(Transcripción de la conferencia para el Encuentro de cine europeo, el autor y su obra, celebrado en Salamanca, julio 2002) PELICULAS DE PASTORCILLOS 2 ( 1 ) Orson Welles decía que «no hay persona más aburrida que un director de cine hablando de sus películas». Como no pretendo aburrirles, ni terminar esta disertación con la sala vacía, no les voy a hablar de mis películas, sino de algo que considero más entretenido, y sin lugar a dudas más interesante: el sentido y el significado que, en el momento actual, tiene para muchos de nosotros el hacer cine. Con ello espero concitar su atención y trasmitirles los motivos y las razones por las que me apasiona y defiendo un determinado tipo de cine, que, en el fondo, es el que trato de emular en mis películas. Comenzaré haciendo algunas apreciaciones de carácter general sobre mi entendimiento del cine, para reflexionar después acerca de la actitud que, como cineasta, me planteo ante la situación cinematográfica actual. Vivimos en la época de la comunicación audiovisual. Cualquier producto, cualquier idea, cualquier suceso es divulgado y conocido por medio de la imagen: hoy en día, aquello que no tiene una imagen, prácticamente no existe. El universo audiovisual ha creado un nuevo lenguaje, una nueva forma de comunicación y expresión que, cada vez más, impregna todas las parcelas de nuestra vida. Por ello, en la sociedad moderna, el cine es una parte fundamental e ineludible de su cultura, además de ser uno de los medios de distracción y ocio más importantes. Nadie niega hoy día la importancia del medio cinematográfico, como vehículo de expresión y comunicación. Este es un hecho innegable, porque el cine, incluso el mal cine, nos ( 1 ) He añadido el ordinal 2 al título de esta charla para diferenciarlo de un artículo que redacté, con el mismo título, para el libro La imagen negada: representaciones de la clase trabajadora en el cine escrito por José Enrique Monterde. Sirva este añadido como broma que imita las sagas de películas que siguen este mecanismo y como recordatorio de que en la citada colaboración se cuenta la anécdota que, por iniciativa del propio José Enrique Monterde, dio título al artículo. 1
habla de una época concreta y de un país concreto, y es un fiel reflejo de la cultura de un pueblo, o de sus carencias culturales. Rossellini lo explicaba con estas palabras: «En cualquier cultura y en cualquier civilización, el arte ha tenido siempre un papel importante: el de dar el significado del período histórico en el que se vivía. El cine debe asumir ese papel, más allá de toda preocupación didáctica: debe recrear y analizar la realidad cotidiana, para organizarla nuevamente y mostrar su sentido profundo. Este es el cine que yo amo, y este es mi entendimiento del cine. Sin embargo, hay un criterio bastante extendido en nuestra sociedad por el cual se considera que una película debe servir para divertir y entretener, algo lógico y legítimo si no fuera porque con este tipo de valoración se trata de excluir y rechazar cualquier otro concepto o apreciación del cine. A este criterio, hay que añadir una cierta tendencia, cada vez más generalizada, por la cual, las películas se valoran en función de la recaudación económica que han obtenido en taquilla. Cuanto más dinero hacen, más se las valora. No quiero decir con esto que una película de éxito no pueda contener valores cinematográficos, las hay y magníficas (recordemos El Padrino, o El hijo de la novia), sino que quiero constatar que los valores e intereses que priman y deciden la producción de una película son fundamentalmente económicos y vienen determinados por las necesidades mercantiles e ideológicas del momento. Estos criterios de producción no son exclusivos del cine actual, sino que ya, en el año 1965, Marcel Carné comentaba: «Hoy en día tenemos films de buena calidad, pero carecen de la pasión que crea las obras maestras. El cine tiene más madurez, más serenidad: se ha vuelto razonable, olvidando que lo que más necesita el arte es ser desmesurado (...) En sus inicios, el cine era un cine-religión, un cine-pasión hecho por individuos que vivían y en ocasiones, como fue el caso de Jean Vigo, morían incluso por el cine. Ese entusiasmo ya no puede encontrarse más que en escasos directores. Ahora, la religión ha muerto y la pasión ha sido olvidada. El cine apenas es ya un oficio. Ya no se vive para el cine, sino que se vive del cine, y, sin duda alguna, el responsable de este cambio es el propio cine» 2
Para comprobar la actualidad de estas palabras, sólo tenemos que analizar las películas que se exhiben en nuestras pantallas: cada vez más, asistimos a una creciente banalización y uniformidad de los contenidos, y a una hegemonía y control de los grandes estudios que fabrican las películas sobre quienes las consumimos. En el cine actual se ha llegado a tal grado de mecanización y standarización que resulta difícil distinguir unas películas de otras, aunque procedan de países y culturas diferentes. Son un puro cliché que reproduce las actitudes preponderantes de nuestra sociedad: consumo fácil, afán de lucro y búsqueda rápida del éxito y de la popularidad. Cada vez más, como afirmaba Marcel Carné se vive del cine y no para el cine. Ante esta situación, uno se pregunta cuál es la actitud que debe mantener como cineasta. No es fácil responder a esta pregunta sin cuestionarse la capacidad creativa del cine actual. Una capacidad creativa que se encuentra condicionada por la nueva realidad social que estamos viviendo en las últimas décadas y cuya característica más notable es la magnitud de los cambios que se están produciendo en el ámbito tecnológico, económico y social: unos cambios que provocan una permanente situación de provisionalidad e incertidumbre. Y la creación cinematográfica participa de esta incertidumbre, porque el cine, las películas, no existen por sí mismas, ajenas al contexto y a la realidad social donde se producen. Por lo tanto, no es de extrañar que quienes nos dedicamos al cine nos encontremos muchas veces perdidos o desorientados, sin saber qué hacer, en medio de una realidad basada en la inmediatez del consumo, la comunicación instantánea y la velocidad del cambio. Antes, las ideas, los movimientos, las expresiones artísticas, duraban años y podían asentarse, desarrollarse. Ahora sólo duran días: en esta transitoriedad reside uno de los mayores problemas de la creación actual. Nada es estable, nada permanece más allá de su propio consumo. Por eso mismo, cualquier propuesta puede ser válida si puede ser consumida, y cualquier «diferencia» o «novedad» es saludada como una auténtica «innovación vanguardista». Películas, libros, ideas, incluso sentimientos, se consumen en un momento, se conocen y 3
propagan en cuestión de horas, y en cuestión de horas pasan al olvido. No es un panorama muy esperanzador, pero es el que tenemos. Negar su evidencia es olvidar que solamente el conocimiento de la realidad puede generar un cambio de esa realidad. Y el cine puede y debe contribuir a ese conocimiento, a ese cambio, a través de la mirada con que el cineasta se acerca a esa realidad. Porque si hay un elemento diferenciador y específico que determina la actitud ética de un cineasta, éste es la mirada, es decir, la posición ideológica, moral, estética o narrativa que adopta y desde la cual cuenta la historia. La mirada es la interpretación que se hace de la realidad para que cobre sentido aquello que se cuenta. Un sentido que conlleva una actitud frente a esa realidad. Toda mirada es, por tanto, subjetiva, personal, ya que supone la elección de un discurso determinado frente a otros posibles, que quedan excluidos. Y es en esta subjetividad donde reside la capacidad de creación, porque la objetividad al no tener punto de vista no puede ser creativa y es, en sí misma, un concepto abstracto e inexistente. Este es el compromiso creativo con el que se enfrenta el cineasta: buscar una mirada, un punto de vista que dé sentido al relato cinematográfico y que sirva como reinterpretación de la propia realidad. Un compromiso en el que no caben posturas neutrales, porque toda imagen lleva implícita una ideología. Incluso las películas más banales llevan detrás una carga ideológica, y quienes controlan las grandes multinacionales del cine lo saben perfectamente, aunque no lo manifiesten de forma explícita. Hablan de libertad de mercado, un eufemismo tras el que se esconden las grandes distribuidoras para controlar y monopolizar la exhibición cinematográfica a nivel mundial, y con ello, difundir y mantener su primacía cultural. De qué libertad de mercado hablan, cuando no existen propuestas igualitarias y justas en las ofertas de las películas que se presentan? Ante comportamientos de este tipo, los cineastas debemos mantener una actitud crítica y exigir que los gobiernos y los estados desarrollen una política cultural que regule la producción y difusión de una cinematografía propia, porque, repito, no debemos olvidar que toda imagen y todo sonido son portadores de ideas. Y si un pueblo no genera las suyas, está matando su propia cul- 4
tura. Es necesario, por tanto, construir imágenes e historias que den noticia del paisaje humano y geográfico de nuestro entorno, si no queremos quedar excluidos de una dinámica cultural y social cada vez más compleja y globalizante, cuya tendencia se inclina hacia la uniformidad de comportamientos y actitudes, bajo el engañoso concepto de la universalidad. Lo universal sólo existe como proyección de aquellos elementos comunes a la condición humana que trascienden el ámbito concreto y local donde se desarrollan. Y sólo se accede a lo general a través de lo particular. Por eso, ahora más que nunca, porque vivimos en la sociedad de la información, la creación audiovisual debe comprometerse con la realidad donde se asienta y mostrarla con sus particularidades y diferencias. Y no solamente como un derecho de libre expresión, sino como una contribución imprescindible y enriquecedora para la cultura universal y para el entendimiento entre las personas y los pueblos. Robert Flaherty lo expresaba, ya en 1937, con estas palabras que comparto y que no han perdido un ápice de vigencia: «Hoy más que nunca, el mundo tiene necesidad de promover la comprensión mutua de los pueblos. La vía más rápida, la más segura para llegar a ello es ofrecer al hombre general, al hombre de la calle como suele decirse, la ocasión de tomar conciencia de los problemas que acucian a sus semejantes. Una vez que nuestro hombre de la calle haya echado una mirada concreta sobre las condiciones de vida de sus hermanos de más allá de las fronteras, sobre sus luchas cotidianas por la vida con sus fracasos y sus victorias, empezará a darse cuenta tanto de la unidad como de la multiplicidad de la naturaleza humana y a comprender que el «extranjero», cualquiera que sea su apariencia externa, no es solamente un extranjero, sino un individuo que tiene sus propias exigencias, sus propios deseos; un individuo, en última instancia, digno de simpatía y de consideración». Este es mi entendimiento del cine; este es el cine que me apasiona, que me gusta ver, disfrutar, y que también quiero e intento realizar: un cine hecho desde una mirada, desde un punto de vista personal que implique un compromiso con aquello que se cuenta y con la forma de contarlo. No es fácil sacar adelante películas de este tipo, porque no responden a los in- 5
tereses de quienes dictan las normas del mercado. Pero me consta que somos bastantes los cineastas que aún a riesgo de perdernos y sucumbir en el empeño estamos trabajando por encontrar un sentido a la creación cinematográfica más allá de su propio consumo. Se trata de buscar ese sentido cinematográfico del que hablaba Jean Renoir al referirse a su cine: «Lo que para mí cuenta decía, no es hacer películas perfectas, sino tender un puente para el contacto humano». Si tuviera que resumir el significado de todo lo expuesto y hacer una valoración de lo que suponen las escasas películas que con una mirada propia, personal, podemos ver en nuestras pantallas, diría que son películas de pastorcillos. Esta fue la certera e incisiva frase con que Juan Benet calificó el significado de Tasio, mi primera película: nos encontrábamos en una tertulia, a los pocos días del estreno, y alguien preguntó de qué trataba la película; con su sarcasmo e ingenio habitual, Juan respondió, mirándonos a Elías Querejeta y a mí: Están locos, en plena época de expansión tecnológica, han hecho una película de pastorcillos. La carcajada fue general, pero la profundidad y el sentido que encerraban sus palabras caló tan hondo en todos nosotros, que se convirtieron en referencia obligada cuando hablábamos de cine. A los dos años, tras el estreno de Veintisiete horas, Juan Benet se acercó, sonriendo, y me dijo al oído: Esta va de pastorcillos drogotas. Y otros dos años después, antes de entrar a la proyección de Las cartas de Alou, me comentó con un gesto de satisfacción: Esta vez me lo has puesto fácil. Sin verla, te puedo decir que va de pastorcillos senegaleses. Desgraciadamente, la vida se lo llevó y no pudo ver mis siguientes películas, pero seguro que estaba de acuerdo con la afirmación que otro buen amigo, Javier Eder, escribió en un periódico tras la proyección de Secretos del corazón en una clara referencia a sus palabras: Describe a los pastores de tu aldea y habrás descrito el mundo. Montxo Armendáriz 6