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1 Criminales y ciudadanos en el México moderno Siglo XXI, México D.F. Primera Edición 2001., pp.267. Criminología clásica formación del paradigma criminológico Robert M. Buffington La criminología moderna hecho raíces en la época de la Independencia. La relación entre estos dos hechos aparentemente no fue casual, pues se derivo de importantes cambios en el ámbito intelectual europeo. Los tratados de raigambre ilustrada sobre el crimen y el castigo también encontraron oídos atentos en México. En su ensayo mundialmente renombrado Dei delitti e delle pene [De los delitos y las penas], publicado en 1764, el jurista italiano Cesare Beccaria propuso la reorganización racional de la justicia penal, que el filósofo jurídico inglés Jeremy Bentham resolvería más tarde en un cálculo moral utilitarista - el mayor beneficio para el mayor número y en una impopular pero influyente protopenitenciaría, el panóptico. Así, mientras los reformadores borbonicos ilustrados y los políticos del México independiente combatían el inocultable aumento de la actividad criminal que acompañó ala modernización política y económica del país, la criminología clásica de reformadores sociales europeos como Beccaria y Bentham moldeaba la imaginación de la opinión pública culta e influía por consiguiente en la determinación de la poítica gubernamental. Sin embargo el racionalismo y utilitarismo de la criminología clásica europea, con sus muy pregonadas pretensiones universalistas, fue sólo una parte aunque la acreedora de la aprobación oficial de un discurso mas complejo y más específicamente mexicano sobre el delito y la criminalidad. Profundamente preocupados por los efectos del crimen en una sociedad en veloz proceso de transformación los juristas, políticos críticos sociales mexicanos adoptaron las nuevas ideas y tecnologías de criminólogos y penalistas extranjeros. No obstante acometerían esas tareas inmersas en el contexto cultural de trescientos años de colonialismo español, herencia que a menudo rechazaban pero que jamás negaron. Así, la criminología mexicana constaría de elementos tanto modernos como tradicionales, importados y locales, lo que la erigiría en un discurso criminológico híbrido en el que asuntos nacionales se abordaban desde una perspectiva universalista, y viceversa. Pero mientras algunas estrategias discursivas estaban sujetas a intereses locales otras lo estaban a cuestiones de diversa índole. Los autores especialistas en derecho de textos oficialmente consagrados tuvieron que hacer grandes esfuerzos por apegarse a una concepción del crimen netamente racionalista y utilitarista. Pese a ello los prejuicios de las élites sobre la supuesta criminalidad de

2 las clases inferiores, en las que se mezclaba una amplia variedad de sus razas, prevalecieron en esos textos como subtexto encubierto, apenas oblicuamente perceptible bajo la superficie del igualitarismo de la Ilustración. Tales prejuicios dieron forma asimismo a la política publica desde mediados del siglo XVIII hasta bien entrado el XIX. En este caso la intersección de clase y criminalidad fue palmaria; en políticas administrativas y actas de aprehensión se establecía una liga expresa entre las definiciones oficiales del crimen y el modo de vida de las clases bajas. Por su parte también los críticos sociales trazaban un vínculo explicito entre categoría social y criminalidad, no obstante que muchos de ellos pugnaban vigorosamente por la transformación de las estructuras sociales, las que, insistían, eran la causa de la delincuencia. Sobrepuestas pero distintas, estas interpretaciones del crimen y la criminalidad se dirigían a públicos diferentes aunque a menudo compuestos por los mismos individuos y cumplían diversas funciones sociales. Consideradas en conjunto, estas diferentes visiones de las élites integraron en el discurso criminológico mexicano de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Tal discurso, producto de una sociedad en transición, fue necesariamente complejo y frecuentemente contradictorio. La tensión propia del pensamiento ilustrado entre la promesa de liberación y la necesidad de mayor control social (usualmente de los individuos emancipados) se agudizó en México por efecto de la perdurabilidad de las jerarquías de clase y raciales mucho después de consumada la Independencia, pese a las retóricas aspiraciones de los innovadores sociales y liberales. La naturaleza conservadora de la independencia, el temor a la violencia de las clases populares suscitado por las revueltas de Hidalgo y Morelos y la incesante intranquilidad política exacerbaron la tendencia distintivamente liberal de favorecer a las clases medias en demérito de los grupos sociales marginales. Dada su disgregación, el inescrutable discurso criminológico mexicano se vuelve comprensible si se lo somete a un análisis intertextual en el que se tome en cuenta la interacción de sus diferentes elementos o ramas constitutivos. En La arqueología del saber Michel Foucault insiste en la desordenada naturaleza de discursos como el de la criminología, y sostiene que lo que habría que caracterizar e individualizar sería la coexistencia de esos enunciados dispersos y heterogéneos; el sistema que rige su repartición, el apoyo de los míos sobre los otros, la manera en que se implican o se excluyen, la transformación que sufren, el juego de su relevo, de su disposición y de su remplazo. Aunque concebida como regla de aplicación general, esta propuesta programática es especialmente útil para desconstruir las etapas iniciales de la formación ideológica de nuevas naciones-estados como México. Las actitudes de las élites mexicanas ante el delito y la criminalidad fueron (y seguirían siendo) demasiado incongruentes y cuestionables, tanto dentro como fuera de los círculos elitistas, para constituir una lógica coherente. Pero entendidas como un sistema discursivo de dispersos y heterogéneos enunciados resultaron cruciales en la imaginación y la forja del

3 nuevo país. Los textos oficialmente consagrados, la política pública y la crítica social aportaron ingredientes esenciales, precisos y en ocasiones discordantes al discurso criminológico mexicano uncial. En cuanto a la criminología clásica, ideológicamente comprometida con el racionalismo de la Ilustración y el igualitarismo liberal, el flagrante prejuicio de clase significaba una contrariedad. Aunque básica en el discurso integral, la indiscriminada denuncia de la criminalidad de las clases inferiores no era admisible en una retórica cíe derechos humanos universales. Esta esquizofrenia discursiva, que había de disolverse con la aparición de la criminología científica a fines del siglo XIX, hizo de la dispersión textual una solución no sólo lógica si no también deseable. Textos oficialmente consagrados El racionalismo ilustrado permeó los textos oficialmente consagrados sobre el crimen y el castigo en México desde fines del siglo XVIII hasta el surgimiento de la criminología científica (en oposición a la legalista clásica ) en la década de 1880. En 1776, más de un decenio después de la publicación del precursor aunque perfectible ensayo de Beccaria, el jurista de origen mexicano Manuel de Lardizábal y Uribe recibió por decreto real el encargo de revisar la jurisprudencia penal española. Seis años más tarde daría a conocer su Discurso sobre las penas, detallado análisis del derecho penal hispano. Como su homologo italiano, en él insistió en que las leyes penales rígidas y arbitrarias eran caducas y contraproducentes. La humanidad, explicó, habiendo ilustrado más los entendimientos, suavizó también, y moderé las costumbres; después que dio a conocer todo el precio de la vida y de la libertad del hombre no podía ocultarse ya la indispensable necesidad de reformar las leyes criminales El argumento de Lardizábal, como el de Beccaria, giraba específicamente en torno a la acrecentada capacidad humana de conducta racional. Aun el crimen, aseguró, era un subproducto lógico de una sociedad irracional; en su mayoría las faltas eran consecuencia de la ignorancia, la desesperación o el odio a la administración de justicia, y se cometían porque los transgresores podían actuar con impunidad o porque el delito les reportaba algún beneficio. Así, aunque como católico devoto conocía el lado egoísta, dominado por la pasión, de la incontrolada naturaleza humana, afirmó que en las condiciones adecuadas incluso los criminales podían comportarse racionalmente y aprender a modificar su conducta. Las soluciones al crimen propuestas por Lardizábal evidenciaban su indeclinable fe en las facultades del razonamiento humano- Las principales causas sociales del delito ignorancia ociosidad serían eliminadas por la gran panacea de la

4 Ilustración, la educación pública, con la cual se enseñada a grupos sociales antes oprimidos las virtudes del trabajo y las obligaciones ciudadanas. Un profundo optimismo en la racionalidad primordial de la conducta humana caracterizo durante más de un siglo, tras la publicación del ensayo de Beccaria, a las actitudes ante el crimen y el castigo de acreditación oficial. Sin embargo este rasgo distintivo ocultaba a menudo en forma intencional sustanciales continuidades con nociones tradicionales de la depravación humana y de la criminología defines del siglo XIX, en especial la obstinación presumiblemente propia de esta última castigar al infractor, no la infracción. En efecto, incluso exponentes del punto de vista oficial como Lardizábal daban cabida a un contradictorio subtexto sobre la naturaleza de la criminalidad que socavaba sutilmente las premisas racionalistas de la criminología clásica. Consideraciones prácticas inducían en particular a la adopción de una perspectiva ecléctica que a menudo subvertía la lógica de la Ilustración. El principal tema perturbador era el de las circunstancias atenuantes, los criterios básicos para dictar sentencia, asunto que desde luego incumbía a magistrados en ejercicio como Lardizábal. Su extensa lista de circunstancias atenuantes lo incluía todo, desde hora y lugar hasta daños, móvil y el mal ejemplo que causa el delito. Muchas de estas circunstancias podían resolverse mediante pesquisas policíacas o judiciales, pero las relacionadas con el móvil y el carácter del criminal exigían un alto grado de interpretación judicial. Lardizábal refirió, por ejemplo, que el propósito, la edad, el sexo, la embriaguez y la reincidencia del criminal eran determinantes en la sentencia. En si mismas estas categorías difícilmente rehuían una lectura racionalista ebriedad, feminidad, juventud y malos hábitos solían significar- la incapacidad de razonar, pero el esclarecimiento del propósito podía ser intrincado. quién habrá que sea capaz de sondear inquirió Lardizábal la profunda e infinitamente variable malicia del corazón humano, para medir por ella los delitos, y tomarle por norma para castigarlos? En este contexto general de criminalidad de clase baja los reincidentes constituían una subclase particular de sujetos degenerados que merecían un castigo especial La reincidencia escribió Lardizábal supone el ánimo más pervertido y obstinado en el mal y puede llegar a tanto que sea incorregible el delincuente, en cuyos casos la pública utilidad pide que se agrave la pena. A causa de su incorregibilidad. Lardizábal proscribió a los reincidentes de su reforma carcelaria y propuso que se los remitiera a obras públicas o al ejército. Se los reducía de este modo a gente sin razón, tipo social tradicional que la opinión ilustrada había rechazado como categoría racial pero con el que ahora se estigmatizaba eficazmente a los criminales recurrentes para conceptuarlos como seres irracionales y en consecuencia, incapaces de resistir la tentación de recaer. La idea agustiniana de Lardizábal acerca (le la depravación humana y la manía ilustrada de vincular la irracionalidad con una especie singular de infractores, y sobre todo (aunque de manera solapada) con las clases subalternas, persistieron

5 como un subtexto cada vez más preponderante en los textos consagrados de la criminología clásica. Los subtextos clasista y racista fueron especialmente elocuentes en los informes personales, no destinados al público culto en general, de reformistas borbónicos emplazados en México. En las Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España, documento elaborado diez años después (1785-1787) del Discurso sobre las penas de Lardizabal, el distinguido alcalde mayor juez) de la ciudad de México Hipólito Villarroel condenó la desbocada criminalidad de las clases populares (la plebe), cuya insolencia no tiene igual en el orbe. El indio encarnaba un problema particular, porque es desidioso y nacía hace de su propia voluntad, a no ser a fuerza de rigor; es extremadamente malicioso, enemigo de la verdad, desconfiado, amigo de novedades, disturbios y alborotos; nada adictos a la religión católica y demasiadamente entregados a la superstición, a la idolatría y a otros vicios detestables; inhumanos, vengativos y crueles aun entre sí mismos, y su vida es la de estar sumergirlos en los vicios de la ebriedad, del latrocinio. del robo, de los homicidios, estupros, incestos y otras innumerables maldades. Los indios, sin embargo, eran sólo los transgresores mas insignes de la moralidad publica. En la visión apocalíptica de Villarroel la propia ciudad un bosque impenetrable lleno de malezas cuyos inmundos habitantes ocupaban casas de habitación de racionales generaba cuantas castas de vicios son imaginables, según una alegoría de desembozado resabio racial. Pero a pesar de sus hiperbólicas descripciones de la pobreza, la depravación y la criminalidad de las clases subalternas, Villarroel se re refirió tanto a las causas racionales del crimen como al impero de este en todas las clases. Católico ferviente como Lardizábal, esperaba muy poco de una humanidad pecadora abandonada a mis propias fuerzas; el problema real era una deficiente (irracional) administración pública y, sobre todo, un sistema judicial laxo y venal que incumplía su deber de adoctrinar, corregir y enmendar. En este mismo temor dedicó un capítulo entero al problema del lujo de las clases altas de la ciudad, en el que denunció su excesivo uso de lo que no es necesario para el sustento y comodidad de la vida y la libertad asombrosa de hombres y mujeres, sin distinción de clases, de empleos, ni de facultadles. En los capítulos sobre el alcoholismo y el juego, principalmente destinados a las degeneradas clases inferiores privadas de razón y de juicio, con el aspecto más propio de brutos que de racionales resaltó de igual forma los perniciosos efectos de esas lacras en todas las clases y documentó con detalle el interés económico de élites mexicanas y españolas en su fomento. Tal como lo había propuesto Lardizábal, también esta vez la solución era la reforma racional del sistema penal, para que efectivamente aleccionara a las clases populares, protegiera el interés público y garantizara la legitimidad del gobierno colonial español. Estos paternalistas propósitos ilustrados no desaparecieron tras la

6 independencia. En 1830 el historiador mexicano Carlos María de Bustamante publicó por entregas en su periódico, La Voz de la Patra, una versión extractada del informe de Villarroel. En el prefacio el republicano Bustamante hizo hincapié lógicamente en la corrupción colonial que Villarroel ponía al descubierto, lo que nos [hace vernos] precisados a bendecir la mano generosa que en Dolores trozó nuestras cadenas En la conclusión, sin embargo, elogió al autor por conocer perfectamente este país, lo cual podía servir al ciudadano legislador, para mejorar las actuales instituciones, formadas en la mayor parte sobre aquellas bases [las expuestas por Villarroel. Una vez divorciada de su contexto colonial, la reforma legal y social borbónica encontró un público alerta en las élites criollas mexicanas. No es de sorprender entonces que los textos oficialmente consagrados del México independiente se hayan hecho eco de muchos de los argumentos de Lardizábal y Villarroel. En 1831 el Registro Oficial de la ciudad de México publicó por entregas el Ensayo sobre el nuevo sistema de cárceles del gobierno mexicano y futuro presidente de Ecuador Vicente Rocafuerte. Este diagnóstico, específicamente referido a la reforma carcelaria, no es tan amplio como los anteriores, pero en él persisten las constantes cardinales de la criminología clásica, entre ellas sin eclecticismo. Lo mismo que su antecesor realista, Rocafuerte señaló la importancia de un sistema ilustrado de justicia penal para la legitimidad de la nación-estado, aunque, como independentista, pretendía cooptar el tenía para la causa liberal. Si examinamos todos los derechos que el sistema liberal otorga al hombre adujo veremos que se basan en la justicia, luego de lo cual apuntó que libertad, seguridad e igualdad son los inestimables beneficios que forman la esencia de los gobiernos libres, y no pueden existir sin una imparcial administración de justicia Para liberales como Rocafuerte racionalizar el castigo significaba reformar las prisiones. Rocafuerte, con un amplio conocimiento directo de los entonces más recientes experimentos europeos y estadounidenses de reforma carcelaria, planteó un minucioso programa con objeto de preparar la reincorporación de los reos a la sociedad, dotándolos de útiles habilidades e inculcando en ellos los buenos hábitos de los ciudadanos rectos. La insistencia en reglamentos carcelarios claros y comprensibles y la sugerencia de un programa de liberación anticipada para premiar la buena conducta complementaban su proyecto de rehabilitación. Como las de Lardizábal, las reformas de Rocafuerte dejaban ver la certidumbre ilustrada en la racionalidad humana: leyes e instituciones racionalmente reorganizadas infundirían un comportamiento racional incluso en los criminales. Los admirables índices de éxito registrados en Europa y Estados Unidos parecían justificar ese optimismo. Aunque Rocafuerte asumió en general el espíritu racionalista e igualitarista de la reforma social de la reforma social de la ilustración, también permitió que en su texto se deslizaran elementos discordantes. Aseguró, por ejemplo, que una de las

7 principales causas del vicio era la molicie alentada por el funesto gobierno colonial español, pues a la metrópolis le interesaba mantenernos ignorantes de las artes y sofocar el progreso de la industria. Sin embargo el ocio que derivaba en crímenes y estimulaba otras efusiones de conducta criminal vagancia y mendicidad no autorizada era exclusivo de las clases inferiores. Como en el pasado, tuvo a los reincidentes por un género de criminales distinto curtidos por el mal, acostumbrados al robo, el homicidio y otros infames crímenes que delatan un corazón perverso e instó a apartarlos de los presos que conservan sentimientos de honor. Una vez más, y puesto que la mayoría (le los reincidentes incurrían en delitos menores, como el consumo cíe bebidas alcohólicas en la vía pública, el hurto o la riña, la carga de la reincidencia recaía principalmente en infractores del vulgo. De este modo, en el mundo ilustrado y racional de Rocafuerte y Lardizábal la perversa irracionalidad se convertía en baldón del criminal de clase baja, para separar así a los pobres respetables de los ruines, en el sentido victoriano. El más puro representante de los ideales de los ideales de la ilustración en la criminología clásica mexicana fue el influyente teórico liberal José María Luis Mora. En opúsculos esporádicamente escritos a fines de la década de 182O y en la de 1830 reiteró muchos de los temas desarrollados por Lardizábal y Rocafuerte. Dado su talento conceptual, no es fortuito que, en términos netamente utilitaristas, haya subrayado la labor del sistema penal en la legitimación del sistema político y en el desvanecimiento de las tensiones sociales. El mayor bien de los pueblos es ser obedientes a la ley, el mayor bien de los gobiernos es la dichosa necesidad de ser justos. Este cálculo moral, derivado tanto de Beccaría como de Bentham, suponía la racionalización de la arbitraria justicia penal que los reformadores liberales adscribían comúnmente a varios antiguos regímenes. Para Mora también entrañaba reformas estructurales drásticas, especialmente el fin del espíritu de cuerpo, el cual operaba contra el bien público al desacreditar al sistema penal, pues el cuerpo se cree ofendido y deshonrado cuando uno de sus miembros aparece delincuente, y de aquí el empeño en ocultar el delito, o salvar al reo. Sólo una justicia pronta, inexcusable e imparcial, reafirmé, incitaría la lealtad de la recién formada pero aún dividida ciudadanía de México. En grado todavía mayor que Lardizábal y Rocafuerte, este último contemporáneo suyo, Mora exhibió absoluta fe en el poder de las reformas racionales para reducir la conducía criminal y fomentar una ciudadanía responsable. No obstante, él también advertía m]n componente de clase casi en cualquier falta, el cual atribuía primordialmente a la perniciosa influencia del medio en las clases depauperadas. Acostumbrado desde sus primeros anos al crimen y vivamente impresionado por las escenas más detestables explicó el niño cede y sucumbe al contacto de una corrupción, a la cual ninguno otro hubiera podido resistir. Según Mora la culpa mayor estribaba en la negligencia de los padres, los cuales no les han dado ha sus hijos educación ni estado ninguno, y en muchos casos los han conducido ellos mismos al vicio por sus consejos o ejemplos. Al igual que la mendicidad, previno,

8 el crimen era hereditario en las envilecidas clases populares. La educación pública laica, cuyo propósito era inculcar valores modernos y contrarrestar el nocivo influjo de la Iglesia en las supersticiosas clases desprotegidas, era la providencia obvia contra futuros crímenes. Entre tanto, Mora convenía con la exhaustiva reforma carcelaria en los términos propuestos por Rocafuerte. En tono represivo, además, observó que si todos los criminales de la presente generación pudieren ser aprehendidos y colocados en una cárcel, los jóvenes para ser reformados y los viejos para pasar en ella lo que les queda de vida, la generación siguiente es bastante probable que no tendría sino muy pocos delincuentes. Corno los autores ya comentados, entonces, Mora adopté una interpretación racionalista del delito y la conducta criminal, pero sustentó al mismo tiempo la idea de la criminalidad hereditaria de las clases bajas. Si bien era posible que una sociedad irracional fuera la responsable última del crimen los delincuentes de las clases inferiores debían cargar el peso de la represión. La identificación de la criminalidad con las clases bajas mexicanas fue todavía más explícita de la obra del jurista liberal Mariano Otero. Al igual que sus predecesores, éste echó mano, franca y eclécticamente, de las fuentes extranjeras. Coincidía en que los códigos penales rígidos y las cárceles vejatorias contribuían al crimen, y promovió enérgicamente su inmediata reforma. Aunque puestos al día, sus planteamientos se acogen, como los de mis predecesores, a la confianza en el poder reformador de las instituciones racionalizadas. En mucho mayor medida que Mora, sin embargo, destacó la influencia del medio en el fomento de la criminalidad de las clases populares. En más de un sentido el deprimente panorama descrito por Otero era sencillamente la constatación de que, tal como lo habían previsto autores anteriores, una sociedad irracional y opresiva no hace otra cosa que alentar el crimen. Pero en otros su perspectiva extremadamente ambientalista abrió nuevos e importantes derroteros. Al exponer con melodramático detalle los procesos sociales que se ocultaban detrás del crimen, denunció la desesperada urgencia de reformas sociales inmediatas y esclareció algunos pormenores relativos a estas. Pero si bien fue sensible a la difícil situación de los léperos la clase baja más denigrada, aunque mal definida, del país, Otero convalido las percepciones de las élites sobre la degradación y la innata criminalidad del grupo menos favorecido <le la sociedad mexicana. La sujeción de los maleantes léperos a un modo de vida disoluto o a las corruptoras cárceles mexicanas no disipaba esos temores ni enmendaba prejuicios hondamente arraigados. Lardizábal, Villarroel y Rocafuerte habían estigmatizado a los reincidentes al juzgarlos una subclase incorregible de las clases inferiores; al insistir que todos los léperos eran reincidentes al jusgarlos como reincidentes en potencia.

9 Crimen y política pública Las cavilaciones de los reformadores ilustrados comenzaron a filtrar-se en apolítica pública hacia fines de la época colonial. Apercibidos por críticos como Villarroel de la potencia legitimadora de un sistema penal imparcial, los tribunales borbónicos de la ciudad de México abandonaron las rudas y erráticas prácticas punitivas de los Habsburgo en favor de un sistema judicial coherente y moderado. Algunas reformas judiciales fueron muy exitosas. En los juzgados informales que se ocupaban del grueso de las causas penales menores la mayoría de los procesos eran expeditos, justos los fallos y las penas benévolas. Esta situación prevaleció hasta poco después de 1810, cuando los jueces dieron en sentenciar al ejército a los prisioneros sanos, en respuesta a la alarma suscitada por las insurrecciones de Hidalgo y Morelos. Como lo indica ese súbito cambio de procedimientos, y pese a las reformas judiciales efectuadas, la zozobra de las élites a causa de la peligrosidad (le las clases populares siempre estuvo a flor de piel. Subtextos aparte, los autores de textos oficialmente consagrados fueron por lo general muy cautelosos en la asociación de la categoría social y racial con la criminalidad. Este no fue necesariamente el caso en la administración pública, ámbito en que tal asociación ocurrió a menudo en forma muy explícita. Por ejemplo, los reglamentos emitidos en 1786 para los alcaldes de barrio (centinelas de vecindarios, nombrados por eí gobierno) de la ciudad de México facultaron a estas a perseguir rigurosamente la embriaguez y el juego [y] exhortar con frecuencia a la gente de la ínfima plebe a hacer buen uso de lo que gana. Apenas cuatro años más tarde, en 1790, el virrey Revillagigedo promulgó un decreto expresamente dirigido a todos los ciudadanos y habitantes, sin importar su hacienda, edad o condición y sin distinción de ciases ni personas en el que, sin embargo, ordenan el arresto y la reclusión de infractores de las clases políticas a fin de prevenir los muy indecentes abusos de rufianes de ambos sexos que se agolpan en calles y plazas. Así, los legisladores reputaban como criminal la conducta de las clases bajas mientras ignoraban actos similares de las élites privilegiadas. La rápida urbanización a que dio lugar la modernización borbónica volvió a las autoridades coloniales muy sensibles al dilema del orden público; las crecientes clases bajas representaban una fuente particularmente explosiva de actividad criminal. Temían que el aumento de la criminalidad en ellas amenazara el desarrollo económico, razón de ser de las reformas administrativas. Pero lo cierto es que el desarrollo económico tendió a complicar las cosas. Los campesinos, desposeídos por la extensión de la agricultura comercial, migraban en número creciente a las ciudades. La mayoría vivía en las calles o en alojamientos provisionales y, a ojos de algunos administradores públicos, aun los que hallaban empleo en la industria contribuían a la desintegración social. En estas circunstancias la obsesión por el orden público se tradujo repentinamente en mayor represión, en especial de los estilos de vida de las clases populares. Más del 75% de los arrestos efectuados en 1798 en la ciudad de México

10 correspondieron a atropellos del orden público, principalmente por parte de jóvenes de clase baja, semilleros habituales de desmanes políticos o de otro tipo. Los patrones de arrestos también daban cuenta de la composición étnica y social de las clases subalternas, aunque la porción de mestizos e indios detenidos solía ser superior al porcentaje demográfico pertinente. En 1796, por ejemplo, el 19% de la p oblación urbana era mestiza y el 24 indígena, en tanto que la respectiva proporción de arrestos fue del 24 y 37 por ciento. Estas políticas y actitudes exhiben con claridad los supuestos represivos y clasistas (además de probablemente racistas) de la justicia penal de la época de la independencia. Un funcionario de la Sala del Crimen de la ciudad de México, el sistema penal formal, llamó a los pobres libertinos de groseras costumbres perpetradores de hurtos y otros excesos. Esta opinión no era en absoluto única. La creciente desazón de las autoridades coloniales por las amenazas al orden público y en consecuencia al desarrollo económico, las empujó a declarar ilícitos muchos aspectos sociales de la vida del pueblo y a lanzar campañas para recuperar las calles, en especial de los barrios periféricos. 65 La obstinación por el orden público y el patrón policial que engendro caracterizaron las dos últimas décadas del gobierno colonial y persistieron en el periodo independiente. En 1838 la junta (alcaldía) del Departamento de México implanto la ejecución, noche y de patrullaje ( rondines ) de vigilantes para proteger permanentemente la seguridad de la urbe, preservar el orden y aprehender a ebrios insolentes, portadores de armas, rijosos, vagos, jugadores, perturbados, desertores, ladrones y en general a todos los criminales. Dada la naturaleza de los delitos referidos, la mayoría de los implicados eran indudablemente sujetos de la plebe. No es casual que los ebrios insolentes encabezaran la lista anterior. Los conflictos provocados por la embriaguez pública atribulaban a las autoridades, pues, a su parecer, aquélla inhibía la productividad laboral y contribuía sustancialmente al crimen y la agitación política. Esta fascinación ya había estado presente en la política pública borbónica. En un informe relativo a 1784, dirigido al virrey Matías de Gálvez, se anotaba que no había suficientes jueces para contener los innumerables abusos de las pulquerías, autentico centro y origen de los crímenes y transgresiones públicas que agobian a esta numerosa población. En un oficio de 1788 sobre la vigilancia de la ciudad asomaba expresamente el subtexto clasista. En él se aducía que a las pulquerías acude la plebe infame o los artesanos mas estragados, y se agregaba aciagamente que el bajo pueblo carece por nacimiento de toda urbanidad, pues lo único que recibe de sus progenitores son las atroces costumbres que hereda por medio del ejemplo y la tradición. NO es extraño entonces que el 44% de los arrestos realizados en 1798 se haya debido a intoxicación en la vía pública o a la infracción de ordenanzas sobre el consumo de bebidas alcohólicas. Para desmayo de las autoridades, la embriaguez se relacionaba directamente con otros delitos usuales, riñas en particular, las que solían derivar en daños graves e incluso en homicidios. Las campañas antialcohólicas contra pulquerías, vinaterías y los ilegales tenderetes de las cuberas (mujeres que vendían alcohol sin autorización, por lo común en su

11 hogar), establecimientos todos ellos frecuentados primordialmente por las clases populares, resultaron fallidas. El juego era otra causa de aprensión oficial, puesto que, como el alcoholismo, alentaba la violencia interpersonal, desanimaba el trabajo y esquilmaba a los pobres. Aunque no era exclusivo de las clases subalternas, también esta vez las acciones normativas apuntaron señaladamente en su contra, y también en esta ocasión fracasaron estrepitosamente. El invariable fiasco de reiteradas tentativas por controlar la embriaguez y el juego testimonia las insuperables dificultades de la mecánica social de gran escala. Las clases bajas conservaron sus costumbres pese a la represión, aunque el fracaso era así mismo inevitable en virtud tanto de los intereses económicos de las poderosas élites terratenientes, específicamente de las que invertían en la producción de pulque, como de la valía de los impuestos a las diversiones para la economía colonial. Los mexicanos de todas las clases sociales mostraban inclinación al juego y al consumo de bebidas alcohólicas; los críticos sociales atribuían asimismo ociosidad y holgazanería a todos los estratos de la sociedad mexicana. La indiferencia de la mayor parte de la población, que los reformadores del México independiente generalmente atribuyeron al colonialismo español, abatía la iniciativa, lo cual prohibía el desarrollo económico, y esto, a su vez, la consolidación nacional. Pero pese al sentir cíe que todas las ciases eran perezosas, sólo a las populares se les imputaban los delitos ligados al ocio, propiamente vagancia y mendicidad. Así, al igual que el control oficial de la embriaguez y el juego, el de la ociosidad se concentré en ellas. Como en los casos anteriores, sin embargo, y dada la falta de empleo en la economía urbana mexicana y el apremio a emigrar que la modernización ponía a los campesinos, la represión tuvo escaso efecto. El empeño del estado en normar el modo de vida de las clases inferiores se extendió a la esfera privada, debido a que los reformadores asociaban cada vez más la moral familiar y la prosperidad nacional. Por este motivo la unión consensual (matrimonio informal), práctica común de pobres y clases bajas transitorias, fue desplazada a la categoría de delito sexual y en ocasiones perseguida por el sistema penal. Luego de establecer una correlación directa entre unión consensual, violencia doméstica y desamparo infantil, las autoridades argumentaron que todo ello instigaba la criminalidad y acrecía el número de delitos. La intromisión oficial en la vida privada de los grupos sociales marginales, arrogación de antiguas prerrogativas de la Iglesia, seguiría imperando en futuros planteamientos de la criminalidad de las clases subalternas, pese al fracaso de renovados afanes represivos. La preocupación de las élites por el orden público y la potencial indisciplina del género de vida de las clases bajas ebriedad, juego, vagancia, mendicidad, relaciones consensuales dominaron el discurso criminológico del siglo XIX debido en gran parte al fracaso de las reformas y la represión. Así pues, la política gubernamental en materia criminal contribuyó significativamente al discurso generalizado sobre la criminalidad de la sociedad mexicana al reflejar y reforzar

12 los subtextos clasistas de textos consagrados corno los de Lardízabal, Villarroel, Rocafuerte, Mora y Otero. Las infructuosas tentativas de reforma y represión mantuvieron a la opinión pública atenta a estos asuntos y acendraron por ende los prejuicios de las élites que invariablemente invocaban. Crimen e imaginación popular Los impresos populares sobre la delincuencia también aportaron Ingredientes esenciales al discurso criminológico, sobre todo en el México independiente, dada la imposibilidad de formular y ejecutar acciones de gobierno a causa de la turbulencia política y las restricciones económicas Frente a casi nulas esperanzas de intervención inmediata los comentaristas sociales del siglo XIX asumieron una postura reflexiva sobre el incesante problema del delito en la sociedad mexicana. El tema de la criminalidad (en oposición al del crimen) mereció un inigualado tratamiento así estos textos ajenos a los círculos oficiales. El carácter ambiguo e incluso esquizofrénico de la reforma social liberal salta a la vista en la obra de José Joaquín Fernández de Lizardi, el notable periodista y novelista de la época de la independencia. La trama de su gran novela picaresca, El periquillo Sarnirnto (1816), por ejemplo, gira en torno a la ruina y enmienda de Pedro Sarmiento, personaje dotado de instrucción por padres amorosos y respetables. En lugar de ceñirse, por lo tanto, a la criminalidad de las clases bajas, Fernández de Lizardi yuxtapuso su retrato del canallesco inframundo mexicano a la rapacidad de su protagonista, gente decente. En mi ensayo publicado en 1813 sentenció que sabemos que todo hombre tiene sus vicios y virtudes, para luego preguntar con retórica impostación: Por que si me ha robado un negro, he de decir que todos los negros son ladrones?. Fiel representante del liberalismo ilustrado, su celo por la educación, los valores familiares y la propiedad rectificadora del trabajo (más aun: de un oficio), así como su paralela condena del alcoholismo, el juego y el ocio, quedaron patentemente demostrados en los abundantes interludios didácticos de sus novelas. En su Constitución política de una república imaginaria, de 1825, además, uno de los privilegios de los ciudadanos culpables de un delito menor (que no irrogue infamia) era ser conducidos a otra prisión decente. No es raro entonces que también haya promovido leyes penales claras y comprensibles y vituperadas ásperamente la corrupción judicial. Su constitución imaginaria decretaba la pena de muerte para los homicidas que actuaran con premeditación y a quienes robaran más de diez pesos, así como la deportación a remotas colonias penales (le reincidentes en delitos menores corno embriaguez pública, juego ilegal, exhibicionismo impúdico y vagancia. Propuso incluso que se apostaran celadores del orden cada cuatro manzanas para indagar el ejercicio o modo de vivir de todos los vecinos de su jurisdicción y administrar informes mensuales al gobierno. Así, aunque admitía y exploraba la

13 universalidad de la conducta criminal, abogaba por la inclemente compresión de los delitos típicos de las clases bajas. Sus seguidores fueron por lo general menos sutiles; como él, apelaron a los reformadores borbónicos. Alcoholismo, juego y ocio fueron rotundamente reprobados por fomentar el delito, En un análisis sobre el crimen en Durango aparecido en 1857 en el prestigioso Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística se estima que la embriaguez era causa de la gran mayoría de las faltas contra la policía ( desacato a la autoridad ) y el orden público, y de más de tres quintas partes del total de los delitos. Se añadía que la influencia de este infortunado vicio en la moral de nuestra sociedad no termina ahí, sino que se propaga por todas sus venas, haciendo sentir singularmente su iniquidad en aquello que la sociedad y el hombre consideran mis sagrado, la seguridad personal. El autor incluso embelleció la tesis de Montesquieu sobre la correlación de clima y conducta con el alegato de que en los trópicos las bebidas alcohólicas adquieren una cualidad destructiva que aniquila la inteligencia y emponzoña a las fuentes de la vida. El estereotipo del mexicano holgazán se volvió emblemático, ante todo entre críticos sociales pudibundos que solían enjuiciar al país a través (le los ojos de posibles inversionistas extranjeros. En muy conocido y elogiado Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, editado en 1808, el geógrafo prusiano Alexander Von Humnboldt reparó en los carretones que se utilizaban en la ciudad de México para recoger a los ebrios tirados en las calles y a enjambres entre veinte y treinta mil menesterosos, la mayoría de los cuales pasan la noche a la intemperie y se tienden al sol durante el día con apenas una cobija de franela. La Independencia no remedio esta situación. En 1822 el embajador estadounidense Joel Roberts Poinsett conjeturo que al menos 20 mil de los 150 mil residentes de la ciudad eran léperos que cada mañana emergen como zánganos a azotar a la comunidad, mendigar, robar y, en caso extremo, trabajar. Pocos años después el naturalista suizo Jean Louis Berlandier se refirió al repugnante espectáculo del populacho de la capital, notable por su desidia y numero. Irritado por la procacidad de los léperos, el cónsul inglés comento sarcásticamente en 1834 que la facilidad para la obtención del diario sustento, el alto nivel de los salarios en comparación con las necesidades elementales de la vida, las clases inferiores de la exigencia de atuendo, combustible y refugio; todo tiende a producir en la población mexicana hábitos, ociosidad, el libertinaje e imprevisión más extremados que los observables en la mayoría de las naciones. Por consiguiente, su industriocidad, se limita a lo indispensable para la subsistencia básica, y el único estimulo para la realización de un mayor esfuerzo es el deseo de recursos con los cuales satisfacer sus viciosas propensiones. Los críticos sociales, ellos mismos miembros de las élites, coincidían en general con estos juicios. En el artículo De la mendicidad y de los medios que deben adoptarse para hacerla desaparecer, publicado en 1852 en la revista idóneamente titulada La ilustración Mexicana, se censuraba la práctica de hacer

14 san lunes, la que para el trabajador común equivalía a entregarse a la embriaguez y la prostitución, despilfarra los frutos de su trabajo y contraer deudas que le será imposible pagar. El egoísmo del mexicano, perceptible en la inexistencia de entidades filantrópicas privadas, también era objeto de censura. El individualismo de las élites, aducían los críticos, impedía el surgimiento de modernas instituciones de beneficencia con las cuales compensar la ociosidad de los pobres. En su opinión estos vicios nacionales se complementaban entre sí. Un observador refirió incluso la demanda de reforma de las leyes penales de los criminólogos clásicos. Según él las leyes en vigor eran más que suficientes, mientras que lo que allí paraba al crimen era la intolerancia, egoísmo y absurda economía de los grandes hacendados, la inactividad de los jueces citadinos y la ignorancia, corrupción y venalidad de los rurales. Como se deduce de estos comentarios, y a la manera de sus distinguidos contemporáneos Mora y Otero, la nueva generación de críticos sociales liberales mostró mayor interés en los motivos de fondo de la delincuencia que los gobernantes borbónicos e incluso que Lardizábal y Rocafuerte, sus antecesores. Como Mora y Otero, atendía las causas estructurales de la criminalidad. En el mismo artículo en el que se reprochaba el san lunes de los trabajadores se colegía que en tanto no haya pequeños propietarios y los derechos particulares sigan siendo excesivos, será inevitable la falta de buenas costumbres, de amor al trabajo y del deber moral de procurar el sustento familiar. Así, aunque tomó de sus predecesores muchas de las soluciones que aventuraba, como la educación y la reforma carcelaria, esta hornada de observadores las integró en una impugnación liberal más prolija de las instituciones coloniales, y específicamente de los privilegios corporativos y la hacienda tradicional. Con ello insinuaba que, aparejada con la educación pública y la modernización de las prisiones, una estructura política y económica más justa (liberal) mitigaría significativamente la criminalidad de las clases inferiores Como en el caso de Otero, sin embargo, la voluntad de discurrir acerca de las estructuras sociales se tradujo generalmente en conmovedoras pero, con todo, degradantes descripciones de la vida de las clases subalternas. También estos críticos dirigieron su atención a las familias o, mejor aún, a la ausencia de una estructura familiar del pueblo. Un autor señaló mientras las clases proletarias no vivan en familia y sólo procreen para saciar sus brutales instintos, seguirá habiendo hijos sin padre y mujeres sin marido, y la corrupción de las costumbres continuará provocando miseria, barbarie y vicio. En contraste con esta estampa desconsoladora otro autor exaltó las virtudes del espíritu doméstico y añadió que marido y mujer, padre e hijo, madre y vástagos no son sino una comunidad de seres afortunados que, tanto en la adversidad como en la prosperidad, se reúnen para sufrir o regocijarse, aumentando así sus placeres y aminorando sus penas.

15 La ausencia de vida familiar en las clases inferiores, sostienen los críticos, minaba el bienestar nacional. Apenas cinco años después de la desastrosa guerra de México con Estados Unidos un comentarista crecimiento de la población, ofrezca una imagen muy desfavorable de nuestra civilización, ofenda la moral y, en fin, provea de malos soldados a nuestro ejército. Agregó que en criaturas tan miserables e ignorantes es imposible que germine la semilla del patriotismo. La consecuencia última era el debilitamiento del temple moral, lo cual sólo podía desembocar en decadencia nacional y nuevas humillaciones a manos de agresores extranjeros. Así, las clases bajas no sólo poseían inclinaciones criminales sino que también eran antipatrióticas y, al menos parcialmente, responsables de las cuantiosas pérdidas territoriales del país Aliadas con el análisis social que atribuía la delincuencia a estructuras sociales irracionales, carencia de instrucción, prisiones inadecuadas y los deshonrosos efectos del medio, estas desoladoras inmigraciones de la criminalidad de las clases populares pretendían despertar compasión y subrayar la desesperada necesidad de reformas. De este modo los críticos sociales de mediados del siglo XIX confluyeron en los cauces reformistas de los textos oficialmente consagrados y las políticas públicas de decenios atrás. Estas tres corrientes compartieron, sin embargo, un subtexto clasista que afianzó bis ideas preconcebidas de las élites sobre las clases bajas mexicanas. En la crítica social, como en la política pública, tal subtexto invalidó a menudo los propósitos reformistas articulados en el texto. Condicionados en menor medida que los autores de textos consagrados por las exigencias ideológicas del igualitarismo liberal, los analistas sociales de mediados del siglo XIX reintrodujeron el tema racional en el discurso criminológico mexicano. Pese a sus pretensiones ilustradas el régimen borbónico jamás se propuso aplicar una política social que desmontara las complejas jerarquías de clase y raza. En los registros judiciales oficiales de la época colonial era común que se asentara (usualmente en forma incorrecta) la raza o mezcla racial del individuo implicado. Tras la Independencia esta categoría fue omitida en los documentos oficiales por considerársela impropia de una república ilustrada moderna. Tiempo después el surgimiento de la estadística científica dio motivo a la reaparición de los datos raciales en el campo penal. En el artículo Necesidad de la estadística, publicado en 1851 en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, se sustentaba el deber de recabar información sobre la moralidad de los habitantes, como la referente a comparaciones raciales. Así, en un informe estadístico de Yucatán dado a conocer en 1852 se encomiaba la separación que hemos hecho entre prisioneros indígenas, blancos y de castas, por la interesante oportunidad que esta comparación ofrece de juzgar sin respectiva moralidad. El reducido número de crímenes entre los indígenas se atribuía a su humildad, producto de inclinación natural o degradación. No obstante eran ladrones y rateros siempre y sin excepción, aunque la relativa insignificancia de sus delitos los eximía de procesos judiciales. Por su parte los blancos y las castas dominantes eran más excitables, impetuosos y resueltos en sus pasiones, lo cual genera conflictos que es preciso remediar al instante.

16 Este vínculo tácito entre raza y delincuencia, frecuente en el periodo colonial, era otra ruptura de la ideología ilustrada. La noción de peculiaridades inherentes a las razas contradecía tanto la racionalidad humana universal como el igualitarismo liberal. Un autor aseguró que las sabias políticas y disposiciones de nuestro gobierno han proscrito para siempre las odiosas distinciones entre blancos, negros, bronceados y mistos, aunque justificó la recopilación de estadísticas raciales alegando que sin el conocimiento práctico de los pueblos sería imposible valorar su civilización, moralidad, haberes y necesidades. Criminalidad y estado liberal En los textos oficiales de la república liberal restaurada se retorno, paradójicamente, a la relativa pureza ideológica de reformistas anteriores como Lardizábal, Rocafuerte y Mora, Antonio Martínez de Castro, ministro de Justicia e Instrucción Pública en el gobierno de Benito Juárez, se distancié de las francas apreciaciones clasistas de los críticos sociales de mediados del siglo XIX. Inspirador del primer código penal de México posterior a la colonia, comprendió la importancia ideológica de la reforma penal y su influencia sobre la recuperación de la confianza colectiva en el gobierno liberal. El estado de anarquía en el que vivimos durante tanto tiempo, sembró recelo y engendró odio en la ciudadanía; luego de quebrantar los lazos sociales, provoco el aislamiento mutuo, la egoísta satisfacción de intereses privados y el olvido del bien publico. La exploración histórica de Martínez de Castro, versión puesta al día de las invectivas liberales contra el legado colonial español, también vislumbraba el auspicio del crimen por instituciones sociales tradicionales. En típico estilo postiluminista Martínez de Castro sostuvo que lo intrincado de las leyes penales, la pusilanimidad de su ejecución y la omisión de la reforma carcelaria fomentaban la conducta criminal, ya que a los delincuentes no les intimidará la imposición de sanciones legales, severas o terribles que puedan ser, y menos aún una cárcel en la que vivirán despreocupadamente, si saben que no se les aplicará ningún castigo o éste tardaría en llegar. Esta respuesta aparentemente racional de los malhechores, insistía, era una reacción natural ( conforme con los sentimientos del corazón humano ) a un sistema penal ineficiente y corrupto. En los documentos de Martínez de Castro se distinguieron de este modo los supuestos racionalistas y utilitaristas de la criminología clásica. En tanto que textos oficiales más que oficialmente consagrados, recogieron la ideología liberal pura del régimen de Juárez, y en consecuencia escribieron los subtextos de corte elitista bajo la retórica de los derechos humanos universales. En comparación, además, con los reflexivos ensayos de los críticos sociales de mediados de siglo, este edificio ideológico presentaba escasas resquebrajaduras. En un informe al Congreso sobre la urgencia de reformar los procedimientos penales Martínez de Castro hizo notar que quien carece de lo básico por rehusarse a trabajar, lo busca