LA NUBE DEL VENADO Por Juanita Conejero Este cuento es hace mucho, pero muchos años. Cachita era una niña negrita de ojos grandes y dientes muy blancos. Andaba siempre con una guirnalda de flores enredada al cuello.
Su casa estaba situada en un terreno elevado en una localidad muy pobre. La familia de Cachita no tenía ni un peso para vivir y sólo comían tortilla con sal, por la mañana y por la tarde. Cachita era una chica excelente, con una fabulosa imaginación y además, mi mejor amiga. Su abuela, que vivía bastante lejos, decía entre risas que Cachita era tan imaginativa que en cualquier momento iba a ver a un fantasma tirándose al río. Para Cachita, su humilde casa era como su Palacio, con Reyes y todo. Hasta con un bufón, que resultaba ser su hermano menor, un feliz bribón que hacía a todos reír a mares. El carretón de leña que llegaba todas las mañanas era su carroza y el vendedor, era para ella un gran calesero, que cuidaba con esmero sus caballos.
- Esta niña está embrujada -, decía Tatá Julián, un señor nonagenario que vivía en la casa de enfrente. A mí me encantaba hablar con Cachita. Ella sentía la vida como un hermoso cuento de hadas. Su mamá era su Hada Madrina, con varita mágica fina y brillante y hasta le pedía deseos. Era un Hada negra azulosa, con turbante blanco y un rostro dulce y tierno. El papá de Cachita era carpintero, pero para ella, era el poeta de sus sueños. Fabricaba juguetes de madera que no le compraban, y por eso vivía de arreglar puertas y ventanas en el barrio. Es que las familias ricas preferían comprar los juguetes de sus hijos en las tiendas importantes de la ciudad y no al papá de Cachita. Un día, nos fabricó a los niños un hermoso carrusel con coches y caballos que giraban y no dejaban de girar. Se parecía a los del Parque de diversiones, pero era mucho más divertido.
Lo teníamos en el patio de mi casa y podíamos jugar todos los días. Cachita prefirió que se quedara allí, porque en su casa no tenía espacio para ponerlo. Entre los caballitos del carrusel había uno blanco que era el mío. Muchas veces creí que se alegraba cuando yo lo montaba. El de Cachita era caoba, muy elegante. Un día mi mamá nos llevó a la Feria. Había muchos niños y apenas pudimos alcanzar entradas. Aprovechamos el viaje y fuimos a pasear por la ciudad, que daba al mar. Todavía recuerdo la composición que al otro día hizo Cachita en la escuela sobre lo que había conversado con los peces en la orilla, la impresión que le había causado un viejecita y las aventuras de una
jirafa, que decía ella no había visto, pero que podía asegurar que estaba allí porque la había oído. No he podido olvidar, aquella tarde, cuando nos disponíamos a regresar a la casa. A Cachita le dio por jugar a las nubes. Tenía la capacidad de descubrir en ellas paisajes maravillosos, rostros y figuras que nadie podía imaginar. Siempre veía un venado grande, azul, corriendo. Yo me molestaba, porque nunca no lo podía ver. Cachita decía que no lo veía porque, como era azul, seguro que a mí se me perdía en el cielo. Y pasaron los años. Un día nos encontramos. Cachita y yo no nos veíamos desde pequeñas. Una gran emoción nos embargaba. Me contó que escribía cuentos y novelas, que su casa ahora era de ladrillos y que seguía siendo su Palacio. Que muchos de los vecinos de la antigua localidad ya no vivían allí, que su hermano el bufón se había
graduado en la Universidad, que su mamá aún era su Hada Madrina y que su papá seguía construyendo juguetes de madera, que ahora si le compraban. Aquel día, me invitó a dar un paseo. Llevaba un collar de flores enredado al cuello. Mira, mira!, me dijo, observando hacia el cielo, Allí está un carrusel. Te acuerdas? Fíjate en el caballo blanco, tu preferido! me dijo emocionada. Sentí que aquel caballo de mi infancia nunca se había olvidado de mí. Fue una tarde maravillosa! Mi felicidad era tan grande que yo, que nunca pude descifrar las nubes, ese día vi claramente, en el cielo de nuestra ciudad, el venado azul de todos nuestros sueños.