DOMINGO SEXTO DE PASCUA



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DOMINGO SEXTO DE PASCUA Lectura del santo Evangelio según San Juan En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: - El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy: No os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: Me voy y vuelvo a vuestro lado. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo. Homilías (A) Palabra del Señor Vamos a reflexionar sobre algunos consejos que Jesús dio a sus discípulos y que hemos escuchado en el Evangelio. 1.- MI PAZ OS DEJO, MI PAZ OS DOY El saludo de Jesús resucitado es la paz. Y la paz debe ser también la consigna de los que creemos en Jesús.

Sabemos que la paz es una de las mayores aspiraciones de los hombres de las naciones en todos los tiempos; pero sabemos también que es uno de los logros más difíciles de conseguir.. Por una parte, queremos vivir en paz y en concordia con los demás; pero al mismo tiempo queremos tener siempre razón; no queremos nunca ceder, queremos quedar siempre por encima de los demás. Y así no se construye la paz. Los cristianos somos llamados e invitados por Jesús a ser personas de paz: personas que amemos la paz, construyamos la paz a nuestro alrededor, defendamos la paz, como uno de los mayores dones de la vida. 2.- QUE VUESTRO CORAZÓN NO TIEMBLE, NI SE ACOBARDE. Los apóstoles y los primeros cristianos, a la muerte de Jesús, andaban atemorizados, desanimados, llenos de miedo y con una gran nostalgia de todo lo que habían vivido con Jesús. Y Jesús les tiene que animar y les dice: Que vuestro corazón no tiemble, ni se acobarde. Nosotros, a veces, podemos también desanimarnos a la hora de vivir nuestra fe. Y podemos desanimarnos por diversas razones: a) Porque hemos conocido otros tiempos no tan difíciles, donde era más fácil vivir la fe, donde era más cómodo ser cristiano. b) Porque vivir ahora en un mundo tan materialista, en una sociedad donde lo que cuenta y lo que se valora es el bienestar, el éxito, el triunfo, realmente resulta difícil ser cristiano, resulta difícil vivir la fe. Y entonces es muy fácil desanimarse y dejarse llevar por la corriente. Y entonces Jesús también nos dice a nosotros: QUE VUESTRO CORAZÓN NO TIEMBLE, NI SE ACOBARDE. (B)

Pocas páginas hay en todo el evangelio más hermosas que la parábola del Buen Samaritano. Pocas páginas más actuales. Porque aunque presumimos mucho de los progresos del mundo, aunque hablamos de los avances de la medicina, la verdad es que ni ha retrocedido la enfermedad en el mundo, ni se puede recorrer hoy un solo camino, sin encontrarse en la vida a personas heridas por la enfermedad. Impresiona pensar que a esta misma hora, hay en los hospitales o en las casas españolas tres millones de hermanos nuestros que llevan la cruz de la enfermedad. Y que a lo largo del año son diez millones los españoles que atraviesan alguna enfermedad más o menos larga. Pero a estos millones apenas se les ve. Sólo en circunstancias muy especiales. Alguna vez, como en el caso de algún trasplante, algunos enfermos conmueven durante algunos días nuestro corazón, pero olvidamos que al lado de estos casos hay millones, de cuya enfermedad la mayoría de los españoles, ni se entera, ni se preocupa. De cada diez españoles, nueve pasan por la vida sin descubrir siquiera a los hermanos que sufren. Tal vez nos limitamos a decir: Ah, pobrecillos, pero seguimos nuestro camino sin preocuparnos, damos tal vez un rodeo para que la vista de la enfermedad no nos impresione demasiado. Tal vez, nos preocupamos más en ciertos momentos agudos de la enfermedad. Pero luego, cuando se trata de enfermedades largas o crónicas, la más de las veces, les dejamos en su soledad o nos contentamos con alguna rara visita, hecha más por piedad o por cumplido que por verdadero amor. En la Iglesia, ocurre lo mismo. Igual que el sacerdote de la parábola pasó cerca del herido sin preocuparse en serio por él, podríamos preguntarnos hoy cuántas parroquias tienen seriamente montada una pastoral de enfermos. Si hoy, nos preguntáis a muchos sacerdotes cuántos enfermos tenemos en la parroquia, la mayoría no sabríamos qué contestar. Si siguiéramos preguntando cuántas parroquias tienen grupos de

seglares que visiten a los enfermos, les ayuden, les quieran de modo efectivo, descubriríamos que son verdaderas excepciones las que se ocupan de ello. Nos preocupamos de los jóvenes, de la liturgia, de tener cantores o de organizar la catequesis de los niños. Pero a los enfermos no se les ve. No llenan nuestros templos. No dan más que problemas. Y se les olvida. Y, sin embargo, si leemos el evangelio descubrimos que Jesús dedicó casi tanto tiempo a quererles y a curarles como a predicar su doctrina. Para Jesús fueron los enfermos los preferidos. Su amor hacia ellos era uno de los signos de ese Reino de Dios que él anunciaba. No tendría también la Iglesia de hoy que, bajarse del caballo de sus preocupaciones, lo mismo que el Buen Samaritano de la parábola? No tendríamos que discutir un poco menos sobre nuestros problemas internos, sobre nuestros líos teológicos y amar un poquito más? No sería lógico hoy, que se habla tanto de la Iglesia de los pobres, nos preocupásemos un poco más de quienes tienen la mayor de las pobrezas, la falta de salud? (C) La mano de Dios está presente en toda nuestra vida. A veces la notamos con una fuerza especial que nos hace exclamar: " Aquí está la mano de Dios. El mismo Jesús lo expresó así alguna vez, cuando realizaba signos admirables: Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Del Espíritu Santo podemos decir que es la Fuerza de Dios, que actúa de manera misteriosa sobre nosotros. Del Espíritu y de Jesús podemos decir que son la mano de Dios, mano que libera, que regala, que bendice y que salva. Cristo es la mano del Padre que viene en nuestra ayuda, la mano que defiende, la mano que regala, la mano que acaricia y anima. También el cristiano ha de continuar estas obras de Cristo, que son las obras de Dios. No es cuestión de andar esperando

pasivamente a que la mano de Dios se manifieste en nosotros. Tenemos que ser nosotros mismos, unos para otros la mano generosa y bondadosa de Dios. O como decía la Madre Teresa, tenemos que ser unos para otros la mano amiga de Dios. Ser la mano amiga de Dios quiere decir: - Que ayudemos al hermano - Que la acción de nuestras manos sea cariñosa - Que en nuestro servicio Dios se haga presente. La mano que corre presurosa en ayuda del hermano que la necesita. Cristiano es el que da la mano. - Mano tendida. Cristiano es el que levanta al hermano caído, el que sostiene al hermano débil, el que cura al hermano enfermo, el que guía al hermano ciego, el que comparte con el hermano pobre, el que libera al hermano preso. Son maneras distintas de dar la mano. Donde quiera que haya una necesidad, allí tiene que haber una mano tendida. - Manos unidas. Cristiano es el que da la mano al próximo y al lejano, al que conoce y al que desconoce, al blanco y al negro, al hombre y a la mujer, al niño y al anciano, a todo ser humano; es el que crea puentes de solidaridad, el que quiere llegar a formar un corro universal de fraternidad. Vamos a soñar que puede formarse una cadena humana de cinco mil millones de eslabones vivos abrazando la tierra. - Manos abiertas. Y cristiano es el que ofrece siempre su mano abierta, amistosa, desarmada, pacífica y pacificadora. Nada de puños cerrados, agresivos y amenazadores. Nada de armas ocultas o respuestas contundentes. El cristiano, como su Maestro, está hecho para acariciar, para pacificar, para proteger. Dios le ha puesto en la tierra para que la cultive, no para que la destroce. Es así como llegaremos a ser la mano amiga de Dios, la mano buena y cariñosa de Dios, la mano fuerte de Dios, la mano creadora de Dios, la mano protectora y generosa de Dios.

Que la fuerza de la mano de Dios que ayudó a los apóstoles, nos impulse y nos ayude, también a nosotros, a poner nuestras vidas y nuestras manos al servicio de los demás. (D) Dios jugando al escondite El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. (Jn 14,23) Recuerdan ustedes aquella historieta de Anthony de Mello sobre Dios jugando al escondite con los hombres? Un día Dios quiso venir al mundo. Pero quería pasar desapercibido. Sobre todo que nadie se enterara y menos los periodistas. Pero no sabía cómo hacerlo. Dónde esconderse sin que pudiesen encontrarle? Preguntó a los Angeles y éstos le dijeron: Mira, Señor, vete al profundo del mar que allí nadie te buscará. Pero otros dijeron. Es peligroso. Hoy mucha gente anda buceando. Preguntó a los santos y los santos le respondieron: Mejor te vas a la cima de las montañas y como están tan altas nadie se enterará. Además desde esas alturas podrás ver mejor la tierra. Pero alguien reparó: y si alguien está haciendo alpinismo? Hoy las montañas están llenas de escaladores. Ya no son seguras. Entonces preguntó a un viejo sabio. Y éste le dijo: Señor, el lugar más seguro para que nadie te busque allí es que te metas en el corazón de los hombres. Puedes estar seguro de que te buscarán por todas partes menos ahí. Esta es la anécdota. Bajemos ahora a la realidad. Cuando tú quieres encontrarte con Dios: A dónde irías a buscarlo? Dónde crees que sería más fácil encontrarlo?

Estoy seguro que la mayoría de nosotros iría de frente a la Iglesia, al templo. Porque todos tenemos la idea de que a Dios le encanta el silencio de los templos. Todos tenemos la idea de que Dios tiene que estar en un lugar especial dedicado y reservado exclusivamente para él y a donde hay que entrar en silencio. Recuerdan aquella viejita que un día decidió ir a visitarle y se fue derechita a la Iglesia del pueblo? Cuando llegó empujó la puerta y notó que estaba cerrada. Empujó la otra puerta lateral y tampoco la pudo abrir. Desilusionada levantó la cabeza y vio un letrero que decía: No insistas. Estoy ahí fuera. Ella lo imaginaba dentro y Dios estaba fuera. Dios se sintió muy bien con su pueblo mientras habitaba en las tiendas de campaña como los demás. Cuando lo encerraron en el templo, lo escondieron tanto que el pobre sólo podía ver la cara de los sacerdotes que se turnaban en su servicio. Lo cual me imagino que tenía que ser bien aburrido. Porque eso de ver solo a los curas tiene poco de divertido. Por eso, la primera señal o manifestación a la muerte de Jesús fue que el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Y Dios volvió a encontrarse con su gente, a ver a su gente, a su pueblo. Sencillamente Dios se salió de la encerrona. Aunque por poco tiempo, porque nosotros tenemos la manía de marcarle una geografía, la de los templos. Tenemos la manía de encerrarle, pensando que allí está más seguro y con mayor respeto. Pero Jesús nos dice hoy algo mucho más simple: el verdadero lugar de Dios es el corazón de cada hombre. mi Padre le amará y haremos morada en él.

Desde ese momento la verdadera casa de Dios es el corazón del hombre. La verdadera vivienda de Dios es el corazón humano. Ahí donde menos nos imaginamos que está. Ahí donde menos lo solemos visitar. Ahí donde menos creemos encontrarle. Es que el verdadero hogar de Dios no es el templo de cemento, de ladrillo o de piedra. Dios quiere templos vivos. A Dios le gusta la vida. Dios quiere habitar en templos capaces de calentarle con el calor humano. A caso Pablo no nos llamó la atención cuando dijo: no sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo? Haremos morada en él. No dice Jesús: Alquilaremos tu corazón por unas noches para dormir. Alquilaremos tu corazón para unas vacaciones de verano, como la casa de la playa. Alquilaremos tu corazón hasta que levanten el templo parroquial. Jesús habla de morar. Es decir: De permanecer. De habitar habitualmente. De tener en el corazón del hombre el domicilio permanente. Cuando a Dios le piden su domicilio, Dios no dice en el cielo, en los templos. Dios da como referencia de su domicilio permanente el corazón humano, el tuyo, el mío y el de cualquiera. La pena es que, el corazón, tú corazón, mi corazón, puede que sean el lugar menos visitado por ti y por mí. Tenemos la manía de buscar siempre lejos de nosotros en vez de buscar dentro de

nosotros mismos. Aquí en el Perú había una propaganda de turismo que decía: Conozca el Perú primero. Creo que habría que poner también una propaganda en todas las Iglesias y Parroquias que diga: Conoce a Dios primero en tu corazón. Visita a Dios primero en tu corazón. Muchos dicen: Padre, no tengo tiempo para ir a la Iglesia a rezar. Y no tienes tiempo para hablar al que habita en ti? Para eso no necesitas ni tiempo ni salirte de casa. Además con la ventaja de que puedes hacerlo si llueve o hace buen tiempo. Si hace frío o hace calor. Si tienes que atender a sus viejitos o tú mismo estás enfermo. (E) En mi niñez oía esta canción: «Mi madre cuando murió/, llorando, me dijo así:/ cuida de tus hermanitos/ como yo cuidé de ti».. Estas palabras vienen a ser el testamento de una madre. Jesús, poco antes de morir, nos dice a todos: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). He aquí el testamento con que Cristo nos llama a la bondad. La bondad nada tiene que ver con el humor o la falta de humor con que nos levantamos. Si esta mañana me levanto con buen pie y todo me sale bien, entonces puedo permitirme ser bueno. Pero si estoy de malas, entonces que los demás guarden las distancias, por si acaso. No. La bondad no es esto. La bondad es una manera de ser que exige esfuerzo, voluntad, sacrificio. Cuando las enfermeras, por las mañanas, llegan al hospital, cambian de hábito y se ponen de blanco.

Pues bien; si queremos ser bondadosos no basta cambiarse de hábito; hace falta cambiar de piel. Es necesario meterse bajo la piel de los demás para ver sus peticiones, sufrimientos, deseos, cruces (y frecuentemente las más dolorosas no son las que se dejan ver). La persona bondadosa tendrá dolores de cabeza, cansancio, nervios, dificultades personales, disgustos; y, sin embargo, sigue adelante con la bondad. La bondad es un artículo de primera necesidad. Y el que lo tenga pagará buen precio. En un asilo para personas ancianas, cerca de la Navidad, todos se afanaban por enviar algo. Una viejecita, en un rincón, se sentía muy sola. No tiene a nadie en el mundo. Sólo un hijo, que en opinión de la gente no es precisamente un hombre de bien, y está en la cárcel. Pero, para una madre, un hijo siempre es un hijo. La viejecita quisiera preparar también un paquete como los demás. Sabe lo que le gustaría a su hijo recibir una cierta marca de tabaco. Pero no tiene dinero para comprarlo. Intentará que alguien se lo regale. Recorre a lo largo y a lo ancho de la sección de hombres. Pero nadie está dispuesto a privarse de nada. Ellos también son pobres. Al final, encuentra un hombre que tiene precisamente aquella marca de tabaco. A cambio, qué puede ofrecer la pobre anciana? Ah! Quizá las gafas pueden ser una buena cosa para el intercambio. El hombre las prueba. Sí, ahora ve perfectamente. Logra incluso leer la letra pequeña del periódico. Se hace el cambio. La mujer se aleja contenta y envía a su hijo el apreciado regalo. Y vuelve a encontrarse en su rincón. Más sola que nunca. Le ha caído como un velo sobre los ojos. Hace el gesto de costumbre de ponerse las gafas y no las tiene. He ahí lo que es la bondad, que no es un «lujo», sino un «precio» que pagar.

Bondad es quedar a oscuras para regalar un poco de luz. Bondad es vivir el dolor para ofrecer un poco de alegría. Bondad es aceptar «no tener» para que alguien pueda sonreír. Seamos bondadosos amando de verdad. El que ama de verdad tiene la paz del corazón. Esa paz de que nos habla Jesús al decir: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27). Es la paz del corazón la que nos deja dormir con la conciencia tranquila, y eso ya no es poco. (F) Homilía Día del Enfermo Hoy se celebra en la Iglesia el día del enfermo. La enfermedad es una limitación humana, una carga que deben soportar, tanto el enfermo como les que le atienden. Dios es vida. Cristo vino para que tengamos vida en plenitud. Y la enfermedad es falta de vida. Por eso, Cristo curaba a los enfermos. Por eso la Iglesia, debe cuidar a los enfermos. Por eso, nosotros debemos volcarnos sobre los enfermos con amor. No podemos curar a todos los enfermos, ni siquiera Cristo lo hizo; pero sí podemos volcar sobre ellos nuestra ternura y nuestra solidaridad, nuestra estima y nuestro respeto o simplemente nuestra mirada. Raúl Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y que se iluminaban con un gracias cuando le ofrecían algo. Entre tantos cadáveres ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano. Cuando preguntó qué era lo que le mantenía a este leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las

mañanas. Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos un rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era le explicaría, después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor. Al verla cada día comentaba el leproso- sé que todavía vivo. No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. por eso tienen razón los psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado. Por eso yo no me cansaré de predicar que la soledad es la mayor de las miserias y que lo que más necesitan de nosotros los demás, no es nuestra ayuda, sino nuestro amor. Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda mejor como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión en sus rarezas. Y, asombrosamente, la sonrisa que es la más barata de las ayudas- es la que más tacañeamos. Es mucho más fácil dar un euro a un pobre que dárselo con amor. Y es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad. Todo sería, en cambio, tan distinto si les diéramos cada día una sonrisa de amor desde la tapia de la vida! A veces la mejor medicina es la cercanía, la comprensión cordial. Un viejo militar francés fue gravemente herido en la última guerra mundial. Al explotarle una granada, perdió las manos y los ojos.

Luego fue diácono permanente, casado y con cinco hijos. Hablaba siempre con emoción de lo que le hizo cambiar, lo que fue su conversión. Habla de aquella vieja amiga, aquella enfermera no creyente. Ella puso simplemente su mano sobre mi hombro, arrimó su frente sobre mi frente. Era al mismo tiempo el signo de impotencia y la expresión silenciosa de su amistad. Un testimonio de amor. Aunque no le devolviera sus ojos, ya veía. Este debe ser el gesto cristiano de cara al enfermo; acercarse a él, ponerle la mano sobre la herida, compartir su dolor, aliviarlo en lo posible... Y a lo mejor descubrimos que en vez de darle nosotros a él, es él quien nos da a nosotros. Porque siempre es así: es más lo que recibimos que lo que damos. P. Juan Jáuregui Castelo