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al lado del surtidor. Al principio me hizo arder la piel pero si me enjuagaba rápido podía darme el primer baño completo desde que empecé a andar por las rutas. Me di un buen remojón sentado en la pileta, tratando de no hacer ruido, hasta que vi un gato que me miraba desde el portón del garaje. Era negro y flaco como en los dibujos animados y me mostraba una laucha que revoleaba por el aire. Hice como que no le hacía caso y aproveché para afeitarme con mucho cuidado, usando la espuma que había quedado en la pileta. Sin espejo no era fácil y me hice un corte al lado del lunar. El cuello me ardía y seguramente me iba a brotar un buen sarpullido pero quería estar limpio para no espantar más a la gente. Lavé el calzoncillo y lo colgué del alambrado. El gato se vino a desayunar a mi lado, y como el baño me había dado hambre

saqué un par de grisines y los mastiqué despacio para hacerlos durar. Estuvimos comiendo un rato largo, cada uno concentrado en lo suyo. Alrededor no volaba una mosca pero supuse que en algún momento tendría que pasar alguien que fuera hacia el sur. Cuando terminó, el gato se tiró al sol y cerró los ojos. Todavía no eran las ocho y el cielo estaba limpio como en las mejores mañanas de verano. Pensé que sería domingo y por eso el tipo de la Shell no se había levantado todavía. Las posibilidades de que pasara algún viajante eran pocas pero no quería amargarme: me había dado un buen baño y hasta tenía un poco de yerba para hacerme un mate cocido. Tantas veces empecé de nuevo que por momentos sentía la tentación de abandonarme. Por qué si una vez conseguí salir del pozo volví a caer como un estúpido?

Porque es tu pozo, me respondí, porque lo cavaste con tus propias manos. Un chimango vino a posarse sobre el alambre, cerca de la camisa, y el gato abrió un ojo. Al mismo tiempo escuché el ruido de un auto que se acercaba por la ruta. Di un salto para ir a buscar la camisa y el pájaro salió volando cerca de mi cabeza. Apenas tuve tiempo de calzarme los zapatos y agarrar el saco cuando a la playa entró un Renault Gordini lleno de valijas sobre el techo y un paragolpes alto como el de un camión. Tenía la carrocería llena de parches y las gomas nuevas como si lo hubieran resucitado esa mañana. Dio un salto en el terraplén, hizo un zigzag y entró, triunfal, a la explanada de los surtidores. Finito! gritó el que manejaba, l'avventura è finita! A duras penas pudo despegarse del asiento. Pesaba como 120 kilos y le calculé

cincuenta y cinco años mal llevados; tenía unos anteojos sucios, la camisa sudada y los zapatos negros bien lustrados. Fammi il pieno, giovanoto me dijo, y para impresionarme sacó un fajo de billetes grandes. El coche había sido verde pero ahora no se sabía bien. El motor regulaba con un ruido de bielas cascadas; cada tanto una basura se metía en el carburador y la carrocería daba una sacudida, pero el gordo parecía tenerle una confianza ciega y ni siquiera le prestaba atención. Le dije que yo no era de allí y que estaba esperando que alguien me llevara para el sur. En ese momento se abrió la puerta de la oficina y apareció un tipo rubio, sin ilusiones, enfundado en el mameluco bordó de la Shell. II pieno repitió el gordo con los

billetes enrollados entre los dedos, sin responder a los buenos días del otro. Y cosa va fare al sur si se puede saber? me preguntó, mientras apoyaba una pierna sobre el paragolpes y el Gordini se inclinaba casi hasta el suelo. Voy a Neuquén le dije, aunque no estaba muy seguro. Petróleo! exclamó y levantó las manos como si hubiera respondido a una adivinanza. Volví a sentarme con el saco en la mano. El de la estación de servicio dormía de pie mientras los números del surtidor corrían y el gordo se rascaba la cabeza con los billetes. Y va así nomás, a dedo? insistió con una sonrisa. Si lo decía todo en castellano apoyaba el acento extranjero. Alcé los hombros y le dije que me había quedado sin trabajo.