Curso de repostería Por aquel entonces el restaurante funcionaba de maravilla. Magda y las chicas llevaban la cocina con un ritmo frenético: yendo y viniendo entre los fogones con cacerolas y sartenes humeantes, o inclinadas sobre el mesón, picando las verduras a cuchillo con la constancia machacona de una vieja máquina de coser. Nadie se paraba ni un momento. De tanto en tanto, yo empujaba la puerta vaivén y metía un poco el cuerpo en aquel ambiente cálido y vaporoso, cargado de aromas y trajinado de ruidos. Molestaba, entorpecía, porque no formaba parte de aquella maquinaria espléndida que producía cantidades enormes de comida a una velocidad de vértigo. Entonces pegaba un grito, reclamaba un plato demorado, y regresaba al comedor. En la sala, Marcial, el chico que habíamos contratado como camarero, flaco y alto como una caña, se movía entre las mesas como en un partido de baloncesto, levantando pedidos y distribuyendo los platos entre las estrecheces de un local repleto de comensales. Yo ocupaba un puesto intermedio entre estos dos ámbitos: en la barra, junto a la caja y el ordenador, enviando comandas a la cocina, cobrando y poniendo los cafés y las bebidas. De mis dos hijas, Delia, la mayor, en los momentos críticos dejaba la cocina y nos echaba una mano al flaco y a mí en el salón. Aparecía de espaldas empujando la puerta vaivén con el trasero, las manos cargadas con tazones de sopa o platos de macarrones, o de cordero estofado; se volvía y encaraba las mesas con el delantal sucio y el gorro a cuadros celestes sujetado con una pinza. Delia se dejaba guiar por mis indicaciones, repartía los platos entre las mesas, y 1
aprovechaba para tomar nota del éxito de las comidas reflejado en las caras de los clientes. La menor, Sofía, era todo lo contrario: rechazaba las tareas de atender al público; siempre tan silenciosa, como alejada, casi huraña. Después de todo lo que pasó, mi mujer, Magda, advirtió que aquellas eran señales que debíamos haber interpretado. A Sofía le daba vergüenza aquello, me dice Magda, ahora, intentando buscarle una explicación a las cosas. Nuestros clientes eran, en su mayoría, obreros y empleados de la fábrica, gente sencilla que buscaba comer bien y barato. Entendían que comer bien era comer mucho, y se encontraban a gusto en medio del alboroto, con esa sensación de desorden y de libertad que emparentaba vagamente al restaurante con la idea de una familia feliz. Y en un local como aquel, funcionando a pleno rendimiento, en especial si se trata de un sitio de dimensiones escasas, como el nuestro, aquella sensación de caos es inevitable. Hay un momento clave en el que la exigencia mayor del trabajo se desplaza como por una pendiente de la cocina al salón. Es como el rumor que anticipa una estampida, le decía siempre al flaco; y percibía en el ambiente el aluvión de pedidos saliendo de la cocina y acumulándose en el pasaplatos. Todo marchaba a pedir de boca, como digo. Hasta que a Sofía se le ocurrió hacer aquel maldito curso de repostería. Lo había visto anunciado en internet, o se lo había comentado una de sus ex compañeras del colegio (ese dato no lo recuerdo). La cuestión es que el flaco tuvo que hacerse cargo del doble turno junto con mi mujer y con Delia, que comenzaban a prepararlo todo desde la mañana temprano. No fue más 2
que una semana, un tiempo en el que nos acomodamos sin Sofía, creyendo estúpidamente que con aquello nos beneficiaríamos todos, que el restaurante progresaría, se modernizaría, esas cosas. Pero cuando acabó el curso y regresó al trabajo, Sofía comenzó a mostrar un comportamiento extraño. Un día me pidió una cantidad de dinero para invertir en la nueva carta de postres, según dijo. Era lógico que aplicara sus nuevos conocimientos de repostería en beneficio de la carta y del local. La primera situación de alarma se produjo cuando llegaron los pedidos: no provenían del mercado, ni de ninguno de los proveedores habituales, sino de la propia Escuela de Repostería Experimental. Ellos, los organizadores del curso, eran los mismos que vendían los productos. Vale. El encargo llegó un lunes a primera hora de la mañana. Consistía en una pequeña caja roja de plástico con productos congelados, y una más grande y liviana, de cartón común, que Sofía recibió con entusiasmo: Son los implementos, dijo mientras la abría. Los implementos eran como pipetas, tubos de ensayo y cosas parecidas: elementos de un plástico transparente y duro, milimetrados, que daban una sensación de laboratorio. Sofía fue instalando pulcramente el instrumental en el mesón de la cocina y nos prohibió terminantemente a todos tocar nada. La caja pequeña advertí fue a parar inmediatamente al congelador, como si tratara de un corazón destinado a un trasplante. Un poco más tarde llegó una furgoneta con el resto del pedido: un tubo de oxígeno y otro de nitrógeno. 3
*** Aquel fue un lunes normal y corriente, porque Sofía se desentendió de sus cosas y colaboró en cocina, como un día normal. Por la noche, sin embargo, después de cerrar, pidió que la dejáramos sola para hacer unas pruebas. Digo que fue un lunes normal, aunque Magda, ahora, cree recordar señales extrañas, síntomas, rastros en la actitud de Sofía que delataban, en una clave que ninguno de nosotros supo ver, todo lo que ocurriría en los días siguientes. Magda cree recordar cierta prevención de Sofía cuando alguien abría la puerta del congelador, cierta insistente manía en que los instrumentos no se impregnaran de olor a sopa o a frituras. Pero, noté algo yo?, me pregunto. Sí, tal vez un sutilísimo alejamiento, una distancia creciente establecida entre Sofía y el resto de la familia, como si ella, ya desde ese momento (desde el momento de su regreso de Madrid con el jodido diploma de la EGE) fuera una persona distinta, desconocida y ajena. El martes por la mañana Delia nos dio la noticia: Sofía no había dormido en casa esa noche. A Magda casi le da un infarto. La llamamos por teléfono pero no respondía. Absurdamente, llamamos a Marcial, que no tenía ni la menor idea de dónde podía estar Sofía. Entonces nos montamos los tres en el coche y salimos volando para el restaurante, que era donde la habíamos dejado la noche anterior. En diez minutos estuvimos allí. Entramos. Las luces de la cocina estaban encendidas; fuimos para allá. Sofía estaba de pie, junto al ventanuco que da al patio, mirando el cielo como si se hubiera vuelto loca. Sobre el mesón estaban los postres ya preparados: Sofía los había colocado sobre unos platitos especiales, cuadrados, de tamaño mediano, 4
hechos de cerámica negra. Eran unas amorfas espumas de colores, una especie de gelatina, mitad espuma, mitad gas. Mientras Magda y yo intentábamos que Sofía reaccionara, fue Delia la que dio un grito. Venid! venid a ver esto! Magda y yo nos acercamos al mesón. Delia estaba de rodillas, con los ojos justo a la altura del tablón. Señalaba con el dedo los postres. Veis, veis! repetía Flotan! Están flotando en el aire! Me agaché para ver. Efectivamente: entre los postres y el plato se veía una luz; era una luz mínima, como de unos dos milímetros, pero era evidente que los postres no se apoyaban en los platos. Magda se agachó y se quedó perpleja observando: Se sostienen solos! dijo mi mujer. Yo sujeté uno de los platos con dos dedos y, con sumo cuidado, lo fui retirando poco a poco. El postre no se movía, continuaba estático en el mismo punto del espacio. Cuando retiré por completo el plato, el postre quedó sobre el mesón, pero a unos dos centímetros de altura, suspendido como por arte de magia. Observé un momento el plato, que estaba limpio, y volví a colocarlo debajo. El postre ni se movió. Oye, Sofía, qué coño es esto? pregunté. palabra: Sofía pareció retornar de su abstracción y por primera vez nos dirigió la 5
ingredientes. Es Crema del Cielo explicó. Pero creo que me pasé con los Se puede comer? preguntó Delia. Claro! dijo Sofía, y comenzó a repartir unos sorbetes. Están magníficos!, ya verán. Sofía nos enseñó a probarlos. Había que acercar el sorbete hasta el postre, sin llegar a tocarlo, y aspirar con suavidad. Al hacerlo, se producía un pequeño remolino en esa sustancia volátil. Entre bromas y risas, todos probamos un poco. Tenían un sabor chispeante, muy bueno, una especie de ananá fizz, pero helado. El postre no estaba nada mal de sabor. Creo que me pasé un poco con el gas comentó Sofía. Ese día, durante el almuerzo, Sofía no colaboró. Estuvo todo el tiempo con aquellos malditos aparatos de laboratorio, con sus tubos de gas y con las esencias congeladas de la caja roja. Al final pude verlas: eran unas pequeñas cápsulas de plástico con una especie de gelatina pringosa de diferentes colores. Cuando comenzó el jaleo y me fui a la barra, Sofía se quedó preparando Crema del cielo a gran escala: se la íbamos a ofrecer gratis a los clientes para que probaran el nuevo producto. Cuando todos terminaron de almorzar, el flaco y yo comenzamos a repartir el famoso postre. Esta vez, Sofía había colocado la Crema del Cielo en unos cuencos de cristal opaco, ya que de otra forma era imposible trasladarlos. Dentro del cuenco, advertí, la masa amorfa de la crema se mantenía sin 6
contacto con el cristal, pero los clientes no lo notarían. Todo fue tranquilo y muy normal. Los obreros y empleados de la fábrica tomaron su Crema del Cielo, dijeron que les había gustado mucho, y pidieron una copita de Pacharán. Luego se quedaron unos minutos haciendo la sobremesa hasta la hora de reincorporarse al trabajo. A las cuatro menos diez, todos comenzaron a pedir la cuenta, pagaron, y comenzaron a salir del restaurante. Cuando salió el último y el local quedó vacío, el flaco, Magda, las chicas y yo salimos un momento a la puerta. Los cinco nos quedamos observando la larga fila de hombres que caminaban por la acera en dirección a la fábrica. Iban en grupos o en parejas, conversando, dándose palmadas, distendidos. Algunos reían o hablaban con la voz muy alta. Hacían bromas y caminaban. Al fondo se veía el paredón de la fábrica, un paredón de ladrillos sobre el que daba de lleno el sol. Los hombres se iban acercando hasta allí, y, a medida que los hacían, cuando todavía les quedaban unos cien metros hasta el portón de entrada, fue cuando comenzó a ocurrir. Los que marchaban primero comenzaron a elevarse. Poco a poco, como aspirados por el cielo, los grupos sucesivos fuero tomando altura. En cuestión de uno o dos minutos, todos, unos cuarenta, estaban flotando en el aire, y seguían subiendo. Ellos no parecían notarlo, porque, desde la altura se oían todavía sus conversaciones triviales, sus charlas de compañeros de trabajo. Los cinco, en la puerta del restaurante, alzamos la cabeza y nos protegimos del sol con la mano, mientras veíamos a nuestros clientes perderse para siempre, como pequeños puntos difusos, entre las pocas nubes deshilachadas. 7