EL DESARROLLO DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL EN LA EDUCACIÓN INFANTIL Pena Garrido, Mario; Lozano Santiago, Sara. UNED.



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Transcripción:

EL DESARROLLO DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL EN LA EDUCACIÓN INFANTIL Pena Garrido, Mario; Lozano Santiago, Sara. UNED. Qué es la inteligencia emocional Desde que en 1990 Mayer y Salovey acuñaran el término inteligencia emocional y Goleman, en 1995, lo difundiera a través de su best-seller, han sido muchas las publicaciones que se han realizado sobre este tema, dando a conocer los hallazgos encontrados en los ámbitos clínicos, organizacionales y educativos (Ciarrochi, Forgas y Mayer, 2006; Matthews, Zeidner y Roberts, 2004). Los investigadores han tratado de establecer el origen de este concepto y sitúan el punto de inflexión más importante en la obra de Gardner, Frames of Mind (1983), quien revoluciona el concepto de inteligencia a través de la teoría de Inteligencias Múltiples, al introducir siete tipos de inteligencia, de entre las que se destacan la Inteligencia Interpersonal y la Intrapersonal; la primera nos permite diferenciar los estados de ánimo e intenciones de los demás y la segunda nos da acceso a la propia vida emocional, a la propia gama de sentimientos, capacitándonos para discriminar entre las emociones, ponerlas un nombre y recurrir a ellas como un medio de interpretar y orientar la propia conducta (Gardner, 1993); ambas inteligencias confluyen en el constructo inteligencia emocional (Goleman, 1996). Cada autor ha propuesto su concepto de inteligencia emocional y ha incluido en éste un conjunto de competencias o capacidades de acuerdo con la definición enunciada; así por ejemplo, Bar-On (1997) y Petrides y Furnham (2003) incluyen todos aquellos factores esenciales para el funcionamiento emocional y social de las personas, mientras que Boyatzis, Goleman y Rhee (2000) se centran en aquellos aspectos que repercuten en el éxito laboral y de las organizaciones; por su parte, Schutte, Malouff, Hall, Haggerty, Cooper, Goleen y Dornheim (1998), siguen el modelo de Mayer y Salovey (1990), destacando cuatro subfactores: percepción emocional, manejo de las emociones propias, manejo de las emociones de los demás y utilización de las emociones (Ciarrochi, Chan y Bajgar, 2001; Ciarrochi,, Deane y Anderson, 2002). Por nuestra parte, adoptamos el modelo de Mayer y Salovey (1997), de acuerdo con los cuales definimos la inteligencia emocional como la capacidad para percibir, valorar y expresar emociones con exactitud; la capacidad para acceder y/o generar sentimientos que faciliten el pensamiento; la capacidad para comprender emociones y el conocimiento emocional; y la capacidad para regular las emociones promoviendo un crecimiento emocional e intelectual. Pasemos a continuación a clarificar cada una de las dimensiones (Extremera y Fernández-Berrocal, 2004): La percepción emocional es la capacidad para percibir las propias emociones y la de los demás, así como percibir emociones en objetos, arte, historias, música y otros estímulos La facilitación o asimilación emocional es la capacidad para generar usar y sentir las emociones como necesarias para comunicar sentimientos o utilizarlas en otros procesos cognitivos. La comprensión emocional es la capacidad para comprender la información emocional, cómo las emociones se combinan y progresan a través del tiempo y saber apreciar los significados emocionales. La regulación emocional es la capacidad para estar abierto a los sentimientos, modular los propios y los de los demás así como promover la comprensión y el crecimiento personal.

Por qué es importante desarrollar la inteligencia emocional En este apartado se enuncian, por un lado, las situaciones que reclaman una intervención familiar, educativa y social en el ámbito de la inteligencia emocional, y por otro, los beneficios que se obtienen de dicha intervención. En primer lugar, el bajo nivel de competencia emocional de los adolescentes analfabetismo emocional (Goleman, 1996)-, desemboca con frecuencia en un conjunto de comportamientos desadaptativos (Bisquerra, 2003) como los numerosos actos de violencia dentro y fuera del ámbito escolar (p.ej: fenómeno del bulling ), el consumo de sustancias nocivas drogas y alcohol-, los trastornos alimenticios como la anorexia y bulimia, y el aumento de la tasa de suicidios y de embarazos no deseados. Además se ha establecido que el cociente intelectual es un mal predictor de éxito en la vida, ya que la inteligencia académica no es suficiente para alcanzar el éxito profesional, a la vez que tampoco garantiza la satisfacción en el mundo de las relaciones personales (Fernández-Berrocal y Extremera, 2002. Por su parte, Álvarez, (2001) hace necesaria la intervención socio-emocional en el ámbito educativo ya que se observan unos elevados índices de fracaso escolar, dificultades de aprendizaje, estrés ante los exámenes, abandonos de los estudios universitarios, y estrés por las relaciones entre compañeros. Estos hechos provocan estados emocionales negativos, como la apatía o la depresión, y, ello está indicando la presencia de déficits en la madurez y el equilibrio emocional. En segundo lugar, los beneficios educativos de la formación en competencias emocionales se centran en la prevención de factores de riesgo en el aula, disminuyendo el número de expulsiones de clase, el índice de agresiones y el absentismo escolar, así como en la mejora de las calificaciones académicas y el desempeño escolar (Casel, 2003; Petrides, Frederickson y Furnham, 2004); del mismo modo, incrementan los niveles de bienestar y ajuste psicológico y la satisfacción de las relaciones interpersonales de los alumnos (Extremera y Fernández-Berrocal, 2004). Asimismo, se ha puesto de relieve la importancia de la educación emocional como una forma de prevención para minimizar la vulnerabilidad a las disfunciones y prevenir su ocurrencia (Ibarrola, 2004; Bisquerra, 2000); altos niveles de Inteligencia Emocional predicen mejor bienestar psicológico, es decir, menor sintomatología ansiosa y depresiva y menor tendencia a tener pensamientos intrusivos; y a su vez, aquellos alumnos clasificados como depresivos presentan un rendimiento académico menor que los alumnos que no reflejan síntomas depresivos (Fernández-Berrocal, Extremera y Ramos, en revisión). Mediante el aprendizaje de las competencias emocionales, los alumnos no sólo amplían su vocabulario emocional, sino que aprenden a emplear estrategias de afrontamiento ante situaciones emocionalmente difíciles, alcanzando el autocontrol emocional, de modo que manejen adecuadamente las emociones e impulsos conflictivos (Vallés y Vallés, 2000). Estas estrategias autorreguladoras son muy útiles en el contexto escolar cuando, por ejemplo, se acometen tareas académicas, a la vez que resultan eficaces en otros contextos no escolares familiar y social- (Torres, 1996), con lo que logramos que se transfieran las habilidades de la Inteligencia Emocional en tareas académicas a otros ámbitos, como el personal y social. Cómo desarrollar la inteligencia emocional en la educación infantil La educación emocional, es decir, el proceso de enseñanza/aprendizaje de las emociones, tiene como finalidad el desarrollo integral de la persona, armonizando los componentes cognitivo y afectivo.

Autores como Elias, Tobias, y Friedlander (1999) exponen la regla de oro de la educación emocional: Trate a sus hijos como le gustaría que les tratasen los demás ; esto requiere que conozcamos bien nuestros propios sentimientos, que asumamos la perspectiva de nuestros alumnos/hijos con empatía, que controlemos nuestros propios impulsos, que observemos con cautela nuestra actitud como profesores/padres, que nos dediquemos con esfuerzo a esta tarea y que utilicemos nuestras dotes sociales para llevar a cabo las ideas. Si, como es de desear, las instituciones educativas logran llevar a cabo estos objetivos, se obtendrá como resultado personas emocionalmente inteligentes las cuales se caracterizan por ser capaces de resaltar los aspectos positivos por encima de los negativos, valorar lo conseguido frente a las insuficiencias y los aciertos más que los errores, siguiendo la máxima de que lo importante no es acertar sino aprender a ser. Las intervenciones psicopedagógicas para el desarrollo de las competencias emocionales están centradas en el diseño y aplicación de programas, aunque como afirman Zeiner, Roberts & Matthews (2002), en la actualidad está surgiendo una nueva estrategia en la enseñanza de estas competencias, que vendría a completar la que se ofrece desde los modelos de programas, según la cual, se tiende a priorizar el aprendizaje de las mismas en cada una de las áreas curriculares. En orientación educativa se entiende por programa toda actividad preventiva, evolutiva, educativa o remedial que, teóricamente fundamentada, planificada de modo sistemático y aplicada por un conjunto de profesionales de modo colaborativo, pretende lograr determinados objetivos en respuesta a las necesidades detectadas en un grupo dentro de un contexto educativo, comunitario, familiar o empresarial (Repetto, 2002). Los objetivos específicos de estos programas se enuncian a continuación: adquirir un mejor conocimiento de las propias emociones; identificar las emociones de los demás; desarrollar la habilidad de regular las propias emociones; prevenir los efectos perjudiciales de las emociones negativas; desarrollar la habilidad para generar emociones positivas; favorecer una mayor competencia emocional; potenciar la habilidad de automotivarse; y, finalmente, adoptar una actitud positiva ante la vida. En España, se destaca, entre otros, la labor desempeñada por Ibarrola y Delfo (2003), quienes han colaborado en la elaboración del programa Sentir y pensar, destinado a niños de 3 a 5 años. Asimismo, una de las actividades que propone el Grupo de Investigación de Orientación Psicopedagógica (GROP) de la Universidad de Barcelona para la etapa de infantil es el programa de educación emocional para niños de entre 3 y 6 años (López, 2003). Dentro del ámbito internacional, concretamente en EE.UU, merece especial atención la comunidad de profesionales del ámbito de la investigación y de la práctica educativa The Collaborative for Academic, Social, and Emotional Learning (CASEL), fundada en 1994 por Goleman y Rockefeller Growald; su ámbito de actuación más específico es la enseñanza y el aprendizaje de las competencias socio-emocionales, tratando de estimular el avance de la ciencia en este campo mediante la creación de un cuerpo teórico sólido y contrastando dichas teorías con múltiples aplicaciones prácticas, al mismo tiempo que tratan de difundir los resultados de su investigación y formar a los profesionales que llevan a cabo la intervención por programas (Graczyk et al., 2000). Uno de sus objetivos prioritarios consiste en la revisión y evaluación de más de 250 programas, los cuales estimulan el aprendizaje social y emocional en los centros educativos (CASEL, 2003). Otra estrategia para lograr la formación emocional de nuestros alumnos/hijos, dentro de la etapa de la educación infantil, consiste en la elaboración de libros de

cuentos, como los de Begoña Ibarrola -Cuentos para sentir. Educar las emociones (2003)-, cuya finalidad es que los niños comprendan mejor sus sentimientos, a través de la escucha de cuentos los cuales resumen las emociones que experimentan la mayoría de los críos en su difícil camino a la madurez: Alegría tristeza, enfado, miedo, orgullo, envidia y celos, confianza en uno mismo, vergüenza y culpa; de este modo se produce un encuentro emocional entre padres e hijos. En esta misma línea, Didier Lévy (2004) ha publicado El imaginario de los sentimientos de Felix en el que sus protagonistas, Félix y Pimpón, aprenden a identificar y nombrar los sentimientos en medio de un mar de aventuras que hacen atractiva su lectura. Referencias bibliográficas Álvarez, M. (2001). Diseño y evaluación de programas de educación emocional. Barcelona, Ciss-Praxis. Bar-on, R. (1997). The Emotional Quotient Inventory (EQ-i): A test of emotional intelligence. Toronto: Multi-Health Systems. Bisquerra, R. (2000). Educación emocional y bienestar. Barcelona, Praxis. Bisquerra, R. (2003). Educación emocional y competencias básicas para la vida. Revista de Investigación Educativa (RIE), 21, 1, 7-43. Bisquerra, R. (2004). Diseño, aplicación y evaluación de programas de educación emocional. En M.J. Iglesias (ed): El reto de la educación emocional en nuestra sociedad (pp.121-161). A Coruña, Universidade da Coruña. Boyatzis, R., Goleman, D., & Rhee, K. (2000). Clustering competence in emotional intelligence: Insights from the emotional competence inventory (ECI). En En R. Bar-On y J.D.A. Parker (Eds), The Handbook of Emotional Intelligence. (pp. 343-362). San Francisco, Ca: Jossey-Bass. CASEL (the collaborative for academic, social and emotional learning) (2003): Safe and Sound. An educational Leader s guide to evidence-based social and emotional learning (SEL) programs. Chicago. Ciarrochi, J.V., Chan, A., & Bajgar, J. (2001). Measuring emotional intelligence in adolescents. Personality and Individual Differences, 31, 1105-1119. Ciarrochi, J.V., Deane, F., & Anderson, S. (2002). Emotional Intelligence moderates the relationship between stress and mental health. Personality and Individual Differences, 32, 197-209. Ciarrochi, J.V., Forgas, J., & Mayer, J. (2006) Emotional intelligence in everyday life: A Scientific Inquiry. New York: Psychology Press/Taylor & Francis. Elias, M.J., Tobias, S.E., Friedlander, B.S. (1999). Educar con inteligencia emocional. Barcelona, Plaza y Janés. Extremera, N. & Fernández-Berrocal, P. (2004). El uso de las medidas de habilidad en el ámbito de la inteligencia emocional. Ventajas e inconvenientes con respecto a las medidas auto-informe. Boletín de Psicología, 80, pp. 59-77. Extremera, N.; Fernández-Berrocal, P.; Mestre, J.M. y Guil, R. (2004). Medidas de evaluación de la inteligencia emocional. Revista Latinoamericana de Psicología, 36 (2), 209-228. Fernández-Berrocal, P. & Extremera, N. (2002). La inteligencia emocional como una habilidad esencial en la escuela. Revista Iberoamericana de Educación, 29, 1-6. Filella, G.; Ribes, R.; Agulló, M.J.; Soldevilla, A. (2002). Formación del profesorado: asesoramiento sobre educación emocional en centros escolares de infantil y primaria. Educar, 30, pp.159-167.

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