LA HORMIGUITA Y EL LEÓN Daniel Tordera 1
Qué irónico. Tantos años diciéndole que dejase de fumar para acabar haciéndolo yo. Por eso trataba de justificarlo poniéndome excusas. Tampoco fumaba tanto. Tan sólo un cigarro o dos al día. Y era tabaco de liar. No fumaba por el placer de la nicotina, lo hacía por la tranquilidad que me daba el pequeño ritual de liar el cigarro. Era un momento para pensar sobre cualquier cosa. Para reflexionar al tiempo que sacaba el filtro y ponía con cuidado las finas hebras de tabaco sobre el papel. Sí, definitivamente era por eso por lo que fumaba. El cigarro se apagó a medio consumir. Metí la mano en mi bolsillo derecho y saqué un mechero. Lo miré. Sobre fondo blanco estaba escrito en letras amarillas el nombre de un taller mecánico al que no recordaba haber ido. Lo puse a la altura de mi boca. A pesar de estar en un lugar cerrado hice una pequeña cueva con mi mano derecha, como tratando de proteger al mechero y al cigarro de las inclemencias del tiempo. Chasqueé tres veces la piedra y el mechero me regaló un pobre espectáculo de chispas. Volví a mirarlo. Seguía sin recordar el taller que se anunciaba. Lo guardé de nuevo en el bolsillo. Me acerqué a la ventana y miré a través de ella. Fuera empezaba a caer la noche. Podía percibir esa calma que surge cuando todo el mundo empieza a recogerse en sus casas, a encender sus hogares y a contar las anécdotas del trabajo y de la escuela, entre risas y bromas. Me distraje visualizando esta imagen. Atrás ya quedaban las palmadas en la espalda, las frases de ánimo y todo eso que se suele hacer en este tipo de situaciones. Hay personas a las que les anima el apoyo de los más, y de los no tan, allegados. Otros piensan que es algo falso, una convención social que no lleva a ninguna parte. Yo agradecía que la gente se hubiese tomado la molestia y el tiempo de venir, de saludar, de tratar de consolarme. Pero la verdad es que no me importaba lo más mínimo ni sus gestos ni sus palabras. No había llorado. Los que me conocían lo suficiente, mi madre, mis hermanos, quizás uno o dos amigos, sabían cómo era. Sabían que nunca exteriorizaba mis sentimientos. Era el momento más triste de mi vida. Pero no había llorado. Les había dicho a todos que se fuesen, que me quedaría un rato más. Seguía mirando por la ventana. Las primeras estrellas empezaban a aparecer. 2
Iba ya siendo hora de recoger a Mario, no quería incomodar mucho a Alfonso. Mientras cogía mi chaqueta pensaba en la suerte de contar con alguien como él. Separados durante tantos años por motivos laborales y personales, reconocía que era toda una suerte poder tener un amigo de tanta confianza que viviese en la misma ciudad. Mi padre me había dicho en cierta ocasión que los amigos de verdad se pueden contar con una mano y que cuando los haces son para toda la vida. Algún día, cuando ya no esté, dirás: cuánta razón tenía mi padre solía decirme tras alguno de sus consejos. Cuánta razón tenía mi padre. No tardé mucho en llegar a casa de Alfonso. Llamé al timbre. Se podía escuchar a los niños jugando en el jardín al otro lado de la verja. Alfonso vivía en las afueras, a una media hora escasa del centro de la ciudad. Siempre le había gustado vivir en el campo sin rechazar las comodidades que puede dar una urbe de tamaño medio. Los fines de semana solía organizar alguna fiesta que por lo general consistía en una barbacoa y una gran cantidad de latas de cervezas de esas que venden en cajas de veinticuatro a un precio irrisorio. La excusa perfecta para vernos todo el grupo de amigos. A mí me encantaba ir para hablar y desconectar un poco. Y Mario podía jugar con el hijo de Alfonso. El portón se abrió acompañado de su característico zumbido. Mario vino corriendo a mis brazos. Lo abracé cerrando con fuerza los ojos. Tras un largo instante los abrí. Alfonso y su mujer ya estaban delante de mí. - Gracias por quedaros con él. Y disculpad mi retraso - dejé a Mario en el suelo. - Nunca es molestia - dijo Alfonso. Nos quedamos todos en silencio, sin saber qué decir - Si necesitas algo, cualquier cosa - No te preocupes, gracias de nuevo por cuidar a Mario. - Este fin de semana, el sábado, queremos hacer una barbacoa. Podéis venir si queréis. Estáis invitados. Le miré y le abracé. - Vamos, Mario, di adiós Marquitos y a los tíos. 3
Subimos al coche y encendí el motor. Mario se despedía con la mano. Yo les dediqué una sonrisa distraída. Arranqué y la casa se perdió tras la primera esquina. La noche comenzaba a nublarse. Conducía despacio. No había ni un solo coche en la carretera. Los tonos naranjas de las farolas se deslizaban monótonamente sobre el salpicadero. De pequeño me gustaba mirar por la ventanilla para verlas pasar. A veces las contaba. Luego, cuando ya estábamos cerca de casa, me tumbaba y me hacía el dormido para no tener que caminar desde el garaje hasta la cama. Mi padre me llevaba en brazos consciente de que yo seguía despierto. Mario ya dormía. Acosté a Mario en su cama. En el momento en el que me disponía a apagar la luz escuché su voz como un murmullo. - Papá, cuéntame un cuento. Me acerqué a la estantería y cogí un libro. Era un compendio de cuentos en el que los protagonistas eran dinosaurios y donde al final había una moraleja sencilla y comprensible para niños. Le habría contado cada una de las historias cientos de veces. Mario adoraba los dinosaurios. - No, no. Hoy no quiero los dinosaurios. Cuéntame otro. - Otro? - Sí, uno tuyo. Nunca me cuentas un cuento tuyo. No esperaba esa respuesta. Mario tenía la edad suficiente para saber que me dedicaba a escribir pero todos mis relatos eran demasiado crudos para poder ser contados a un niño. Qué historia podría contarle? Me quedé pensando. Recordé que mi padre me contaba siempre el mismo cuento. De adulto le pregunté. Todas las noches me pedías el mismo cuento y todas las noches te dormías antes de que lo acabase. Es un cuento mágico. Cuando tengas un hijo lo entenderás. Empecé a narrar. - Érase una vez Mario me interrumpió. - Cómo se llama? 4
- Cómo? - Que cómo se llama el cuento. - Umm La Hormiga y el León. Volví a empezar. - Érase una vez Al acabar el cuento Mario ya dormía. Yo lloré por primera vez. Fuera empezaba a caer una fina lluvia de verano. (Valencia, 01 Octubre 2014) (Rev. Valencia, 20 Noviembre 2014) 5