Relato corto. Sonata para un hombre de hielo. Categoría B. 1er Premio de relato corto Categoría B Miguel Arnáiz Molina

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1 1er Premio de relato corto Categoría B Miguel Arnáiz Molina Sonata para un hombre de hielo Relato corto Categoría B Cuando consiguió recobrar el aliento, el joven teniente contempló ante sí los restos de una pequeña aldea, devorada por las llamas primero y cubierta parcialmente por la nieve después. No todas las casas, sin embargo, parecían haber sido destruidas por completo. Algunas se mantenían en pie e incluso conservaban, al menos desde el exterior, cierto aire hogareño y acogedor, memoria de tiempos pasados aunque no demasiado distantes. Con la nieve por las rodillas y la ventisca acribillando su rostro, avanzó penosamente hasta alcanzar un techo bajo en el que esconderse, huir era imposible, del frío invierno ruso. No recordaba cómo había llegado hasta allí, pero en su cabeza, aún resonaban los gemidos de desesperación de los compañeros, internándose cada vez con más profundidad entre la niebla. Me extravié, eso es todo pensó, o quizás eso quería pensar. En cualquier caso ahora estaba solo y sin medio de subsistencia, a menos que encontrase pronto, algo que llevarse a la boca. Con la metralleta en ristre se dispuso a registrar la casa, habitación por habitación. Esperaba no tener que usarla, hacía mucho que se había quedado sin munición. No obstante, aun descargada, aquella arma mantenía intacto su poder de persuasión, algo que le vendría muy bien a la hora de hacer valer su autoridad, si por casualidad topaba con algún superviviente. Desgraciadamente el lugar estaba vacío. Quienquiera que lo hubiese habitado ya no estaba, y se había llevado consigo cualquier rastro de comida. Subió al desván. Desde su pequeña ventana se dominaba todo el pueblo. Con el arma adecuada y suficiente munición, un buen tirador hubiera podido resistir desde allí durante mucho tiempo, ante un eventual ataque. Pero no era este el caso. Además, la guerra se había acabado para él. Difícilmente iba a poder explicar su repentina desaparición de la compañía si le encontraban allí. A sus ojos no era ya más que un cobarde, un desertor, y como tal lo tratarían. Tampoco podría esperar mejor fortuna si acababa en manos de los rusos. Todo soldado alemán conocía de sobra, a través de rumores e historias nunca relatadas en primera persona, lo que le esperaría si, en contra de su deber patriótico, era capturado con vida. De momento permanecería allí, a resguardo del frío, hasta que la tormenta de nieve amainase. Luego, ya vería lo que hacía. Se sentó contra la pared y se quitó el casco. Sin enemigos a la vista, no tenía sentido continuar llevando aquella nevera de acero sobre la cabeza, absorbiendo poco a poco, el calor que ahora tanto necesitaba. Se despojó también de su arma y del pesado equipo, y aprovechó para echar un vistazo a la estancia. Nada había allí de interés salvo un viejo piano de pared, todavía majestuoso a pesar del paso de los años. Sobre la cubierta frontal aún podía intuirse, a duras penas, el desdibujado logotipo del fabricante: Blüthner. Quienes nunca hayan tenido que abandonar su país, no podrán hacerse una idea de lo que aquella simple palabra significaba para el joven desterrado. Emocionado, pasó la mano por encima, como si acabara de reencontrarse con un algo que le traía muchos recuerdos, recuerdos de la patria y del hogar perdido. Aquel instrumento sólo podía proceder de un sitio: Leipzig, su ciudad natal. A pesar de encontrarse a miles de kilómetros de allí, sintió, por un momento, que estaba de vuelta. Más de uno se preguntará: Cómo es que aquel teniente entendía tanto de viejos pianos? Muy sencillo, nuestro soldado no siempre lo fue. Pasó muchos años estudiando frente a uno igual, de niño, cuando aún ansiaba convertirse, con el tiempo, en un afamado pianista. Luego llegó la guerra. Tantas relato corto xxii edición mari puri expréss 45

2 1 er premio sonata para un hombre de hielo 1 er premio sonata para un hombre de hielo vidas destrozadas e ilusiones rotas. Como a tantos otros, le requirieron en el frente, y el resto es historia. Cuántas noches había deseado, acurrucado en su trinchera, haber tenido la posibilidad de volver a hacer, aunque sólo fuera por una vez, aquello que mejor sabía, lo único en realidad. Ahora, en el momento menos pensado, su deseo había sido atendido. Levantó la tapa y retiró la tela que cubría las teclas. Parecía en buen estado. Luego se deshizo de las manoplas, que hacían lo propio con sus ateridos dedos. Dudó un momento. Sabía que era arriesgado, si alguien pasaba por allí, el sonido le guiaría fácilmente hasta él. Afortunadamente, sabía cómo hacer para evitarlo. Sin presionar las teclas, valiéndose únicamente del tacto y de su imaginación, podría evocar en su mente las mismas sensaciones que hubiese sentido al tocar de verdad. Era fácil, lo había hecho millones de veces, durante su infancia, viéndose obligado a practicar por las noches mientras sus padres dormían. Con extrema suavidad, sus dedos comenzaron a deslizarse sobre el teclado, casi como una leve brisa, mientras, en su cabeza, iban reapareciendo una a una, todas aquellas melodías que creía ya olvidadas. Con gran satisfacción, permaneció allí largo rato, escuchando la música que brotaba de su interior, y que nadie más podría oír. Hasta que algo le sacó bruscamente de su introspección: Voces! Se detuvo en silencio y aguzó el oído. No había duda, eran varios hombres. Aunque no entendió lo que decían, el quejido de la madera bajo sus firmes botas hablaba por sí solo. Eran los rusos. Cómo no los había oído llegar! Los ecos de las pisadas comenzaron a ascender lentamente por la escalera. Se volvió y, sin moverse del sitio, por miedo a que el ruido le delatara, escudriñó frenéticamente cada rincón del desván, en busca de cualquier mínimo agujero que le sirviera como escondite. Nada, el lugar estaba desierto. Los pasos continuaban subiendo. Acaso habrían oído el piano? Era posible que, en pleno éxtasis musical, hubiese empezado a tocar de verdad sin darse cuenta? Ya no estaba seguro de nada. Apoyada en el rincón más alejado, relucía, como si quisiera atraer su atención, la brillante metralleta. Quizás había sido un error alejarse tanto de ella. En cualquier caso, ya era tarde, los pasos se habían detenido. Recortada contra el marco de la puerta, apareció la silueta de un hombre de larga barba escarchada, roja estrella sobre el ushanka, y un subfusil que, a diferencia del suyo, parecía completamente cargado y listo para disparar. Pero no lo hizo. En un primer momento nuestro hombre tuvo la esperanza de que, desprovisto como estaba de casco y armamento, aún no le hubieran identificado. A fin de cuentas, salvo por los dos elementos antes mencionados, el resto de su atuendo se componía de la misma ropa de abrigo que cualquier civil ruso hubiera podido llevar encima. No, el barbudo soldado, sencillamente, aún no había decidido qué es lo que iba a hacer con él. De pronto, ante su atónita mirada, movido por no se sabe qué extraño impulso, el teniente alemán se sentó al piano e hizo lo que mejor sabía, lo único en realidad. Por primera vez en mucho tiempo, auténtica música inundó aquella casa, penetrando por cada uno de sus podridos rincones. Al soldado de la barba se le unió otro, y luego otro, y otro más. Como si a una primitiva llamada respondieran, pronto el desván se llenó de uniformes soviéticos, en un estrecho círculo en torno a aquella misteriosa figura. Como un náufrago rodeado de tiburones hambrientos, parecía cuestión de tiempo que uno de ellos se atreviera a dar el primer bocado, sólo la música parecía, por el momento, mantenerlos a raya. Sí, tenía que seguir tocando. Y tocó y tocó y tocó durante horas. Pero no pasó nada. Como si un mágico hechizo se hubiera apoderado de su voluntad, aquellos tristes y famélicos hombres se limitaron, con el paso del tiempo, a sentarse plácidamente alrededor del piano, y a escuchar. Se abrió la puerta y, quién entró por ella debía de ser alguien importante, dado que todos los presentes se pusieron en pie. Todos menos el pianista que seguía concentrado en su labor. Algo le haría detenerse súbitamente. A pesar del grueso vendaje que recubría su cabeza, pudo sentir el contacto del frío acero en la nuca, e inmediatamente supo de qué se trataba. Esperó, pero el temido disparo no se produjo. Si hubiese tenido en frente un lustroso piano de cola, habría podido observar, a través del reflejo, cómo un corpulento oficial de la comisaría soviética para el pueblo, la NKVD, blandía una Tokarev reglamentaria, a escasos milímetros de su cabeza. El comisario dijo algo y, rápidamente, uno de los soldados, que parecía chapurrear el alemán, se dispuso a traducir: - El camarada comisario dice ser un gran amante de la música y le invita a que interprete algo para él. El comisario dijo algo más; el traductor dudó un instante, como si no terminara de encontrar las palabras: - En cuanto termine de tocar, le matará. Con esta firme sentencia, el oficial se acomodó en una banqueta y, con total naturalidad, apoyó la pistola en el regazo, apuntando directamente a la espalda del teniente. El pianista estaba inmóvil, la sangre se le había congelado en el pecho. Hubiese preferido el tiro en la nuca antes que verse sometido a semejante castigo. Cuando miró al piano ya no sintió ninguna satisfacción, sólo vio ante sí, una sombra negra y cruel. La rueda de la muerte, de su propia muerte, que él mismo debería poner en movimiento. No tenía elección, tenía que tocar. Y tocó, y tocó, y tocó durante horas. Cuando terminaba una pieza, comenzaba inmediatamente con la siguiente, y así sucesivamente, mientras sus dedos no paraban de moverse sobre el teclado. Si quería sobrevivir sólo podía hacer una cosa: no pararse, nunca, debía continuar; tocando hasta donde las fuerzas le alcanzasen. Sólo así lograría minar la resistencia del oficial y, quién sabe, conseguir que le perdonase la vida. Era una vaga esperanza, lo sabía, pero tenía que agarrarse a ella. Se hizo de noche y la mayoría de los soldados se retiraron a dormir. Pero el comisario permanecería allí, imperturbable, observando desde su privilegiada posición, sin poder ser observado. En algún momento el pianista llegó incluso a dudar de que realmente hubiera alguien detrás suyo, tal vez lo había soñado todo, pero un oportuno gruñido o el crujir de la banqueta, se encargaban de devolverle rápidamente a la cruda realidad. Tenía tanto sueño! los largos días sin dormir comenzaban a pasarle factura, y la realidad se volvía cada vez más difusa. Su única oportunidad era esperar que el oficial, víctima del cansancio, se durmiera antes que él. Después, podría deslizarse silenciosamente escaleras abajo y alcanzar la puerta de la calle, para luego Luego qué? Suponiendo que no le descubrieran en plena huída, allá fuera sólo le esperaban, por este orden, la congelación y la muerte. En el yermo páramo que es la estepa, parecía como si no existiera mundo más allá de aquellas cuatro paredes. Sólo una inmensa blancura. Estaba perdido sin remedio. Con las primeras luces del alba, como suele ocurrir, renació la esperanza. Al fin y al cabo, aún estaba vivo. Había estado tocando toda la noche de forma ininterrumpida y, seguramente, aunque no había manera de confirmarlo, el comisario había estado toda la noche escuchándole, agazapado detrás de él. A veces, la resistencia humana en situaciones extremas llega a ser sorprendente, pero aún lo es más cuando lo que la espolea son el odio y la sed de venganza. A esas alturas, los soldados de su unidad ya debían estar todos muertos, tristemente abrazados unos a otros, congelados después de toda una noche pasada a la intemperie. Quizás los lobos estarían dando cuenta de ellos en aquel preciso momento. Podía intuirlo, era el último que quedaba. Pero, Por cuánto tiempo? Cuánto más aguantaría? Días? Horas quizás? Era inevitable, no podría seguir eternamente. De una forma u otra, nadie iba a escapar de allí con vida. Entonces, Por qué seguir luchando? Merecía la pena acaso, continuar con aquella farsa? Permanecería tocando para la muerte hasta que las fuerzas le abandonasen y los dedos se negasen a obedecerle? Ya no podía cambiar su suerte, pero había algo que sí podía hacer: Elegir; seguir tocando o callar para siempre, y mientras aún le quedara eso, no moriría como un esclavo. Se estremeció. Podía sentir el frío aliento del comisario en el cogote. Si es que lo que allí le acechaba, era en verdad el comisario y no otra cosa. La decisión ya estaba tomada, pero antes de que todo aquello acabara, había algo que tenía que hacer. Una última cosa. Tenía que tocar; no para su captor, Nunca más! Tocaría para sí mismo, y obligaría a aquella abominable presencia, a permanecer sentada, escuchándole, hasta la última nota. Sería su venganza contra aquel mundo frío y cruel, que no merecía otra cosa que su más sentido desprecio. No, ya no quería permanecer allí por más tiempo. Lentamente, de las tripas de aquel piano comenzaron a surgir los primeros compases de una música maravillosa. Johann Sebastian Bach, el padre de la armonía, el maestro cantor de la iglesia de Leipzig a la que tanto había ido a rezar cuando era niño. De nuevo se sintió en casa y una cálida sensación le 46 xxii edición mari puri expréss relato corto relato corto xxii edición mari puri expréss 47

3 1 er premio sonata para un hombre de hielo recorrió el cuerpo. Le pareció oír un gemido desde atrás, el lamento de quién se siente vencido y humillado. Pero fuera lo que fuera, ya nada podría hacer para detenerle. Siguió tocando, más y más fuerte, Que la música divina se eleve hasta las esferas celestiales. Una sombra comenzó a avanzar hacia él, cubriendo poco a poco el piano en tinieblas. No tenía mucho tiempo. Algo agarrotó sus brazos, una dura tenaza de hielo oprimía sus músculos, apenas podía sentir las puntas de los dedos. Pero no podía parar. No, todavía no! Se sobrepuso, hizo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban y, siguió adelante; ya casi estaba, una última frase, una última línea, un último acorde. Terminó. En la habitación volvió a resonar un grito, pero esta vez, para su sorpresa, provenía de sus propios labios. Sí!, lo había conseguido. Muy despacio, retiró las manos del teclado. Una lágrima comenzaba a escurrir tímidamente por su mejilla, pero se congeló sin tener la oportunidad de llegar al suelo. No, no echaría de menos aquel infierno helado, tan sólo lamentaba no poder volver a hacer nunca más, aquello que mejor sabía, lo único en realidad. Cerró los ojos y, simplemente, esperó. *** Los soldados redujeron a hachazos aquel viejo piano, como si eso bastara para borrar el recuerdo de lo que allí había sucedido. Lo que una vez les calentó el espíritu, serviría ahora para calentarles las manos. Pasados unos días, cuando dejó de nevar, la compañía se retiró de allí. La guerra aún no había acabado, había más pueblos que conquistar, más enemigos a los que matar. La pequeña aldea, devorada por las llamas primero y cubierta parcialmente por la nieve después, volvió a quedar en el más absoluto silencio. Abandonado a la entrada del pueblo, el cadáver congelado de un hombre al que, dada la dureza del suelo helado, no había sido posible enterrar. Llevaba ropas de abrigo, pero ningún distintivo que lo identificase, lo mismo podía tratarse de un soldado que de un civil. Único habitante del lugar, el cuerpo permanecería allí, inmóvil, como un aviso imperecedero, como un testimonio del horror y de la infamia. En su mejilla aún podía verse, congelada en el tiempo, una pequeña lágrima, aguardando, hasta que la primavera la despertase. 2º Premio de relato corto Categoría B Sara Barberá Sánchez Las Navidades que secuestramos a la Muerte Las Navidades que secuestramos a la Muerte fueron las más raras de nuestras vidas. Pasaron muchas cosas después de aquello y, por supuesto, habían pasado muchas más cosas antes pero ninguno de nosotros consiguió olvidar aquellas tres semanas jamás. Y ella, evidentemente, tampoco. Recuerdo con nitidez el día que empezó todo. El abuelo de mi amigo el Bombilla estaba en casa, a punto de morirse. Nosotros fuimos allí para hacerle compañía, tal como nos pidió. El Bombilla tenía la firme convicción de que, si su abuelo moría estando él presente, su alma se quedaría pegada a él para siempre. Su descabellada idea era que, si estábamos todos en la sala, el alma de su abuelo sería incapaz de decidir y terminaría por marcharse. No es que fuera lo más lógico del mundo, pero el Bombilla nunca destacó por sus ideas coherentes. Se ganó el mote gracias a aquellas estupideces que, de vez en cuando, sugería. Allí estábamos todos: Pancho, el Mono, Bombilla y yo. Sentados en la habitación del moribundo, en las sillas más incómodas del mundo. Nos inundaba ese olor a rancio característico de la vejez, que tratábamos de obviar charlando sobre cualquier cosa intrascendente. Bueno, no cualquier cosa, en aquella época nuestros temas más recurrentes eran dos: chicas o fútbol. Las preocupaciones de la adolescencia son las que más dolores de cabeza provocan y, a la vez, las que más se añoran con el paso de los años. En menos de un suspiro cambió todo. La vimos de pasada. Como una brisa muy suave que te pone los pelos como escarpias. Se coló en la habitación y nos dejó a todos callados. El abuelo del Bombilla empezó a toser muy fuerte y entonces lo supimos: la Muerte acababa de entrar. Todo lo que pasó después fue demasiado rápido y, si queréis mi opinión, demasiado estúpido. Fue culpa del Mono, que no supo contenerse. Se abalanzó sobre la Muerte como si fuese a hacerle un placaje. Pancho, que ve una pelea y se mete sin pensárselo dos veces, fue detrás. El Bombilla estaba indeciso, debatiéndose entre ir a ayudar a los demás o acudir junto a su abuelo, que miraba a la Muerte con los ojos fuera de sus órbitas. Mientras tanto yo, que siempre he sido el más parado de todos, estaba anclado a la silla como si me hubiesen atado a ella. Debo confesar que estaba atemorizado. Diez minutos más tarde la trifulca había terminado. Dejaron a la Muerte fuera de combate. Mis amigos son así de brutos, eso nunca tuvo remedio. El abuelo del Bombilla nos miraba con una expresión que, juraría, era puro odio. Si hubiese podido hablar, nos hubieran llovido los insultos. Entonces no lo entendí. El Mono y Pancho nos pidieron una cuerda. El Bombilla se puso a revolver los cajones hasta que dio con una. Por alguna extraña razón, todos los abuelos del mundo tienen una cuerda de plástico negra en su poder. Deben de creer que les puede salvar la vida (y, efectivamente, así fue). Con la Muerte atada a una de las sillas, nos quedamos parados sin saber qué más podíamos hacer. La Muerte nos miraba extrañada, como si no entendiera qué pretendíamos conseguir reteniéndola de aquella manera. Además, por su aspecto, juraría que acababa de descubrir que aquella silla no era, precisamente, la más cómoda del mundo. Era rara. No tenía forma concreta, ni guadaña, ni una capa negra. Era como algo irreal, atado a una silla incómoda, con unos ojos que no eran ojos pero que sí miraban. Era como estar ante el final absoluto, como asomarse a un acantilado y comprender que no había nada después. No había descripción física posible, había que verla. Y, lamentablemente, no salía en las fotografías. Una lástima, hubiese sido un documento realmente valioso. 48 xxii edición mari puri expréss relato corto relato corto xxii edición mari puri expréss 49

4 2º premio las navidades que secuestramos a la muerte 2º premio las navidades que secuestramos a la muerte El abuelo del Bombilla, cansado de nuestras tonterías, volvió a quedarse dormido. Eso nos dio más margen de actuación porque, sinceramente, era complicado concentrarse con el viejo mirándonos fija y acusadoramente. La Muerte por su parte seguí intrigada por nuestro extraño ataque pero, si sabía hablar, no dijo nada. - Esto es lo que haremos dijo el Mono secuestraremos a la Muerte. - Estás loco? dije yo que, al parecer, había adoptado el papel de sensato. - No, no tiene razón. Si secuestramos a la Muerte, nadie morirá. Mi abuelo podrá pasar las Navidades con nosotros y ninguna persona perderá a sus seres queridos durante las Fiestas. - Sería casi como hacer un milagro- matizó Pancho- seríamos héroes. - Pero... no podemos secuestrar a la Muerte! La gente tiene que morir. De eso se trata: vives, mueres. Es un pack. Un dos por uno. Yo contra todos. - Es mi abuelo, no imagino unas Navidades sin él el Bombilla solía jugarme la carta de la compasión con frecuencia y, por desgracia, siempre funcionaba. - Está bien, pero solo tres semanas. Después de Reyes la soltamos. Aún no entiendo porqué cedí con tanta facilidad, pero así fue. Las cosas fueron relativamente sencillas una vez tomada la decisión. Lo bueno de secuestrar a la Muerte es que no te tienes que preocupar de que coma o haga sus necesidades. La dejas atada a la silla y te olvidas. Ni siquiera nos teníamos que quedar a vigilar, teníamos al abuelo del Bombilla a cargo. El hombre no podía levantarse a desatarla y, en caso de que la Muerte intentase algo, le habíamos dejado una campanilla atada al dedo meñique. Solo tenía que agitarla para que acudiésemos en su ayuda. Eso último fue idea del Bombilla, aunque yo siempre dudé que realmente fuese a funcionar. Las cosas fuera de la habitación del abuelo del Bombilla no estaban siendo tan sencillas. Cuando llevábamos una semana de secuestro, empezaron a aparecer noticias raras en los periódicos. Una semana sin fallecimientos Hospitales desbordados Las empresas funerarias en crisis A mí no me preocupaban mucho las empresas funerarias. No me parecía bien que alguien pudiese beneficiarse del sufrimiento ajeno y, sinceramente, lo de la crisis me parecía exagerado. No se puede estar en crisis por una sola semana sin ingresos. Tampoco me parecía tan grave lo de los hospitales. A fin de cuentas, estaban para acoger a los enfermos. Si no tenían camas, que pusiesen más. Mis amigos estaban de acuerdo conmigo. Solíamos pasar las tardes en la habitación del abuelo del Bombilla, leyendo las noticias que, sin saberlo, mencionaban nuestro secuestro. Era lo más parecido a ser famosos que jamás habíamos experimentado. Luego comíamos patatas fritas hasta que nos dolía el estómago. Alguna vez le ofrecimos a la Muerte, pero nunca quiso. No era muy simpática. Nos dimos cuenta de la gravedad de la situación cuando el secuestro ya duraba dieciocho días. Todo fue una mañana, cuando sonó la campanilla. Subimos todos rápidamente a ver qué había pasado y nos encontramos con un terrible espectáculo. El abuelo del Bombilla había intentado ahogarse con el hilo que le habíamos atado al dedo. Evidentemente, no lo había conseguido: a fin de cuentas, la Muerte seguía bien atada a la silla pero aquello nos hizo recapacitar. Algo no funcionaba en nuestro plan. - Por qué crees que lo habrá hecho? dijo el Mono. - Sufre. contestó Pancho. - Pero esta vivo, no? Eso es lo que importa. Intervine yo. - Hay veces que estar vivo duele- sentenció el Bombilla, que a veces soltaba unas frases que te dejaban sin habla Deberíamos ir al hospital y ver qué está pasando. Jamás habría imaginado que el desbordamiento del hospital pudiera llegar a tal magnitud. Las habitaciones, habitualmente de dos pacientes, ahora tenían tres. Había camas en los pasillos y las enfermeras corrían de un lado a otro, frenéticas. Aquello era un caos. Había personas que, tras sufrir un accidente de coche, se habían quedado tan destrozadas que no podían ni respirar sin sentir un dolor indescriptible. Lo normal hubiese sido que esas personas muriesen en el acto pero la muerte no estaba allí para llevárselos y habían sobrevivido. Eso sí, el precio de aquella pequeña prórroga era demasiado elevado. Había gente muy mayor, cuyos cuerpos se habían rendido hacía días. Estaban en un estado entre la vida y la muerte, padeciendo lo inimaginable y mirando al techo en busca de alivio. Su fatigado cerebro no alcanzaba a comprender el motivo de aquella agonía. Había pacientes terminales cuyas enfermedades ya habían vencido la batalla, pero que seguían respirando por razones que desconocían. Su padecimiento era tal, que ni la morfina conseguía calmarlo. Entonces lo comprendí todo. No habíamos salvado a aquellas personas librándolas de la muerte: las habíamos torturado. La Muerte no era la mala de la historia, era solo una parte más del proceso. Todo era una cadena, un engranaje y nosotros habíamos quitado la última pieza. Ahora el circuito estaba incompleto y las consecuencias eran nefastas. No necesitamos hablar mucho. Fue más bien una mirada común y un gesto de asentimiento. El Mono, Pancho, el Bombilla y yo regresamos a la habitación para liberar a la Muerte. Después, todo volvió a la normalidad. El entierro del abuelo del Bombilla fue el día de Reyes. Mi amigo estaba en paz porque, por fin, había comprendido. Todos estuvimos allí para apoyarle. Recuerdo que, por primera vez, vi a mis amigos llorar. Fue un día difícil, pero lo superamos juntos. Años más tarde, en mi último día de vida, pude ver a mis familiares sufrir ante la idea de mi pérdida. Quise contarles esta historia, la historia de las Navidades que secuestramos a la Muerte para hacerles comprender que yo ya estaba preparado, pero me falló la voz. Comprendí muchas cosas entonces, lo comprendí todo. Entonces alcé la mirada. Ella estaba allí, tal como la recordaba. Me sonrío con complicidad, como una vieja amiga con la que compartes un secreto. Se acercó a mí y, antes de que pudiera devolverle la sonrisa, cerró mis ojos para siempre. Por primera vez en mucho tiempo, mi alma se llenó de paz. 50 xxii edición mari puri expréss relato corto relato corto xxii edición mari puri expréss 51

5 3 er premio por encima de mi hombro 3 er Premio de relato corto Categoría B Ana Morcuendez Díaz Por encima de mi hombro Supongo que lo mejor es que me presente. Sobre todo si vas a leer mi historia. Me llamo Daniela, tengo 23 años y vivo en Madrid, concretamente en Torrejón de Ardoz. Y me encanta leer. Desde hace unos cinco años, todas las mañanas hago el mismo trayecto. Todas, excepto los domingos y, aunque parezca raro, ya casi me conozco a la gente con la que coincido cada día. Siempre subo en el mismo vagón, el tercero empezando por la cola, que es el que más cerca está de mi salida. Como yo, esa gente sube cada mañana en el mismo compartimento. Te pongo en situación. En él van una madre y sus dos hijos. Ella siempre va arreglada, perfectamente maquillada y oliendo a un exclusivo perfume, y sus hijos, recién peinados y bastante relajados para su edad (ninguna de los dos aparenta superar los seis años). Cada día que les veo me pregunto a qué hora se habrán levantado. Una muchacha más joven que yo (calculo que de unos 20 años), con el pelo castaño y alborotado. Me atrevo a asegurar que ella madruga menos para peinarse. Viste de forma moderna, con pantalones caídos y camisetas con dibujos originales. Siempre va leyendo y me llama la atención que forre todos sus libros con papel de periódico, no sé si para conservarlos o para que nadie sepa lo que lee. Unos compañeros de trabajo. Sé que lo son porque siempre hablan de lo sucedido el día anterior en su empresa. Él es moreno, atractivo y viste con estilo; ella también es muy guapa, tiene unos ojos grandes y unos labios perfectamente perfilados. Juraría que él la desea, porque le dirige una mirada brillante y con demasiada frecuencia se le van los ojos a sus labios, a pesar de sus manifiestos intentos por evitarlo. Estoy realmente convencida de que desea besarlos y ella ni siquiera se ha percatado. En ocasiones, cuando él habla, ella mira distraídamente en otra dirección. Me pregunto qué pasaría si él le confesara lo que siente. El señor mayor es mi preferido. Por su edad debería estar jubilado. De hecho, tal vez lo esté. Pero cada mañana, a la misma hora (temprano, he de añadir), coge el mismo tren que yo. Me pregunto qué tendrá que hacer a esas horas. Es sumamente caballeroso, cede el asiento a cualquiera y, si se encuentra junto a la puerta, pulsa el botón para abrirla si alguien quiere salir. Me encanta que existan hombres así. Al fondo del vagón siempre se coloca un pequeño grupo de amigos. Según va haciendo paradas el tren, se van incorporando nuevos miembros. Tanto los chicos como las chicas visten uniforme de escuela, hablan alto y se ríen a carcajadas y, aunque muchas mujeres les miran recelosas o intentan fulminarlos con la mirada, me gusta verles tan contentos desde por la mañana. Sobre todo a esas horas en las que sólo piensas en lo a gusto que estarías en tu cama. Evidentemente hay mucha más gente en el vagón, cada día sube y baja mucha gente de él, unos tristes, otros con sueño, algunos contentos e, incluso, alguno que ha bebido más de la cuenta. Hay sobre todo, pero durante este tiempo han sido los arriba descritos los que más han llamado mi atención. Mi trayecto dura una media hora. Subo en Torrejón y bajo en Atocha. Normalmente voy leyendo, pero hay días en los que el cansancio me vence y me paso el camino mirando sin ver. Hace un tiempo, iba en el tren cuando subió él. En un primer momento no me percaté, por lo tanto no sabría decir en qué parada subió. Yo estaba cautivada por mi última adquisición literaria, a lo que hay que añadir que suelo leer con los cascos puestos, música lenta y bajita que me ayuda a aislarme del murmullo que me rodea y a concentrarme más en mi lectura. Se acercó a mí y, con una sonrisa, me preguntó si estaba ocupado el asiento contiguo. Le miré un instante para decirle que no, que estaba libre, o al menos eso creía yo. Volví la vista al libro que tenía entre mis manos, sin hacerle el menor caso. En algún momento noté como, a medida que avanzaban las estaciones, él iba aproximándose más a mí, hasta alcanzar a leer por encima de mi hombro. Aquel día iba leyendo un libro conocido, de esos que los autores, tras conseguir un notable éxito con la primera entrega, alargan con un segundo volumen. Pero yo aún iba por la primera parte. Al principio pensé que era simple curiosidad, ya que a veces, la gente se aburre soberanamente e intenta leer lo que tiene entre manos su vecino de asiento (aunque nunca he entendido muy bien el por qué de ese interés). Entretanto, llegué a mi parada y, como de costumbre, salí disparada, con el bolso en una mano y haciendo malabares con el mp3 y el libro en la otra, intentando no dejarme nada por el camino. A la mañana siguiente volví a mi ritual. Esta vez casi pierdo el tren, pero lo cogí por los pelos. Una vez sentada, empecé a sacar todos mis bártulos y retomé mi lectura. Tras unos minutos, noté que alguien se sentaba a mi lado y que poco a poco se acercaba a mí. Por el olor percibí que era el mismo chico que el día anterior, pero no llegué a girarme, ya que le tenía tan cerca que me ruborizaba la idea de poder darme de bruces con él. Siguió leyendo por encima de mi hombro, y yo, al igual que la mañana anterior, le dejé. Al llegar a mi parada volví a salir con prisa, pero esta vez me dio tiempo a girarme levemente, lo suficiente para poder verle. No sé si fue mi imaginación, pero estoy segura de que me sonrió. Era moreno, alto y de espaldas anchas. Tenía una sonrisa blanca y perfecta, de esas que crees que sólo existen en la televisión, que hacía juego con sus ojos negros, intensos y dulces a la vez. Durante un par de semanas los acontecimientos se repitieron sin variaciones. Empezaba a ser una costumbre: yo buscaba dos asientos libres para que cuando él subieses pudiera sentarse a mi lado, embriagarme con su perfume y seducirme por la proximidad de su respiración. A lo largo de esos días no nos dirigimos la palabra ni nos miramos, hasta que yo abandonaba el vagón a toda prisa y me giraba en la puerta para sonreírnos. He de reconocer que empecé a tomar mayor conciencia de cómo iba vestida y peinada. Alguna vez llegué a pensar que quizás me despertara a la misma hora que la madre y los niños de mi vagón. Dedicaba más tiempo a cepillarme el pelo, me maquillaba ligeramente y usaba el mejor de mis perfumes. Esto hacía que poco a poco me fuese sintiendo más segura, más guapa y, por qué no decirlo, más sexy. Los días pasaban y yo avanzaba en mi lectura. El libro estaba casi llegando a su fin. Una mañana, cuando pasaba una hoja, me rozó levemente la mano y, dirigiéndome una espléndida sonrisa, me dijo: Aguarda un momento antes de pasar la página, que es la penúltima y aún no he terminado. El roce de su mano sobre la mía me provocó un vuelco del corazón, que empezó a latir más rápido de lo que jamás había llegado a imaginar. Durante un instante pensé que si hablaba se me iba a salir por la boca, por lo que no dije nada. Me hubiese encantado dirigirme a él, ser capaz de presentarme o de decirle cualquier cosa, pero en el momento en el que empecé a serenarme sonó el pitido que anunciaba el cierre de las puertas del vagón, lo que hizo que levantara la vista y saliera de mi ensimismamiento, reaccionando con el tiempo justo para salir corriendo y apearme en mi estación. Esta vez no me dio tiempo a girarme para verle. Estuve toda la mañana dándole vueltas, recordando la situación, imaginando qué podría haberle dicho, fantaseando con la conversación que podríamos haber mantenido. Finalmente llegué a la conclusión de que no sabía qué iba a decirle al día siguiente, pero estaba decidida a no dejar pasar otra oportunidad: tenía que decirle algo. Esa mañana desperté más temprano de lo habitual, tal vez porque los nervios cumplieron la función del despertador. Elegí con cuidado mi ropa: una camiseta azul con un escote discreto en forma de V y unos vaqueros algo desgastados pero que seguían sentándome igual de bien que el primer día. Me maquillé a conciencia, me puse algo más de máscara de pestañas, un toque de colorete (mientras lo hacía me sonreí al pensar que seguramente no me hiciera falta al verle) y el perfume más exclusivo que tenía, aquel que sólo uso en ocasiones muy especiales. Nerviosa como si tuviese un examen en el que me jugase todo, busqué como de costumbre, los dos asientos libres. Al poco entró y me puse aún más nerviosa. Ese día no llevaba libro, pero de todas formas mantuve la mirada baja. No tenía muy claro qué decirle, a pesar de que desde el día anterior había repetido una y otra vez cada palabra hasta memorizarlas. 52 xxii edición mari puri expréss relato corto relato corto xxii edición mari puri expréss 53

6 3 er premio por encima de mi hombro En ese instante el vagón frenó en seco. Estábamos atravesando un túnel y durante unos segundo nos quedamos a oscuras. Cuando volvió la luz y reanudamos el trayecto, yo seguía con la mirada fija en el suelo. Por fin me armé de valor para soltarle todo aquello que había estado preparando. Me giré hacia él y no estaba! No está! Dónde se ha metido?? grité en mi interior contrariada. siones importantes. Volví al andén. Volví al vagón. Le guardé un sitio junto al mío y comencé a leer su novela (ahora mía, nuestra). Pero él no volvió. Ni aquella mañana ni las siguientes. Todas estas mañanas he guardado su asiento junto al mío, pero no ha vuelto. Empecé a leerme otro libro, a pesar de las ganas que tenía de leer la novela, pero realmente sin él perdía, no tenía ganas de seguir la historia. Accésit local de relato corto Categoría B Pablo Quero Rodríguez Naufragio en altamar En ese momento alguien me rozó el hombro y me giré esperanzad. Es él, pensé. Pero no, no era él. Era la joven que veía cada mañana con su libro forrado, que me sonrió y me dijo: Perdona, es tuyo el libro? Está libre el asiento?. No entendí qué me decía, por lo que me giré siguiendo la dirección que señalaba su mano, hacia su asiento, el de él. Ahí estaba la segunda parte de mi novela. Mientras la chica me observaba, me limité a coger el libro con una expresión confusa que dudo que ella percibiera, ya que se sentó y se sumergió en la lectura que ocultaban las páginas del periódico. Tras recuperarme de la sorpresa inicial, abrí la primera hoja. En ella había una dedicatoria. Bueno, algo es algo, pensé. Con una perfecta caligrafía estaba escrito: Me ha encantado releer contigo mi libro favorito. Ésta es la segunda parte. Dejo que la leas sola. Te gustará aún más que la primera. Gracias por compartir conmigo tus mañanas. Tu fiel compañero de viaje, L. Recorrí cada letra con mis dedos, añorándole, intentando entender por qué se había marchado. Cerré el libro. La siguiente era mi parada, así que cogí el bolso en una mano y el libro en la otra, y, al bajarme, miré hacia atrás instintivamente, pero junto al hueco que yo había dejado seguía sentada la misma chica. Pasé el resto del día dándole vueltas a los que podría haber pasado. A la mañana siguiente volvía a despertarme ilusionada: le daría las gracias, sin duda, por aquel inesperado regalo. Seguiría leyendo por encima de mi hombro? Después de las gracias, hablaríamos de algo? Qué nombre se esconde detrás de esa inicial?... A pesar de releer una y otra vez la dedicatoria, no me había percatado de la parte que rezaba Dejo que la leas sola. Volví a buscar en mi armario una prenda que resaltara algo de mí. Volví a maquillarme cuidadosamente y a usar el perfume de las oca- Fueron pasando las semanas y poco a poco dejé de tener esperanzas de verle, dejé de arreglarme tanto y he vuelto a la monotonía de mis compañeros de viaje fieles de verdad. También he dejado de mirar atrás al cerrarse las puertas en mi parada. Una mañana al salir de casa me acordé de que el día anterior había terminado el libro que estaba leyendo y como no tenía ningún otro a mano cogí el suyo, bueno, el nuestro de alguna forma. Había pasado algo de tiempo y a pesar de que seguía acordándome de él, la lectura empezó a engancharme. Hoy, al volver a casa he terminado el libro. Me he llevado una grata sorpresa, tras la última página había algo escrito a mano: Ahora no nos dará tanta vergüenza hablarnos, tenemos un tema del que partir, la novela. Siempre había sido mi preferida, pero compartirla contigo ha hecho que aún me guste más, casi tanto como tú. La espera se me ha hecho interminable, pero me alegro de que la hayas terminado. Dime que parte te ha gustado más Lucas. El corazón se me ha parado, mis pulmones han olvidado volver a llenarse de aire y las manos han empezado a sudarme. Por un segundo he mirado a mi alrededor, buscándole, como si acabase de escribir aquello y aún estuviese ahí. No estaba. Y el pitido que aquel día tanto odié, ha vuelto a sonar y yo, he tenido que volver a correr para bajarme en mi parada. Esta vez, no me he girado al salir. Sabía que no estaría. Durante el camino a casa, no he parado de sopesar qué hacer. Hace ya un par de meses que me dejó el libro en el asiento. Pensará que no me interesa? Tal vez ya ni siquiera tenga ese teléfono. Y si fue algo pasajero? Y si, al pasar los días, se ha dado cuenta de que fue una locura?. Mil y una preguntas se me han pasado por la cabeza desde que leí la nota del final. Ahora estoy en mi cuarto, tumbada en la cama, pensando que decirle cuando descuelgue. Va por el segundo tono Cuando abrí los ojos no pude dar crédito a lo que con ellos pude ver. Volví a cerrarlos y repetí la misma acción esperando despertar de un sueño, pero eso nunca pasó Oteando el horizonte no logré encontrar ningún resquicio de supervivencia. No tenía ni idea de cómo había podido llegar a esta situación. Lo último que alcancé a recordar es que me metí con Patricia en la cama del camarote y no podía acordarme de más. Este crucero que nos regalaron mis padres como regalo de bodas prometía ser el viaje de nuestras vidas, y pensando en eso de repente se me vino el mundo encima Dónde estará Patricia? Me desperté en una balsa yo sólo en medio del océano y sin poder recordar porqué estaba allí ni cómo había llegado. La única posibilidad que en ese momento pasó por mi cabeza fue la de que el barco hubiera naufragado, pero por más que busqué algún rastro del mismo no pude ver más que agua y más agua, lo que me pareció extraño. Si hubiera naufragado un barco tan grande tenía que dejar restos y supervivientes. Y cómo había logrado escapar en una balsa yo sólo sin poder acordarme luego de nada? En este momento todo me pareció un gran interrogante. Si no había naufragado porqué estaba aquí? Nunca he sido sonámbulo, así que no me entraba en la mente que hubiera cogido yo la balsa y echarme a la mar mientras dormía. De repente se me planteó otra pregunta que me preocupó aún más. Cuánto tiempo llevaba dormido? Con tantas preguntas y buscando algo que no fuera agua alrededor de la balsa ni siquiera me di cuenta que estaba con el pijama puesto y lógicamente no llevaba nada encima más que la cadena que siempre llevaba al cuello. No pienso que estuviera mucho tiempo dormido, pero en esos momentos veía todo tan confuso que ya no tenía claro si había estado durmiendo horas o días, con lo que se me planteó otra vez la teoría del naufragio. Si llevaba mucho tiempo durmiendo podía haberme alejado tanto de los restos del barco como para no ver nada, pero eso me volvió a angustiar pensando en Patricia. No es posible que me hubiera ido yo sólo en la balsa dejando a personas en el barco, y lo que era completamente imposible es que me hubiera ido sin Patricia. Era mi vida, lo que más quería y por ella daría la vida si fuera necesario. Si la hubiera pasado algo no me lo podría perdonar jamás. De repente me dieron ganas de tirarme al agua y acabar con todo ya, olvidarme de tantas preguntas y que terminara ese suplicio por fin. Lo único que me mantuvo con ganas de vivir y dentro de la balsa era la posibilidad de que ella estuviera bien y a salvo en el barco y que fuera yo sólo el que estuviera en esta situación. Si es así ella no pararía hasta encontrarme. Tenía claro que ella movería cielo, mar y tierra hasta dar conmigo porque yo habría hecho lo mismo por ella. Tenía que hacer algo para supieran donde estaba. Empecé a buscar por todos lados dentro de la balsa y de repente se me iluminaron los ojos. No sé cómo no lo había visto antes. Buscando restos en el agua ni siquiera me propuse buscar dentro de la propia balsa. En un hueco había una caja con un botiquín de primeros auxilios y detrás de la caja una pistola de bengalas. Pensé que eso podía ser mi salvación, rápidamente la cogí y vi que había tres bengalas. La verdad es que yo lo más parecido a una pistola que había cogido en mi vida era con un juego de la nintendo cuando era pequeño. Cuando me tocó hacer la mili pedí prórroga por estudios, y cuando dejé de estudiar pedí hacer la objeción. Cuando me tocó hacer la objeción volví a pedir una prórroga y al final se acabó tanto la mili como la objeción. El caso es que desconocía cómo se cargaba, pero no tenía que ser muy difícil. Cuando por fin lo conseguí apunté hacia el cielo y apreté el gatillo. No pasó nada. Algo tenía que haber hecho mal. De repente me di cuenta que en un lateral de la pistola había una palanca pe- 54 xxii edición mari puri expréss relato corto relato corto xxii edición mari puri expréss 55

7 accésit local naufragio en alta mar accésit local naufragio en alta mar queñita, claro, eso podía ser el seguro. Giré la palanquita y volví a repetir la misma acción de antes, pero esta vez con el resultado deseado. La bengala subió y subió hasta que no pudo más y comenzó a bajar lentamente dejando un reguero de luz. Esperaba con todas mis ganas que alguien pudiera ver la bengala, y con más ganas aun que ese alguien fuera Patricia. No podía dejar de pensar en ella. Intenté calmar mi angustia pensando que estaría a salvo en el barco buscándome, pero realmente no estaba seguro de nada. Esperé y esperé impaciente que alguien hubiera podido ver la bengala y viniera a salvarme, pero todo fue en vano. Por mi cabeza volvió a pasar la idea de acabar con todo ya con un salto al agua, pero algo me lo impedía. Ese instinto de supervivencia que todos los seres vivos tenemos me hacía aferrarme a la balsa, y sobre todo la esperanza de que Patricia todavía estuviera viva me impedía acabar con mi vida. Sin ella no me merecía la pena seguir con vida, pero si ella estuviera a salvo no soportaría perderme, así que, aunque suene extraño, lo que me seguía dando fuerzas para vivir es no hacer daño a Patricia. Decidí intentarlo de nuevo con una bengala. Esta iba a ser la última bengala que podría tirar a lo loco a ver si alguien la veía. La otra que me quedaba la tendría que reservar por si pasaba un barco o un avión, ya que no tenía otra manera de hacerme visible. Volví a cargar la pistola y, apuntando hacia el cielo, disparé de nuevo una bengala. Deseé con todas mis fuerzas que este intento sirviera para algo, pero más tarde me daría cuenta que no serviría para nada. Empecé a notarme cansado y sediento. La verdad es que no tenía en la balsa ni comida ni agua, y si alguien no me encontraba en breve, acabaría muriendo en ella. He leído que una persona puede aguantar hasta ocho días sin comer nada, pero sin beber no creo que aguantara ni dos. Encima ese maldito calor no me ayudó nada. Mojé la camiseta del pijama y me la puse en la cabeza por lo menos para refrescarme un poco, pero cuanto más pensaba en que no tenía nada para beber más sed me entraba. Hasta este momento estuve más centrado en mis propios pensamientos y la verdad es que no había sentido sed, pero bastó pensar en ello para que resultase angustiosa la falta de bebida. Me pareció un poco irónico que fuera a morirme de sed cuando lo único que podía ver a mi alrededor era agua, pero intente pensar en otras cosas para que no me resultara tan pesado. Sólo podía pensar en una cosa: Que habrá sido de Patricia? No sabía ni siquiera el tiempo que llevaba en esa balsa y ni siquiera había sido capaz de averiguar cómo llegué a la balsa ni como me alejé del barco, si es que todavía estaba a flote, pero si se hubiera hundido debía de haber más supervivientes, y no se veía ni rastro ni de supervivientes ni de restos del barco. Cada vez me resultaba más probable la posibilidad de que me hubiera ido yo sólo del barco cogiendo una balsa, pero por qué iba a haber hecho eso? Era un barco muy grande, y alguien tenía que haberme visto llevarme la balsa. No me lo habrían permitido, además las balsas me acuerdo que las vi colgadas de unas cuerdas y yo no tenía ni idea de cómo bajarlas de ahí. Aun habiendo conseguido salir sin que nadie se diera cuenta, cómo es posible que no recordara nada de nada? Tendría amnesia? El caso es que todo lo anterior lo recordaba perfectamente. Recordaba perfectamente el día que conocí a Patricia. Trabajaba de comercial para una empresa de ordenadores y ella estaba en la recepción de una empresa que visité un día para enseñar nuestros productos. La verdad es que fue verla y olvidarme completamente de lo que iba a exponer. Fue un flechazo, y más tarde Patricia me dijo que a ella la pasó lo mismo. Cuando terminé la exposición conseguí el valor suficiente para ir a recepción y darla mi teléfono, y poco después ella me llamó. Recordaba también perfectamente el día de nuestra boda. Estaba todo el mundo, mi familia, mis amigos de toda la vida, hasta los jefes de Patricia a los que intenté vender ordenadores cuando la conocí. Fue una boda perfecta. Me acuerdo la cara de Patricia cuando vio el regalo de mis padres. Ella nunca había viajado, así que en este crucero iba a ser la primera vez que saliera de España. La verdad es que el viaje prometía, pero cómo iba a imaginarme que acabaría así. El sol comenzó a ocultarse detrás de las nubes, lo que me permitió volverme a poner la camiseta. No tenía mucha pinta de que fuera a llover, pero yo estaba deseando que pasara. Si llovía por lo menos podría quitarme momentáneamente esta angustiosa sed, pero por otro lado el mar se encresparía. Ya todo me daba igual, si no llovía acabaría muriendo de sed igualmente, así que, aunque nunca he sido creyente, estaba deseando que toda mi vida hubiera estado equivocado y si existiera un ser superior que se apiadase de mí, aunque siendo realista, ni siquiera en esos momentos llegué a tener fe. En mi opinión dios fue un invento del hombre para intentar explicar las cosas a las que no se veía explicación o a las que se tenía mucho miedo, como la muerte. Haciendo pensar al pueblo que después de la muerte existía otra vida y que sólo se alcanzaría siguiendo ciertas normas conseguían tenerlos mucho más controlados. La verdad es que yo pensaba que después de mi muerte en el único sitio que iba a existir es en el estomago de miles de peces, lo que me hacía aferrarme a la balsa aún más. A pesar de mi falta de fe parecía como si alguien hubiera escuchado mis pensamientos, ya que de repente empezaron a caer pequeñas gotas de agua del cielo. La verdad es que nunca he agradecido tanto ver caer agua del cielo. Me quité el pantalón y la camiseta y los estiré intentando que se mojaran lo más posible con el poco agua que caía, a la vez que abría la boca mirando hacia arriba con la falsa esperanza de poder beber algo, pero en muy poco tiempo se fueron las nubes y volvió el asfixiante sol. Cuando paró de llover estrujé el pantalón encima de mi boca dejando que cayeran unas pocas gotas que había absorbido, y poco después hice lo mismo con la camiseta, aunque eso fue un gran error. No me acordé que previamente había mojado la camiseta con agua de mar, y nada más tocar el agua mi paladar comencé a toser y escupir intentando quitarme ese asqueroso sabor a sal. Casi tenía más sed que antes, pero por lo menos esperaba haberme hidratado un poco. Comenzó a anochecer y me tumbé boca arriba en la balsa. La verdad es que me encontraba muy cansado, pero por más que intentaba dormir no podía hacer otra cosa más que pensar en Patricia. Recordé mi primera cita con ella. Dos días después de darla mi teléfono me llamó, me habría gustado estar enfrente de un espejo para ver mi cara en ese momento, ya no esperaba que se pusiera en contacto conmigo. Desde que le di el teléfono no me separé de él esperando su llamada, y ya me parecía poco probable, pero afortunadamente me equivoqué. Al final quedamos en una cafetería cerca de su trabajo, y la verdad es que la primera cita fue mucho mejor de lo que podía esperar a pesar de que no hicimos nada más que hablar, pero con una mujer como Patricia tenía que tomármelo con calma. Descubrimos que teníamos muchas cosas en común, incluso estábamos leyéndonos el mismo libro, Un mundo feliz de Huxley. El caso es que quedamos de nuevo para el día siguiente, pero esta vez en mi casa, y esa noche me la pasé en blanco pensando en ella. En la balsa me estaba pasando lo mismo, pero no por el nerviosismo que tuve en esa ocasión, sino por la posibilidad de no poder a verla nunca más. Eso me atormentaba terriblemente No podía quitar de mi mente sus ojos azules, cristalinos como el agua, que me hipnotizaron desde el primer instante que los vi. Su pelo negro como el carbón hacía juego con su tez morena, con rasgos casi gitanos, que hacía intuir su ascendencia andaluza. Su familia había vivido durante muchas generaciones en un pueblo de Jaén llamado Porcuna, pero se vinieron cuando ella era pequeña a vivir a Torrejón de Ardoz. Por su forma de hablar parecía haber nacido en Madrid, como yo, ya que no tenía ningún acento andaluz. El caso es que no podía dejar de pensar en ella y, a pesar de tener bastante sueño, eso me impedía pegar ojo. Sólo esperaba que estuviera a salvo. Ya era completamente de noche y la única iluminación que tenía era la luna que en ese momento me recordaba a la bandera de unos cuantos países musulmanes, ya estaba en cuarto creciente y dejaba intuir una enorme C en el cielo. La verdad es que el manto de estrellas que me cubría en ese momento era impresionante, y de haber estado en otra situación habría deseado que se detuviera el tiempo, pero en ese momento lo único que deseaba era estar con Patricia. De repente pensé en gastar la última bengala. De noche sería mucho más fácil que la pudiera ver algún barco o avión, pero si la gastaba no tendría forma de hacerme visible si veía yo alguno más adelante. Ya todo me daba igual, decidí jugar mi última carta, agarré fuertemente la pistola de bengalas y disparé con decisión mi última oportunidad de ser visto. Tenía todas mis esperanzas puestas en esa bengala. Esperé impaciente ver algún signo de vida por cualquier lugar, esperé y esperé, pero todo fue en vano. Ya no veía motivos para seguir viviendo, no sin Patricia, así que decidí tirarme al agua. Buceé lo más profundo que pude hasta que no pude más, pero fue inútil. Tuve que subir cuando me quedé sin aire. Quería morir, pero en el último momento no tuve valor para quitarme la vida. Volví a la balsa y me quedé tirado en ella. Estaba casi sin aliento y empapado, pero aún así poco a poco me fui quedando dormido. Me despertó la voz de Patricia. No me parecía posible, pero así fue. Su voz me dejó todo claro, y a la vez me partió el corazón. Toda mi aventura fue grabada por cámaras de televisión. Patricia, mis padres, los viajeros del crucero, todos habían participado y yo fui la estrella de un nuevo reality show. Hubiera preferido un naufragio de verdad. 56 xxii edición mari puri expréss relato corto relato corto xxii edición mari puri expréss 57

8 accésit local cuando tres son multitud Accésit local de relato corto Categoría B Alexandra Martín Sánchez Cuando tres son multitud Rondaban las 16:15 cuando María le echó de menos. - Dónde está? Sé que lo sabes- me preguntó indignada. Yo intenté disimular encogiéndome de hombros. María acababa de llegar a casa y en lo primero en que pensó fue en verlo a él y así estaban las cosas desde que él viniese a vivir con nosotros hacía casi un año. - Sé muy bien que no le aguantabas, a mí no me engañas. Sé que le has hecho algo y lo averiguaré. Como todas las mañanas, María debía abrir la tienda a las 9:00. Cuando se marchaba, el silencio en la casa era absoluto. Aquel día yo lo tenía libre. Me levanté de la cama y tomé mi desayuno habitual, café con tostadas. El calendario de la pared me recordó que hacía varios días que no pasábamos sus páginas. Una paloma en el alféizar de la ventana captó mi atención y me asomé a la calle desde la terraza, como tantas otras veces había hecho. Nunca me gustaron las alturas, aunque aquel décimo piso había dejado de impresionarme hacía tiempo. Tenía todo y cuanto necesitaba. No lo había consultado con nadie, pues sabía que tratarían de disuadirme y la decisión ya estaba tomada. Todo sería mejor así aunque, seguramente, María nunca lo entendería. Tal vez, incluso, nunca pudiera perdonármelo. Saqué el esparadrapo y la cuerda y me puse los guantes de cuero. Fue realmente fácil encontrarme con él a solas, sólo tuve que esperar a que ella no estuviera en casa. Él dormía desde hacía once meses y cuatro días en el cuarto de invitados. Entonces, María había dicho que sería algo temporal, como mucho un mes o dos, hasta que encontrara un hogar, una estabilidad. Decía que debíamos ayudarle porque no tenía a nadie más en el mundo y sólo podía contar con nosotros. Yo entonces accedí, la hospitalidad es una virtud de la que no carezco, pero él había conseguido acabar con mi paciencia. Me hacía la vida imposible, despertándome con sus voces a medianoche, aprovechando cualquier oportunidad para reírse de mí y no parecía haber nada que le hiciese disfrutar más. Tenía un vocabulario muy rico en insultos que sólo empleaba conmigo y se cuidaba de no utilizar siempre que estuviese María presente, la cual estaba encantada con tenerle en casa. No siempre fue así. Al principio, todo era muy distinto. Aunque la convivencia casi nunca fue fácil, manteníamos una relación cordial y, lo más importante, existía un respeto mutuo. Cómo habíamos llegado a esta situación y qué había hecho yo para merecer semejante castigo, eran dudas que se paseaban por mi cabeza cada día desde que llegó. Aunque me acerqué a él sigilosamente, se percató de mi presencia y se despertó con sobresalto, dándome los buenos días de la manera que él acostumbraba: - Tú!...maldito inútil escoria Actué con rapidez, con la frialdad de quien lo tiene todo calculado. Sin que me temblase ni un momento el pulso, corté un pedazo de esparadrapo. Él reía. Impresionante su frialdad! Entonces, me precipité sobre él. Aunque conseguí cerrarle el pico con el esparadrapo, aún pudo oírse el murmullo de la risa ahogándose en su garganta. - Al fin callarás, maldito Le miré fijamente y me deleité con la sorpresa que reflejaban sus ojos saltones. Y disfruté de aquel silencio triunfal. - Ya no dices nada, eh? No, ahora hablaré yo. Sabía que no debía dejarme llevar por la ira. Para canalizar mi frustración, había precisado la ayuda de varios profesionales y todos habían coincidido en que le daba demasiada importancia al asunto. No debía focalizar toda mi atención en él. Sin duda no entendían mi situación. Yo tenía la certeza de que él no actuaba por maldad, tan sólo lo hacía a cambio de algo mucho más básico. Simplemente, había encontrado en nuestro hogar una forma de vida cómoda con la que estaba encantado y no tenía intenciones de cambiar. Ahora, se encontraba asustado, sin apenas parpadear, observando cada uno de mis movimientos e inquietándose cuando yo desaparecía de su campo visual. No era joven, pero aún podía tener una larga vida por delante. Tenía un aspecto algo dejado, con un ligero sobrepeso y una incipiente calvicie. Pensé que, quizá, en otras circunstancias, podría haberme caído simpático, pero no en mi casa. Ya nada ni nadie le harían cambiar. Los problemas hay que cortarlos de raíz y, aunque él no era la raíz de mis problemas, ahora debía deshacerme de él. Era tarde para echarse atrás, así que abrí la ventana y le agarré con fuerza. Él forcejeó enérgicamente, pero le sería inútil. En cuestión de segundos, sentí cómo las fuerzas le abandonaban y pareció que los ojos se le saldrían de las órbitas cuando hice que se asomase a la calle desde la ventana. El corazón le latía tan fuerte que hasta me pareció oírlo. Miró hacia el cielo, como quien cree que nunca más volverá a verlo. El inmenso azul inundó sus pupilas dilatadas. Le quité el esparadrapo y, por primera vez en su vida, no dijo nada. Simplemente, permaneció en silencio, aguardando el minuto siguiente. El segundo. Tal vez, pensando en lo valioso que es el tiempo cuando se nos escapa. Entonces, le arrojé por la ventana. Observé cómo caía en picado durante un segundo, quizá menos. Cayó igual que un muñeco de trapo que se sacude inútilmente en el aire, tratando de alcanzar un equilibrio que no existe entre el cielo y el suelo. No quise mirar más y cerré la ventana. No oí voces, ni un solo grito de sorpresa. Sólo el movimiento habitual, cotidiano del vecindario. El mundo no iba a cambiar porque él se hubiese ido. Lo hecho, hecho está, pensé. Creo que incluso sonreí, con satisfacción, a pesar de que una parte de mí sabía que aquello no estaba bien, pues difícilmente sobreviviría. La otra, prefirió pensar que de aquella manera, ganábamos los dos. Cuando volví a mirar por la ventana, me pareció que las nubes abrazaban su vuelo, arropándolo en su largo viaje. Allí fuera no gozaría de una vida llena de comodidades, ya no sería el protegido de nadie. Nadie le serviría la comida en bandeja. Ahora, tendría que navegar sólo. Su futuro era incierto, pero lo había conseguido. Era libre. También yo quise contagiarme de esa sensación y le deseé suerte. Después de todo, sólo era un loro. 58 xxii edición mari puri expréss relato corto relato corto xxii edición mari puri expréss 59

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