JESÚS Y LA SOLEDAD Jesus and loneliness, The Way, 16 (1976) 243-253 I. UNICIDAD, SOLEDAD, SOLITUD, COMUNIÓN El NT presenta el misterio de la soledad de Jesús desde muchos puntos de vista. Nos fijaremos en unos cuantos textos escogidos, partiendo de unas consideraciones previas. La historia de la experiencia religiosa, en la Biblia y en la vida cristiana, nos ilumina el misterio de la comunión y de la soledad. Soledad no se identifica con solitud ni con unicidad. La solitud es necesaria para superar la soledad, pues favorece, de una manera única, el descubrimiento de la unicidad, que es un pre-requisito para la comunión. Unicidad Es la cualidad de ser único, de no tener igual. En el sentido más estricto del término, sólo Dios es único. Todo lo demás es semejante en cuanto que es limitado, al menos por el hecho de ser creado. Sólo Dios es infinito y totalmente perfecto. Por su libre iniciativa ha querido crearnos y asociarnos a él en su propósito de compartir su vida con otros. Pero, en un sentido muy verdadero, toda creación del Señor y, en especial, cada ser humano, es única. Conocer mi propia unicidad con sus posibilidades, limitaciones, éxitos y fracasos, es identificarme a mí mismo. Es responder a la pregunta, " quién soy yo?". La experiencia actual demuestra que la percepción y apreciación de la unicidad de la propia identidad, de la de los otros y de la de Dios, es la condición de la felicidad. Solitud Es estar solo, sin compañeros. Dios existe en tres personas divinas que están en comunión mutua, abiertas p creadoras de comunión con toda la humanidad. En este sentido, Dios no existe en la solitud. Sin embargo, Dios es único; sólo puede haber un Dios infinito. Ninguna criatura, ni siquiera la humanidad entera, puede compartir plenamente la vida de Dios. En este sentido, Dios sí que existe en la solitud. Dios siempre sobrepasará nuestros conocimientos sobre él. Siempre podremos amarle más de lo que le amamos. Esta solitud no es una imperfección; es la perfección de ser el amor infinito. No hay nada ni nadie que pueda amarle con la perfección, la eternidad con que Dios ama. Su nombre es Amor. Sólo Dios se conoce plenamente tal como es: una vida que es un amor sin límites. Analógicamente, pero en un grado infinitamente menor, cada persona humana, por ser única, experimenta la solitud de vivir la experiencia personal de su propia vida a un nivel y con una inmediatez que nadie más -ni siquiera la esposa o el amigo- pueden compartir del todo. Ser persona es ser solitario, ya que ser persona es ser único. Pero así como Dios en su misma solitud es apertura a todas las personas, así también, de modo parecido, todo ser humano, en el mismo centro de su existencia, donde uno es único, se relaciona con Dios y con los demás para compartir con ellos los dones de la vida y la vida misma. La solitud humana es esencialmente una dimensión muy íntima de todo nuestro ser. Físicamente solos o en compañía de otros, somos ontológica y
psicológicamente solitarios a causa de nuestra unicidad. La solitud, por tanto, la podemos experimentar tanto separados como en compañía de otras personas. Soledad Es la experiencia de la tristeza y abatimiento al encontrarnos sin compañía. La separación física de los otros puede comportar la soledad si no disfrutamos de la comunión espiritual con Dios o con los demás. Pero podemos estar rodeados por otros y todavía sentirnos terriblemente solos por falta de una adecuada comunicación. La "muchedumbre solitaria" ha pasado a ser una manera de designar al gran número de personas que viven en relativa proximidad, pero anónimos y desconocidos para la gran mayoría. La forma más aguda de soledad es el sentido de rechazo que experimentamos ante el abandono de aquellos que deberían estar a nuestro lado con su interés y afecto, compartiendo sus vidas con nosotros y permitiendo que compartamos las nuestras con ellos. Si las Personas divinas no pueden experimentar soledad la una con respecto de la otra, porque están totalmente presentes las unas a las otras en una perfecta transparencia, en una comunión de donación mutua, todavía podemos decir que Dios está solo, de algún modo misterioso, cuando los seres humanos, en su pecaminosidad, rechazan la invitación de comunión ofrecida por el Señor. Además, ya que el amor que Dios nos tiene sobrepasa nuestro amor de unos a otros, podemos decir que Dios está más solo que nosotros, puesto que cada pecado le afecta más que a cualquiera de nosotros. Comunión o compañía Consiste en la presencia mutua, en el conocimiento y amor recíproco. La relación de las Personas divinas entre sí constituye la vida interior de Dios. El ideal que Dios ha establecido para cada vida, la meta a la que tiende la historia de la salvación y que ya ha comenzado a realizarse en esta tierra, porque existe en nuestro Dios, es asimismo comunión interpersonal. La comunión presupone la unicidad, porque sólo pueden unirse aquellos que tienen una existencia personal única, distinta. La solitud prepara y acompaña esta comunión, porque la conciencia de nuestra unicidad nos hace capaces de compartir todo lo que somos y tenemos y aceptar, agradecidos, todo lo que los otros nos ofrecen: sus dones, su vida. Soledad es la falta de esta comunión. Es el resultado del rechazo o de la incapacidad de compartir, por una parte o por ambas, la relación que lleva a la comunión. Y, con todo, la soledad, cuando no la causamos, sino que la sobrellevamos pacientemente, puede ser expresión de comunión, al menos por parte nuestra, e incluso puede preparar pacientemente la respuesta de la otra parte de la relación interpersonal. II. LA SOLEDAD DE JESÚS, FUNDAMENTO DE TODA COMUNIÓN Jesús, "el único" (Ef 4, 4-6)
Jesús de Nazaret, Cristo, nuestro Señor, es único en su manera de ser. Entre los hombres, sólo él tiene la plenitud de gracia y de verdad; sólo él es el Hijo unigénito del Padre (Jn 1, 14). Nadie puede decir como él: "El Padre y yo somos una misma cosa" (Jn 10, 30). Sólo él es la Palabra encarnada (Jn 1, 14), única e irrepetible para siempre. "JesuCristo es el mismo hoy que ayer y será el mismo siempre" (Hb 13, 8). Llegado a una perfección única por su misterio pascual, realiza en sí, cual Señor victorioso de la historia, todo lo dispuesto para él durante su vida en la tierra. Es la plenitud de perfecciones únicas, que, desde la cruz, atrae a todos los hombres hacia sí (Jn 12, 32). La conciencia que Jesús tenía de sí, de su identidad única, de su relación singular con el Padre y el Espíritu Santo, con los hombres, cosas y acontecimientos, fue singularmente única. Una de las búsquedas más difíciles y constantes de la investigación del NT y de la teología sistemática es descubrir lo más fielmente posible, por el estudio histórico y la reflexión sobre las enseñanzas de la fe, la "mente que Jesús tenía" (cfr Flp 2, 5). El contemplativo cristiano suspira por recibir del Espíritu Santo el don de tener a todas las cosas como pérdida, al lado de lo grande que es haber conocido a Cristo Jesús (Flp 3, 8). Jesús, como todos los humanos, progresó en el conocimiento de sí mismo, de su misión y destino. Lo que Lucas dice de él, cuando adolescente, puede aplicársele a toda su vida: "Jesús iba creciendo en saber, edad y en favor delante de Dios y de los hombres" (Lc 2, 52). Tuvo nuevas intuiciones de su conciencia de su ser "único", como vemos en las tradiciones evangélicas sobre su entrada en la edad adulta, su partida de Nazaret, cuando pidió el bautismo a Juan, en su transfiguración, su agonía en el huerto, sus sufrimientos en la cruz. En cada episodio de su vida, Jesús tuvo ocasión de crecer en la conciencia de su unicidad, sobre todo en los momentos de particular sacrificio o conflictividad. La solitud de Jesús Los evangelios presentan a Jesús retirándose, a veces, de la compañía de otros para estar solo con unos cuantos discípulos. Jesús deseaba estar solo para orar a su Padre, para hablar con él sobre su vida y misión y, especialmente, sobre lo que debía hacer ante cualquier situación y las actitudes a adoptar ante la creciente oposición (Mt 14, 23; cfr Mc 1, 35; 6, 46; Lc 5, 16; 9, 18). Estos momentos de plegaria solitaria, que Jesús mismo recomendaba (Mt 6, 5s), han contribuido en gran manera a esa lucidez sin par, a esa constante fidelidad a la voluntad del Padre, a esa tierna compasión y amor sin límites que caracterizaba a Jesús en su enseñanza, en sus curaciones, en sus relaciones con el Padre y los discípulos, con sus amigos y enemigos, en sus sufrimientos y en su muerte. El evangelio de Juan es el que mejor presenta a Jesús como "contemplativo en la acción". Sólo hace lo que ve que el Padre hace o las obras que le encarga realizar (Jn 5, 19.36). Es más, es el Padre que está en él quien las lleva a término (Jn 14, 16). Juzga como le dice su Padre (Tn 5, 30). Su enseñanza no es suya, sino de Aquel que lo ha enviado (Jn 7, 16; 8, 28; 14, 24; 17, 8).
La unión contemplativa con Dios en la acción presupone la contemplación en la solitud. Esa plegaria es la escuela donde los hombres aprenden a amar al único Señor con todo su corazón, su alma y su fuerza. Jesús no fue una excepción y llegó a comprender su propia unicidad en la solitud en la que adoraba a su único Padre. Jesús, por esta plegaria, fortalecía sus lazos de amor con su Padre. Podía enseñar a otros a orar cada día pon la llegada del Reino del Padre y para que se cumpliese su voluntad, porque él mismo lo hacía (Mc 6, 10; Lc 11, 2). Además de los momentos de plegaria solitaria, la solitud era una dimensión de toda su experiencia, superior a la de cualquier otra persona. El no tenía compañeros humanos con quienes compartir adecuadamente su conciencia única de su relación sin igual con su Padre y de su misteriosa misión para con el pueblo de Israel. Estaba solo en las decisiones a tomar sobre su misión. Vale la pena reflexionar sobre el cambio profundo y dramático que tuvo lugar en Jesús cuando tuvo cerca de treinta años (Lc 3, 23). Aparte de la visita de la sagrada familia a Jerusalén (Lc 2, 41-51), los evangelios no nos dicen nada sobre su infancia, adolescencia y juventud. Lc se contenta diciendo que "crecía en saber, edad y en favor delante de Dios y de los hombres". Nada nos hace suponer que en estos años Jesús tuviese intuiciones singulares sobre su futura misión. Su vida fue intensamente religiosa, pero, seguramente, no atrajo ninguna atención más allá de su propia ciudad, o incluso en ella. Pero, un día, Jesús decidió partir de Nazaret y ser bautizado por Juan, con un bautismo que no se diferenciaba del de los penitentes que descendían al Jordán. Después de algún tiempo de solitud (Mc 1, 12s), Jesús comenzó a anunciar, con palabras y señales, la venida del Reino de Dios. El Jesús que vuelve a Nazaret ha cambiado; sus paisanos no sabían qué pensar de él. Los evangelios nos cuentan que sus parientes no comprendieron lo que hacía, no creyeron en él (Lc 4, 22-28; Mc 3, 18.21; Jn 7, 5). Cada evangelio describe la vida de Jesús como un drama que ponía a sus discípulos y a los que recibían su ministerio ante la opción de la fe en su persona. Mientras él vivió, nadie lo consiguió del todo. Cuanta más autoconciencia tenía Jesús, menos fe encontraba en sus compañeros más íntimos. Jesús era un maestro singular. Nadie había enseñado nunca como él (Mc 1, 22), ni lo haría jamás. Sólo él vivió el misterio de ser la expresión más perfecta del amor de Dios (Jn 3, 16; 1 Jn 4, 9s); por eso articuló este misterio convencido de que nadie más podría compartirlo plenamente. Jesús era singular al obrar los signos. Sólo de él se ha podido decir: "todo lo ha hecho bien" (Mc 7, 37). Compartió su poder para hacer el bien (Mc 6, 7-12), pero sólo en él la fuerza para curar estaba identificada con el curador. Jesús estuvo sólo ante las tentaciones. Los evangelistas estuvieron muy inspirados al haber colocado antes del comienzo del ministerio de Jesús una visión sintética de las tentaciones con las que tendría que luchar, y más aún al haberlas situado en el desierto, donde Jesús sólo podía confiar en la fuerza de la Palabra de Dios y en sus consuelos (Mc 1, 12s; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Al final, recorrió solo el camino de su pasión y muerte. Su mayor lucha fue aceptar con fe inquebrantable, con esperanza constante y paciente amor, el sacrificio que se le pedía: una condenación político-religiosa, a pesar de sus esfuerzos por la mejora de la sociedad humana a través de la purificación de la relación del hombre con Dios; y también una
muerte humillante, cuando él había dedicado toda su vida a dar una vida más plena a los otros. Incluso los que lo pretendían no podían entender la paradoja. Jesús se vio rodeado de una oscuridad como jamás había experimentado; no obstante, fue capaz, incluso estando solo, de contemplar todo lo que sucedía como algo querido por el Padre. En fin, en todas sus experiencias, pensamientos y sentimientos, deseos y decisiones, palabras y obras, Jesús estaba solo. Cierto que tuvo amigos, disfrutó de su compañía y pudo compartir algo su misterio con ellos. Pero fue arrojado de lo más alto a profundidades inimaginables donde él quedó solo, únicamente con los lazos de la fe, la esperanza y el amor que le unían al Padre en el Espíritu. Jesús pudo ser el "hombrepara-los-demás" porque era el hombre de Dios y para Dios, porque él y el Padre eran una sola cosa, y porque, cuando todo llegó a su fin, él no estuvo totalmente solo: su Padre estaba con él. Jesús en soledad (Jn 16, 32) Después de reflexionar sobre la unicidad y la solitud de Jesús, podremos comprender mejor la clase de soledad que vivió y su significado para él y para nosotros. La soledad añade a la solitud el sentimiento de tristeza y abatimiento. Estar solo no comporta necesariamente el estar apenado y deprimido. Los momentos de solitud pueden ser alegres e inspiradores, especialmente cuando en el recuerdo, el pensamiento o el afecto, experimentamos la comunión con el Señor o con otras personas, aunque no estén físicamente presentes. En la solitud podemos conocer la paz que proviene de la comprensión que vivimos de la propia vida, según el plan de Dios, de la visión de su presencia en las personas y acontecimientos que forman la estructura de la propia vida. Sin embargo, en los más profundos recovecos del corazón, lugar de los recuerdos y aspiraciones, éxitos y fracasos, donde nadie más puede estar totalmente presente, sentimos la soledad causada por la necesaria ausencia de los otros. Uno de los sufrimientos de la vida en este mundo es precisamente la imposibilidad de una total transparencia mutua y, por ende, de una perfecta comunicación entre aquellos que se aman. Así pues, la solitud de Jesús estuvo necesariamente teñida de soledad. Gracias a su fe, la soledad no le abrumó hasta perder toda esperanza, por más que no podía recibir de los otros comprensión, estimación, compañía adecuada a la profundidad de su experiencia. Además, puesto que su unicidad estaba a un nivel diferente de la de los otros seres humanos, y puesto que su solitud fue más profunda que la de las otras personas, tampoco su soledad tuvo igual. La soledad puede incluir el sentimiento de rechazo por parte de aquellos que deberían aceptarnos y apoyarnos, y con los que deberíamos tener una relación dl: compartir mutuamente los dones personales y la vida misma. La vida de Jesús estuvo profundamente marcada por el hecho de ser abandonado por los líderes de su pueblo, quienes tenían que haberlo aceptado, cambiando sus vidas por su causa y ejercido, por su medio, una influencia positiva sobre la nación. En cambio, le envidiaron y temieron, y juraron destruirle (Mc 3, 6 etc). Lo entregaron a las autoridades políticas, que ellos despreciaban (Mc 15, 1; Mt 20, 57). Soliviantaron al pueblo en su contra (Mc 15, 11-15). Se burlaron de él cuando se estaba muriendo. Es muy difícil valorar la soledad que experimentó Jesús al ser rechazado por su propio pueblo, por los líderes religiosos que,
si hubiesen sido sinceros a su vocación y a la gracia oportuna, le hubiesen reconocido como quien era, le hubiesen aceptado a él y a su enseñanza, le hubiesen amado y seguido. Experimentó, también, la soledad cuando muchos de sus discípulos le abandonaron por lo que enseñaba (Jn 6, 66), cuando judas le traicionó (Mc 14, 10s. 17-21.42-45) y Pedro le negó (Mc 14, 66-72). Jesús amó a sus discípulos (Jn 13, 34; 15, 12), a quienes llamó para que estuviesen con él (Mc 4, 13-19). Compartió con ellos, sus amigos, el conocimiento espiritual de lo que él era (Jn 15, 15). Les explicó las parábolas (Mc 4, 10ss). Compartió con ellos su poder y su misión (Mc 6, 7-12). Pero, en su hora más conflictiva, le abandonaron (Mc 14, 50). La soledad más severa, el sufrimiento más amargo de Jesús fue su experiencia del pavor ante su inminente condena a muerte (Mc 14, 32-42), y el sentirse abandonado por su Padre cuando pendía de la cruz (Mc 15, 34). En ningún otro momento de la vida de Jesús se transparentó, de una manera tan clara, su humanidad. Ser humano es ser frágil y débil, indefenso y desarmado ante las fuerzas del mal, ante el último mal físico, la muerte. Jesús experimentó la pequeñez de la condición humana. Si exceptuamos la presencia de su madre, de algunas mujeres y del discípulo amado junto a la cruz, él soportó solo estas pruebas. El abandono del Padre significó la confusión absoluta y el vacío total, sentido por Jesús, ante el aparente fracaso de su misión y, por tanto, de su vida. Paso a paso, había llegado a comprender, que su mensaje y su misión eran él mismo, y que todo ocurría de aquella manera por su relación única con el Padre. Su mensaje fue rechazado, su misión no fue aceptada, él mismo no fue recibido. Por tanto,... estaba en lo cierto al creer que su vida había querido ser una revelación del Padre? En lo más profundo de su humillación, cuando todo parecía irremediablemente perdido, dónde estaba el Padre? Qué justificación iba a recibir? Jesús no tenía respuesta a estos interrogantes. Pero sólo sabía una cosa: que el Padre existía y él era su hijo, que sólo quería hacer su voluntad. La angustia que experimentó Jesús en el huerto y en la cruz sitúan en un lugar preeminente la fe, la esperanza y el amor que caracterizaron toda su vida y que llegaron a su perfección con su muerte. Por eso, su muerte puede ser considerada como el punto culminante de la revelación, la manifestación más clara para nosotros de lo que significa usar la propia libertad para abandonarnos al Padre en el misterio de nuestro paso de este mundo a la comunión plena. Jesús, mediador de comunión de la Nueva Alianza (Hch 12, 22.24) Es altamente significativo que tanto la agonía de Jesús en el huerto, como sus últimos momentos en la cruz, estén narrados en el contexto de una plegaria en solitud y en soledad. Precisamente por esta plegaria, su única comunión con el Padre en el Espíritu, que acompañó siempre la ofrenda de toda su vida y sobre todo el final, la muerte de Jesús se convirtió en la fuente de esta vida que es la comunión de la Nueva alianza de los creyentes con las Personas divinas y entre ellos mismos. Por su soledad hemos sido salvados, hemos sido hechos uno.
Pero, también por su soledad, nuestra propia soledad puede, a su vez, ser mediadora de comunión. Si la pasión de Jesús continúa hasta el fin del mundo en los que sufren en esta tierra, la soledad de Jesús continúa en todos los que están solos. En la medida en que Jesús habita en nosotros y nosotros en él, en la fe y en el amor de la plegaria contemplativa, podremos amar como él nos ha amado (Jn 13, 34; 15, 12). Nuestra soledad romo la suya, y gracias a la suya, será para nosotros una fuerza unitiva en este mundo, ya que expresará nuestra donación total, sin importarnos que seamos recibidos o no, o las consecuencias de nuestra donación. La soledad, para que no resulte estéril, la debemos aceptar con fe, esperanza y amor. Únicamente entonces la soledad podrá ayudar a que germine y crezca la fe, la esperanza y el amor en las vidas de los otros. Tradujo y extractó: IGNASI RICART