El cristianismo en la Hispania antigua. Un esquema cronológico

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El cristianismo en la Hispania antigua. Un esquema cronológico El cristianismo tiene una existencia multisecular en la Península Ibérica. Desde la Antigüedad hasta el presente su importancia ha sido dispar, aunque crucial, en diversos aspectos de la vida colectiva: en las creencias y prácticas religiosas; en organización institucional y política; en la estructuración de la economía y la vertebración social; en múltiples dimensiones de la cultura, como son las costumbres y hábitos sociales y familiares, las lenguas y las letras, la organización del tiempo (laboral, social) y el espacio (mental, arquitectónico, urbano), el gusto estético... A continuación se ofrece una apretada síntesis de la andadura del cristianismo en la Antigüedad peninsular, que remata una bibliografía orientativa. *** Desde finales del siglo III a. C., la entrada en la historia de la Península Ibérica coincide con la irrupción de la civilización romana y la incorporación en ella de las diversas sociedades locales. Este proceso no sigue un plan concreto; tampoco es simultáneo en todo el territorio peninsular, no alcanza idéntica profundidad en todas partes ni atañe por igual a diferentes estratos sociales. Como sucede en resto del ámbito occidental y en parte del mediterráneo, la romanización de las sociedades hispanas es un proceso de larga duración, resultado de un cúmulo de factores, y uno de los que más profundamente van a transformar el mundo antiguo será de carácter religioso. En la Península Ibérica predominan inicialmente múltiples divinidades, cultos y rituales de carácter local, pero también de procedencia europea, africana y oriental. A raíz de la prolongada conquista por Roma se van a agregar, de forma paulatina, cultos romanos, tales como el dedicado a los emperadores vivos y muertos, a la propia Roma o a la tríada capitolina compuesta por Júpiter, Juno y Minerva, y van a aparecer altares dedicados a las divinidades romanas. Estos últimos son, a su vez, una mezcla variopinta de elementos etruscos, latinos y foráneos, dado que, como suele ser la norma en el mundo antiguo, Roma importa dioses de las comunidades conquistadas y a menudo los identifica con los ya existentes. Por 1

añadidura, la civilización romana se muestra muy permeable a diversas influencias de procedencia africana y sobre todo oriental Egipto, Asia Menor, Persia, cuyas religiones son más espectaculares y emocionales y, por añadidura, aseguran la felicidad después de la muerte. En la segunda mitad del siglo I d. C. Roma aplasta la revuelta de Judea, toma Jerusalén y destruye el Templo de Salomón. Basándose en sus comunidades en el exterior y en la red de ciudades y vías de comunicación imperiales, los judíos exiliados y dispersos van a filtrar en el tejido social romano de las urbes de Asia Menor y Grecia, y luego también de Italia, diversas variantes del judaísmo palestino, entre las cuales se cuenta el cristianismo. No obstante, las diversas sectas del judaísmo proponen una religión en extremo exigente que dificulta el proselitismo entre los gentiles (no judíos). Con el tiempo, la variante cristiana del judaísmo va adquiriendo rasgos diferenciales marcados y se revela más flexible en su captación de gentiles; también muestra aptitudes para adoptar, adaptar y asimilar múltiples elementos culturales del paganismo, principalmente del de las regiones orientales del Imperio, tales como creencias y rituales de otras religiones mitraísmo o conceptos filosóficos neoplatonismo. Sin embargo, a mediados del siglo III d. C. el culto imperial romano se convierte en obligatorio y los cristianos, que sólo constituyen una minoría religiosa, pasan a las catacumbas u optan por el martirio. Dada la estrecha conexión de Hispania con Italia, parece razonable suponer la existencia de judeocristianos peninsulares desde el siglo I d. C., si bien la constitución del cristianismo en religión influyente no se verifica hasta bien entrado el siglo III d. C., como parecen demostrar las actas del Concilio de Elvira, que se celebra en Granada a principios de la centuria siguiente. A partir de este momento, pues, el cristianismo se difundiría entre todas las clases sociales de las urbes hispanas, sobre todo entre los ciudadanos pertenecientes a la oligarquía, aunque se ignora por qué vía o vías. Como en otras regiones romanas, la nueva religión tiene en Hispania una implantación y una evolución desiguales; además, sus representantes se sienten muy atraídos por el judaísmo, y el cristianismo no sólo no desplaza, sino que incluso se compagina en ocasiones con los cultos paganos que permanecen muy arraigados tanto en el ámbito urbano como, sobre todo, en el rural, y mantiene una 2

convivencia pacífica con los no cristianos, en el contexto de un clima de sincretismo religioso que será, en última instancia, el factor que hará viable la cristianización de las masas populares. En el siglo IV d. C., mientras el cristianismo continúa su proceso de intensa romanización, el Imperio se cristianiza: en 311 Galerio revoca las persecuciones de que ha sido objeto en diversas fases de la historia de Roma; en 313 el Edicto de Milán de Constantino y Licino garantiza la tolerancia religiosa en todo el Imperio, así como privilegios a la Iglesia cristiana y su clero, pues su religión ya es oficialmente legal; en 325 se celebra en Nicea su primer concilio ecuménico que, presidido por el hispano Osio, establece la supremacía del obispo de Roma y fija el dogma universal o católico frente a las prácticas paganas y las herejías el arrianismo, el maniqueísmo, el priscilianismo. A la sazón, el cristianismo empieza a expandirse más allá de las fronteras imperiales Armenia, Persia. Sin embargo, al igual que no han logrado extirpar el cristianismo, los emperadores romanos se revelan incapaces de suprimir sus herejías e incluso se van a inclinar a favor del arrianismo en contra de los católicos. La situación es grave, pues el Imperio considera el cristianismo como una herramienta para mantenerse unido y fuerte y percibe como una amenaza las disputas doctrinales. Finalmente, en 380 el emperador Teodosio hace del cristianismo católico la religión oficial de Roma, que se convierte así en un Estado imperial monoteísta y teocrático. A resultas de ello se acelera el desarrollo de una Iglesia organizada, centralizada y jerarquizada, la cual distingue entre clérigos y legos, deviene en uno de los grandes propietarios de tierras e inmuebles, y se expande a través del marco territorial y administrativo romano. Al empezar a conllevar relevancia social, los altos puestos en la jerarquía eclesiástica van a ser crecientemente codiciados por personalidades pertenecientes a las minoritarias clases privilegiadas, que conforman el auténtico motor de la implantación del cristianismo romanizado en todo el mundo romano, incluida Hispania, con ánimo de integrar y vertebrar su cuerpo social. El nuevo culto oficial penetra principalmente en el bien comunicado ámbito urbano y contribuye a completar la romanización de la sociedad del Imperio, pues las iglesias locales transmiten la idea imperial romana-cristiana y sus estructuras políticas, económicas, sociales y culturales. A través de sus villas, los terratenientes se 3

ocupan de difundir el nuevo credo religioso en el vasto mundo rural, el cual, no obstante, parece cristianizarse de forma superficial y tiende a permanecer en la periferia, si no al margen, de estos desarrollos, y realiza su propia evolución. En otro orden de cosas, antes incluso de su implantación como religión imperial, el cristianismo se dota de expresión estética propia, que en parte se apoya en técnicas y formas romanas, si bien la escultura, el altorrelieve, la pintura y el mosaico rechazan el naturalismo pagano y difunden los símbolos del nuevo culto mediante escenas bíblicas y de martirio en espacios de culto y sarcófagos. Así, por ejemplo, el sarcófago Receptio animae, en la cripta de la basílica de Santa Engracia (Zaragoza), datado hacia 330 d. C., constituye una adaptación del relieve narrativo romano a las nuevas creencias. Con el andar del tiempo, los cristianos abandonan las catacumbas y adoptan modelos arquitectónicos romanos, tales como la basílica, y levantan asimismo baptisterios y mausoleos. Entre los siglos IV y VI el arte paleocristiano se despliega en Hispania bajo un fuerte ascendiente norteafricano, como parecen poner de manifiesto los rasgos de las basílicas de La Cocosa (Badajoz) y de Bruñel (Jaén), o el mausoleo de Centcelles (Tarragona); también introduce en sus construcciones el arco de herradura, como se observa, por ejemplo, en la iglesia martirial de Marialba (León), que tanta relevancia estética tendrá en las construcciones visigóticas e islámicas posteriores. Cabe destacar, por último, el incipiente desarrollo del arte miniado. *** Tras asaltar y saquear Roma en 410, grupos germánicos y asiáticos llegan a Hispania por los Pirineos. En general, intentan establecerse formando reinos, pero al final se incorporan al mundo local o bien se desplazan hacia las costas africanas, dejando escasa impronta cultural. Sin embargo, la presencia de los visigodos resulta más decisiva, pues se trata de un pueblo germánico que llega parcialmente romanizado, cuyo protagonismo es más prolongado y cuyas intervenciones en lo político y lo religioso gozarán de un eco temporal insospechadamente duradero. 4

Cuando en 476 se desintegra la mitad occidental del Imperio romano, cubren el vacío de poder en Galia e Hispania, donde apenas modifican el modo de vida y las estructuras romanas: mantienen sus núcleos urbanos y sus formas administrativas, dominan las áreas rurales, sus recursos humanos y su producción, y buscan un coexistencia pacífica con las élites romanas locales. Empero, mantienen una separación religiosa y jurídica con los hispanos, puesto que no practican el cristianismo católico, oficial, sino el arriano, herético, ni se guían tampoco por el derecho romano, sino por el germánico. Desde el último tercio del siglo VI los reyes visigodos eliminan estas barreras para que las aristocracias germánica y latina puedan unirse en un Estado ya unificado en lo territorial bajo el rey Leovigildo, tras la incorporación del reino suevo del noroeste peninsular, así como para anular las aspiraciones de los francos y los bizantinos sobre Hispania. Primero Leovigildo intenta la unificación religiosa mediante la conversión general de los hispanorromanos a la fe gótica; el sínodo de la Iglesia arriana reunido en Toledo en 580 propone una solución sincrética, entre arriana y católica, para ver de satisfacer a las dos confesiones del reino. Cuando esta vía fracasa y Recaredo, hijo y sucesor de Leovigildo se convierte al dogma católico a principios del año 587. Dos años más tarde, Recaredo aparece ante el tercer Concilio de Toledo como un rey católico que contribuye a la conversión de los pueblos germánicos godo y suevo; una vez concluido el proceso, ya se presenta como rey defensor de los intereses de la única Iglesia del Reino y le devuelve todo cuanto le había confiscado su propio padre; los obispos y clérigos arrianos, ahora convertidos, se incorporan a la jerarquía de la Iglesia católica en la dignidad y cargo que ostentaran en su propio clero la única dificultad notable en este sentido provenía del hecho de que la Iglesia arriana no había exigido el celibato a sus ministros. Más adelante, en 654, el rey Recesvinto establece un código legal aplicable a toda la población, el Liber Iudiciorum. En el otro lado de la balanza, se inicia la convergencia de los intereses del trono y el altar, parece probable que se destruyeran todos los libros litúrgicos arrianos, y la general tolerancia religiosa de los monarcas arrianos deja paso a la marginación y acoso estatal contra heréticos arrianos, priscilianos, judíos y paganos, en el contexto de una sociedad básicamente rural y superficialmente cristianizada. 5

Las instituciones más importantes de la Hispania visigótica son la Monarquía, el aula regia que la asiste, y los concilios. Estos últimos se reúnen en diecisiete ocasiones bajo la convocatoria, dirección y sanción del rey a fin de que la alta jerarquía eclesiástica discuta asuntos de carácter religioso y también estatal. Por su naturaleza electiva, el trono constituye una fuente de inestabilidad política endémica que, por añadidura, observa una progresiva identificación con el altar desde que los visigodos abandonan el cristianismo arriano y se convierten al niceno. Se incrementa así el peso social, económico y territorial de la Iglesia con la incorporación de antiguos templos y monasterios arrianos y todas sus pertenecias a los católicos; vertebrados todos ellos por reglas la de Isidoro de Sevilla, la de Fructuoso de Braga, estas instituciones organizan la vida rural, mejoran la explotación agropecuaria y crean nuevas aldeas. Todo ello se agrega al hecho de que la desaparición del Imperio romano de Occidente y la ruralización social, económica e institucional que la acompañaba, ya habían hecho de la Iglesia la única depositaria del conocimiento, así como la receptora y preservadora del legado cultural latino clásico, de modo que los templos y los monasterios operan asimismo como centros de cultura a resguardo de la continua inestabilidad política y bélica del período. La influencia y riqueza del clero hispanovisigodo aumentan sin cesar, hasta el punto de que, ya en el siglo VI, la Iglesia forma su propia liturgia, el denominado rito hispánico, también conocido como canto visigótico, que constituye una variante de la tradición del canto llano: utiliza el latín, a capella, con ritmo libre y monódico, y presenta influencias romanas y orientales, principalmente judaicas. Al adoptar la versión nicena del cristianismo, los visigodos hacen lo propio con sus vehículos culturales: se queman los libros arrianos, se adoptan el latín y la escritura toledana al caso, y la lengua gótica prácticamente no deja huellas en Hispania. Por su parte, la tradición literaria hispanovisigoda es la más importante del Occidente latino y el factor cultural más notable de la época, atenta a preservar el legado romano cristiano y a innovar en materia jurídica y teológica. Destacan en dicha tradición Prudencio, Juan de Biclaro, Julián de Toledo, Pablo Orosio autor de Historia contra los paganos, la primera historia cristiana del mundo, e Isidoro de Sevilla (h. 560-636). 6

La obra general de este último deja una profunda huella en la cultura medieval europea e hispana por su voluntad de síntesis entre el saber antiguo y el cristianismo. Etimologías es su obra cumbre, donde pretende clasificar todo el saber de su tiempo y tratar cuestiones cruciales de la época: la necesidad de conocer la cultura grecorromana para comprender la Biblia; la concepción del Estado como defensor de la Iglesia; la sumisión de todos, incluido el monarca, a la ley; la diferenciación entre riqueza privada del rey y patrimonio de la corona; el apoyo a la sucesión hereditaria del trono y a los principios de origen divino del poder y de inviolabilidad de la realeza... Por lo demás, si los contactos comerciales son constantes con África, Francia, Italia y el Imperio romano de Oriente, los culturales se revelan limitados a pesar de su religión común desde 589, y ello porque el Occidente latino está desarticulado y el Oriente bizantino constituye un rival político. La impronta de este último en Hispania no se aprecia, pues, más que en algunas basílicas, mosaicos y esmaltes de temática religiosa, o en la adopción de símbolos imperiales como el ceremonial, la corona y el trono. Al carecer de tradición urbanística, arquitectónica, escultórica y pictórica, los visigodos utilizan edificaciones e infraestructuras romanas y prosiguen la tradición latina y paleocristiana, con escasas aportaciones germánicas, norteafricanas o bizantinas. Capital política y luego también religiosa, Toledo es el centro del arte oficial, marcado, como las letras, por el influjo eclesiástico. Las construcciones más usuales son iglesias de dimensiones reducidas que reutilizan material antiguo e imitan modelos anteriores, aunque con ciertas preferencias, tales como la planta basilical, la cúpula sobre crucero, el ábside recto, la sillería, la cubierta de madera y el arco de herradura. La escultura, por su parte, se limita a bajorrelieves con predominio de las escenas bíblicas o alegóricas. Desde mediados del siglo VII una nueva religión monoteísta, el islam, se propaga desde Arabia por Persia, Siria, Alejandría, Cartago y el Magreb, y los conflictos nobiliarios visigóticos van a propiciar que sus adeptos conquisten también Hispania a partir de 711. En ella, la clase dirigente de muchas regiones pactará con el invasor y/o se islamizará para mantener sus propiedades y privilegios. La única oposición eficiente provendrá de los pueblos norteños, que mantienen fuera del 7

dominio musulmán las franjas cantábrica y pirenaica, en cuyo mosaico de núcleos cristianos, pequeños y aislados, se refugian elementos de la élite civil y religiosa hispanovisigoda, y donde el cristianismo se configura como la principal referencia identitaria de los futuros reinos hispánicos frente al invasor mahometano. Por otra parte, la ausencia de una resistencia mayor y el notable número de conversiones voluntarias al islam parece responder a varios factores: una cristianización superficial de buena parte de la sociedad hispana; la tolerancia musulmana hacia los denominados pueblos del Libro, judíos y cristianos; el agotamiento social ante la intolerancia religiosa de las autoridades visigodas y ante las grandes desigualdades sociales y económicas; el importante volumen de población esclavizada y forzada a combatir en los ejércitos godos, y que quizá esperara mejores circunstancias bajo un nuevo gobernante Tras una breve existencia, el reino hispanovisigodo se colapsa, pero deja una impronta de proporciones míticas y carácter mesiánico: Uno de los tópicos más conocidos de nuestra historiografía, ya presente en las crónicas alfonsinas del siglo IX, consideraba que la nación española se forjó con la unidad territorial, política y religiosa del reino visigodo de Toledo, que su legítimo continuador era el reino astur, y que a éste correspondía, por tanto, la misión de restablecer su hegemonía sobre toda la Península, expulsando de la misma a los intrusos musulmanes (Fernández 428). En suma, la imagen de un reino cristiano, latino, unificado e independiente, con capital en Toledo, constituirá la base de la ideología medieval cristiana de reconquista de aquella «Hispania perdida». Bibliografía Barceló, P., y J. J. Ferrer. Historia de la Hispania romana. Madrid: Alianza, 2007, 270-80, 332-42. Bozal, V. Historia del arte en España. Madrid: Istmo, 1972, 40-2, 45-6. Fernández, J. Los orígenes del cristianismo hispano: Algunas claves sociológicas. Hispania sacra, vol. 59, nº 120 (2007): 427-58. Johnston, Harold W. La vida en la antigua Roma. Madrid: Alianza, 2010, 370-377. 8

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