ENRIQUE TEJERA PARÍS: UN CABALLERO VENEZOLANO EN NUEVA YORK. Escribo estas líneas en diciembre de 2015 y desde Nueva York.

Transcripción

1 ENRIQUE TEJERA PARÍS: UN CABALLERO VENEZOLANO EN NUEVA YORK Escribo estas líneas en diciembre de 2015 y desde Nueva York. Aunque la fecha y el lugar deberían ser motivos de dicha, un dejo de melancolía ensombrece el momento. Sé que no es por el clima frío y ventiscoso que se pasea como un turista más entre rascacielos y esquinas. Por más de veinte años cada vez que vine a Nueva York siempre tuve la alegría de reunirme para compartir ideas e inquietudes con un verdadero caballero venezolano. Una de esas personalidades que ennoblecen el gentilicio. Un auténtico hombre de su tiempo: Enrique Tejera París. Este año no habrá encuentro. Enrique partió de esta vida el 11 de noviembre de 2015 luego de una existencia plena y entregada a su tierra. Casi un siglo invertido en el sueño de un país moderno, civilizado, ilustrado. Mucho se ha recordado su biografía en la prensa nacional. Datos como que nació un 29 de abril de 1919, que era hijo del eminente médico Enrique Tejera Guevara, primer ministro de sanidad y asistencia social de Venezuela en el gobierno de López Contreras. Pastoreño de pura cepa, pues nació en la casa de su abuela ubicada en aquella populosa barriada, su partero sería el reconocido obstetra Leopoldo Aguerrevere. Con tan solo 6 meses de nacido, su padre ingresa como investigador del legendario Instituto Pasteur en la capital francesa, y allá se instala la familia. En la ciudad luz el niño aprendería a hablar español y francés. Y su interés por los idiomas nunca decaería. Con los años llegó a dominar dos más: el inglés y el 1

2 italiano. Aunque siempre confesaba que su niñez fue muy feliz, debió enfrentar una prematura y dolorosa pérdida. Su madre, Valentina, fallecería cuando él, su único hijo contaba con solo 16 años. Desde temprano la actividad política atrajo a Tejera Paris. En 1939, estudiando Ciencias Económicas y Sociales en la Universidad Central de Venezuela, sería Presidente de la Federación de Estudiantes. Apenas graduado en 1942, su vocación educadora se manifiesta, entrando como reemplazo del profesor Ernesto Persell en la asignatura de Geografía Económica. Sin lugar a dudas su paso por la cátedra de Derecho Constitucional en su Alma Mater, constituye en sí mismo un hecho memorable: fue uno de los profesores que más años se mantuvo dando clases. Casi seis décadas como profesor titular al servicio de generaciones de constitucionalistas es un logro impresionante en un país en donde el tesón, la constancia y la fidelidad no suelen ser la regla. La hoja de vida del Dr. Enrique Tejera Paris es muy rica e impresionante. Pero no quisiera que estas líneas ahondaran en el hombre público. Para eso están los varios volúmenes de sus memorias que fueron un éxito editorial en el país. Por la nostalgia que me produce su ausencia, para rememorarlo ahora me gustaría hablar del Enrique con quien alternaba en Nueva York cada vez que venía. Él y su esposa Josefina (Pepita) pasaban varios meses al año en esta ciudad. A pesar de la edad dictaba clases en la Universidad de Nueva York. Tenía además un pequeño apartamento en la Avenida Madison. 2

3 Enrique había sido entrañable amigo de mi suegro, el Dr. José Antonio Cordido-Freytes, y gracias a eso muchos años atrás se produjo la cercanía. Sin embargo, Tejera Paris no era un extraño de mi familia. Él mismo me recordaba que de joven había sido buen amigo de mi tío, el Dr. José Vicente Urdaneta Carrillo. Así que cuando mi esposa, Elda, y yo nos encontrábamos con Pepita y Enrique en Nueva York, solíamos tener largas y gratas tenidas. Recuerdo una anécdota que habla de su espíritu siempre vital y juvenil. Cierta vez en los años noventa, estando pequeño mi hijo mayor, lo visitamos en su residencia. Se desempeñaba entonces como Embajador Permanente de Venezuela ante las Naciones Unidas. Cuando le presenté a mi primogénito, se dirigió al niño y le dijo: Como te llamas Enrique José, somos tocayos porque yo me llamo igual. Así que vente conmigo tocayo que te voy a enseñar la residencia. Y tomándolo de la mano lo llevó por todos los salones, charlando con él y mostrándole la biblioteca y los espacios de la embajada. Yo los acompañaba en un discreto segundo plano. Jamás hubiera cometido la indiscreción de interrumpir el encuentro de aquellos nuevos compañeros, no importa que Enrique fuera octogenario y mi hijo tuviera menos de 10 años. En cada una de esas reuniones que por muchos años sostuvimos en la Gran Manzana, y en otras más en su residencia de Oripoto, Venezuela nunca estuvo fuera del tema de conversación. Enrique siempre fue un genuino 3

4 demócrata dedicado a la atención de los inmensos problemas de su país. Jamás dejó de pensar en él. Lo llevaba en el alma y en la mente día y noche. No por nada su larga biografía plasmada en sus memorias está fundida con la misma historia de la nación. En los últimos tiempos, con más de noventa años, aún Enrique seguía el acontecer nacional con preocupación. Le interesaba oír mis opiniones sobre la realidad, y luego con sapiencia me exponía su visión, siempre enfocada en el destino de la república y sus habitantes. Se sentía conmovido por los eventos que separaban al país de la senda del progreso, la justicia y la legalidad. Pero no recuerdo una sola conversación en donde la palabra esperanza no la trajera a colación para adosársela al futuro de Venezuela. Enrique, Pepita, Elda y yo solíamos almorzar en un pequeño restaurante francés situado en la calle 60 con la Avenida Lexington, Le Veau D or. Era un local modesto aunque de estupenda cocina. Sus mesas se alineaban en un pasillo adornado con cuadros y señales que representaban distintas vías de Paris. Tras charlar y comer, las mujeres se despedían y tomaban otro rumbo. Entonces Enrique y yo hacíamos una sobremesa en donde todos los temas imaginables eran tocados. La cultura de Tejera Paris era vasta, extensa, admirable. Su hablar pausado y meditado le permitía hilar asuntos complejos, ilustrarlos con anécdotas y enriquecerlos con citas y argumentos incontestables. Al terminar, caminábamos juntos algunas cuadras, pero inevitablemente nos despedíamos. Normalmente solía ofrecerme para acompañarlo hasta su casa, pero Enrique se negaba con amabilidad. Le gustaba hacer el trayecto faltante solo, y lo hacía en autobús. Se cerraba el abrigo, se apretaba la bufanda al cuello y se colocaba la sempiterna 4

5 boina europea que le vi usar en Nueva York. Como un humilde transeúnte más, aquel caballero que era economista y abogado, que hablaba cuatro idiomas, que había sido senador, canciller, embajador, ministro y gobernador en su país, que había sido el único presidente del Banco Industrial que saneó sus finanzas e hizo crecer su patrimonio, aquel caballero que fue fundador de Cordiplan y de la Universidad de Oriente junto con Luis Manuel Peñalver, profesor de la Universidad Central de Venezuela, de la Universidad Simón Bolívar y de una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, la Universidad de Nueva York, tomaba el autobús público como un ciudadano cualquiera. Lamento que Enrique se haya ido antes de ver el aire de esperanza que Venezuela respira a partir de diciembre de Lo lamento porque estoy seguro de que él, un militante convencido del futuro luminoso del país, habría tomado el hecho como una señal inequívoca del cambio. Pero ahora que recuerdo de nuevo su estampa sencilla y digna, alejándose a bordo de aquel autobús, estoy casi seguro de que siempre supo lo que pasaría en Venezuela. Estoy seguro porque tengo muy presente su sonrisa gentil, la expresión de su rostro en el autobús, y sobre todo tengo muy viva la memoria de sus ojos que siempre miraron hacia adelante, hacia el futuro, hacia el porvenir, hacia la esperanza. Enrique Urdaneta Fontiveros Nueva York: Navidad de