CAPÍTULO I. Sobre el temor que sintieron los españoles en la noche de San Eugenio, víspera de la traición de Francisco Pizarro al inca Atahualpa

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Silvia Lagos Páez
hace 8 años
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1 CAPÍTULO I Sobre el temor que sintieron los españoles en la noche de San Eugenio, víspera de la traición de Francisco Pizarro al inca Atahualpa Miles de hogueras se extendían por la llanura junto al tambo real de Cajamarca. Eran tantas y estaban situadas tan cerca unas de otras que daban la impresión de ser un cielo estrellado. Pertenecían a los diez mil guerreros que acompañaban al inca Atahualpa, quien venía a encontrarse, al día siguiente, con Francisco Pizarro y sus hombres. Era la noche del viernes 15 de noviembre de Dos jinetes cabalgaban al paso por el exterior de las murallas de piedra, realizando la primera ronda de la noche llamada el «cuarto de prima». Luego, otros guardias los relevarían para las siguientes rondas llamadas el «cuarto de vela», el «cuarto de la modorra» y el «cuarto del alba» y así pasaría aquella funesta noche. 15

Pertenecían a los diez mil guerreros que acompañaban al inca Atahualpa, quien venía a encontrarse, al día siguiente, con Francisco Pizarro y sus hombres.

2 Uno de los jinetes acortó riendas y detuvo su caballo: un hermoso ejemplar árabe que sacudió nervioso su larga crin, contagiado por el estado de ánimo de su dueño. El animal se reprimió de relinchar porque era un caballo de guerra y estaba entrenado para guardar silencio. Qué sucede, Diego? preguntó el otro jinete sosteniendo las riendas de su caballo con la mano izquierda, mientras con la otra apretaba la empuñadura de su espada. Me pareció escuchar un ruido extraño a nuestras espaldas, Gonzalo susurró Diego volteando la cabeza. Los jinetes eran el capitán Diego de Sandoval y Gonzalo Pizarro, este último hermano del conquistador de Perú, el gobernador Francisco Pizarro. Los dos giraron sus caballos en la misma dirección por donde habían venido y se quedaron inmóviles, esperando en la oscuridad. Pasaron los minutos sin escucharse ningún ruido sospechoso. Del otro lado de las paredes les llegó el murmullo de las voces de los soldados que, sintiéndose demasiado preocupados y llenos de temor, no podían dormir. Eran ciento sesenta y cinco hombres de guerra formados por sesenta y tres jinetes, noventa y cuatro soldados de tropa, cuatro artilleros, dos escopeteros y dos trompetas. No llevaban con ellos ningún perro de guerra, a pesar de que habían dejado atrás a varios mastines de Flandes, conocidos por su ferocidad para atacar. 16

preguntó el otro jinete sosteniendo las riendas de su caballo con la mano izquierda, mientras con la otra apretaba la empuñadura de su espada.

3 Debe ser el miedo que pone ruidos en tus oídos comentó Gonzalo Pizarro. O será que escuché el temblor de tus rodillas se burló Diego de Sandoval. Los dos hombres continuaron con su ronda, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Diego se adelantó ligeramente con su caballo dejando a Gonzalo a pocos pasos. A pesar del buen humor que había tratado de aparentar, sentía temor. Y no era para menos. Esa tarde, antes de la caída del sol, calcularon que las tropas del inca eran tan numerosas que habría cuatrocientos guerreros por soldado. Diego de Sandoval pensó que ellos no solo no contaban con suficientes hombres, sino que no se encontraban equipados como él habría deseado. Llevaban, además de las espadas, arcabuces unas armas de fuego parecidas a las escopetas y ballestas, que disparaban flechas. En la artillería contaban con un solo cañón grande y un par de falconetes, unos cañones más pequeños. Además, tenían listos petrales de cascabeles para poner a los caballos con el propósito de espantar aún más a los indígenas, quienes de por sí temían a estas bestias. Todo estaba planeado para el ataque del próximo día, que tendría lugar en la plaza y las calles de aquel tambo real, el sitio de descanso y abastecimiento que utilizaba el inca en su recorrido por el Cápac Ñan o Camino Real de los incas. 17

A pesar del buen humor que había tratado de aparentar, sentía temor. Y no era para menos.

4 Bueno, tienes razón, Diego, si mis huesos sonaran debido a los temblores de mi cuerpo, el ruido se escucharía hasta Trujillo confesó Gonzalo Pizarro refiriéndose al lugar de su nacimiento. Es que hasta la noche está lúgubre y me parece que el viento trae un ulular extraño, un llanto, como de malos presagios. Pues malos presagios para los herejes, Gonzalo, no para nosotros que somos hombres de fe respondió prestamente Diego de Sandoval, sintiendo que un escalofrío le bajaba por la espalda. Tienes razón. Esta es la noche de San Eugenio, obispo de Toledo, como nos recordó fray Vicente durante la misa, y al amanecer será el día de Santa Gertrudis. Deberíamos encomendarnos a Dios, nuestro Señor, y a estos santos Gonzalo se persignó. Diego de Sandoval también recordó el sermón del sacerdote y en ese mismo instante rezó pidiendo ayuda divina y prometió a San Eugenio que si salía con vida de aquel combate, nombraría a un hijo suyo Eugenio, en homenaje a él. Fue una noche de temor e incertidumbre que los españoles soportaron apoyándose en su fe en Dios que aseguraban tener de su lado y en la confianza ciega en el gobernador Francisco Pizarro. Horas antes, el gobernador en persona se había acercado a sus soldados para alentarlos vísperas del combate, llamando «señor» a cada uno de ellos y honrándolos de esa manera. Y es que en esa época solo los nobles recibían ese título, 18

Pues malos presagios para los herejes, Gonzalo, no para nosotros que somos hombres de fe respondió prestamente Diego de Sandoval, sintiendo que un escalofrío le bajaba por la espalda. Tienes razón.

5 razón por la cual el gesto de Francisco Pizarro tuvo mucho significado y fue recibido por sus hombres con gratitud y aprecio. El imperio de los incas, el Tahuantinsuyo, reino de las cuatro partes del mundo, había estado dividido por una guerra civil entre dos hermanos: Atahualpa y Huáscar. Una vez terminada la guerra y tras quedar victorioso Atahualpa, Francisco Pizarro lo había invitado a encontrarse con él en Cajamarca, con la excusa de que deseaba conocerlo y la promesa de que los españoles retornarían a sus tierras al otro lado de la Mamacocha, el mar. Pero otras eran las verdaderas intenciones de Pizarro, que tenía un plan para apoderarse de este imperio. Todo dependía de que el inca confiara en él y entrara a la plaza de la ciudad con sus guerreros desarmados, como habían acordado. Una vez allí, lo apresarían en un acto de audacia en el cual los españoles saldrían victoriosos o perecería hasta el último de ellos, pues Francisco Pizarro sabía que en este acto se jugaban el todo por el todo. Los soldados, divididos en grupos, se apostarían en las calles que llevaban a la plaza cerrándolas para que el inca no pudiera escapar, mientras que otros se esconderían en los aposentos del tambo hasta esperar la señal de ataque: el grito de «Santiago y a ellos!». El apóstol Santiago era considerado el santo patrón, guía y guardián de las tropas españolas, debido a que se aseguraba que sus restos habían sido encontrados en España. 19

Una vez terminada la guerra y tras quedar victorioso Atahualpa, Francisco Pizarro lo había invitado a encontrarse con él en Cajamarca, con la excusa de que deseaba conocerlo y la promesa de que los

6 Los españoles hacían una guerra «mística», una guerra religiosa, en la cual confiaban con absoluta fe en el poder del Dios de los ejércitos y su ayuda, junto a su divina Madre. Creían que para ganar una guerra, si bien necesitaban estar preparados, la victoria la alcanzarían por mediación de Dios y los santos. En cambio, en la guerra «mágica» que hacían los indígenas, se guiaban por una imagen sobrenatural. Ese era el caso del inca el soberano que por ser considerado hijo del dios Sol, era el símbolo mágico al que seguían. Por esta razón, una vez caído o tomado prisionero este, los ejércitos indígenas, por más numerosos que fueran, aceptaban la derrota y dejaban de luchar. Por otro lado, el inca tenía sus propios planes para el día siguiente. No deseaba la amistad de los españoles, en general, y por tanto la de Francisco Pizarro, en particular. Atahualpa ya sabía que no eran seres divinos enviados por el dios Huiracocha y que sus caballos eran simples animales. Uno de sus más valientes líderes militares, Rumiñahui, había descubierto este misterio al cavar fosas en el suelo donde se atascaron las patas de los caballos y, cuando cayeron, ordenó cortar las cabezas de los animales para exhibirlas como trofeos de guerra. El inca confiaba en que él, ayudado por su enorme ejército, atraparía a los barbudos y los llevaría prisioneros a Cuzco, donde aún los consideraban dioses. Así, su entrada a la capital del imperio incaico 20

En cambio, en la guerra «mágica» que hacían los indígenas, se guiaban por una imagen sobrenatural.

7 sería más triunfal, puesto que luego de esta hazaña sin igual, nadie dudaría de sus poderes mágicos y sería reconocido, incluso por sus enemigos, como el único Sapa Inca, el Intipachuri, el rey de reyes. Justamente en esos momentos, Rumiñahui, junto a los líderes Calicuchima y Quisquis, se encontraba por las colinas cercanas a Cajamarca con cinco mil guerreros quiteños. Tenía planeado atrapar a los españoles en las afueras del tambo si trataban de huir. Su instinto no lo dejaba confiar en el supuesto ofrecimiento de amistad de los barbudos y, además, conocía los planes de Atahualpa. 21

Justamente en esos momentos, Rumiñahui, junto a los líderes Calicuchima y Quisquis, se encontraba por las colinas cercanas a Cajamarca con cinco

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