El precio de las cosas



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Transcripción:

Capítulo I El precio de las cosas Una de las cosas que no acabo de entender de mi vida es por qué pago lo que pago por una taza de café. Bebo bastante: empecé cuando dejé de fumar para llenar el vacío que quedó por mi adicción anterior. Desde entonces ha sido mi principal sustento: mi desayuno, mi almuerzo y el brebaje que apaga mis ansias entre ambos. Cada día diversas posibilidades se cruzan en mi camino cuando conduzco entre mi casa y el trabajo. Una es el Dunkin Donuts que hay enfrente de mi trabajo, que ofrece un capuchino por 3.02 dólares, y el café Illy de la empresa en la planta 14, la que queda sobre mi despacho, que tiene los capuchinos a 3.50 dólares. En el Dean & DeLuca que han abierto en el vestíbulo te sirven un capuchino lento pero gustoso por 3.27 dólares. En los dos últimos años he pasado de una cafetería a otra sin motivo aparente. Aunque esto puede parecer intrascendente, me intriga la volubilidad de mis gustos. Mi elección del café debería estar en función de lo que obtengo por mi dinero. Pero la ecuación no es obvia. Debería fijarme en las pequeñas diferencias de precio, cantidades triviales en comparación con mi sueldo? Qué más, aparte de la calidad del café, entra en mis cálculos? Que pase del Dunkin al Illy probablemente tiene menos que ver con el precio o el aroma que con el elegante acero pulido del Illy, un progreso después de la estética naranja y rosa de grasas saturadas del Dunkin Donuts. El Illy también ofrece valiosas interacciones sociales en los encuentros fortuitos con colegas de otras plantas a los que no veía hacía tiempo. Pero lo que más me intriga es que hay una innegable perspectiva emocional en mis preferencias, que a veces se impone a cualquier otra consideración. El mejor café que he tomado en mucho tiempo 25

Todo tiene un precio lo sirven en una diminuta pastelería de la esquina, a media manzana de mi casa. Solía tener un soberbio capuchino por el increíble precio de 2.75 dólares. Me paraba a tomar una taza siempre que podía. Pero hace un año o dos subieron repentinamente el precio a 3.50 dólares. Eso me puso tan furioso que decidí no volver a tomar café en ese local. No estoy seguro de qué me enfureció tanto. La amable camarera me dio explicaciones: se habían pasado a un café de primera calidad que costaba un dólar la onza, las nuevas tazas eran más grandes, ahora ponían el doble de café y utilizaban más de media onza por taza. A lo mejor me quedé decepcionado al ver cómo desaparecía esa ganga. A lo mejor fue que me pareció una traición que aquellos jóvenes relajados y amantes del rock alternativo pudieran planificar una estrategia de precios de manera tan implacable como Starbucks. Refunfuñé que el alquiler, los salarios y los beneficios se llevaban una parte mayor del precio de una taza de café que el costo del café mismo. No obstante, mi estado no tenía sentido. Su café no costaba tanto como el que tomaba en otra parte. Y sabía mucho mejor. Había algo irracional en mi boicot. Por suerte los perdoné, con lo que de nuevo puedo disfrutar de un café magnífico. Comprar bienes y servicios constituye una gran parte de la vida moderna. Hay comida, ropa, entradas para el cine, vacaciones de verano, las facturas del gas y la electricidad, las primas del seguro hipotecario, la gasolina, las descargas de itunes y los cortes de pelo. El mercado es ese lugar donde los precios adquieren su definición más directa, determinada por una transacción voluntaria entre un comprador y un vendedor que esperan beneficiarse del intercambio. Sin embargo, a pesar de la naturaleza rutinaria de la transacción mercantil normal, las interacciones de los consumidores con los precios son bastante complejas. Este capítulo trata de la interacción económica, la cooperación entre compradores y vendedores mientras se esfuerzan por alcanzar un acuerdo. Los economistas suelen suponer que la gente sabe lo que hace cuando abre la cartera, que es capaz de calcular el beneficio que obtendrá de cualquier cosa que compre y evaluar si merece el dinero que se paga. Es difícil exagerar la importancia de esta suposición. Es uno de los principios fundamentales sobre los que se ha construido la economía clásica en los últimos doscientos cincuenta años. 26

El precio de las cosas A menudo resulta cierto y ha proporcionado conclusiones profundas y de gran alcance sobre el comportamiento humano. Pero, como principio general, la suposición resulta engañosa de una manera sutil aunque importante. Es posible que los mercados sean la institución más eficaz que la humanidad ha conocido para determinar el valor de los bienes y servicios para la gente que los consume. Sin embargo, el proceso de asignación de precios no es de ningún modo una interacción transparente y sencilla entre calculadores racionales de costos y beneficios que lo saben todo. Ello se debe a que las transacciones de mercado no proporcionan necesariamente a la gente lo que quiere, sino lo que creen que quiere. Son dos cosas diferentes. Los consumidores a menudo comprenden muy poco por qué pagan lo que pagan por un objeto que desean. A veces ni siquiera saben por qué desean ese objeto. Impulsados por un número indeterminado de predilecciones que no identifican, son presa fácil de los dispositivos de manipulación desplegados por aquellos que quieren venderles algo. Los precios nos ayudan a comprender esas lagunas cognitivas. Proporcionan una hoja de ruta de las peculiaridades psicológicas de la gente, de sus miedos, de sus inhibiciones inconscientes. Los precios cómo se deciden, cómo la gente reacciona ante ellos son capaces de decirnos cómo es realmente la gente. Casi todos hemos oído hablar del efecto placebo, por el que una pastilla sin propiedades terapéuticas ayuda a aliviar una dolencia auténtica al hacernos creer que nos están curando al poner en marcha un proceso psicológico interior. Hace unos años el psicólogo Dan Ariely del Instituto Tecnológico de Massachusetts y algunos de sus colegas llevaron a cabo un experimento que desvelaba una interesante variante. Dijeron a un grupo de estudiantes que les iban a dar un nuevo tipo de analgésicos, pero les administraron un placebo. A continuación los investigadores se inventaron el precio del placebo. Aquellos a quienes se les dijo que la píldora costaba 2.50 dólares afirmaron que la reducción del dolor era mucho mayor que aquellos a quienes se les informó de que su precio era más barato y que salía a 0.10 dólares al por mayor. Consideremos las bailarinas de striptease. La lujuria es una explicación razonable de la popularidad de este servicio, lo más próximo al sexo de paga que uno puede conseguir legalmente fuera del estado de Nevada. No obstante, al parecer hay gradaciones ocultas de deseo que modulan nuestra disposición a pagar. En un 27

Todo tiene un precio sondeo en el ámbito de los clubes de caballeros los psicólogos de la Universidad de Nuevo México descubrieron que las bailarinas de estriptis que no tomaban la píldora ganaban mucho más dinero en la fase más fértil de su ciclo menstrual. Las bailarinas no pueden cobrar por el servicio de manera explícita, pues eso iría en contra de las leyes que castigan la incitación al delito. Así pues, tienen que vivir con base en «propinas», impuestas generalmente por los gorilas grandotes y musculosos de los locales. En los clubs de Alburquerque, según el estudio, la propina media por un baile de tres minutos es de unos 14 dólares. A lo mejor las bailarinas emanan un olor más excitante cuando están en el momento culminante de la fertilidad. A lo mejor mueven las caderas con más entusiasmo o susurran palabras más seductoras. El hecho es que las bailarinas que no toman la píldora ganan 354 dólares por noche cuando están en su momento de máxima fertilidad, unos 90 dólares más que en los diez días anteriores a la menstruación y unos 170 dólares más que durante la menstruación. Las bailarinas que toman la píldora ganan menos dinero que las que no la toman, pero sus ganancias son mucho menos sensibles al ciclo menstrual. Aunque quizá el descubrimiento más interesante sea que tanto las bailarinas como sus clientes ignoran por completo el efecto del ciclo menstrual en sus ingresos. Todo ocurre de manera inadvertida. Los gustos de mi hijo de 6 años a la hora de comprar lo que sea obedecen al personaje de ficción de la etiqueta, y nada tienen que ver con el precio, el sabor, la textura o incluso el propósito de ese objeto. A petición suya, he comprado champú del doctor Seuss, cepillos de dientes de Spiderman y pasta de dientes de Cenicienta. Alterna entre el yogur Dora la Exploradora y Bob Esponja. Sus gustos son de lo más normales. Un estudio llevado a cabo por las personas que hacen Barrio Sésamo reveló que los niños a quienes se les dejaba elegir entre chocolate y brócoli se decantaban por la verdura en una proporción de más del doble si ésta llevaba una pegatina de Elmo. A los adultos se les supone más criterio. No obstante, nos permitimos locuras extremas y pagamos precios a menudo estratosféricos por cosas de valor discutible. La gente cruza toda la ciudad para ahorrarse 20 dólares en un suéter de 100 dólares, pero no para ahorrarse 20 dólares en un ordenador de 1 000 dólares, una 28

El precio de las cosas extraña elección teniendo en cuenta que ambas acciones tienen el mismo precio: 20 dólares por cruzar la ciudad. Y al contrario que a mi hijo de 6 años, al que nada podría importarle menos que el precio de la pasta de dientes, es posible que yo esté más dispuesto a comprar algo si es caro que si es barato. Comprar vino es un ejercicio que combina el sabor, el aroma y otras características físicas con una serie de cualidades difíciles de calibrar: desde lo bien que proyecta nuestra imagen a si nos evoca recuerdos agradables de unas vacaciones en Europa. Los estadounidenses pagarán más por un vino francés que por un vino argentino de calidad parecida, de la misma variedad de uva y de la misma añada. El simple hecho de estampar «Producto de Italia» en la etiqueta puede hacer que el precio de la botella aumente más de un 50 por ciento. Los economistas nos dirán que, ante dos cosas idénticas, la gente siempre prefiere la opción más barata. Pero a los que beben vino les gusta más una botella si les cuesta 90 dólares que si les cuesta 10. Creen que el vino es más caro activa las neuronas de la corteza orbitofrontal media, una zona del cerebro asociada a los sentimientos de placer. El vino sin etiqueta de precio no produce este efecto. En 2008 los críticos gastronómicos y de vino de Estados Unidos se asociaron con un estadístico de Yale y un par de economistas suecos para estudiar los resultados de miles de catas a ciegas de vinos cuyos precios iban entre 1.65 y 150 dólares la botella. Descubrieron que cuando la gente no podía ver el precio prefería las botellas más baratas a las caras. Los gustos de los expertos se movieron en la dirección adecuada: prefirieron los vinos más caros y selectos. Pero la tendencia fue casi imperceptible. Un vino que cuesta diez veces más que otro fue situado por los expertos sólo siete puntos por encima en una escala del uno al cien. A veces algunas personas pagan precios estratosféricos por cosas vulgares simplemente para demostrar que pueden hacerlo. Cuando en el verano de 2008 el precio del petróleo alcanzó casi los 150 dólares, Saeed Khouri, un hombre de negocios de 25 años de Abu Dhabi, entró en el Libro guinness de los récords por haber comprado la placa de matrícula más cara de la historia. Khouri pagó 14 millones de dólares por la matrícula «1» en una subasta nacional de placas de matrícula que atrajo a propietarios de Rolls y Bentley de todo el reino. Desde luego es estupendo tener el número 1 es 29

Todo tiene un precio tampado sobre un trozo de plástico que va adosado delante y detrás de un coche. Pero es difícil defender que sólo por ese número se paguen 13 999 905 dólares más que lo que cuesta por término medio una placa de matrícula. No obstante, nos encontramos con un comportamiento sorprendentemente común. Pagar precios elevados por baratijas absurdos es una manera cara de alardear. En su famoso libro Teoría de la clase ociosa el teórico social del siglo XIX Thorstein Veblen argumentaba que los ricos practicaban lo que él denominaba «consumo ostentoso» para señalar su poder y su superioridad sobre los que los rodeaban. En los años setenta el sociólogo francés Pierre Bourdieu escribió que las elecciones estéticas servían como marcadores sociales para que los que detentaban el poder señalaran su superioridad y se distinguieran de los grupos inferiores. Cualquiera puede comprar acciones. Los oligarcas, los emires y los administradores de fondos de inversión pueden pagar 106.5 millones de dólares por Nu au Plateau de Sculpteur, de Picasso, que se vendió tan sólo en ocho minutos y ocho segundos en una subasta neoyorquina en mayo de 2010. Si el señor Khouri hubiera pagado 95 dólares por una placa de matrícula, habría sido una persona normal y corriente. En las tres últimas décadas los biólogos de la evolución y los psicólogos han tomado las ideas de Veblen y las de Bourdieu y les han dado un giro. Gastar grandes sumas en tonterías absurdas no sirve sólo para proyectar una idea abstracta de poder. También sirve para señalar que se está en buena forma ante una posible pareja. Derrochar en objetos lujosos absurdos no es algo que haya que ver con malos ojos; resulta una herramienta esencial para contribuir a que nuestros genes sobrevivan en la próxima generación. La selección sexual adjudica un valor enorme al despliegue de medios caros y estúpidos. Qué otra cosa es la cola de un pavo real sino un indicador de que se está en plena forma destinado a las hembras dispuestas a aparearse? Demuestra que el ave está en buenas condiciones como para gastar una desmedida cantidad de energía en una exhibición de color sin sentido. Un anillo de diamantes tiene un propósito similar. N. W. Ayer, la agencia publicitaria autora de la campaña «Un diamante es para siempre», que diseñó la estrategia de marketing a nivel mundial para el cartel de diamantes De Beers en Estados Unidos, convenció a las mujeres estadounidenses de que desearan anillos de compromiso con grandes diamantes y a los hombres de que los compraran, pues esos caros fragmentos de piedra simbolizaban el éxito. Rega 30

El precio de las cosas laron grandes diamantes a las estrellas de cine e insertaron relatos en las revistas acerca de cómo simbolizaban su amor indestructible. Y en las revistas más elitistas sacaron anuncios en los que se veían cuadros de Picasso, Derain o Dalí queriendo reflejar que los diamantes se hallaban al mismo nivel de lujo. «Regalar un diamante puede convertirse en un símbolo de éxito personal ampliamente codiciado: una expresión de éxito socioeconómico», afirmaba un informe de N. W. Ayer de la década de 1950. Hoy en día a un 84 por ciento de las novias americanas se les regala un anillo de compromiso de diamante con un costo medio de 3 100 dólares. En 2008 Armin Heinrich, un diseñador de software de Alemania, creó el producto vebleniano definitivo: una aplicación para iphone llamada Soy Rico. Lo único que hacía era mostrar una gema roja parpadeante en la pantalla. La gracia era su precio: 999 dólares. Probablemente azuzada por las críticas ante su trivialidad, Apple la eliminó el día después de lanzarla. Pero antes de eso seis personas la habían comprado para demostrar que eran ricas. UNA HISTORIA DE LOS PRECIOS El valor lo que lo confiere, lo que significa ha cautivado a los pensadores al menos desde la antigua Grecia. Pero entonces el concepto era muy distinto al que tiene en la economía contemporánea. Durante cientos de años el análisis del valor comenzaba como una indagación moral. Aristóteles estaba seguro de que las cosas tenían un precio justo y natural: un valor inherente que existía antes de llevar a cabo cualquier transacción. Y la justicia era el terreno de Dios. A lo largo de la Edad Media, cuando la Iglesia católica regulaba prácticamente todos los rincones de la vida económica europea, los estudiosos entendían el valor como una manifestación de la justicia divina. Tomás de Aquino, inspirado por la idea de san Mateo de que uno debería hacer a los demás sólo lo que deseaba que le hicieran a él, afirmó que el comercio debía aportar beneficios iguales a las dos partes, y condenaba vender algo por un valor superior al «real». En el siglo XIII el fraile dominico Alberto Magno postuló que los intercambios virtuosos eran aquellos en los que los bienes objeto de transacción contenían la misma cantidad de trabajo y otros 31

Todo tiene un precio gastos. Esta idea se perfeccionó hasta el principio de que el valor inherente de los bienes lo ponía el trabajo que se había invertido para producirlos. La Iglesia fue perdiendo su control sobre la sociedad a medida que el comercio y la empresa privada se expandían en Europa. El dogma religioso perdió su atractivo como herramienta analítica. No obstante, la tendencia a ver los precios a través de la lente de la justicia sobrevivió al desarrollo del capitalismo y se mantuvo hasta bien entrado el siglo XVIII. Adam Smith y David Ricardo, los dos pensadores principales de la economía clásica, insistieron en la idea del valor inherente, que consideraban como una función del trabajo contenido en los productos, distinta del precio de mercado impuesto por los caprichos de la oferta y la demanda. Smith, por ejemplo, argumentaba que el valor en trabajo de los productos equivalía a lo que costaba alimentar, vestir, alojar y educar a los trabajadores que los fabricaban, con un pequeño extra para permitir que se reprodujeran. Pero esta corriente de opinión se estancó. Para empezar en ella no intervenía el capital. Los beneficios eran una aberración inmoral en un mundo en el que el único valor podía proceder del esfuerzo del trabajador. Además no parecía concordar con el sentido común. En la época de Ricardo los críticos se mostraban hostiles con la teoría del valor del trabajo. Algunos apuntaban a que lo único que hacía que el vino añejo valiera más que el joven era que había pasado más tiempo en la bodega, no el trabajo. Pero antes de que la idea pudiera extinguirse Karl Marx la llevó a lo que parecía su conclusión lógica. Utilizó la teoría del valor del trabajo como base para sugerir que los capitalistas aprovechaban su ventaja como propietarios de la maquinaria y otros medios de producción para robar valor a sus trabajadores. Marx sostenía que el valor de un producto equivalía a todo el trabajo que hacía falta para producirlo, incluyendo el trabajo invertido en crear las herramientas necesarias, el trabajo invertido en las herramientas utilizadas para fabricar las herramientas, etcétera. Los capitalistas ganaban dinero usurpando parte de este valor: pagaban a los trabajadores apenas el dinero suficiente para garantizar su subsistencia y se quedaban con el resto del valor creado por ellos mismos. Esta línea de pensamiento podría haber engañado fácilmente a cualquier otro pensador. Marx concluyó que a pesar de las apariencias la relación de valor entre cosas distintas su 32

El precio de las cosas precio relativo no tenía nada que ver con las propiedades de estas cosas. Más bien quedaba determinada por el tiempo de trabajo que se invertía en ellas. «Es una relación social definida entre hombres que a sus ojos asume la forma imaginaria de una relación entre cosas», escribió. Esto comparte la fría singularidad característica del pensamiento místico, donde las cosas son representaciones de un fenómeno más profundo que subyace a la realidad. Pero no arroja ninguna luz acerca de por qué en un día caluroso aprecio más una cerveza fría que una tibia. Compraré una lechuga si su valor de uso para mí que sea crujiente, fresca y saludable es mayor que su precio, aquello a lo que he de renunciar a fin de obtenerla. Pero si un desesperado amante de la lechuga me aborda de camino a casa y me ofrece el doble de lo que he pagado, la venderé a ese precio más alto. No existe ninguna relación misteriosa entre su valor intrínseco y su valor de mercado. Son sólo dos personas que obtienen grados de satisfacción diferentes al comer lechuga. Hay un buen truco que los profesores han utilizado durante años para explicar a los estudiantes al valor de esta transacción. Primero distribuyen bolsas de caramelos surtidos entre los estudiantes y les preguntan en cuánto valoran el regalo: cuánto estarían dispuestos a pagar por esas golosinas? A continuación, les permiten intercambiar los caramelos entre ellos. Si tras el intercambio se pide a los estudiantes que asignen un valor a su botín, invariablemente éste será mayor que la primera vez. Ello se debe a que el intercambio les ha permitido ajustar el contenido de la bolsa a sus preferencias. Han intercambiado cosas que valoraban menos por otras que valoraban más. Nadie ha trabajado y sin embargo el valor del lote de caramelos ha aumentado. Comprender que las cosas no poseen un valor inherente y absoluto ha ido impregnando lentamente el pensamiento económico del siglo XIX. La teoría del valor del trabajo de Marx poco a poco perdió relevancia, pues nadie era capaz de imaginar cómo este concepto se relacionaba con los precios a los que la gente compra voluntariamente cosas reales. Las cosas son costosas de fabricar, desde luego, y eso fija un mínimo en el precio al que se ofrecen. Pero el valor de un producto no es algo que viva en su interior. Es una cantidad subjetiva determinada por el vendedor y el comprador. El valor relativo de las cosas intercambiadas es su precio relativo. Darse cuenta de ello ha situado a los precios en su lugar 33

Todo tiene un precio legítimo como indicadores de las preferencias humanas y guías de la humanidad. DOMINAR LOS PRECIOS Dos personas estarán dispuestas a intercambiar una cosa por otra siempre y cuando el beneficio que perciban de poseer una unidad más de lo que tienen la ganancia marginal sea al menos igual al valor perdido de lo que cada uno intercambia. Esta ganancia, a su vez, queda determinada por las cualidades que el comprador atribuye a los bienes: dinero, tiempo y cualquier otra cosa que entre en sus cálculos. Cuanto más tenemos de una cosa, menos valoramos incrementarla. Este único principio es la fuerza organizadora de los mercados, lo que determina el precio de los bienes y servicios en todo el mundo. En un mercado la prioridad de los vendedores en general consiste en sacar el máximo dinero posible a los compradores. Los compradores, a su vez, intentar obtener lo que quieren lo más barato posible. Los dos actúan dentro de una serie de limitaciones: para los compradores, el presupuesto; para los vendedores, el costo de producción, almacenamiento y publicidad y transporte al mercado de lo que fabrican. Mientras que los productores pueden aumentar los precios si la demanda de sus bienes crece más deprisa que la oferta, la demanda disminuirá si los precios aumentan. Por encima de todo el margen de que disponen los productores para aumentar los precios se ve limitado por la competencia. En un mercado competitivo los consumidores pueden asumir sin temor a equivocarse que los precios se mantendrán mientras los productores rivales que pugnan por hacerse con una clientela los obliguen a mantenerlos en sus costos marginales, el costo de fabricar una unidad más. Hay muchas excepciones a esta dinámica, sin embargo. Para empezar hay muy pocos mercados totalmente competitivos. En los mercados de nuevos inventos los monopolios legales denominados patentes permiten a las empresas cobrar precios más altos de los que cobrarían en un terreno competitivo a fin de recuperar el costo inicial de su invento. Los monopolios locales son habituales: pensemos en el vendedor de palomitas de un cine. Incluso en los mercados de productos normales y corrientes los productores hacen 34

El precio de las cosas lo que pueden por mantener alejados a los competidores. Una táctica de resultados probados consiste en convencer a los consumidores de que su producto es único, manipulando las comparaciones con productos rivales. Otra consiste en colocar a los consumidores un producto barato que sólo funciona en combinación con uno muy caro, pero esto se descubre posteriormente. Otro consiste simplemente en ocultar el precio. Las motivaciones no confesadas enturbian el cálculo del valor que impulsa nuestras decisiones diarias. Mis cuotas mensuales de 58.65 dólares en el New York Sports Club que hay junto a mi oficina significan que mis dos visitas semanales me cuestan menos de 7 dólares cada una, un precio razonable para una sesión de dos horas, menos de lo que pagaría por ver una película o un almuerzo rápido. Pero hay algunos que pagarán más por una sesión con el Stairmaster. Y quizá paradójicamente no son los fanáticos del ejercicio. Los que no se mueven del sofá son los que pagan los precios más altos. Eso es porque pagan por algo más que una sesión de gimnasia. Están pagando por algo que los levante del sofá. Un estudio entre los asistentes a los gimnasios que ofrecían suscripciones mensuales por poco más de 70 dólares o pases diarios por poco más de 10 reveló que los que pagaban una cuota mensual pagaban más de la cuenta. Visitaban el gimnasio 4.8 veces al mes de media y pagaban 17 dólares por visita. No obstante, ser socio podía llegar a mejorar la salud, lo que les proporcionaba un incentivo monetario para hacer ejercicio. Cada día compramos bienes y servicios sin prestar una debida atención a su costo. En 2009 la impresora HP Deskjet D2530 podía parecer una ganga a 39.99 dólares. Pero el precio, exhibido de manera permanente en la página web de HP, era casi irrelevante. Las cifras más relevantes eran los 14.99 dólares del cartucho de tinta negra, que imprime unas 200 páginas, y los 19.99 dólares del cartucho en color, que imprime 165. Para las impresoras de fotos caseras la cifra crucial era 21.99 dólares por el HP 60 Photo Value Pack, una serie de cartuchos y 50 hojas estándar de papel fotográfico. En el drugstore Rite-Aid 50 fotos impresas el mismo día costaban 9.50 dólares. En todo el mundo el negocio de la impresión se basa en vender impresoras baratas y tinta cara. Según un estudio de PC World, las impresoras emiten advertencias de que se está acabando la tinta cuando el cartucho aún está lleno en un 40 por ciento. HP, Epson, 35

Todo tiene un precio Canon y otros han demandado a proveedores de repuestos de tinta barata, acusándolos de publicidad engañosa y violación de patente para detenerlos. Pero el mejor aliado del negocio de las impresiones es la ignorancia del consumidor acerca de cuánto está pagando realmente por imprimir. Sólo con colocar la impresora en la opción de calidad «borrador» los consumidores se ahorrarían cientos de dólares al año. No obstante, pocos consumidores lo hacen. Aunque muchas empresas aún venden repuestos de tinta más barata, éstos suponen tan sólo entre el 10 y el 15 por ciento del mercado. Eso significa que el 90 por ciento de las impresiones se hacen utilizando tinta que, según el análisis de PC World, cuesta 1 251 dólares el litro. Por el mismo precio podrías llenar los cartuchos de tinta con champán Krug cosecha 1985. Los consumidores también pueden diseñar estrategias para que sus necesidades y sus carencias se adecuen perfectamente a sus presupuestos. A medida que subía el precio de la gasolina los conductores condujeron unos 7 000 millones de millas menos en las autopistas americanas en enero de 2009 que un año antes, una disminución de más o menos 22 millas por persona. Durante el aumento de los precios de la gasolina ocurrido entre 2000 y 2005, economistas de la Universidad de California en Berkeley y Yale comprobaron que al doblarse el precio de la gasolina (de 1.50 a 3 dólares), las familias se convirtieron en compradores más cuidadosos pagando entre un 5 y un 11 por ciento menos por cada producto. El precio medio pagado por una caja de cereales en una gran cadena de alimentación de California cayó un 5 por ciento. El porcentaje de pollo fresco comprado de oferta aumentó un 50 por ciento. Pero los negocios normalmente van un paso por delante. Nadie sabe con exactitud qué provocó la subida de los precios de los productos agrícolas en 2007 y 2008. Los analistas han hablado de sequía en importantes zonas de cultivo, del aumento del precio de los transportes y del precio de los fertilizantes, de que el maíz y otras cosechas se desvían para producir combustible, e incluso de la mejora de la dieta de grandes países en vías de desarrollo como la India o China. Sea cual sea el motivo, las compañías de alimentación supieron perfectamente cómo mantener los márgenes de beneficio reduciendo a la chita callando el tamaño de sus raciones al tiempo 36

El precio de las cosas que mantenían el mismo precio. Wrigley quitó dos barritas de chicle de su paquete de Juicy Fuits de 1.09 dólares. Hershey disminuyó sus barras de chocolate. General Mills ofrecía cajas de Cheerios más pequeñas. Posteriormente, cuando comenzó la recesión de 2009 y los precios agrícolas comenzaron a caer, las empresas recurrieron a la táctica opuesta: dieron a los consumidores más por menos y lo anunciaron a bombo y platillo. Frito-Lay envasaba un 20 por ciento más de Cheetos en cada bolsa, e imprimía en ella un: «Eh! Aquí tienes un 20 por ciento más de diversión gratis para compartir». French intentó competir contra sí mismo para convencer a los clientes de que ofrecía una oferta bomba. Lanzó un envase de seiscientos gramos de mostaza Classic Yellow por 1.50 dólares, un precio más bajo de los 1.93 dólares a que vendía su envase de cuatrocientos gramos. Lo que en realidad controla los precios es la presencia de más de un productor en el mercado. Si los consumidores no tienen otra opción que los productos Frito-Lay, la empresa tendrá menos incentivos a la hora de introducir más Cheetos en una bolsa y proclamarlo ante el mundo. De no haber existido más fabricantes de chocolatinas, Hershey podría haber subido el precio de sus chocolatinas incluso después de hacerlas más pequeñas. Pero el precio del producto debe encajar en un universo poblado por otras marcas de dulces y snacks. Lo bien que encaje determinará su éxito en general. Ésta es la defensa más importante de los consumidores contra el poder de las empresas: la competencia. El poder de la competencia queda patente en el costo de una llamada telefónica. En 1983, poco después de que el gobierno rompiera el monopolio de AT&T del mercado de telefonía estadounidense, AT&T cobraba 5.15 dólares por una llamada intercontinental de diez minutos durante el día. En 1989 cobraba 2.50 dólares por la llamada. Hoy en día un abonado al plan internacional de 5 dólares al mes de AT&T puede llamar a Beijing por 11 céntimos el minuto y a Londres por 8. En Inglaterra era el gobierno quien mantenía el monopolio de las telecomunicaciones. Pero en 1981 el gobierno de Margaret Thatcher permitió a Mercury Communications, una empresa privada, ofrecer un servicio de telefonía alternativo y en 1984 creó la compañía estatal British Telecom. El 1 de febrero de 1982 una llamada de tres minutos de Londres a Nueva York pasó de costar 2.13 libras a 1.49. Actualmente, siempre y cuando llames a ciertas 37

Todo tiene un precio horas, la tarifa internacional de BT te ofrece un número ilimitado de llamadas de Londres a Nueva York por 4.99 libras al mes. La competencia puede protegernos de los descontrolados precios de las impresiones. Los grandes beneficios que se obtienen al vender una tinta demasiado cara permiten a una compañía como HP vender impresoras a un costo menor que el de fabricación. Otros emplean tácticas distintas. Las impresoras Kodak ESP son un 30 por ciento más caras que otros modelos parecidos, pero los cartuchos de tinta cuestan sólo 10 dólares e imprimen unas trescientas páginas. Dejando aparte la diversidad de tácticas, el precio total de la impresión debería descender a medida que los fabricantes de impresoras compitan por ganar cuota de mercado. Consideremos lo que ocurre cuando hay poca o ninguna competencia en un mercado. Steve Blank, un antiguo empresario de Sillicon Valley que da clases de desarrollo de la clientela en la Universidad de California en Berkeley, solía hablar a sus alumnos de Sandra Kurtzig, fundadora de una compañía que en la década de 1970 diseñó el primer software de empresa para pequeñas compañías que podía funcionar en microordenadores en lugar de en enormes ordenadores centrales. Cuando hizo su primera reunión de ventas, la señora Kurtzig no tenía ni idea de cuánto pedir por su sistema, de manera que mencionó la cifra más grande que pensó que pagaría una persona racional: 75 000 dólares. Pero, cuando el comprador anotó la cifra sin pestañear, ella se dio cuenta de que había cometido un error. «Al año», añadió rápidamente. El empresario también lo anotó. Sólo cuando la señora Kurtzig añadió un mantenimiento del 25 por ciento al año el comprador puso su primera objeción, de manera que lo redujo al 15 por ciento. Según el señor Blank, el empresario que le compraba el programa simplemente dijo: «De acuerdo». La señora Kurtzig pudo obrar así porque ofrecía un servicio único en una industria especializada con pocos competidores, con lo que tenía una gran libertad para imponer sus precios. Pero cuando hay muchos rivales es imposible alcanzar este tipo de dominio en el mercado. La simple amenaza de la competencia puede incitar a las empresas a reaccionar. De hecho, durante muchos años la amenaza de que Southwest Airways comenzara a volar en una ruta determinada impulsó a las otras compañías a bajar 38

El precio de las cosas los precios de esa ruta para comprar la fidelidad de los clientes como medida preventiva. Walmart llevó los supermercados a la desesperación cuando se introdujo en los comestibles en 1988, ofreciéndonos precios entre el 15 y el 25 por ciento más baratos que la competencia. La apertura de un centro Walmart provocaba que las ventas de otras tiendas de comestibles del barrio disminuyeran un 17 por ciento en promedio, según un estudio, el equivalente a una pérdida 250 000 dólares de ingresos cada mes. Para continuar en el negocio sus rivales pronto se vieron obligados a seguir su ejemplo. Un estudio de precios de venta al por menor en 165 ciudades de Estados Unidos entre 1982 y 2002 reveló que, a largo plazo, la apertura de un nuevo Walmart obligaba a sus rivales de la zona a reducir los precios en productos como las aspirinas, el champú y la pasta de dientes entre un 7 y un 13 por ciento. Al igual que casi todos los negocios, Walmart rebaja los precios sólo cuando hay competidores alrededor. Un estudio mostró que sus precios eran un 6 por ciento más caros en Franklin, Tennessee, donde prácticamente no tenía competencia, que en Nashville, donde tenía que competir con su rival Kmart. Los críticos arguyen que Walmart diezma las comunidades y hunde las tiendas locales. La permanente obsesión de la empresa para conseguir los productos más baratos ha conducido a muchos proveedores a acudir a productos chinos de bajo costo, lo que contribuye al declive de la industria estadounidense. No obstante, el impulso competitivo de Walmart ha sido definitivamente beneficioso para los estadounidenses como consumidores. El impacto ha sido tan poderoso que, según un estudio, el Departamento de Comercio exagera la inflación de Estados Unidos en un 15 por ciento simplemente porque en su muestreo no se incluye la comida a bajo precio de Walmart. MANTENER A RAYA LA COMPETENCIA En 2005 los fabricantes de automóviles de Detroit General Motors, Ford y Chrysler utilizaron una táctica novedosa para deshacerse de sus abundantes existencias y reactivar sus decaídas finanzas. Ofrecieron a los clientes una oferta sin precedentes: comprar un coche con el mismo descuento que reservaban para sus empleados. Cuando GM lanzó su programa de «Descuento de empleados 39

Todo tiene un precio para todos», las ventas aumentaron un 40 por ciento. Cuando Chrysler lanzó su «Campaña de precios de empleados» en julio, vendió más coches que nunca. Pero, si las analizamos de cerca, las promociones tampoco eran una oferta tan buena. Un estudio llevado a cabo por los economistas de la Universidad de California, Berkeley, y el Instituto Tecnológico de Massachussets, reveló que muchos coches podrían haberse comprado por menos dinero antes de lanzar el programa de descuentos para empleados. Por una mayoría de modelos de GM y Chrysler, y una parte sustancial de modelos Ford los clientes pagaron más en las dos semanas de promoción de lo que habrían pagado en las dos semanas antes de su lanzamiento. Simplemente les dijeron que iban a conseguir una ganga y lo creyeron. Si la competencia es el mejor amigo del consumidor, la estrategia preferida de las empresas para aprovecharse de él consiste en impedir que los consumidores averigüen dónde pueden conseguir la mejor oferta. Contrariamente a la utopía competitiva descrita en los modelos económicos, donde los consumidores pueden comparar sin esfuerzo productos que compiten entre ellos para hacer sus elecciones, el mundo real está plagado de lo que el premio Nobel George Stigler denominaba costos de búsqueda. A los consumidores les resulta difícil averiguar qué cuesta un determinado producto en todas las tiendas de la ciudad, por no hablar de todo lo que hay disponible en Internet. Es aún más difícil si los bienes no son idénticos. Ésa es una deficiencia que las empresas pueden aprovechar. Para muchas empresas eludir la competencia es una cuestión de supervivencia. Fabricantes de todo tipo, desde coches y chips de ordenador hasta zapatos y televisores, experimentan lo que se conoce como rendimientos crecientes a escala: cada microchip adicional cuesta menos de producir que el anterior. Las empresas pueden obtener materias primas y componentes más baratos cuantos más compran. También reparten el costo de inversiones en maquinaria y cosas así entre más productos, lo que reduce el costo por unidad. Esta dinámica plantea a las compañías una cuestión que da que pensar: la competencia, cuando se opera de manera adecuada, haría que el precio de los televisores y los microchips fuera bajando sin cesar hasta quedar muy poco por encima de lo que costara fabricar la última unidad. Si esto ocurriera, los fabricantes de televisores y chips tendrían que cerrar. A ese precio no podrían recuperar los costos. Por suerte para ellos, siempre hay maneras de li 40

El precio de las cosas brarse hasta cierto punto de las restricciones de la competencia. Una de las técnicas más conocidas es conseguir que a los consumidores les resulte difícil comprender dónde pueden conseguir lo mejor por su dinero. En el supermercado Fairway de Brooklyn, adonde llevo a mi hijo de compras el fin de semana, la sección de comida orgánica más cara está separada de todo lo demás por temor a que el comprador que se fija en los precios decida comprarse esta vez unos simples cereales más baratos. Los productos parecidos están colocados estratégicamente lejos unos de otros, separados por una gran distancia para evitar que se haga una comparación de precios. Hay queso fresco de calidad en un mostrador a la entrada y variedades baratas envasadas a la salida. Hay al menos dos secciones distintas para los fiambres y el aceite de oliva. Las salsas preparadas para pasta de distintas marcas parecen estar desperdigadas por todo el local. Incluso la fruta está separada. Las ofertas y los saldos frecuentes también sirven como herramientas para impedir que el cliente pueda calcular dónde se vende la caja más barata de cereales. Un estudio llevado a cabo en Israel sobre cuatro productos parecidos que se vendían en tiendas distintas entre 1993 y 1996 mostró una enorme variación en los precios. No sólo la misma lata de café o un paquete de harina costaban más del doble en la tienda más cara que en la más barata; no siempre eran más baratos en la misma tienda. Los vendedores al por menor iban cambiando continuamente los precios para mantener siempre alerta a los compradores. Incluso Internet, una tecnología que pretendía dar más poder al consumidor del siglo XXI al permitirle comparar precios en todo el mundo tan sólo clicando con el ratón, puede enturbiar el entendimiento del consumidor. Los vendedores al por menor online de chips de ordenador embarullan las descripciones del producto y ofrecen docenas de versiones distintas para que sea difícil compararlas. Añaden enormes y ocultos costos de envío o portes, rodeando el producto con una nube de accesorios que hay que eliminar, y ofrecen productos de baja calidad para atraer a los clientes a sus páginas web, y, una vez allí, los convencen para comprar algo más caro. Algunos vendedores al por menor incluso han ideado cómo engañar a los robots de compra de los buscadores de la red haciéndoles creer que regalan el producto y así aparecer en los primeros puestos de los resultados. Más que fomentar la transparencia In 41

Todo tiene un precio ternet ha animado a los vendedores a hacer trampa. Todo aquel que ofrezca un producto decente a un precio justo quedará sepultado bajo un montón de ofertas superespeciales «más baratas» presentadas por rivales menos honorables. EN BUSCA DE TONTOS La táctica más efectiva para identificar y enredar al cliente que paga más entre un grupo de compradores sigue siendo la subasta. Las subastas están pensadas para encontrar al cliente que le asigna un valor más alto al producto que se subasta. Daniel Kahneman, el psicólogo israelí que ganó el premio Nobel de Economía por investigar las peculiaridades de comportamiento que enturbian nuestro criterio económico, denominaba a las subastas «búsqueda de tontos». Por eso a los vendedores les encantan, pero no a los compradores. Una encuesta realizada en 2006 entre un grupo de empresas de valores demostró que el 90 por ciento de ellas prefería evitar las subastas cuando compraban una empresa, pero entre el 80 y el 90 por ciento estaban a favor cuando vendían una. El conocido inversor Warren Buffett nunca omite esta advertencia en el informe anual de Berkshire Hathaway: «No participamos en subastas». No son necesariamente un mal negocio para los compradores. Pero comprar en una subasta puede ser delicado cuando el valor de lo que se vende es desconocido. Por ejemplo, consideremos una subasta organizada por el gobierno de los derechos de explotación de emisoras de radio o para perforar pozos de petróleo. Si todos los que pujan saben lo que hacen, lo más probable es que la oferta media refleje el valor al que la empresa petrolífera o la compañía de telecomunicaciones media pueda explotar esos derechos de manera provechosa. Pero eso significa que la puja ganadora que necesariamente estará por encima de la media superará ese valor. Si ése es el caso, hay muchas probabilidades de que el ganador pierda dinero. Por eso se conoce como la maldición del ganador. La subasta, sin embargo, no es la única técnica que se utiliza para atraer a consumidores que pagan mucho. De hecho, las empresas poseen muchas maneras sutiles y elegantes de segregarlos según su disposición a pagar, y de obtener un precio más alto de aquellos que valoran más sus productos. 42

El precio de las cosas Consideremos por un momento cómo compra la gente. Según un estudio de los compradores en Denver, las familias que ganan más de 70 000 dólares al año pagan un 5 por ciento más por los mismos productos que las familias que ganan menos de 30 000 dólares. Los solteros sin hijos pagan un 10 por ciento menos que las familias con cinco miembros o más. Las familias cuya cabeza es una persona de unos 40 años pagan hasta un 8 por ciento más que aquellas que tienen poco más de 20 o casi 70. Los jubilados prestan mucha más atención a lo que compran que la gente de mediana edad. Buscan a conciencia la mejor oferta y acaban pagando casi la misma cantidad por el mismo producto. La gente de mediana edad, por el contrario, compra con menos cuidado. Así, los precios que pagan varían enormemente. Estas pautas surgen porque la gente valora el tiempo y el dinero de una manera distinta. El tiempo es relativamente más valioso para los ricos, que ya tienen dinero, que para los pobres, que no lo tienen. Un conserje de Nueva York que gana 11 dólares la hora probablemente preferirá un extra de 20 dólares que una hora extra de tiempo libre. Un abogado que gana 500 dólares la hora, por el contrario, quizá prefiera el tiempo libre. Ello afecta a la forma de comprar de cada uno. El abogado será menos propenso a pasarse horas comprando, y acabará pagando el primer precio que vea. El conserje, en cambio, estará más dispuesto a pasarse un buen rato recortando cupones de descuento, a ver tiendas y a conseguir el mejor precio. El valor de nuestro tiempo también aumenta con la edad. Ello se debe a que nuestros salarios aumentan a medida que nuestra carrera profesional progresa, ganamos experiencia y subimos en el escalafón. Pero no ocurre lo mismo con el número de horas del día. Como admitirá cualquier padre o madre, el tiempo de hecho se contrae cuando se tienen hijos que compiten por nuestra atención con las tareas domésticas, el ir de compras y nuestro trabajo. El tiempo es más escaso y caro en torno a los 45 años, cuando el salario y las responsabilidades laborales están en su punto máximo y los hijos aún viven en casa. Las empresas explotan esas diferencias. Cobran más por productos básicos en los supermercados de barrios ricos que en aquellos frecuentados por compradores de renta baja. Los descuentos y los cupones les permiten comprar lo mismo a dos precios: uno para los más pobres, que recortan cupones, y otro para los ricos, que no pierden el tiempo en eso. Esa técnica puede utilizarse para 43

Todo tiene un precio distinguir entre diversos tipos de personas que no valoran el tiempo de la misma manera. La gente difiere en otros aspectos, aparte de la edad y la riqueza. Las empresas intentan centrarse en estas diferencias para vender sus productos al mayor número de clientes posibles y obtener de ellos el precio máximo que están dispuestos a pagar. Al examinar la guía de restaurantes neoyorquinos Zagat de 2008, dos economistas descubrieron que los restaurantes calificados de románticos o con buenas vistas cobraban hasta un 6.9 por ciento más por los aperitivos y hasta un 14.5 por ciento más por los postres, en relación al costo del plato principal, que los restaurantes clasificados como adecuados para comidas de negocios. Conjeturaron que la razón podía ser que las parejas si se gustaban el uno al otro se quedarían más rato y pedirían un aperitivo, y quizá un postre. Sería poco romántico para cualquiera discutir por el precio, con lo que un restaurante podía cobrarles relativamente más por esos productos «románticos» del menú. Esa técnica llamada acertadamente «discriminación de precios» se encuentra en todas partes. Qué otra cosa es el descuento para estudiantes en una librería o el billete más barato para una matiné en Broadway? Los libros se publican en las ediciones de tapa dura antes de ser publicados en bolsillo para sacar provecho de aquellos que no pueden esperar para leerlo y pagan más por tenerlo. Apple lanzó un iphone de 8 gigabites a 599 dólares en junio de 2007 para captar a aquellos compradores que pagarían lo que fuera para es tar entre los primeros en tener uno. Dos meses después su precio bajó a 399 dólares. Las líneas aéreas son maestras a la hora de vender billetes de avión a precios tremendamente dispares. Han afinado sus técnicas durante más de treinta años, intentando llenar vuelos cuyo costo para la compañía es el mismo si están vacíos o llenos. En 1977 American Airlines fue la primera compañía aérea de Estados Unidos en intentar esa técnica al ofrecer billetes de «superahorro» más baratos que exigían la compra anticipada y una estancia mínima de siete días o más para atraer a los viajeros que disponían de tiempo libre y se fijaban en los precios. Las variaciones del precio se dispararon después de que las tarifas aéreas quedaran liberadas en 1978, lo que provocó una intensa competencia a medida que las líneas aéreas luchaban por llenar el mayor número de asientos po 44