Codicia. financiera Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real. Eduardo Olier

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Codicia financiera Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real Eduardo Olier

Contenido Introducción ix CAPÍTULO 1 El apetito inmobiliario 1 The Crown Estate 1 Especulación inmobiliaria en Florida 3 La política del New Deal 4 Las hipotecas se convierten en productos financieros 6 La caída de Fannie Mae y Freddie Mac 8 Explota la burbuja inmobiliaria 10 CAPÍTULO 2 Los mercados financieros 13 El capitalismo de Adam Smith 13 La financiación del ferrocarril al Oeste 16 Las agencias de rating 18 Wall Street 20 Especular con commodities 23 Mecanismos financieros islandeses 27 Matemáticas financieras 30 Burbujas financieras: derivados y estructurados 33 CAPÍTULO 3 El dinero 37 El dólar entra en escena 37 Los mercados de Forex 39 Dinero y financiación del Estado 42 La cantidad de dinero 44 La crisis de deuda 45 El corralito argentino 47 De la Unión Monetaria Latina al euro 49 La trastienda del euro 52 El galimatías del Quantitative Easing 55

VI Contenido El dinero del FMI 57 La estructura del capitalismo financiero 59 CAPÍTULO 4 El capital 61 El marxismo de Carlos Marx 61 El otro marxismo: Reinhard Marx 65 Banca comercial y banca de inversión 67 The Glass-Steagall Act 70 La debacle de las cajas de ahorro españolas 73 El juego del interbancario 75 Greenspan y los tipos de interés 76 Financiación del Estado y prima de riesgo 80 CAPÍTULO 5 Vías de agua en el Titanic europeo 85 Ciclos y crisis económicas 85 De los tulipanes a Bernard Madoff 88 Irlanda y el ciclo inmobiliario 94 Se hunde el Partenón económico griego 97 Las cuentas públicas: la deuda 99 La crisis de crédito: comienzan los rescates 103 Los PIIGS: el hundimiento europeo 105 CAPÍTULO 6 El Estado de bienestar 109 Thomas Maltus y la Poor Law Act 109 La economía del bienestar de Bismark 113 El caso español: la Ley de Beneficencia 116 El coste social y el Estado de bienestar 118 Modelos de pensiones 121 Crisis económica y desempleo 122 Obama y la Seguridad Social 126 El problema demográfico 128 La caída del Estado de bienestar 131 CAPÍTULO 7 Casino financiero 133 Hacerse rico con los Ninja 133 George Soros y la explosión de los hedge fund 136 Estructurados y derivados financieros 141 De bonos y preferentes 145

Contenido VII La deuda pública y la prima de riesgo 148 CDS: armas financieras de destrucción masiva 151 Casino en el BCE? 154 La globalización financiera 156 CAPÍTULO 8 La prosperidad del vicio 159 Keynes versus Friedman 159 La Escuela de Viena 164 Naciones pobres 167 Economía social de mercado 170 La nueva economía 172 La destrucción del medioambiente 174 La brecha entre ricos y pobres 177 Hedonismo y consumismo 180 CAPÍTULO 9 La destrucción de la clase media 183 Aristocracia, burguesía, clases medias 183 Consumismo: del 600 al BMW 186 Economía low cost 188 Incentivar la compra de vivienda 191 Los impuestos directos y los indirectos 193 El desempleo: una juventud sin futuro 196 Los sistemas educativos 198 La pérdida del bien común 200 CAPÍTULO 10 La economía real 203 El mundo poscrisis 203 Cibereconomía y ciberdelincuencia 207 El fraude corporativo 209 De la economía del carbón a la economía virtual 212 La sociedad economicista 215 Política y economía 218 Schumacher: lo pequeño es hermoso 222 Postscriptum 227 Referencias 229

Introducción E n principio, este libro estaba pensado con otro título. Parecido, aunque distinto. El cambio nada tuvo que ver con motivos comerciales, sino con una sugerencia recibida por una de las ejecutivos de la editorial Pearson que pensó que era más apropiado. Y al autor y al editor les pareció bien: refleja lo que está detrás de las crisis económicas, de la que todavía sufrimos, y de las muchas que sucedieron antes. Esto se irá viendo a lo largo de las páginas que siguen. En lengua inglesa existen varias obras con títulos similares, algunas referencias se dan aquí; si embargo, en todos los casos, sus autores ponen el énfasis en los desmanes económicos realizados por las personas que estuvieron o siguen al mando de varias empresas. No es nuestro objetivo. Lo que aquí pretendemos es, primero, hacer el recorrido sobre la economía financiera y los porqués de sus desviaciones y, luego, dar la voz de alarma sobre la economía política que subyace detrás del afán de enriquecimiento y que, siguiendo tales teorías, se viene realizando desde hace décadas. Teorías económicas de grandes economistas que pensaron que la codicia era una potente arma de creación de riqueza, sin darse cuenta de que la creación de riqueza no es tal si solo se aprovechan unos pocos de ella. No codiciarás los bienes ajenos, es el último de los mandamientos de las Tablas de la Ley. Sin embargo, en este como en otros, el paso de los siglos y las adaptaciones culturales los ha desvirtuado. Por lo que hoy, la codicia el afán excesivo de riquezas, como se define en español no es algo que, en el fondo, esté mal visto. Tampoco lo es en su acepción inglesa. Greed, ese deseo de adquirir o poseer, en lo material, más de lo que uno necesita o merece, no es en absoluto negativo. Con frecuencia, es todo lo contrario: muchos apelan a él como remedio de la pobreza. Pues según dicen: quién no busca su propio beneficio? Y es que la codicia, al igual que la avaricia que viene a ser lo mismo pero con el deseo de atesorar, son términos que están en desuso. Y cuando una palabra sale del circuito natural de la comunicación humana, se transforma también el concepto que la acompaña. Y en caso de mantenerse su original acepción, se buscan caminos para desvirtuar los significados. De ahí que se hagan esfuerzos por cambiar los términos con el objetivo de modificar lo que significan. Este sería el ejemplo de transmutar terrorismo por lucha armada o aborto por interrupción del embarazo. Con las palabras se van los conceptos. Con ello, unos tranquilizan sus conciencias y otros tratan de adaptar la realidad a sus intereses. IX

X Introducción Otro tema es la corrupción, que, en una de sus acepciones, nos traslada al uso de la función pública en provecho de sus administradores. Una palabra de amplio espectro que tiene múltiples significados, como son: echar a perder, depravar, dañar o pudrir. Y también, pervertir o seducir a alguien. E incluso, alterar y trastocar la forma de algo. La corrupción está hoy muy en boga: se ha hecho popular; lo que habla de la degradación moral de los comportamientos públicos y, también, de los privados. En lo público, cualquier periódico de cualquier lugar mostrará ejemplos todos los días. La corrupción está perfectamente encastrada en el cuerpo social de cualquier país. Y de tanto vivir con ella, aunque se rechace, se asume con naturalidad. Por ello, en la práctica, en las llamadas democracias avanzadas, con los comportamientos corruptos a la vera del poder casi nunca pasa nada. Quedan exonerados con lo que se entiende como castigo político. Un castigo que se reduce, normalmente, a «perder el poder», para volver a alcanzarlo cuando las aguas se hayan calmado. Y si se mantienen los cargos después de unas elecciones, la consecuencia es que lo que se hizo, aunque fuera una fechoría, se considerará positivo, ya que el pueblo así lo dictamina. De manera que la moral pública se asimila a la opinión de la mayoría. Así, lo que está bien o mal acaba reducido a la relatividad democrática. Hecho que explica, de alguna manera, los porqués de la sociedad relativista actual. Son las mayorías por lo general mayorías minoritarias las que dictaminan lo que es bueno y lo que no lo es. Pero la corrupción, en su esencia, nace de la codicia. Ya que la codicia se da siempre en relación con los demás. El codicioso no lo es nunca de sus propios bienes, necesita los de los demás. Es decir, lo que, en justicia, pertenece a otros. De ahí que el mandamiento de la Ley se dirija a la codicia de los bienes ajenos. Sin embargo, aparte del orden moral que encierra, la codicia tiene otras consecuencias: genera pobreza. La pobreza moral que nace de ella siempre va unida a la material. Algo extensible también a la avaricia. El avaricioso, antes de serlo, fue codicioso. Ya lo dice Aristóteles en el Libro IV de su Moral a Nicómaco al referirse al amor desenfrenado de lucro: «Debe colocarse también entre los avaros al jugador, al salteador de caminos, al bandido; solo van en busca de ganancias vergonzosas y llevados de un amor desenfrenado del lucro; unos y otros obran y desprecian la infamia; estos, arrostrando los más horribles peligros para arrancar el botín que codician, y aquellos enriqueciéndose bajamente a expensas de sus amigos, a quienes más bien deberían hacer donativos. Estas dos clases de gentes, haciendo con conocimiento ganancias donde no deberían hacerlas, tienen un corazón sórdido; y todas estas maneras de procurarse dinero no son más que formas de la avaricia». El libro que el lector tiene ahora en sus manos no es, sin embargo, un estudio sobre la ética de los comportamientos. El autor no tiene esa capacidad, ni

Introducción XI esos conocimientos. Aquí se habla de economía. De los porqués de la situación actual y de las malas prácticas que nos introdujeron en esta larga crisis económica. Malas prácticas amparadas en un deseo excesivo de poseer por cualquier medio, que muchos achacan a la pérdida de valores. Así lo expresaba, por ejemplo, el World Economic Forum en un informe de 2010 realizado en colaboración con la Georgetown University: Faith and the Global Agenda: Values for the Post-Crisis Economy, en cuyo prólogo se dice: «A medida que se ha ido desarrollando la crisis actual, se ha hecho evidente que la arquitectura de la comunidad financiera está necesitada de reformas. Y también queda claro que el sistema internacional ha demostrado su poca capacidad en relación con muchos objetivos que debieran ser fundamentales, como el crecimiento económico sostenible, la erradicación de la pobreza, la seguridad humana, la promoción de los valores de todos, evitar los conflictos, y muchos más.» Pero conviene ser concretos. Para conocer las causas y proponer soluciones, no basta tratar con ideas generalistas. Apelar a la pérdida de valores sin más, nos parece demasiado general. Cualquiera se perdería tratando de definir cuáles son los valores perdidos. Cuando se habla de valores, al final, no se sabe de lo que se está hablando. Por ello, a fin de concretar, nos hemos centrado en las causas de los problemas, que vienen de la promoción sistemática de un neoliberalismo sin control basado en el dejar hacer como fundamento de la creación de riqueza. Unas ideas que perviven con fuerza desde el siglo xviii, cuando Adam Smith aseguraba que la búsqueda del interés propio acabaría trayendo el bienestar a todos. Según él, una mano invisible, acabaría ajustando los desajustes. Un pensamiento que se ha convertido en la regla de oro de los últimos cuarenta años. Con reconocidos economistas apelando a la codicia sin nombrarla, y con una clase política en connivencia con ellos. Y de ahí, la cohorte de renombrados financieros que pusieron en práctica toda su creatividad al amparo de los responsables políticos que, queriéndolo o no, han permitido prácticas rechazables. Y esto es lo que queremos poner de manifiesto aquí: que la economía financiera sin control y las inestabilidades que ella ha producido en la economía real, han sido las causas primeras de la crisis actual y de las crecientes desigualdades que se ven entre pobres y ricos. Desigualdades que, en países tan avanzados como Austria, llevan a que el 5 % de la población acumule el 50 % de la riqueza, mientras que el 50 % de los ciudadanos no llega siquiera al 4 %. Y que, en Alemania, en el período 1998-2008, el 10 % de los más ricos hayan pasado de tener el 45 % de los bienes a incrementarlo hasta el 53 %; con la circunstancia de que el 50 % de los más pobres ostentaban en 2008 el 1 % de la riqueza, cuando diez años antes llegaban al 4 %. O que, en España, uno de cada cinco ciudadanos, el 21 % de la población, se encontrara en 2012 por debajo del umbral de la pobreza.

XII Introducción Pero las prácticas de la economía financiera actual, como ya hemos apuntado, no serían posibles sin el concurso de los reguladores, es decir, de los responsables políticos. Hoy es la política la que condiciona los mercados. Y son las clases políticas dominantes las que facilitan que los mercados financieros ahoguen a la economía real. Nada del destrozo económico que hemos visto, y aún sufrimos, habría sido posible si los reguladores no hubieran permitido la expansión de productos financieros tóxicos, ni hubieran facilitado unas condiciones en los mercados que fueron el inicio de otros abusos. Tampoco habrían sido posible los problemas habidos en numerosas entidades financieras sin la cohabitación de políticos y gestores empresariales. Entidades que han tenido que ser rescatadas a base de impuestos a los ciudadanos, mientras los responsables se otorgaron, en muchos casos, enormes sumas por su gestión al frente de empresas quebradas. Y este es el contexto del libro que el lector tiene en sus manos. Si bien nuestro objetivo no es, únicamente, resaltar los defectos, sino poner en perspectiva los contextos y proponer un urgente cambio de rumbo. Cambio de rumbo que no debiera basarse como única solución en llevar a cabo políticas económicas restrictivas y ajustes excesivos que, al final, sufren los que menos tienen. Esto solo llevará a un retroceso de muchos de los derechos hasta ahora adquiridos. Con ello, el Estado de bienestar irá poco a poco desapareciendo. Y cuál es ese nuevo rumbo? Simplemente, estructuras políticas más democráticas, clases políticas más honradas, más separación de poderes y una justicia efectiva e independiente. Todo ello con el esfuerzo de trasladar a los mercados globalizados los mismos mecanismos. Lo irán viendo en lo que sigue.

CAPÍTULO 1 El apetito inmobiliario Regent Street es la calle más comercial de Londres, transcurre entre Picadilly Circus y Oxford Circus. Son unos dos kilómetros de longitud con una pronunciada curva en el arranque con Picadilly. Recibe cerca de ocho millones de turistas todos los años y sus tiendas emplean a unas 10.000 personas. Fue la primera calle construida en la ciudad con carácter comercial. La diseñó el arquitecto John Nash y se terminó en 1825. Conectaba la residencia del rey Jorge IV en Carlton House con Saint Jame s y Regent s Park. Las fachadas de los edificios representan lo más característico de la arquitectura londinense. Los precios del metro cuadrado son exorbitantes, de acuerdo con el valor de los edificios, que se estimaba en unos 2.500 millones de euros en 2011. Y encima de los comercios, en los edificios, aparecen lujosas oficinas y no menos exclusivos apartamentos. Los precios de los alquileres están por las nubes, acordes con la exclusividad de la zona: por un local de unos dos mil metros cuadrados se puede llegar a pagar por encima de los tres millones de euros mensuales. The Crown Estate Regent Street pertenece a The Crown Estate, una sociedad propiedad de la corona británica. Es una de las mayores inmobiliarias del Reino Unido, con unos activos que llegaban en 2011 a unos 9.000 millones de euros, superando los 300 millones de euros de beneficios anuales. The Crown Estate tiene propiedades por toda Inglaterra, incluidos bosques y tierras de labor. Cuenta también con el hipódromo de Ascot y el Parque Windsor. No se puede decir que la corona inglesa tenga dificultades económicas: la revista Forbes estimaba sus ingresos en 2010 alrededor de los 450 millones de dólares; aun así, el Estado inglés le proporciona más de 50 millones de euros adicionales todos los años. La gran cantidad de propiedades inmobiliarias de la corona inglesa proviene de siglos atrás, cuando los nobles eran los dueños de la tierra y de sus numerosos cas- 1

2 Codicia financiera tillos. Una reminiscencia que arranca en la Edad Media e incluso en tiempos más lejanos aún. Era la aristocracia de los propietarios, muy común en algunos países de Europa donde todavía se conservan privilegios que vienen de épocas feudales. En el Reino Unido esto, en cierta medida, no ha cambiado, ya que, actualmente, en un país con más de 60 millones de habitantes, dos tercios de su suelo pertenecen a unas 190.000 familias. La democracia moderna, por su lado, ha continuado un esquema parecido en todas partes, y existe lo que se podría llamar aristocracia de la clase política. Dedicarse a la «cosa pública» y alcanzar puestos relevantes allí suele, en muchos países democráticos, reportar pingües beneficios económicos, independientemente del color del partido político al que se pertenezca. A principios del siglo xix, en la Inglaterra rural, únicamente los titulares de derechos de propiedad podían votar en las elecciones. Por aquella época el 20 % de los diputados del Parlamento eran hijos de algún par inglés, y más del 70 % de ellos se elegían por tan solo 180 señores feudales. Poco a poco, sin embargo, las reformas que se hicieron con el transcurso del tiempo acabaron con las prerrogativas de los nobles. Así, a finales del siglo xix no era preciso ser propietario, bastaba con pagar 10 libras de alquiler al año para poder votar. Lo que daba unos cinco millones y medio de electores, siendo hombres adultos un 40 % de los votantes. Esta norma quedó abolida en 1928 cuando se dio el derecho de voto a todos los hombres y mujeres mayores de edad. Lo que no quería decir que el derecho de propiedad fuera universal: en 1938 menos del 30 % de las viviendas tenían propietario. Una situación que fue, quizás, el origen del famoso proverbio inglés: «Para un inglés su hogar es su castillo». Todos querían tener su casa en propiedad al igual que los nobles. Lo mismo que ha sucedido en múltiples lugares: tener una vivienda propia es signo de estatus social, y también de seguridad personal. Ser propietario asegura, de alguna manera, el futuro propio y de los descendientes. Casi nadie en un país desarrollado quiere vivir alquilado de por vida. Y este es el caldo de cultivo de la especulación inmobiliaria y la financiera asociada a ella. Al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, el fenómeno, sin embargo, se comportó de manera distinta; quizás porque la Guerra Civil americana la perdieron los aristócratas y los terratenientes. Es cierto que, antes de la Gran Depresión de 1929, a no ser que se fuera granjero, o se tuvieran propiedades inmobiliarias, los créditos hipotecarios no eran accesibles. De ahí que, menos del 40 % de los americanos tuvieran una vivienda en propiedad: lo normal eran los alquileres. Además, los préstamos hipotecarios eran de muy corta duración, entre tres y cinco años; y no eran amortizables, es decir, se iban pagando los intereses y se devolvía el capital al final del período. La Gran Depresión, sin embargo, trajo un enorme drama también en el sector inmobiliario. Entre 1932 y 1933 se produjeron medio millón de embargos, y a principios de 1934 se contabilizaban ya más de mil diarios. Las caídas de los precios de las viviendas fueron igualmente dramáticas. En ese período los precios se depreciaron más del 20 %, y por encima del 50 % en las zonas rurales.

El apetito inmobiliario 3 En 1933, Franklin Delano Roosevelt fue elegido trigésimo segundo presidente de Estados Unidos. Ganó las elecciones a Herbert Hoover al hilo de la canción entonces de moda: Happy Days Are Here Again, que popularizó Leo Reisman con su orquesta. Su mandato se extendió hasta abril de 1945. Roosevelt fue un presidente carismático. Y su mujer, Eleanor, no lo fue menos: gran defensora de los derechos civiles, llegó a ser la representante de Estados Unidos ante la Asamblea General de la ONU, y en esa función presidió el Comité que elaboró y aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en diciembre de 1948. Cuando Roosevelt llegó al poder, los Estados Unidos estaban inmersos en lo más crudo de la depresión económica. De ahí que, en los primeros cien días de gobierno, se lanzara con entusiasmo a promover el programa del New Deal, tratando así de estimular la economía con una serie de acciones dirigidas a crear empleo con contrataciones desde el sector público. Adicionalmente, se introdujeron reformas en la regulación financiera y otros sectores como el transporte. El New Deal trajo consigo un nuevo programa social que atendía en sus objetivos a «democratizar las propiedades». Un concepto revolucionario sin duda. Ya no solo los ricos, sino las clases más desfavorecidas, podrían optar a una vivienda en propiedad. Se trataba de terminar con las chabolas, que entonces como hoy en muchos lugares se construían con cualquier cosa que sirviera para poner unas paredes y un techo. Fue el signo de la incipiente clase media estadounidense, que al correr de los años se haría universal: tener una vivienda en propiedad era el sueño de la mayoría de la gente. Especulación inmobiliaria en Florida Durante los años veinte, antes de la llegada de Roosevelt y su política del New Deal, se produjo una enorme especulación financiera e inmobiliaria en Estados Unidos. El estado de Florida representa en ese sentido el paradigma de la burbuja inmobiliaria, con un pico en 1925. Muchos paralelismos se podrían hacer entre lo que pasó entonces en Florida y lo que ha sucedido en algunos países occidentales en los últimos veinte años, donde Irlanda y España son los casos más emblemáticos, sin dejar de lado la enorme especulación inmobiliaria en Estados Unidos y otros lugares en este tiempo. En Florida se crearon nuevas zonas habitables en la región de los Everglades, una zona pantanosa entonces. En realidad, la prosperidad económica de los años veinte, después de terminar la Primera Guerra Mundial, sentó las condiciones de esa burbuja inmobiliaria. Parecía que el cambio de ciclo económico por venir hiciera buenas las palabras de Clement Juglar, uno de los teóricos de esta disciplina: «La única causa de la depresión es la prosperidad».

4 Codicia financiera Una buena respuesta a los mensajes del presidente americano Coolidge, cuando en 1928 aseguraba en el Congreso que: «Nunca hasta ahora el país ha tenido una situación tan satisfactoria: tranquilidad interior, y un récord en los años de prosperidad». Es la falta de oportunidad de esos políticos que viven alejados de la realidad. Algo ciertamente común en todas las épocas. Muchas parcelas en la zona interior de Miami se vendían por tres y cuatro veces su valor. Incluso especuladores conocidos, como Charles Ponzi, inventaban lugares edificables en zonas inhabitables. Cualquier terreno en cualquier lugar era susceptible de ser recalificado como urbano. Lo mismo que hace tan solo unos pocos años en tantos sitios. «Durante 1925 en palabras de John Kenneth Galbraith el deseo de hacerse rico sin esfuerzo qué pensamiento tan actual! llevó hasta Florida a un número de personas cada vez mayor. Se parcelaban terrenos, y se sacaban playas donde no existían». Son bastantes los que consideran el fenómeno especulador de Florida como la causa de la Gran Depresión. No fue así realmente, pero tuvo mucho que ver. Aunque, a decir verdad, no solo fueron los especuladores los que participaban activamente, también entró en el juego la Reserva Federal americana ayudando a engordar la burbuja con su política de altos tipos de interés, a lo que se unieron las masivas compras de valores en Wall Street al hilo de inconsecuentes préstamos bancarios. Préstamos que se daban con enorme facilidad: bastaba aportar un 10 % de capital para obtener créditos por el 90 % restante; algo muy común también hace pocos años, tanto en Europa como en Estados Unidos. Préstamos que se dedicaban a la especulación inmobiliaria y a la compra de acciones en Wall Street, donde los valores subían como la espuma al igual que los activos inmobiliarios. La historia como se puede ver, se repite. Al dinero fácil se unieron, por un lado, la explosiva industria del automóvil que incitó a un consumo sin medida y, por otro, las autorizaciones administrativas que permitían la construcción de viviendas muy alejadas de los núcleos urbanos. Todo muy actual: la confluencia entre los errores (y también corrupciones) del poder político en connivencia con intereses económicos particulares que buscaban un enriquecimiento rápido y sin esfuerzo. La política del New Deal La Gran Depresión se llevó por delante todo el espejismo de riqueza que se había generado durante los años veinte. La pujante industria del automóvil de entonces, al igual que sucedió en 2008, se encontró con una crisis inesperada.

El apetito inmobiliario 5 Las ventas bajaron de tal manera que los despidos masivos no se hicieron esperar. En Detroit, cuna de esta industria, no quedaban en 1933 ni la mitad de los obreros que se ocupaban en la fabricación de automóviles cuatro años antes. La miseria se veía por todas partes y era imposible encontrar trabajo. Empezaron las manifestaciones por todos los lugares de Estados Unidos, con explosiones de rabia popular que a veces acabaron en tragedia, como la sucedida en Detroit en marzo de 1932, que terminó con disparos de la policía y varios obreros muertos en las calles. A los pocos días, decenas de miles salieron nuevamente a la calle cantando La Internacional. El primer Gobierno de Roosevelt trató de impulsar políticas sociales concentrándose en proporcionar viviendas a aquellos que no disponían de bienes y vivían malamente en chabolas. Era el antídoto contra una revolución socialista en ciernes. El Ministerio de Obras Públicas fue el primero en reaccionar dedicando un 15 % de su presupuesto a viviendas baratas. En paralelo, se abrió un mercado hipotecario con condiciones muy asumibles para facilitar el acceso al crédito. De ello se ocupó en primera instancia un nuevo banco federal, la Home Owner s Loan Corporation, que daba préstamos hipotecarios a pagar en 15 años. Además, en 1932, se creó un Consejo Federal (el Federal Home Loan Bank Board) para estimular que las cajas locales de empréstito (Savings & Loans) dieran préstamos para la compra de viviendas. Estas cajas recibían depósitos de particulares que eran prestados a los compradores de casas. Además, a fin de evitar que los impositores perdieran su dinero en caso de quiebra, el Gobierno habilitó una garantía federal para tales depósitos. La película de 1946, Qué bello es vivir, dirigida por Frank Capra, cuenta bien cómo operaban las cajas locales de entonces. Otra novedad de la Administración Roosevelt vino de la mano del Ministerio de la Vivienda (la Federal Housing Administration) que, para estimular los préstamos en el largo plazo (hasta veinte años), ofrecía garantías por el 80 % del valor de la vivienda. Un hecho que ayudó a la creación en 1938 de un mercado secundario de hipotecas. Su nombre es bien conocido también en nuestros días: Fannie Mae, la Federal National Mortgage Association. Una organización que emitía obligaciones hipotecarias, es decir, títulos de renta fija que se utilizaban para la recompra de préstamos otorgados por las cajas locales. De ahí nacieron tantos suburbios de tantas ciudades americanas. En 1968 Fannie Mae se separó en dos entidades. Eran los tiempos del presidente Lyndon B. Johnson, del movimiento hippie, del Ku Klux Klan y de la cuerra de Vietnam. Pero también, un nuevo tiempo de la «lucha contra la pobreza» emprendida por este presidente, que hacía el número cuarenta y cinco de la historia de Estados Unidos, y que había sucedido a John Fitzgerald Kennedy, brutalmente asesinado en Dallas a finales de 1963. Por el impulso de Johnson se creó la Government National Mortgage Association, Ginnie Mae, una entidad destinada a dar préstamos a las clases más pobres, entre las que se encontraban antiguos combatientes de la guerra de Vietnam. En

6 Codicia financiera paralelo Fannie Mae se transformó en una empresa privada con garantías del Estado. Además, dos años después, en 1970, ya en época del presidente Nixon, se creó otra nueva entidad pública: Freddie Mac, la Federal Home Loan Mortgage Corporation, que entraba a competir en el mercado secundario de las hipotecas. Su primer objetivo: bajar los intereses de estas. Con tales decisiones, la política del New Deal de facilitar casas a los pobres se mantenía con los años, y el mercado secundario de hipotecas continuaba boyante con el paso del tiempo. Las hipotecas se convierten en productos financieros Los problemas actuales y la crisis financiera que aún persiste no empezaron con las hipotecas subprime. Mucho antes, como hemos visto, el Gobierno americano había promovido ya un mercado secundario de hipotecas para gentes con menos recursos económicos que, además, ofrecía garantías sobre los préstamos en ciertas condiciones. En concreto, se garantizaban hasta 40.000 dólares pagando una prima del 0,12 %. En contrapartida, las cajas locales podían hacer préstamos para la compra de viviendas siempre que se encontraran en un radio de 25 kilómetros de su zona de influencia. Eso sí, desde 1966, no podían remunerar sino un 0,25 % por encima de los intereses ofrecidos por la banca comercial. También podían invertir en otro tipo de productos, incluidos los bonos basura. Una historia conocida en otros lugares, donde, con el paso del tiempo, las instituciones financieras pensadas como instrumentos sociales entraron a especular en productos financieros de alto riesgo. Inversiones especulativas que al final explotaban sin remedio. Como es casi recurrente, la fiebre inmobiliaria en Estados Unidos se desató de nuevo hacia finales de los años setenta. Nadie se acordaba ya de las penurias pasadas en los años treinta. Y de la misma forma que entonces, terrenos que se compraban por pocos millones de dólares se vendían días después por decenas de millones. Estados como Texas cambiaron su faz de manera abrupta y sin control. Hechos que, casi al mismo tiempo e incluso antes, habían aparecido también en Europa. España, por ejemplo, llenó de inmuebles zonas costeras de Levante y Andalucía al hilo de la especulación desbocada del suelo en los años sesenta. Algo que volvió a repetirse en un ciclo absurdo cuarenta años después. Además de España, en otros países como Irlanda e incluso los Emiratos, surgió el mismo apetito inmobiliario, en el último caso con la construcción de rascacielos por doquier. Dubai es un claro ejemplo. A mitad de los años ochenta, cientos de cajas locales de Estados Unidos entraron en bancarrota y cerraron. Miles de personas fueron perseguidas por diversos delitos económicos, y el coste de la crisis inmobiliaria de entonces se llevó allí un 3 % del PIB, unos 150.000 millones de dólares de la época. Una crisis