TEMA 6. EL RACIONALISMO: DESCARTES RENÉ DESCARTES, Discurso del método, IV parte 1. TEXTO

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1 TEMA 6. EL RACIONALISMO: DESCARTES RENÉ DESCARTES, Discurso del método, IV parte 1. TEXTO "No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones que allí he hecho, pues son tan metafísicas y tan fuera de lo común que tal vez no sean del gusto de todos. Sin embargo, con el fin de que se pueda apreciar si los fundamentos que he establecido son bastante firmes, me veo en cierto modo obligado a hablar de ellas. Desde hace mucho tiempo había observado que, en lo que se refiere a las costumbres, es a veces necesario seguir opiniones que tenemos por muy inciertas como si fueran indudables, según se ha dicho anteriormente; pero, dado que en ese momento sólo pensaba dedicarme a la investigación de la verdad, pensé que era preciso que hiciera lo contrario y rechazara como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, hecho esto, quedaba en mi creencia algo que fuera enteramente indudable. Así, puesto que nuestros sentidos nos engañan algunas veces, quise suponer que no había cosa alguna que fuera tal como nos la hacen imaginar. Y como existen hombres que se equivocan al razonar, incluso en las más sencillas cuestiones de geometría, y cometen paralogismos, juzgando que estaba expuesto a equivocarme como cualquier otro, rechacé como falsos todos los razonamientos que había tomado antes por demostraciones. Y, en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos pueden venirnos también cuando dormimos, sin que en tal estado haya alguno que sea verdadero, decidí fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras quería pensar de ese modo que todo es falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y observando que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de socavarla, juzgué que podía admitirla como el primer principio de la filosofía que buscaba. Al examinar, después, atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo y que no había mundo ni lugar alguno en el que me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no existía, sino que, al contrario, del hecho mismo de pensar en dudar de la verdad de otras cosas se seguía muy evidente y ciertamente que yo era; mientras que, con sólo haber dejado de pensar, aunque todo lo demás que alguna vez había imaginado existiera realmente, no tenía ninguna razón para creer que yo existiese, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza no es sino pensar, y que, para existir, no necesita de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo e incluso más fácil de conocer que él y, aunque el cuerpo no existiese, el alma no dejaría de ser todo lo que es. Después de esto, examiné lo que en general se requiere para que una proposición sea verdadera y cierta; pues, ya que acababa de descubrir una que sabía que lo era, pensé que debía saber también en qué consiste esa certeza. Y habiendo observado que no hay absolutamente nada en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que veo muy claramente que para pensar es preciso ser, juzgué que podía admitir esta regla general: las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; si bien sólo hay alguna dificultad en identificar exactamente cuáles son las que concebimos distintamente. Reflexionando, a continuación, sobre el hecho de que yo dudaba y que, por lo tanto, mi ser no era enteramente perfecto, pues veía con claridad que había mayor perfección en conocer que en dudar, se me ocurrió indagar de qué modo había llegado a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí con evidencia que debía ser a partir de alguna naturaleza que, efectivamente, fuese más perfecta. Por lo que se refiere a los pensamientos que tenía de algunas otras cosas exteriores a mí, como el cielo, la tierra, la luz, el calor, y otras mil, no me preocupaba tanto por saber de dónde procedían, porque, no observando en tales pensamientos nada que me pareciera hacerlos superiores a mí, podía pensar que, si eran verdaderos, era por ser dependientes de mi naturaleza en tanto que dotada de cierta perfección; y si no 1

2 lo eran, que procedían de la nada, es decir, que los tenía porque había en mí imperfección. Pero no podía suceder lo mismo con la idea de un ser más perfecto que el mío; pues, que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible; y puesto que no es menos contradictorio pensar que lo más perfecto sea consecuencia y esté en dependencia de lo menos perfecto, que pensar que de la nada provenga algo, tampoco tal idea podía proceder de mí mismo. De manera que sólo quedaba la posibilidad de que hubiera sido puesta en mí por una naturaleza que fuera realmente más perfecta que la mía y que poseyera, incluso, todas las perfecciones de las que yo pudiera tener alguna idea, esto es, para decirlo en una palabra, que fuera Dios. [A esto añadía que, puesto que conocía algunas perfecciones que en absoluto poseía, no era el único ser que existía (permitidme que use con libertad los términos de la escuela), sino que era necesariamente preciso que existiese otro ser más perfecto del cual dependiese y del que yo hubiese adquirido todo lo que tenía. Pues si hubiese existido solo y con independencia de todo otro ser, de suerte que hubiese tenido por mi mismo todo lo poco que participaba del ser perfecto, hubiese podido, por la misma razón, tener por mi mismo cuanto sabía que me faltaba y, de esta forma, ser infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía comprender que se daban en Dios. Pues siguiendo los razonamientos que acabo de realizar, para conocer la naturaleza de Dios en la medida en que es posible a la mía, solamente debía considerar todas aquellas cosas de las que encontraba en mí alguna idea y si poseerlas o no suponía perfección; estaba seguro de que ninguna de aquellas ideas que indican imperfección estaban en él, pero sí todas las otras. De este modo me percataba de que la duda, la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no pueden estar en Dios, puesto que a mi mismo me hubiese complacido en alto grado el verme libre de ellas. Además de esto, tenía idea de varias cosas sensibles y corporales; pues, aunque supusiese que soñaba y que todo lo que veía o imaginaba era falso, sin embargo, no podía negar que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Pero puesto que había conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, considerando que toda composición indica dependencia y que ésta es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía ser una perfección de Dios al estar compuesto de estas dos naturalezas y que, por consiguiente, no lo estaba; por el contrario, pensaba que si existían cuerpos en el mundo o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fueran totalmente perfectas, su ser debía depender de su poder de forma tal que tales naturalezas no podrían subsistir sin él ni un solo momento.] 1 Quise buscar, después, otras verdades y, habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que concebía como un cuerpo continuo o un espacio indefinidamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían tener diferentes figuras y tamaños, y ser movidas o trasladadas de todas las maneras posibles, pues los geómetras suponen todo esto en su objeto, repasé algunas de sus más simples demostraciones. Y habiendo advertido que la gran certeza que todo el mundo les atribuye sólo está fundada en que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla antes formulada, advertí también que no había en ellas absolutamente nada que me asegurase la existencia de su objeto. Porque, por ejemplo, veía bien que, si suponemos un triángulo, sus tres ángulos tienen que ser necesariamente iguales a dos rectos, pero en tal evidencia no apreciaba nada que me asegurase que haya existido triángulo alguno en el mundo. Al contrarío, volviendo a examinar la idea que tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en ella del mismo modo que en la de un triángulo está comprendido el que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, o en la de una esfera, el que todas sus partes equidistan de su centro, e incluso con mayor evidencia; y, en consecuencia, es al menos tan cierto que Dios, que es ese ser perfecto, es o existe, como puede serlo cualquier demostración de la geometría". 2. NOCIONES. 1 Estos dos últimos párrafos encerrados entre corchetes (desde A esto añadía hasta ni un solo momento ) no se incluyen en el texto oficial del programa de las PAU. Se trata de la segunda demostración de Descartes. La vamos a leer y estudiar en clase, pero que conste que no se exigirá en nuestros exámenes ni puede salir en el examen de las PAU. 2

3 2.1 DUDA Y CERTEZA. Descartes se propone en el Discurso del Método y en las Meditaciones Metafísicas averiguar si es posible un juicio absolutamente cierto. Esto significa que no pueda ser cuestionada la verdad de lo que afirma ni por las más extravagantes suposiciones de los escépticos, es decir de los filósofos que todo lo ponen en duda y que en consecuencia deducen que es imposible un conocimiento verdadero, firme y seguro. Descartes entiende el concepto de verdad como certeza, es decir, como ausencia de toda duda y sólo si se encuentra una certeza firme podrá fundarse el conocimiento humano, de ahí la importancia de su investigación Una vez determinado el objetivo, Descartes aclara el procedimiento del que se va a servir para determinar si una certeza tal existe o no, la duda metódica: considerar como falso todo conocimiento que se haya tenido por tal en cuanto se puedan encontrar razones para dudar de su verdad. La duda se convierte en radical por cuanto no importa que las razones puedan resultar extrañas y ajenas a nuestro modo común de considerar las cosas; la duda es también sistemática ya que ha de ocuparse de todos los conocimientos por su origen, sean los sentidos o el entendimiento. Se trata, pues, de una duda estrictamente filosófica o metafísica puesto que posee estas dos características y por ser el método utilizado con vistas a determinar si se pueden establecer o no unos cimientos firmes para el conocimiento humano. De esta radicalidad quedan fuera las costumbres, con respecto a las cuales es mejor seguir opiniones que tenemos por muy inciertas como si fueran indudables. Ello es así por lo que expresa en la parte III de esta obra al establecer su moral provisional de carácter estoico: cuando se trata de actuar es preciso ser constantes y firmes una vez tomada una decisión, en lugar de vacilantes y dubitativos. En consecuencia Descartes considera que su método sólo es válido en el terreno del conocimiento o en la investigación de la verdad y no en el terreno de la moral en el que se determina la diferencia entre el bien y el mal. A partir de aquí se exponen las diversas fases por las que pasa la duda: En primer lugar, se considera como falso el conocimiento de las cosas tal y como nos lo presentan los sentidos en virtud de que en más de una ocasión nos han engañado, como cuando introducimos un palo en el agua y lo vemos quebrarse, cuando contemplamos el sol y lo vemos de pequeño tamaño o en ejemplos del propio Descartes en las Meditaciones y en los Principios de filosofía: tomar una torre cuadrada por una redonda cuando se la ve de lejos, creer que una estatua colocada en la cima de una torre es pequeña porque se la ve desde abajo, ver todos los objetos amarillos porque se tiene ictericia o en el caso de los sentidos internos creer que se siente aún dolor en un brazo o en una pierna que ya han sido amputados; aunque los sentidos no nos engañasen siempre, no son una fuente fiable de conocimientos, por lo cual y de acuerdo con el radical planteamiento cartesiano, serán tenidos por falsos. La duda acerca del conocimiento sensible tiene como fin principal acostumbrar al pensamiento a desviarse del cuerpo, dado que la idea de una física que se ocupa sólo de la extensión tropieza con los prejuicios arraigados en nosotros desde la infancia por los sentidos que nos inducen a creer que las cosas son tales como ellos nos las presentan. En segundo lugar, considera las demostraciones matemáticas de las que es posible dudar, ya que muchos se equivocan al razonar y nadie puede estar seguro de no ser uno de ellos. En su obra Meditaciones metafísicas da otra razón, a saber: existe la posibilidad de que un genio maligno hubiese creado mi mente de suerte que, por más clara que vea la verdad de un juicio matemático, éste pueda ser falso: así, por ejemplo, que la suma de los ángulos de un triángulo es dos rectos, sea resultado de que mi mente haya sido creada por un Dios maligno que quiera confundirme. De nuevo la exageración de esta duda (conocida por ello como hiperbólica) tiene su razón de ser en el principio fundamental de su método: no admitir como verdadero sino aquello respecto de lo cual no sea posible duda alguna. Al extender la duda al razonamiento matemático Descartes cambia el planteamiento efectuado en Las reglas para la dirección del espíritu donde las verdades de las matemáticas se consideraban como absolutamente ciertas. 3

4 En tercer lugar, duda no solo de que las cosas sean como nos las muestran los sentidos, sino incluso de que existan de un modo exterior a nosotros. La razón de esta duda radica en que es imposible distinguir racionalmente los estados de la vigilia del sueño. En efecto, todos hemos tenido la experiencia de la intensidad y viveza de los sueños de los que al fin despertamos, pero quién sabe si este despertar no es la continuación de un sueño que se prolonga sin fin? La función de la duda, tanto en este caso como en el de los razonamientos matemáticos, es poner de relieve las certezas que a continuación se señalarán y que no serán atacadas ni por la duda más hiperbólica. Pero, por más que nos engañemos en lo referente a la verdad de los juicios o las ideas que nuestra mente tiene, no nos podemos engañar respecto a que estamos realizando la acción de pensar, aun cuando lo pensado sea falso. De aquí que pienso, luego soy constituye una certeza que ni las más extravagantes suposiciones de los escépticos pueden socavar. Descartes se refiere a la tradición escéptica griega representada en su versión más radical por los académicos y en su versión más moderada por PIRRÓN y SEXTO EMPÍRICO. Esta tradición que inspiró a muchos pensadores del siglo XVI como MICHEL DE MONTAIGNE, Charron, FRANCISCO SÁNCHEZ o LA MOTHE LE VAYER, cumple en Descartes como ha señalado Étienne Wilson la función que juega en un tratado terapéutico la descripción de la enfermedad cuya curación trata de enseñarnos. Por ello Descartes es escéptico en el planteamiento de su filosofía, pero no en su desenlace en cuanto considera incuestionable la existencia de la actividad de pensar y por tanto de un sujeto que la realiza. La certeza del sujeto tiene su antecedente en san Agustín: si me equivoco, existo (Ciudad de Dios, XI, 26), luego aparece en diversos filósofos de la Edad Media (ESCOTO ERÍGENA, HUGO DE SAN VÍCTOR, GUILLERMO DE OCKHAM) y fue renovada por TOMÁS DE CAMPANELLA casi contemporáneamente a Descartes. Pero lo esencial radica en que en éste último forma parte de un planteamiento original en el que se problematiza la existencia de cualquier realidad distinta de la propia conciencia; es decir, el yo se convierte en el primer y fundamental principio de la filosofía. Ahora bien, la naturaleza de ese yo no es otra que la de una cosa pensante y, en cuanto tal, inextensa. El cuerpo en cuanto cosa extensa es completamente distinto de la mente y queda cuestionado en su existencia. A continuación Descartes reflexiona, a partir de la certeza encontrada, sobre el criterio que en general le podría servir para encontrar otras certezas, y es éste: la claridad y distinción. Son claros el juicio o la idea que se imponen de manera inmediata o intuitiva a la mente y distintos aquellos que se pueden diferenciar de los otros. Las ideas claras y distintas son objeto de intuición y la concatenación de intuiciones constituye la deducción: intuición y deducción son la base del método científico y en especial de las matemáticas tal y como lo formula Descartes en su obra Reglas para la dirección del espíritu. En el Discurso del método volverá a formular el mismo en cuatro reglas: 1. Evidencia: No admitir nada como verdadero que no se conozca como evidente, es decir, sin posibilidad de duda. 2. Análisis: Consiste en dividir lo complejo en sus partes simples, al objeto de percibirlas clara y distintamente. 3. Síntesis: Reconstruir deductivamente el saber a partir de elementos simples conocidos por intuición. La concatenación de intuiciones constituye la deducción. 4. Enumeración: Realizar una revisión general que nos permita estar seguros de no olvidar nada. La validez del método queda así fundamentada sobre la certeza del sujeto pensante. La primera regla, la de la evidencia, había sido inferida provisionalmente de las matemáticas en cuanto modelo de saber, pero sólo ahora recibe una justificación sólida y definitiva. 2.2 ALMA Y CUERPO (res cogitans y res extensa). Una vez que Descartes ha establecido la afirmación pienso, luego soy como un juicio absolutamente cierto, comienza a deducir las implicaciones que conlleva. La primera consiste en distinguir, por un lado, entre el cuerpo y el alma del yo como sustancia pensante y sustancia extensa respectivamente y, por 4

5 otro lado, afirmar que el yo se identifica con el alma y no con el cuerpo. En efecto, el cuerpo es considerado como una sustancia extensa, exterior a la mente y la existencia de todo lo exterior ha sido puesto en tela de juicio por la duda, tanto porque no podemos distinguir con criterio la vigilia del sueño como por la posibilidad de que un genio maligno hubiese creado mi mente de manera defectuosa, de manera que, por más evidente que me parezca tener un cuerpo, es posible que en realidad no lo tenga. Veamos ahora más detenidamente los conceptos de sustancia pensante y de sustancia extensa. La sustancia se define como una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir. Sin embargo, esta definición considerada de una manera estricta y en su sentido más literal solamente tiene aplicación a Dios, por cuanto todos los seres creados, extensos o pensantes, dependen de Dios para la conservación de su existencia. Si consideramos esta definición en un sentido menos estricto como referida a los seres creados, haciendo abstracción de Dios, podemos afirmar que hay dos clases de sustancias, las corpóreas y las pensantes, por cuanto solamente necesitan del concurso de Dios para existir. Por otra parte, las sustancias sólo pueden ser conocidas o percibidas por sus atributos. Los atributos son las propiedades que se consideran esenciales, es decir, las propiedades que percibimos de manera clara y distinta como imprescindibles en la sustancia, de suerte tal que todas las demás propiedades las presuponen y dependen de ellas. Para Descartes el atributo principal de la sustancia espiritual es el pensar. Y, ciertamente, si la esencia del alma es pensar, es obvio que el alma tiene o que pensar siempre, incluso cuando a primera vista no lo hace, o que dejar de existir cuando no piensa. El atributo principal de la sustancia corpórea es la extensión. No podemos concebir la figura o el movimiento, por ejemplo, sin extensión; pero podemos concebir la extensión sin figura o movimiento. "Así, la extensión en longitud, anchura y profundidad, constituye la naturaleza de la sustancia corpórea". Por lo que respecta a la existencia misma del cuerpo y de cualquier otra sustancia extensa, esta es garantizada por la demostración de la existencia de Dios y por la idea que de Él tenemos como ser infinitamente veraz y bondadoso. Por otra parte, y conforme a la definición de sustancia extensa y pensante, el ser humano se concibe como la unidad accidental de dos sustancias separadas y opuestas o como la unidad íntima y esencial de sustancias diferentes? Si nos atenemos exclusivamente a lo que se afirma en el Discurso del método, parece cierta la primera hipótesis y entonces la relación de la mente y el cuerpo sería análoga a la relación existente entre un piloto el alma que dirige su nave el cuerpo, o a la relación entre un agente el alma, con el instrumento que utiliza y mueve, el cuerpo. Sin embargo, Descartes afirma en la sexta meditación que estas analogías son falsas y que el yo no se puede concebir como alojado en el cuerpo tal como se halla un piloto en su nave. Demostrada, en efecto, la existencia de Dios en la tercera meditación y dado que la idea que de Él tenemos es la de un ser infinitamente bueno y veraz, tiene que haber, dice, alguna verdad en todas las cosas que la naturaleza nos enseña. Porque naturaleza significa en general o Dios o el orden de las cosas creadas por Dios. Así pues, si la naturaleza me enseña que tengo un cuerpo que es afectado por el dolor, y que siente hambre y sed y que, por tanto, experimento una estrecha e íntima unión con el cuerpo, no puedo dudar de que en todo eso haya alguna verdad; en consecuencia, más que como una dualidad de sustancias el yo debe concebirse como una unidad: También me enseña la naturaleza, por medio de esos sentimientos de dolor, hambre, sed, etc., que no estoy metido en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino tan estrechamente unido y confundido y mezclado con él, que formo como un solo todo con mi cuerpo. Pues si esto no fuera así, no sentiría yo dolor cuando mi cuerpo está herido, puesto que soy solamente una cosa que piensa; percibiría la herida por medio del entendimiento, como un piloto percibe, por medio de la vista, lo que se rompe en su barco. Y cuando mi cuerpo necesita comer o beber, tendría yo un simple conocimiento de esta necesidad, sin que de ella me avisaran confusos sentimientos de hambre o sed, pues en efecto, todos esos sentimientos de hambre, sed, dolor, etcétera, no son sino ciertos confusos modos de pensar, que proceden y dependen de la íntima unión y especie de mezcla del espíritu con el cuerpo (Meditaciones Metafísica, VI, Madrid, Espasa Calpe, página 174). Esto explica que Descartes concluyera que debía existir un punto de interacción entre el alma y el cuerpo que sitúa en la parte más interior del 5

6 cerebro, en una glándula a la que dio el nombre de pineal. En suma la existencia de Dios es la garantía no sólo de que existe el cuerpo, sino también de su íntima y esencial unión con el alma PENSAMIENTO E IDEAS. En la afirmación pienso, luego soy debemos distinguir claramente tres aspectos: por un lado el pensamiento o actividad de pensar; por otro el contenido u objeto de ese pensamiento y, por último, una realidad subyacente o sustancia que realice la actividad de pensar y que constituya la sustancia pensante, el sujeto. Descartes identifica la actividad de pensar con todo aquello de lo que somos conscientes como operante en nosotros. Y, por eso, no solamente el entender, querer e imaginar, sino también el sentir, son aquí la misma cosa que el pensar (Principios de filosofía 1, 9). En las Respuestas a las segundas objeciones define el pensamiento como todo lo que está en nosotros de modo tal, que somos inmediatamente conscientes de ello. Así, son pensamientos todas las operaciones de la voluntad, del entendimiento, de la imaginación y de los sentidos (Definición I). La inmediatez con que se han de dar en la conciencia, excluye todo lo que es consecuencia del pensamiento, pero que no se puede considerar tal, como por ejemplo, el movimiento voluntario. La certeza de la actividad de pensar radica en que aunque ninguna de las cosas que siento o sobre las que razono o que imagino, fuesen tal como las siento o imagino o conforme a mis razonamientos e incluso que no fuesen en absoluto fuera de mí (por la hipótesis de un genio maligno que hubiese creado mi mente defectuosa), es sin embargo cierto que esas actividades o procesos mentales conscientes tienen lugar; veo la mesa, quizás la mesa no sea como creo que es, quizás ni siquiera exista, pero es indudable que yo percibo algo: "Es, al menos, enteramente cierto que me parece que veo luz, que oigo ruidos y que siento calor. Eso no puede ser falso; eso es, propiamente hablando, lo que en mí se llama sentir; y, tomado en esa acepción, no es otra cosa que pensar" (Meditación segunda). En su réplica a la quinta serie de objeciones, Descartes observa que "del hecho de que pienso que ando puedo perfectamente inferir la existencia de la mente que lo piensa, pero no la del cuerpo que anda". Puedo soñar que estoy caminando, y para soñar tengo que existir; pero de ahí no se sigue que camine realmente. Del mismo modo, argumenta Descartes, si pienso que percibo el sol o que huelo una rosa, tengo que existir; y eso valdría incluso en el caso de que no hubiese ningún sol real ni rosa objetiva alguna. Por otra parte, la actividad de pensar ha de tener también siempre un objeto o contenido. Los contenidos de la conciencia se dividen en ideas, sentimientos o pasiones, actos de voluntad y juicios o proposiciones en que se afirma o niega algo. Las ideas son como imágenes que representan las cosas o en una definición más precisa: la forma de todos nuestros pensamientos, por cuya percepción inmediata tenemos conciencia de ellos (Respuestas a las segundas objeciones, def. II) y forma significa aquí el carácter representativo de la idea que al menos en cuanto verdadera mantiene una similitud con el objeto representado y en cuanto tal es el principio de su conocimiento. Las ideas se pueden clasificar por su grado de evidencia, por su origen o por el grado de perfección de su realidad objetiva. Por el grado de evidencia, las ideas se clasifican en claras y distintas o en oscuras y confusas. En los Principios de Filosofía nos dice que entiende por clara una percepción que es presente y manifiesta a un espíritu (mente) atento, tal y como decimos que vemos claramente los objetos cuando, estando ante nosotros, actúan con bastante fuerza y nuestros ojos están dispuestos a mirarlos. Es distinta aquella que es en modo tal separada y precisa de todas las otras que sólo comprende en sí lo que manifiestamente aparece a quien considera como es preciso (I, 45). Tenemos que distinguir entre claridad y distinción. Un dolor intenso, por ejemplo, puede ser muy claramente percibido, pero puede ser confuso para el que lo sufre y juzga falsamente de su naturaleza. "De ese modo, la percepción puede ser clara sin ser distinta, mientras que no puede ser distinta sin ser también clara" (I, 46). Indudablemente, ese criterio de verdad fue sugerido a Descartes por las matemáticas. Una proposición matemática verdadera se impone a la mente, por así decirlo, por sí misma. Cuando se ve clara y distintamente, la mente no puede evitar a 6

7 asentir a ella. Del mismo modo, yo afirmo la proposición "pienso, luego soy", simplemente porque veo de una manera clara y distinta que es así. Sólo las ideas claras y distintas dan lugar a juicios ciertos. En general las ideas claras y distintas se identifican con los conceptos procedentes del puro entendimiento como ocurre en el caso de los conceptos matemáticos (como la idea del número 2 y el juicio 2+3=5) y con algunos conceptos filosóficos (como la idea de sustancia y el juicio Pienso, luego soy ); por su parte las ideas oscuras y confusas están constituidas por las ideas sensibles que tienen su origen en la experiencia (como la idea de calor, sonido, olor o color y los juicios del tipo La luna es del tamaño de una pelota ). En relación con su origen las ideas se clasifican en a) innatas, que se caracterizan porque están en nuestro entendimiento desde el nacimiento o bien actualmente o bien potencialmente y de esta naturaleza son la idea de alma, la idea de Dios o las ideas matemáticas; b) adventicias, que son las que parece proceden de fuera del alma como la idea de calor, de luz o color; y c) facticias, que se constituyen por la imaginación cuando se mezclan ideas y así es, por ejemplo, la idea de centauro. Por otra parte y en cuanto las ideas son cosas pensadas (res cogitata) tienen una realidad que es doble: por un lado tienen una realidad en tanto que modo de nuestra sustancia pensante y así consideradas todas las ideas tienen la misma realidad y el mismo grado de perfección; por otro lado, en tanto que representativa de un objeto, tienen una realidad objetiva y así consideradas nuestras ideas son diferentes unas de otras de manera proporcional al grado de realidad y perfección de lo que es representado por ellas y así la idea de sustancia tiene más realidad objetiva que la idea de accidente y la idea de sustancia infinita tiene más realidad objetiva que la de sustancia finita. Según este último criterio la idea más perfecta es la de Dios y la menos perfecta es la de la nada. Esta última clasificación es heredada de la escolástica como ha mostrado Gilson (véase: Discours de la methode: Texte et commentaire pág 321). La utilidad de cada una de estas clasificaciones es clara: la primera fija el criterio de toda certeza y las dos últimas son las utilizadas por Descartes para probar la existencia de Dios, prueba a la que se ve abocado porque una vez ha determinado que todo lo que percibimos clara y distintamente es verdadero, encuentra una serie de dificultades. En primer lugar, no siempre es fácil percatarse de aquel conocimiento que es claro y distinto y no sólo que lo creemos tal; en segundo lugar porque como afirma en las Meditaciones metafísicas un dios podría haber creado mi naturaleza de suerte que me engañase incluso en cosas que me parecen evidentes. Así las cosas, sólo la existencia de un Dios que no sea engañador puede resolver el problema de la existencia del mundo exterior (el propio cuerpo y el de otros cuerpos, así como la existencia de las otras mentes) y el problema de la validez de las verdades matemáticas. 3. TEMAS EL COGITO Y EL CRITERIO DE VERDAD. Una vez que Descartes ha expuesto las diversas fases por las que pasa la duda, la cuestión ahora es si hay alguna posibilidad de encontrar algo que, pese a todo, sea indudable; alguna certeza que resista todo el proceso de la duda. Pues bien, por más que nos engañemos en lo referente a la verdad de los juicios o las ideas que nuestra mente tiene, no nos podemos engañar respecto a que estamos realizando la acción de pensar, aun cuando lo pensado sea falso. Por pensar entiende Descartes cualquier actividad de la mente y por tanto: dudar, afirmar, negar, amar, odiar, imaginar o sentir; incluye por ende los razonamientos y las pasiones. En una carta dirigida a Mersenne en julio de 1641 lo expresa así: es imposible que podamos pensar alguna vez en algo sin que tengamos al mismo tiempo la idea de nuestra alma como de una cosa capaz de pensar en todo lo que pensamos, es decir, la conciencia de algo implica también necesariamente también la autoconciencia, como luego reconocerá Kant al afirmar que el yo debe poder acompañar a todas nuestras representaciones. De aquí que pienso, luego soy constituye una certeza que ni las más extravagantes suposiciones de los escépticos pueden socavar y escépticos son los filósofos que afirman como imposible hallar una verdad de la cual no quepa dudar. Dos fueron las corrientes de escepticismo en la Antigüedad: por una parte el escepticismo académico al que pertenecieron Arcesilao ( a.c.) y Carnéades ( a.c.), el cual afirmaba taxativamente que ningún conocimiento es posible; por otra parte, el escepticismo pirrónico al que pertenecieron 7

8 Pirrón de Elis ( a.c.) y Sexto Empírico ( d.c.) que defendía un escepticismo más moderado según el cual no hay suficientes ni adecuadas evidencias para afirmar si un conocimiento es verdadero y, en consecuencia, cualquier juicio respecto al conocimiento debe ser suspendido. Por ello Descartes es escéptico a la manera de Pirrón y Sexto Empírico en el planteamiento de su filosofía, pero no en su desenlace en cuanto considera incuestionable la existencia de un sujeto pensante. La certeza del sujeto pensante fue ya formulada por san Agustín en la Ciudad de Dios (XI, 26): si me equivoco, existo pero con una finalidad teológica, prueba de la Trinidad, que es ajena a Descartes. Desde san Agustín esta certeza formó parte de una tradición que prosiguió en la Edad Media y fue renovada por Campanella ( ) casi contemporáneamente a Descartes. Según Campanella en su Metafísica (I, 2 a1) uno de los principios más ciertos procede del interior de la propia alma: nosotros podemos, sabemos y queremos cosas diferentes de nosotros mismos, porque podemos, sabemos y nos queremos a nosotros mismos, en una palabra, el conocimiento de uno mismo es el conocimiento original en el que reside la posibilidad del conocimiento de todas las demás cosas. En el propio Descartes encontramos en Las reglas para la dirección del espíritu al cogito ya en vía de formación cuando en la regla XII leemos: si Sócrates dice que duda de todo, se sigue necesariamente de aquí: por lo menos sabe que duda; también: luego sabe que puede haber algo verdadero o falso. La diferencia esencial con respecto a estos antecedentes del cogito radica en que en Las meditaciones metafísicas y en El discurso del método forma parte de un planteamiento original en el que se problematiza la existencia de cualquier realidad distinta del yo; es decir, el yo se convierte en el primer y fundamental principio de la filosofía, en la incuestionable certeza sobre la que poder asentar todo el edificio del conocimiento. Cuatro observaciones importantes deben ser señaladas al respecto: En primer lugar que la naturaleza de ese yo no es otra que la de una cosa pensante y en cuanto tal inextensa. El cuerpo en cuanto cosa extensa es completamente distinto de la mente y queda cuestionado en su existencia. En segundo lugar que la afirmación Pienso, luego soy no es la conclusión del siguiente silogismo: Todo lo que piensa, existe, yo pienso, por tanto yo existo (como consideraron los contemporáneos de Descartes, Jean de Silhon y Gassendi), sino que el cogito es conocido mediante un acto mental simple y directo (intuición) por el que reconocemos como verdad incuestionable la conciencia de uno mismo cuando la duda es llevada hasta sus últimas consecuencias. En tercer lugar que el cogito es el primer principio de la filosofía comprendida en ella la física, pues la existencia de un mundo extenso y en movimiento será garantizada por una idea del sujeto pensante, la idea de Dios. Por último, que la afirmación pienso, luego soy tampoco es una premisa a partir de la cual deducir otras verdades que serían conclusiones o consecuencias de la misma, sino que se trata de una verdad que se convierte en el modelo a partir del cual es posible descubrir cualquier otra verdad, en la chispa a partir de la cual queda encendida la luz natural de la razón. Por ello a continuación Descartes reflexiona a partir de la certeza encontrada, sobre el criterio que en general le podría servir para encontrar otras certezas. Este criterio es la claridad y distinción con la que advierte que la afirmación pienso, luego soy es verdadera; claro es el juicio o la idea que se impone a la mente, que está presente y manifiesta plenamente lo que es y distintos son aquellos conocimientos que están perfectamente separados de los demás, pudiéndose diferenciar de los otros. El conocimiento que se expresa en juicios puede ser claro sin ser distinto, pero no viceversa. Se puede percibir claramente un dolor, por ejemplo, sin ser capaz de distinguirlo de las otras sensaciones que lo acompañan. Las ideas claras y distintas son objeto de intuición y la concatenación de intuiciones constituye la deducción: intuición y deducción son la base del método científico y en especial de las matemáticas tal y como lo formula Descartes en su obra Reglas para la dirección del espíritu. En el discurso del método volverá a formular el mismo, pero además de la evidencia que se corresponde con la intuición de lo claro y distinto, añade el análisis (división de lo complejo en sus componentes simples), la síntesis (paso de lo simple a lo complejo por concatenación de 8

9 intuiciones) y la enumeración (repaso general con el fin de no olvidar nada). En esta obra es sin embargo la certeza del cogito la que fundamenta en última instancia la validez del método, pues se constituye en el criterio para determinar cualquier otra evidencia. En Las reglas para la dirección del espíritu el modelo de evidencia lo constituían los juicios matemáticos. En El discurso del método y en las Meditaciones metafísicas, inmediatamente después de enunciar el criterio, Descartes señala una dificultad: es difícil dar con aquello que podemos considerar como conocimiento claro y distinto a diferencia de lo que nosotros creemos que lo es sin serlo. Así ocurre con nuestra evidencia de la existencia exterior de las cosas sensibles, pero sobre todo en el caso de los juicios matemáticos que podían ser erróneos, a pesar de nuestra creencia en su claridad y distinción, como consecuencia de la existencia de un genio maligno que hubiese creado mi mente de manera defectuosa. Cómo garantizar entonces que nuestras creencias subjetivamente claras y distintas son también verdaderas de manera objetiva? La única garantía es proporcionada por la demostración de la existencia de un Dios bueno y veraz que acabe con la hipótesis de un genio maligno. Pero entonces nos encontramos con otra dificultad que ha formulado de una manera muy clara Gassendi: admitís que una idea clara y distinta es verdadera, porque Dios existe, porque es el Autor de esa idea y porque es veraz; y por otra parte, admitís que Dios existe, que es creador y veraz, porque tenéis de El una idea clara y distinta. El círculo es evidente (Gassendi Intances, citado por Hamelin El sistema de Descartes página 148). Descartes responde que el conocimiento intuitivo no necesita de la garantía divina, sino sólo el discursivo por cuanto podemos olvidar las razones que nos llevaron a cierta conclusión. Mas si es así, entonces la hipótesis del genio maligno no presenta el carácter radical que parece le es otorgado por Descartes en las Meditaciones LAS DEMOSTRACIONES DE LA EXISTENCIA DE DIOS. Una vez que Descartes ha encontrado la certeza del cogito y el criterio de certeza en la claridad y distinción de los juicios, es importante hacer notar que dicho criterio no implica que lo que yo pienso clara y distintamente (por tanto con imposibilidad absoluta de dudar) se corresponda con como son las cosas en el mundo fuera de mi mente, es decir, que la certeza subjetiva sea también una verdad objetiva. Por ello una vez que Descartes tiene la certeza del sujeto pensante y el criterio general de certeza, buscará una garantía de que lo que el sujeto concibe clara y distintamente en su mente se corresponde con como son las cosas fuera de su mente y la encontrará en la existencia de Dios y en la idea clara y distinta de su bondad. En efecto, la idea de Dios no puede haber sido causada sino por Dios mismo que en consecuencia existe y como la idea de Dios es la de un ser infinitamente bondadoso que no puede querer engañarnos, el mundo concebido como una realidad extensa existe y se puede conocer matemáticamente. Veamos ahora con más detalle las pruebas de la existencia de Dios. Entran en juego, así pues, otras dos clasificaciones, además de la claridad y distinción, es decir del grado de evidencia: De un lado por su origen las ideas pueden ser innatas, en este caso proceden del propio sujeto pensante (Dios, número, sujeto); adventicias, que parecen proceder de fuera del sujeto pensante, de un presunto mundo exterior; facticias, que son las ideas resultado de invenciones o ficciones del sujeto pensante. De otro lado las ideas se pueden clasificar también por el grado de realidad objetiva de lo representado por ellas. En efecto, las ideas que en cuanto actos de pensamiento son todas semejantes, son desde el punto de vista de lo que representan diferentes, pues lo representado por unas tiene más realidad objetiva que lo representado por otras y de ahí que pueden considerarse a unas con un grado de perfección mayor que otras; así la idea de sustancia tiene más realidad objetiva que la idea de accidente y la idea de sustancia infinita tiene más realidad objetiva que la de sustancia finita ( idea de analogía de la sustancia que Descartes acepta acríticamente procedente de la escolástica). Descartes concluye que el sujeto pensante puede ser la causa de todas las ideas que están en su mente en cuanto tiene tanta realidad al menos, como ellas: no observando en tales pensamientos nada que me pareciese hacerlos superiores a mí, podía pensar que si eran verdaderos, era por ser dependientes de mi naturaleza en tanto que dotada de cierta perfección; y si no lo eran, que procedían 9

10 de la nada ; por ejemplo la idea de tiempo o duración puede haberla extraído el sujeto del hecho de que unas ideas suceden a otras y la idea de sustancia del hecho de que él sea una cosa pensante. Sin embargo la idea de Dios tiene un carácter privilegiado en cuanto es la idea innata de una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, por la cual todas las demás cosas que existen (si existen algunas) han sido creadas y producidas. En efecto, esta idea como cualquier otra ha de tener una causa y la causa ha de tener tanta o más realidad que la realidad objetiva representada por la idea. Pero en ese caso de esta idea no puede ser la causa el sujeto pensante por cuanto tiene menos realidad y perfección que la realidad objetiva representada por la idea, pues es al fin y al cabo la idea de una sustancia más perfecta que la del sujeto pensante. Así las cosas, resulta que la causa de esta idea ha de tener tanta realidad o perfección como la representada por la propia idea, luego Dios existe y ha sido Él quien ha puesto esa idea en el sujeto a modo de huella o indicio de su existencia. En carta al P. Batiré de 22 de febrero de 1638 Descartes lamenta no haber hecho explícito en el Discurso un principio que está supuesto en esta argumentación, pero que ha considerado evidente, a saber: que nuestras ideas no pudiendo recibir sus formas ni su ser más que de objetos exteriores o de nosotros mismos, no pueden representar ninguna idea o perfección que no esté en esos objetos o en nosotros (citado Gilson Commentaire pág 322). En su obra Meditaciones metafísicas Descartes se plantea como objeción a esta prueba si la idea de lo infinito no puede ser simplemente consecuencia de la idea de lo finito por negación de la misma. Tal posibilidad es rechazada por cuanto la idea de imperfección y finitud en el hombre sólo puede surgir por comparación con la idea de una máxima perfección e infinitud, de ahí que esta última es anterior en el orden del conocimiento del propio yo a aquella: sólo puedo comprender mi finitud, mi imperfección por comparación con la idea de un ser infinito y perfecto. También en las Meditaciones metafísicas existe una variante de esta misma prueba basada en que el sujeto pensante no puede ser la causa eficiente de sí mismo en cuanto que si así lo fuera, se habría dado todas las perfecciones de que tiene idea. Si no tengo el poder de darme ciertas perfecciones (que son atributos), menos aún tendré el poder de producirme a mí mismo (que soy una substancia), y mucho menos el poder de conservarme. Puesto que no es así, ha de existir un ser que me crea y conserva en la existencia, pues del hecho de que seamos ahora no se sigue que debamos también seguir siendo en el momento siguiente a menos que alguna causa, a saber, la misma que nos produjo, nos reproduzca continuamente. Si tiene este poder también tiene todas las perfecciones que yo puedo concebir y aquello que tiene estas características es lo que llamamos Dios. Hay que concluir necesariamente que, puesto que existo, y puesto que la idea de un ser sumamente perfecto, esto es, de Dios, está en mí, la existencia de Dios queda muy evidentemente demostrada. La idea de Dios en mí es innata, concluye Descartes, ha sido puesta por Él en mí al crearme como el sello del artífice impreso en su obra. La segunda prueba de la existencia de Dios (que no entra en el programa de las PAU) aparece en el Discurso del Método, IV y en la Meditación 3ª. Esta prueba parte de la contingencia de mí mismo como ser finito. Dios será en esta prueba causa de mí (no ya de la idea de Él que en mí hay). La prueba es de corte tomista y recuerda la Tercera Vía. Podemos resumir su argumentación de la manera siguiente: 1. Soy consciente de mi imperfección, y (como corresponde al lugar en el que se sitúa esta prueba, la duda metódica), me doy cuenta de mi limitación precisamente por mi ignorancia, por el hecho de que dudo: si fuese absolutamente perfecto y la causa de mi propio ser, me habría creado como sabio, no como ignorante. 2. La contingencia de mi ser no se refiere sólo al hecho de que haya necesitado de otro ser para existir o empezar a ser, sino también a mi incapacidad para mantenerme en el ser, a mi incapacidad para continuar viviendo sólo a partir de mi mismo. En este punto, la argumentación cartesiana se separa de la tomista: Santo Tomás subrayaba la contingencia de todos los seres en la medida en que éstos no son causa de sí mismos; Descartes habla de la contingencia de su ser (ya que no sabe aún si existen otros seres) porque no se ha creado a sí mismo, pero más aún porque no cree que él mismo sea la causa de su mantenerse en el ser, de su seguir existiendo. La fragilidad de mi existencia es tal que en cualquier momento podría no existir: los distintos momentos de la temporalidad de mi vida 10

11 como ser pensante son independientes: unos (los posteriores) no pueden explicarse absolutamente a partir de otros (los anteriores); y si ello es así debo suponer que existe un ser distinto a mí mismo que sea la causa de que yo perdure, de mi vida como una totalidad que se da en el tiempo, de mi vivir. En conclusión, Descartes llegará a Dios más que como consecuencia de que Él sea necesario para explicar nuestra creación, porque es necesario para explicar la conservación de nuestro ser. 3. A continuación plantea la hipótesis de que tal vez yo no dependo de Dios sino de algo menos perfecto que Dios, y la rechazará mediante la referencia a dos principios: uno que ya aparecía en la primera demostración de la existencia de Dios (la de la idea de Dios como ser infinitamente perfecto) y otro la imposibilidad de la serie infinita para dar cuenta de la existencia presente: a) en la causa debe haber tanta realidad como en el efecto; si yo soy un ser pensante sólo un ser pensante puede haberme creado; b) si ese ser pensante no es la causa de sí mismo, entonces otro debe haberlo creado, y lo mismo con este segundo y con un tercero... pero la serie no puede ser infinita, porque en tal caso no cabría dar cuenta de mi existencia actual y menos aún de la conservación de mi ser, luego Dios existe. El ser del que dependo tiene que tomar su origen y existencia de sí mismo. 4. La conclusión no es sólo que Dios existe sino que la idea de Dios es innata y como el sello o huella que Dios deja en nosotros por habernos creado. La tercera prueba de la existencia de Dios la da Descartes en la quinta Meditación y el texto es la reformulación de la prueba de san Anselmo: ninguna idea es tan perfecta que implique necesariamente la existencia de la realidad correspondiente, excepto la de Dios. En efecto, la idea, por ejemplo, de triángulo implica que ha de ser una figura geométrica de tres lados o que sus ángulos han de sumar dos rectos, pero no que tenga que haber en el mundo triángulo alguno; en cambio, la idea de Dios es la idea del ser más perfecto que se puede pensar y a tal ser no le puede faltar la existencia por cuanto ésta es una perfección más. Si le faltara esta perfección sería un ser imperfecto y esto no cabe en la idea de Dios. El hecho de no existir sería una limitación: volviendo a examinar la idea que tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en ella. Debemos ahora preguntarnos por el papel que cumple en el sistema de Descartes la demostración de la existencia de Dios. En primer lugar queda probada gracias a la existencia de Dios, la existencia a su vez del mundo exterior a la conciencia. En efecto, experimentamos en nosotros mismos que cuanto sentimos procede de alguna otra cosa distinta de nuestro pensamiento y que esa cosa no es espiritual, sino una materia extensa en longitud, anchura y profundidad, cuyas partes tienen formas distintas y están afectadas por movimientos diversos. Pero si esta materia no existiese, tendríamos que deducir que Dios se complace en engañarnos, lo cual repugna a su naturaleza. Si Dios existe (y Dios como ser perfecto tiene los atributos de la sabiduría infinita, del poder infinito, de la veracidad infinita, de la bondad infinita, etc.), es incompatible con la existencia del genio maligno anteriormente postulado. En segundo lugar, como Dios es bueno y veraz garantiza que todos los juicios de la matemática que son percibidos con claridad y distinción, son también verdaderos. De aquí que en consecuencia no sólo es cierto que el mundo existe, sino también que puede ser conocido matemáticamente. En otros términos, quedan garantizadas como ciencias las matemáticas y la física. El mundo es real, no es el fruto de sueño alguno y en cuanto es extensión en movimiento se puede conocer según leyes y principios racionales. Ahora bien, así planteado este Dios, garante de la certeza de los juicios matemáticos y del orden del mundo es un Dios filosófico y no el Dios de la religión que garantiza la salvación de los hombres como ya observó Pascal (Pensamientos 556). Si comparamos la primera prueba de Descartes con las dadas por santo Tomás encontramos las siguientes semejanzas y diferencias: 11

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