buen Pastor y quienes a través de su ministerio nos conducen a la comunión plena con Jesús eucaristía. En algunos otros pasajes de la Sagrada escritura encontramos una riqueza significativa respecto a la escucha de Dios, así por ejemplo Mateo nos enseña que aquel que escucha la Palabra de Dios y quien la pone en práctica será como el hombre prudente que construyó su casa sobre la roca y nada la derribó (Mt 7, 24-25). Por su parte Santiago nos enseña que debemos ser diligentes para escuchar y tardos para hablar (St 1-19), así mismo Lucas nos dice que son dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan (Lc 11,28). Observamos que Mateo nos hace hincapié no solamente en escuchar la Palabra de Dios sino también en practicarla, en palabras de Santiago hablaríamos de una fe con obras. El escucharla quizá nos resulte sencillo, pero no tanto el ponerla en práctica, puesto que el reto que nos pone el Señor es grande: ayuda siempre, perdona siempre, sirve
siempre, ama siempre, escucha siempre solo así tu casa estará construida sobre la roca. Sabias palabras las de Santiago y qué difícil para nosotros que muchas veces somos lo contrario: tardos para escuchar y poco diligentes para hablar. Tenemos una gran cantidad de cerumen en nuestros oídos espirituales gracias a la contaminación de agentes extraños que hemos dejado acumular: poder, tener, placer, orgullo, dinero, moda, narcisismo, drogas, abortos, violaciones, corrupción, guerra, ideologías intolerancia con el otro; y lamentablemente a ese ruido exterior hay que sumarle la poca disposición interna que a veces tenemos para poder escuchar la voz de la verdad. Hoy en día no nos es extraño ver personas completamente sordas por el ruido de un mundo que los ha carcomido lentamente y que los ha hecho esclavos de la cultura de muerte. Seremos nosotros uno de estos? Por su parte, Lucas nos anima a la escucha constante de la Palabra, brindándonos el término «dichosos», sinónimo de feliz o bienaventurado, para aquellos que la escuchan y la guardan. Josué nos diría: «No se aparte el libro de esta ley de tus labios: medítalo día y noche», es decir permanentemente. (Jos 1,8). Esto es, hacer de nuestra vida una contemplación constante de la Palabra de Dios. En el primer libro de los Reyes 19, 11 y siguientes nos dice el autor sagrado que a Dios no lo encontramos en el huracán ni en el temblor, ni en el fuego sino en el susurro de una brisa suave. La escucha se da en lo íntimo del ser. Para San Agustín está raíz íntima del cual solo puede brotar el Bien es el amor «Ama y haz lo que quieras. Si callas, calla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; ten
la raíz del amor en el fondo de tu corazón: de esta raíz solamente puede salir lo que es bueno». (San Agustín). También San Pablo nos enseña que la virtud teologal más importante que nos va a mantener en pie hasta que venga lo perfecto es precisamente el amor. (1 Co 13 1-13). La historia nos muestra que desde el siglo XX hasta nuestros días vivimos en un mundo tan ruidoso y rodeado de una cultura de muerte que como creyentes se hace necesario estar en comunión constante con el Señor para que siendo testigos de Cristo podamos ser agentes que apuestan por un mundo más fraterno. Hemos pues, de contar con espacios propicios para que se pueda establecer esa comunión espiritual, en esencia la escucha de la Palabra de Dios, la confesión, la sana enseñanza de la Iglesia, la formación comunitaria y el encuentro eucarístico. En el proemio de la Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación se afirma: «El santo concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola confiadamente, hace suya la frase de san Juan, cuando dice: "Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn., 1, 2-3). Por tanto, siguiendo las huellas de los Concilios Tridentino y Vaticano I, se propone exponer la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame». (DV).
Los dos primeros verbos que encontramos en el proemio de la Dei Verbum son: escuchar y proclamar. Efectivamente la Iglesia como Madre y Maestra ha sido fiel a este anunció de fe por lo que es testigo que Dios mismo es quien se ha revelado en su Hijo Jesucristo para darnos a conocer la fuente de la verdad salvadora de la humanidad. La Iglesia sigue como San Pablo proclamando este mensaje de salvación a todos los confines de la tierra, porque es con la escucha de la Palabra de Cristo que viene la fe (Rm 10, 17-18). Sin embargo, está predicación con una ausencia de la escucha de la Palabra se convierte en vacío y superfluo (DV 25). San Jerónimo nos susurra al oído que «desconocer la Sagrada Escritura es desconocer al mismo Cristo» por lo que la Dei Verbum recomienda su lectura asidua y su escucha en el interior del ser humano. Este prefacio termina afirmando que la verdadera revelación ha de ser escuchada para que el mundo crea, espere y ame. Como camino para agudizar nuestro oído a la escucha del maestro, nos detendremos en aquella antigua practica iniciada por los monjes y que ahora se volvió a fomentar fuertemente en la Iglesia después de la promulgación de la Dei Verbum: «Pero no olviden que deben acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque "a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas.» (DV 25). Nos referimos a La práctica de la Lectio Divina o Lectura Divina de la Sagrada Escritura.
La Lectio Divina plantea un método de cuatro sencillos pasos para nuestro encuentro con la Palabra de Dios: Lectio, meditatio, oratio y contemplatio. En la lectio, leemos el texto bíblico, identificando su contexto (espacio, tiempo, personajes, circunstancias ) de tal manera que se identifique lo que el autor quiso decir en el relato. En la meditatio, nos preguntamos que nos quiere decir el texto, se trata de pasar el texto de nuestra cabeza a nuestro corazón, se medita, se reflexiona. Es Dios quien nos comunica su mensaje y nos vemos interpelados por su Palabra. En la oratio, entramos en un espacio de encuentro con el Señor a través de la oración. Oramos al Señor inspirados por el texto bíblico. En la contemplatio, nos compenetramos totalmente con la presencia del creador, es Dios mismo en nuestra vida plena que nos lleva a comprometernos con la misión evangelizadora de la Iglesia y a convertirnos en testigos de Cristo en el mundo. Iniciábamos este escrito invitando a la comunidad universitaria a tomar como modelo a Samuel, quien agudizó sus oídos para escuchar a Dios; pues sí, solamente quien aprende a escuchar la voz de Dios puede responder de manera fiel a su llamado. Escuchar es buscar permanente la verdad para dejarse transformar por ella y convertirse en proclamador o en palabras de Pablo en embajador de Cristo, quien es el camino la verdad y la vida. «Oh, si escucharais hoy su voz!: no endurezcáis vuestro corazón.» (Sal 95 7-8)
Animémonos pues a la escucha permanente del Maestro de la Verdad. Bibliografía: Biblia de Jerusalén, Desclee de Brouwer, Bilbao, 1975. Constitución Dogmática Dei Verbum, Concilio Vaticano II, 1965. San Agustín. Comentario a la primera Epístola de San Juan, 7. San Jerónimo, citado por la Constitución Dogmática Dei Verbum No. 25.