Ah dándose la vuelta y sonriendo. Menos mal, creí que el calor te había derretido la lengua.

Transcripción

1 La ciudad Aquella tarde pateamos bastante la ciudad. Aunque ninguno de los dos la conocía bien, el paseo en eses, de orilla a orilla, puente a puente, nos hizo sentir una familiaridad de palma de mano. Decidimos el sitio y la hora ese mismo día, por la mañana. Sorprendidos por poder encontrarnos entre toda aquella multitud de caras, nos saludamos como hacíamos durante el resto del año. Se distrajo en seguida, al mirar hacia arriba, y me contó que ya desde el avión había visto la gigante A de acero. No le creí. Sin discutir, empezamos a andar despacio. Yo zigzagueaba, mirando siempre al suelo, mientras él se quejaba del calor pegado al cuerpo, del olor a río verde y de los turistas, de sus fotografías nerviosas, y sus gorras, y sus mapas. Tomamos el camino de arena y cambiamos de orilla atravesando el primer puente que apareció. Lejos ya del principio incómodo, con el sol a la espalda, los dos pudimos abrir mejor los ojos, pero no mirarnos. La acera, tan gris, tan seca y tan manchada, se hizo mía, convertida en la excusa perfecta para mi silencio. Sus pasos largos, los míos blandos, nos llevaron a la parte más dorada de la ciudad. Me pareció verle con la boca abierta, admirando las columnas de estilo griego, las paredes y los techos de cristal de los dos palacios, estudiando los rasgos de los ángeles colgados de las farolas y del puente, pensando en el oro. Todo lo grandioso, todo lo que es antiguo y grandioso, todo envuelto en oro. Me gustaba escucharle sin más, observarle de reojo y fingir no haber prestado atención a sus movimientos. Allí fue fácil. Si no la acera, entonces el agua, bajo nuestros pies parados. No nos da tiempo a llegar antes de que cierren el museo Pero bueno, es igual, podemos pasar al otro lado de todas formas. Asentí y seguimos caminando, cruzando el puente, callados de nuevo. La sombra de aquella otra orilla, el viento y los árboles nos guardaron del terrorífico verano que aplastaba la otra mitad de la capital. El silencio ya no pesaba, y las ideas empezaron a correr mejor. Pensé en la casualidad que era haber decidido, sin habernos consultado antes, pasar agosto en el mismo lugar. Sentí de repente unas ganas terribles de que llegase septiembre, pero deseé con todas mis fuerzas que el reloj siguiese un ritmo más lento hasta entonces. Levanté la vista. Me alivió ver que sus ojos volaban perdidos por entre los paseantes, los edificios y las tres nubes que había en el cielo. Dejé que

2 avanzase un poco más rápido que yo y que caminase por delante para así, con disimulo, darle las gracias, aunque fuese sin motivo. No lo hice. Me sentía bien. Me siento bien. Ah dándose la vuelta y sonriendo. Menos mal, creí que el calor te había derretido la lengua. Me siento bien porque es ahora. Agosto, esta tarde. Me alegro de haberte visto antes de volver. Un par de calles más adelante está el mercado de las flores se paró para que yo pudiese alcanzarle de nuevo. Yo aún no tengo el billete. Estás nervioso? Aún te queda tiempo Entonces fue él el que hizo todo lo posible por distraerse y huir tranquilamente de todo aquello. Sacó algo dorado, parecido al envoltorio de un caramelo, de uno de los bolsillos de su pantalón. El papelillo estaba muy arrugado, y estirándolo y planchándolo con los dedos se olvidó intencionadamente de contestar a mi pregunta. Me sonrió otra vez, sin apartar los ojos de su joya, invitándome a creer que él también se sentía bien, y que debíamos seguir andando sin hablar. Y una fila de puestecitos verdes, de madera o de latón, apareció a nuestra derecha. Sabiendo que no se opondría, crucé la calle sin decirle nada. No me di la vuelta, noté cómo me seguía. Las casetas, que eran en realidad ventanas abiertas a montones de montones, reposaban sobre las balaustradas grises, fronteras entre el río hundido y la ciudad andante. No me paré con la intención de manosear los llaveros de colores, ni las bolas de agua con monumentos encerrados, ni los lápices, bolígrafos e imanes que inundaban las mesas, pero eso precisamente fue lo que hice. Se me escapaban las manos, se me escapaban los ojos, entre tantas cosas que, a pesar de parecer viejas y usadas, no lo eran. Los papeles, carteles, cómics, revistas colgantes, cubiertos por plástico sucio, y los libros amarillentos, desordenados alfabéticamente, daban al paseo olor a sótano. Aunque ninguno de los dos compraríamos nada (yo no llevaba dinero encima, y él ni siquiera prestaba atención a toda aquella mercancía desparramada), dejé a mi mirada seguir caminando entre la valiosa polvareda de artículos sin dueño, hasta que se detuvo sin querer en un par de cajas alargadas que parecían contener cartulinas deshechas. Eran postales y fotografías antiguas. Unas, tomas en blanco y negro de la ciudad, otras, retratos

3 en sepia de mujeres, hombres y niños, sobre fondos pálidos y románticos. Montones de imágenes descoloridas, del siglo pasado, que el tiempo había guardado y destrozado con cautela. Este tipo de cosas no puede venderse acercándose al puesto y señalando la caja de los retratos, hizo un ademán de queja o de pena. Bueno No parecen llamar la atención de nadie yo las miraba, las pasaba despacio con los dedos índice y corazón, que parecían caminar sobre ellas. Hay algunas que tienen escritos el lugar y la fecha, o los nombres Mira esta. Bisous, Brigitte, Precioso, no crees? Brigitte le regaló su tiempo parado, su ahora, a alguien. Aún tenía el papel dorado en la mano. Sólo tuvo que encoger los hombros, bajar la cabeza y seguir jugueteando con él para que yo me diese por enterada: ese tipo de cosas no se puede vender. Estaba de acuerdo con él. Qué cantidad de miradas quietas, todas claras, transparentes; cuántos cuerpos con pose artificial, pero reposada; todas aquellas personas con cara de desaparecidos, o de perdidos El tiempo, pensé en el tiempo. En el reloj, en el verano, y en cómo todo eso era ahora entonces, y ahora nada. Veía al tiempo tumbado en las fotografías, sonriendo sarcásticamente, burlándose de la seriedad y rectitud con la que los retratados se dejaban inmortalizar. Olía al tiempo, volando tranquilo desde abril de mil novecientos diecisiete hasta noviembre de mil novecientos sesenta y tres. Tocaba al tiempo, bien agarrado al papel, y sentí que comenzaba a desgastarse cuando, entre todos esos rostros desconocidos, apareció el mío. Como a través de un espejo antiguo con el cristal algo sucio, la mirada traslúcida, ligera, de adolescente, podía apenas traspasar el barniz plástico de la fotografía. Desde allí dentro, la joven parecía pedir disculpas. Una sonrisa delicada, muy fría, iluminaba débilmente la cara. Tenía las cejas rígidas, la frente muy despejada y el cabello, aunque sin recoger, cuidadosamente peinado. Los brazos, cortados por el borde del retrato, tiraban demasiado de los hombros, muy redondos y caídos. Las líneas no eran nítidas, las sombras borraban el fondo. Acaricié la superficie de la estampa, que brillaba y reflejaba la luz de la tarde. Quise acariciar el rostro que habitaba en ella, y que sombrío me miraba desde la nada Mira no sabía desde dónde me gritaba, aquí tienen cajas de música!

4 Alcé la vista. Agitaba la mano y me sonreía desde el puesto vecino. Volví a la fotografía. No había nada, ni fecha, ni nombre, ni bisous, escrito en la parte de atrás. Repasé de nuevo mis rasgos, más limpios, menos concentrados que los que estaba acostumbrada a ver en mi reflejo. Tú nunca regalarías tu tiempo, ni parado, ni aunque te diesen oro a cambio susurrando desde algún punto detrás de mi espalda. Mi cerebro se sacudió frenético. Escondí el retrato en la caja de las postales tan rápido como pude. Lo dejé sepultado bajo los monumentos arrugados y cuarteados de la ciudad. Imaginé la sensación de ser aplastada lentamente por el cemento antiguo y las barras de metal. Noté cómo mis facciones se amoldaban a las formas lisas, geométricas, gastadas, cómo cedían al peso, se deformaban y desaparecían. _ Cajas de música? le asusté. Estaba muy concentrado intentando hacer sonar dos mecanismos al mismo tiempo. Le miré interrogante. No te parecen espectaculares? Estoy pensando en llevarme una. Te dejan elegir la melodía y la caja por separado. Sabía que no esperaba mi aprobación porque volvió en seguida a su música experimental, así que caminé hasta la siguiente caseta, y luego pasé a la siguiente, y después a la siguiente. Caminaba siguiendo a mi pulso, que fluía cansado y decidido, rogando a la tarde un poco más de viento y a la ciudad un poco más de sombra. Avancé en línea recta, sin distracciones, hasta que encontré un puente. Puse los brazos en la baranda metálica. Respiré hondo. Me tragué deliberadamente el polvo y la suciedad de la calle, la luz del verano y la peste débil y caliente del río. Pensé en septiembre con alivio. Quién podría poner de nuevo en marcha los relojes? El hombre que atendía el puesto estaba empezando a ponerse nervioso. No me he podido decidir achinaba los ojos, el sol nos llegaba de cara. Se apoyó de espaldas en la baranda del puente para evitarlo. Vaya. Es igual. No tenía pensado comprar nada. Quizás tengamos tiempo para volver alguna otra tarde.

5 Bueno, no sé si podremos volver a encontrar ese puesto en concreto. Con estos quioscos nunca se sabe sonrió, hablando con aire de revelación bromista. A veces desaparecen extraordinariamente. No es que cambien de dueño, o de lugar, o que se haga un vacío en la orientación o en el recuerdo de quien los busca Se esfuman. No creo sonreí, necesitaba una excusa distinta para deshacerme de la tensión silenciosa que aún paralizaba mis mejillas. Pensando en la realidad de los puestecitos verdes nos fue más fácil continuar el paseo pendiente por la ciudad, a través de los puentes, de orilla a orilla, aquella quieta tarde de agosto.