LA REPRESA. La imagen de la María representada en el espejo de la casa nueva. le mostraba a José, su marido, parado tras ella, un rostro redondo,

Transcripción

1 LA REPRESA Por Ramuntcho La imagen de la María representada en el espejo de la casa nueva le mostraba a José, su marido, parado tras ella, un rostro redondo, moreno, unos ojos oblicuos buscando algo que supuestamente podía ser vanidad o la consulta a alguien tan íntimo como ella misma. O más bien, sólo sorpresa ante el cristal donde se reflejaba. Por otro lado, él veía su espalda macisa partida justo al medio por la trenza también gruesa y negra. Tras ella, inmóvil, silencioso, se asombró de nunca haber enfrentado ambos planos. No, se equivocaba, no era esta su primera experiencia. Hubo otra ocasión y no tan lejana en su memoria. Estaba de pie junto a la represa, ese lago inventado por muchas razones que aún no entendía a pesar de las pesadillas que se lo explicaban durante las noches. Miró el agua cristalina y en ella, su cara, su entorno se reflejaron nítidos, amistosos, como a punto de decir algo. De pronto la brisa de la tarde encrespó la silueta y un remolino revolvió las aguas. Se hincó en la arena en respeto a la señal de la naturaleza y contempló en la transparencia el lugar donde yacía su casa, la

2 choza donde nacieron todos sus hijos, cuando el agua corría libre. Estacionada allá en el fondo, erguida, con la misma sencillez de siempre, como si la vida continuara en ella. El, agachado para entrar por la puerta, la María sobando la masa, su padre en el afán de encender el fuego, la madre ante la artesa y los niños jugueteando en los alrededores. El cuadro fue tan vivido que no le extrañó y permaneció largo rato contemplándolo, viviéndolo. Cuando las sombras de la tarde lo cubrieron levantó la vista y la alargó sobre el lago. Las aguas no alcanzaban a cubrir las copas de árboles milenarios, demasiado fuertes como para destroncarse, sepultarse ahogados o abatir sus cabezas. José Huenupan los miró uno a uno, el viejo roble que les daba sombra en el verano, el canelo al que oraban por la salud y la fuerza, el avellano con su fruto de tres colores, del verde de fines de invierno al rojo primaveral para llegar al café oscuro y crugiente del verano que sus hijos recogían y comían junto a los cerdos. Los otros, a orillas del río devorado ahora por la laguna, los peumos, los boldos, los litres tantos con sus copas como torres iluminadas de luz observando una última visión para poder contársela a lo que quedó más abajo.

3 José los recorrió con la mirada hasta que se perdieron en la oscuridad de la noche sin luna. Entonces caminó a pasos arrastrados hacia arriba, allá donde le habían construído el reemplazo de su ruca con el argumento de que era mejor, luz eléctrica, agua caliente, baño, cocina, en un plano copiado exactamente del modelo de su propia choza. Es cierto, quizás los demás se acostumbrarán a esa vida. El no, no la soportaría. Su mirada se llenó de odio. En sus ojos bailaban puntos luminosos dirigidos a algo que en presencia de extraños ocultaba manteniéndolos bajos. Ahora le costaba hacer el amor con la María en la pieza sólo para ellos dos, le hacían falta los ruidos ajenos, los ronquidos, sus sueños en alta voz, los quejidos de los otros que también hacían lo mismo, el silencio que ellos intentaban para que nos oyeran; el le tapaba la boca a la María para que no gritara y ella lo sujetaba fuerte para terminar juntos y evitar sonidos agregados. No hacía tanto tiempo de la llegada de aquellos hombres que en un comienzo los trataban con miramiento, parecían ofrecer disculpas por su actuación. Tomaban medidas a lo largo y a lo ancho del río con instrumentos raros. Más tarde, su actitud cambió, pasaban

4 como si no los vieran, no contestaban sus preguntas fingiendo gran quehacer. José fue acumulando odio desde entonces. No estaba acostumbrado a subir. La montaña parecía alejarse con cada tranco, el cuerpo se iba enfriando a pesar del sudor del esfuerzo. Desde la distancia, vio el esplendor de la casa, un sol equivocado dentro de la noche, una luz diferente a la de las velas que la alumbraron no hace tanto. Entró esperando la antigua escena, aquella que vio en el lago, tan clara que aún la mantenía ante sus ojos. Esta vez, su padre no echaba palos al fogón de la cocina, los demás no trabajaban, los niños no jugaban; sentados silenciosos, con las bocas entreabiertas, embebidos con la voz del animador de la televisión que se escuchaba potente, hipnotizadora. No lo saludaron, estaban demasiado absortos en el programa. Se sobresaltaron ante su pregunta sobre la comida. La María se levantó y se acercó a la cocina de gas manteniendo siempre la atención en la pantalla y encendió un fósforo que iluminó de inmediato la llama y calentó en segundos la sopa hecha de antemano para no perder la telenovela. José Huenupan comió solo y en silencio. Elo jamás se sentaría con ellos a imbuirse de lo que esa gente llamaba pasar el tiempo

5 entretenido. Aunque el cambio fuera para mejor como le había dicho tantas veces el Huinca, antes de cambiar el cauce del río, de sujetar las aguas y sepultar su ruca adentro. De pronto sintió un anhelo, el deseo intenso de haber permanecido en su interior en ese entonces y continuar viviendo en ella con sus velas, con sus brasas y su olor a humo. No es que fuera viejo para enfrentar lo nuevo pero su sangre era antigua, sus ancestros vivieron en una tribu de una generación a otra, hubo una relación espiritual que no podía cortarse, él no debía interrumpir la tradición. No importa si la familia lo traicionó con esas historias de mentira, con sus comodidades, él, pehuenche hasta los huesos, no iba a doblegarse. Se levantó de la mesa sin que los otros lo notaran. Desanduvo lo andado, llegó por el camino del río, una senda que transitaba de memoria, aún en la oscuridad de la noche cerrada. Enfrentó las aguas de la represa y caminó por su orilla entonando un cántico triste, sin cadencia. Los ojos siempre bajos y tan amargos como su cantar. Pisaba la hierba, la tierra recién removida absorto en su historia de antes y ahora. De improviso, una raíz saliente lo hizo tropezar. Permaneció allí abrazado a ella y a ese suelo, suyo. No

6 se movió hasta caer en un sueño sin sueños, profundo como el que sigue al acto de amor. Sólo cuando el primer rayo de sol asomó vacilante tras la cordillera, despertó. Se levantó con una fuerza esquiva en el último tiempo. Recorrió otra vez el contorno de la laguna cantando ahora un himno gozoso. Se detuvo al sentirse en el punto preciso y miró al cielo adivinando las respuestas. Una estrella caprichosa, indecisa entre el día y la noche lo iluminó y una ráfaga de viento comenzó a soplar despojándolo del chamanto que cubría sus hombros. Estaba escrito, no podía rehusar el llamado de sus antep0asados. Elevó una última oración a sus dioses y se lanzó a las aguas que lo esperaban quietas.