DOLOR CRÓNICO Y CONSTRUCCIONISMO
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- Daniel Lara Rojo
- hace 8 años
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1 DOLOR CRÓNICO Y CONSTRUCCIONISMO A. Gil, B. Layunta y L. Íñiguez Adriana Gil Juárez y Beatriz Layunta Maurel son profesoras e investigadoras en la Universitat Oberta de Cataluña. Lupicinio Íñiguez Rueda es Catedrático de Psicología Social en la Universidad Autónoma de Barcelona. Introducción Por qué una aproximación socioconstruccionista al dolor, y más específicamente al dolor crónico? En qué se diferencia de otras aportaciones que tengan en cuenta las dimensiones subjetivas y sociales del dolor? Responder a estas preguntas no solamente puede tener como objetivo visibilizar un punto de vista dentro del vasto campo de las disciplinas del dolor, sino que tiene que aportar ideas para enfrentar el problema del dolor crónico. El dolor es un problema multidimensional que requiere ser enfocado por encima de las divisiones disciplinares tradicionales. En este artículo abogaremos por un punto de vista que considera que la dimensión social y subjetiva del dolor no es únicamente una dimensión complementaria al resto, sino que debe ser tenida en cuenta al enfocar cada una de las dimensiones que se consideren. Por poner un ejemplo, la fisiológica como una dimensión necesaria del dolor (aunque no suficiente), merece también atención en tanto que construida mediante las prácticas científicas y médicas de una sociedad dada. De lo que se desprende que ninguna comprensión de lo fisiológico puede ser completa sin una reflexión sobre las prácticas que lo constituyen como cuerpo de conocimiento legítimo sobre el que contrastar las versiones de los enfermos y de su entorno. De la misma manera se opta por considerar que ni lo psicológico, ni la práctica clínica, ni la investigadora, pueden ser comprendidos por separado de lo social. Podemos decir sin duda que el construccionismo social resalta la importancia de lo social en la comprensión de las personas, y aunque normalmente se tiende a comprender al individuo y a la sociedad como Boletín de Psicología, No. 84, Julio 2005,
2 dos entidades separadas que se influencian mutuamente, aquí vamos a entender que lo individual y lo social son inseparables, es más, indisolubles (Ibáñez, 2001). La razón para ello es evitar que una comprensión separada de lo psicológico y lo social nos lleve a considerar una de las dos dimensiones como determinante de la otra. Si se enfatiza lo psicológico, lo social puede ser considerado pero siempre de forma secundaria, ya que se da por sentado que existen procesos individuales universales relativamente independientes del contexto social en el que se encuentran. Esta visión minimizaría el papel de la cultura, del lenguaje y de lo histórico para privilegiar la idea que el cuerpo humano es uno solo y que lo psicológico debe ser considerado en términos de diferencias individuales estrechamente ligadas a la genética y a la experiencia particular de cada uno. De esta manera la dimensión social es exterior al individuo y debería poder ser considerada puramente en términos del impacto que tiene sobre el individuo aislado. Con ello se obtiene una visión reduccionista tanto de lo social como de lo individual pues ninguna de las dos dimensiones entraría en la configuración de la otra. Lo que en el caso del dolor crónico lleva a pensar que el paciente puede ser considerado sin preocuparse ni por su entorno más inmediato ni por su entorno más mediado (cultura, sociedad, medios de comunicación, etc.). Por lo tanto, enfatizar la dimensión individual del problema es también dejar de lado el entorno que constituyen las personas que nos rodean, incluido el personal médico junto con sus concepciones, sus creencias, sus prejuicios y sus prácticas. Es dejar de lado que la persona enferma también responde, reacciona, ante los cuidados, y los descuidos, de los otros. Y que con estas respuestas evalúa su dolor y construye su identidad, su percepción de sí misma y del problema al que se enfrenta. De la misma manera enfatizar lo psicológico es dejar de lado que la definición sobre los niveles de dolor tolerables, sobre la misma idea de dolor, de lo humano y de los deberes y derechos que implica, es una definición cultural mediada por el entorno más cercano y por los medios de comunicación. Si se enfatiza la dimensión sociológica se llega a considerar a la persona como receptora pasiva de las órdenes de su entorno. Las estructuras sociales (grupos, categorías, clases, instituciones...) son las verdaderas creadoras de la realidad individual, el dolor crónico pasa a ser o bien una respuesta del cuerpo enfrentado a estas estructuras o bien justamente un producto de estas estructuras, cuya ideología determinaría el cuándo y cómo uno siente dolor. Enfatizar la dimensión sociológica comportaría, al igual que en la visión anterior, seguir considerando al individuo como una entidad desvinculada de lo social, simplemente sujeta a los vaivenes de la comprensión cambiante del dolor. Se deja de lado entonces el papel de la persona como participante activo de su sociedad, y el rol inapelable de 24
3 las personas afectadas para modificar la comprensión del dolor crónico en su propia sociedad. Un punto de vista construccionista consideraría que las personas se comportan en función del significado que la realidad tiene para ellas, y que dichos significados no son consubstanciales a las cosas sino que se generan en la interacción colectiva entre las personas en las diferentes situaciones de la vida social. Procesos sociales tan importantes como el yo o la identidad no son características fijas e innatas de los individuos, sino que surgen en la interacción social, no preexisten a las relaciones sociales sino que se crean en ellas. De la misma manera la comprensión del dolor propio aparece en la interacción con el otro y se ubica mediada por el otro en la definición subjetiva de uno mismo. Es justamente el énfasis en el nivel de la interacción, de la relación, lo que permite entender que la comprensión construccionista del dolor no olvida al sujeto sino que lo considera participante activo del significado en construcción (Layunta y Gil, 1998). Los significados se generan colectivamente, y considera que el proceso por excelencia para ello es el lenguaje, un lenguaje que es específico de un momento histórico y de una cultura determinada y que conserva un orden social dado, pero que es actualizado (conservado o modificado) en su práctica diaria. Dado este punto de partida, consideraremos primero de qué manera ha sido construido el dolor desde la práctica institucional médica y científica en los últimos años para luego pasar a considerar cuál es el imaginario del dolor en nuestra sociedad contemporánea y como podemos enfrentarlo, es decir qué versiones podemos construir conjuntamente con los enfermos que nos puedan ayudar a aliviarlo cuando este se cronifica. La construcción institucional del dolor En nuestras sociedades actuales, la Medicina es la institución social que se ha erigido como máxima fuente de conocimiento sobre el cuerpo humano (White, 2002) y, por ende, del dolor. Pero, a pesar de ir ganando terreno, la historia del dolor como enfermedad en si misma y ya no como simple síntoma de (como señal de alarma de un mal funcionamiento del organismo) es corta, y muestra el estatus precario de la categoría de dolor crónico dentro del conocimiento biomédico que tiene consecuencias directas en su terapéutica (Kleinman et al. 1994). El emergente proceso de disciplinarización de la Medicina del Dolor (MD) muestra el esfuerzo por conferir entidad propia al dolor como enfermedad. Este esfuerzo va acompañado de la voluntad de construir una parcela específica, un espacio especializado, en el dolor. La evidencia de su actitud beligerante (muy visible en las principales páginas Web dedicadas al tema -véanse las construidas por la IASP, la EFIC y la 25
4 SED) es, a la vez, la evidencia de la fragilidad de su estatus que debe ser defendido continuamente para poder legitimar su actuación. Pero el desarrollo conceptual del dolor crónico no sólo tiene consecuencias en la práctica médica. La precariedad del concepto de dolor crónico visibiliza, de forma especial, el modo en que el conocimiento médico emerge como producto de la interacción social. Es así como hablaremos aquí de la Medicina (y, en nuestro caso, la MD) como de un sistema cultural de producción de sentido que, como tal, se alimenta de los procesos socio-históricos de los que emerge a los cuales, a su vez, impregna mediante el proceso de medicalización (White, 2002). Partiendo de estas premisas, lo que es percibido desde la MD como un lento avance dentro del sistema biomédico general, no responde tan sólo a la manifestación del problema y la solución racional al mismo, sino a todo un entramado de procesos sociales que, más allá incluso de las limitaciones temporales y económicas (las cosas de palacio van despacio), comportan un cambio en el imaginario colectivo del dolor. Y es desde este punto de vista que se puede afirmar que se han producido, y siguen produciéndose, cambios sustanciales en relación al mismo. Todo proceso social implica relación. Como afirma Kleinman et al. (1994), los tratamientos del dolor se encuentran siempre insertos en un entramado cultural puesto que remiten a procesos simbólicos que interrelacionan cuerpo y Self con significados y relaciones las cuales cambian como parte de las transformaciones sociales y culturales. De este modo, la MD emerge de un entramado relacional entre distintos discursos, dentro y fuera de la disciplina médica, sobre el cuerpo humano y el dolor. La precariedad conceptual dentro del sistema clasificador médico abre paso, de forma especial, a otras voces, otros discursos que pretenden ofrecer respuesta a aquellos espacios que la MD admite no alcanzar (una de las características más loables de esta especialidad médica, es precisamente ésta: su capacidad de autocrítica y su apertura a nuevos puntos de vista). La MD es, pues, deudora del diálogo, disciplinar, interdisciplinar y social, en el que se articula. Pero la función de estas respuestas obtenidas desde otras disciplinas, no se limita a llenar vacíos conceptuales sino que a cada nueva definición del dolor éste emerge como algo también nuevo y diferente. De nuevo, la beligerancia en que se articulan en la actualidad estos intentos de teorización, muestran un terreno inestable y sujeto al éxito o el fracaso de cada ofensiva. Es así como la defensa de un abordaje multidisciplinar del fenómeno, lejos de cristalizar muestra la naturaleza cambiante del mismo sujeta a esta continua negociación de su significado y abordaje. Lo que vamos a realizar a continuación, es un breve análisis del proceso de construcción del significado del dolor a partir de algunas de sus conceptualizaciones actuales, siempre teniendo como punto vertebrador el conocimiento médico. Puesto que es imposible establecer un punto de 26
5 partida limpio de la definición médica del dolor que se abstraiga de la tradición cultural en la que se ha ido forjando tal concepto, tomamos como punto de referencia la definición del dolor más ampliamente adoptada en la actualidad por los especialistas en el fenómeno (la propuesta por la International Association for the Study of Pain, IASP), y, a partir de ella, teniendo en cuenta los interrogantes de los cuales pretende dar cuenta, estableceremos un recorrido anterior y posterior de conceptualización. Este recorrido no tiene por qué responder a un desarrollo temporal lineal puesto que, como iremos viendo, en la actualidad persisten estudios de diferentes índoles, así como podemos constatar que la reflexión desde las ciencias humanas y sociales entorno al dolor, antecede en muchos casos a la práctica médica. Pero en este caso tomaremos como eje narrativo la interrogación desde la MD, viendo a qué pretende dar respuesta, qué posibilidades abre y, por supuesto, qué otras deja de lado. De la concepción fisiológica a la concepción multifactorial del dolor Según Guyton (1989:590), el dolor es un mecanismo protector del cuerpo; se produce siempre que un tejido es lesionado, y obliga al individuo a reaccionar en forma refleja para suprimir el estímulo doloroso, nos encontramos ante el dolor alarma, el dolor funcional, el dolor útil. El dolor, pues, es una reacción constructiva del organismo que permite detectar, localizar e identificar los procesos que producen daño (daño tisular, daño a los tejidos, al organismo). Su ausencia puede causar lesiones incluso llevar a la muerte (Carlson, 1994; Casal, 2001). Podemos clasificar el dolor en dos tipos principales: el dolor agudo y el dolor lento (Guyton, 1989). Este tipo de dolores, a su vez, pueden recibir, según el mismo autor, descripciones alternativas: mientras el dolor agudo puede ser nombrado como dolor intenso, dolor punzante, dolor rápido y dolor eléctrico entre otros, el dolor lento recibe otras denominaciones como dolor quemante, dolor sordo, dolor terebrante, dolor nauseoso y dolor crónico. Incluso a nivel de una explicación fisiológica básica, pues, podemos empezar a evidenciar el funcionamiento de los procesos de simbolización a través de la descripción de la experiencia del dolor. Por ejemplo, difícilmente podría una persona describir, y experienciar, su dolor como eléctrico si viviese en una población sin electricidad. Pero volvamos a la definición del dolor fisiológico. Ésta nos entronca con una concepción animalizada de la persona pues remite a nuestro substrato biológico básico. Esto es claramente visible en la siguiente afirmación de Neil R. Carlson (1994:251): [el dolor] puede ser definido sólo por una especie de reacción de retirada, o, en los seres humanos, por manifestaciones verbales. Así, el dolor es algo común a los seres 27
6 vivos, incuestionable, interno y en todo caso exteriorizable a través de las palabras. Así es cómo la definición fisiológica del dolor se vincula directamente con la experimentación en laboratorio. Del mismo modo, este tipo de explicación es la que fundamenta el tratamiento más ampliamente adoptado: el tratamiento farmacológico. De hecho, a pesar de ser criticados los límites explicativos de esta concepción, de ella derivan las principales terapéuticas adoptadas en la actualidad incluso desde las clínicas del dolor. Cuáles son, pues, algunos de los argumentos que cuestionan el planteamiento fisiológico? El mismo Carlson (1994:251), cuando introduce en su manual Fisiología de la Conducta la explicación fisiológica del dolor, dice de él que es un fenómeno curioso. Es más que una mera sensación. Esta interrogación nace de la constatación, a través de casos clínicos y experimentos de laboratorio, de la intervención de procesos psicológicos y, en especial, procesos emocionales en la percepción del dolor. El conocido efecto placebo es uno de los fenómenos que introduce un cuestionamiento sobre la explicación fisiológica del dolor. Donald D. Price (2001), basándose en un estudio de Grace y cols. (1983) publicado en la revista de la IASP Pain, afirma que hay una clara posibilidad de que los mecanismos placebo contribuyan a la variabilidad en la eficacia analgésica por lo que deberían ser tomados en cuenta potenciándolos dentro del tratamiento a seguir. De este modo, defiende la hipótesis de que la intervención psicológica activa un mecanismo opiáceo endógeno. Como afirman los mismos autores, no existen todavía estudios que demuestren las hipótesis anteriormente planteadas, pero lo que aquí nos interesa ver es cómo, de nuevo, estos estudios se basan en concepciones culturalmente situadas del dolor en la cuales lo psicológico, lo emocional, es algo que distorsiona las vías normales del mismo (a pesar de que en este caso tal distorsión sea articulada en términos positivos puesto que lo subjetivo es visto como potenciador de mecanismos de analgesia endógenos). Subsiste, entonces, una visión de mecanismo puro del dolor sobre el que se interponen otros mecanismos que lo potencian o disminuyen. Hasta aquí, hemos estado hablando de dolores con una base fisiológica identificable (o, lo que no es lo mismo, identificada) relacionada con un daño tisular u orgánico. Pero, qué hay de aquellos dolores a los que no se les puede atribuir tal base orgánica? Paradigmáticos son los estudios relacionados con el fenómeno del miembro fantasma (ver Flor et al. 2001) y la fibromialgia (ver Barutell y González, 1999; Villanueva et al., 2004). Tanto en uno como en otro caso, todavía no existen estudios concluyentes sobre su etiología pero, más allá de su sintomatología, un aspecto importante diferencia el tratamiento teórico y práctico de dichos tras- 28
7 tornos: su estatus como enfermedad y, por lo tanto, su credibilidad. Mientras que el fenómeno del miembro fantasma es altamente aceptado por la comunidad médica y, así, el dolor de la persona que lo padece legitimado a través de la terapia farmacológica (se suele medicar por defecto en aquellas personas a quiénes se les va a amputar un miembro), la fibromialgia cuenta con un reconocimiento reciente (en 1992 por la OMS; en 1994 por la IASP) (Villanueva et al. 2004) y precario, puesto que en la práctica médica es a menudo no reconocido, infravalorado e infratratado. El distinto estatus de estas enfermedades se encuentra, indudablemente, atravesado por el género. Vemos, pues, cómo la explicación fisiológica del dolor topa con sus límites explicativos, a saber: la no correspondencia entre la gravedad/existencia de la lesión física y la experiencia del dolor, así como su prevalencia (dificultad de abordar los dolores crónicos). Estas evidencias ponen en duda, a su vez, la concepción del dolor alarma. La utilidad del dolor queda en entredicho cuando éste no es indicativo del grado de lesión orgánica, careciendo incluso de ella en algunos casos. La ruptura con tal concepción será clave para empezar a definir al dolor como una enfermedad en si mismo. Los límites explicativos nombrados, al establecer al dolor como un fenómeno multifactorial, no sólo potencian la posibilidad de nuevas respuestas desde el mismo planteamiento sino que provocan la apertura a nuevos discursos entorno al dolor empezando a crear una comprensión multidisciplinar del mismo. A pesar, pues, de intentar capturarlas mediante recorridos fisiológicos y neuronales, hemos visto cómo la reflexión entorno al papel de las emociones en el dolor, o lo que se empezará a denominar como componente subjetivo del dolor, abre una brecha en la explicación fisiológica que permite la entrada de nuevos discursos que cambiarán el centro de interés en el estudio del mismo, y pretenderán romper con la dualidad físico-psicológico, que remite directamente a la dualidad real-imaginado en muchos casos. El otorgar un papel preeminente a la experiencia del sujeto en la definición del dolor será el punto de inflexión clave para provocar tal cambio, y es ahí donde entra en juego la International Association for the Study of Pain (IASP). De la perspectiva multifactorial a la preeminencia de la experiencia Según la IASP (2005), el dolor es siempre subjetivo (...). La actividad inducida por un estímulo nocivo en los caminos nocioceptor y nocioceptivo, no es dolor, éste es siempre un estado psicológico, aunque podamos apreciar perfectamente que a menudo tiene cerca una causa física. La aparición de la IASP en 1973 supone un punto de inflexión importantísimo para comprender el desarrollo de la MD. Como la mayor parte de organismos, nace con la pretensión de llenar un vacío, en este caso en el panorama médico. Podemos afirmar, en cambio, que su 29
8 surgimiento, lejos de esta pretensión de completud lo que produce es la creación de un nuevo lugar de interrogación inexistente hasta ese momento: crea una nueva definición de dolor y, con ello, lo construye a éste como algo también nuevo y distinto. La IASP define en 1979 el dolor como una experiencia sensorial y emocional desagradable, relacionada con el daño real o potencial de algún tejido, o descrito en términos de tal daño. En esta definición es interesante observar cómo aunque el hecho objetivo deja paso a la experiencia subjetiva (no es necesaria la detección de una causa orgánica para poder concluir que esa persona siente dolor), incluso la vivencia personal del dolor pasa por una descripción que sigue manteniendo como referente el daño tisular, el daño físico, la lesión orgánica. Asimismo, la afirmación el dolor es siempre subjetivo que citamos más arriba, es clave para comprender el giro conceptual en la definición del dolor. Con tal afirmación, se evidencia su concepción anterior como simple proceso sensorial y se abre la posibilidad de nuevos discursos que traspasan el interés a la experiencia subjetiva de la persona que lo padece. No hay, por lo tanto, proceso doloroso independiente de la experiencia humana. Es así cómo se abre el espacio para un cambio radical en la concepción del dolor: éste, deja de ser visto como simple síntoma de para ser comprendido como una enfermedad en si mismo. Pero este cambio no tan sólo tiene efectos en la práctica médica (la MD encuentra en él su máxima fuente de legitimación) sino que, el pasar del dolor síntoma al dolor enfermedad, comporta un cambio en el imaginario colectivo del dolor: se pasa del dolor útil, al dolor sin sentido, el dolor vacío, que requiere intervención en sí mismo. Con el apoyo de las empresas farmacéuticas y la creciente publicitación de sus productos, se crea una conciencia del dolor en la población, que reclama directamente tratamiento. El desarrollo de una MD que parte de un planteamiento multidisciplinar obtiene su máxima justificación abriendo espacios para la intervención de otras disciplinas, especialmente aquellas relacionadas con el análisis de lo subjetivo, lo que denominaremos, siguiendo los planteamientos de Chevnik (2001), la comunidad Psi. De las explicaciones Psi a la variabilidad interindividual Veíamos cómo con su nueva definición del dolor, la IASP sitúa en un estatus preeminente a la experiencia del mismo, sobre su proceso sensorial. Lo que se venía denominando dolor real, se funde con el imaginario, rompiendo tal dualidad. Pero, realmente se consigue este efecto? Los estudios Psi se apropian de la subjetividad como espacio privilegiado para su intervención pero, del mismo modo, preservan casi intacto otro lugar, el lugar de lo físico, para otro tipo de explicación y práctica que será en la que, finalmente, se asentará el diagnóstico (véase a mo- 30
9 do de ejemplo la distinción entre dimensión sensorio-descriptiva y dimensión motivacional-emocional del dolor propuesta por Leopoldo Salvarezza, 2001). La introducción de la reflexión Psi tiene, además, otra característica relevante: lo subjetivo sigue apareciendo como algo que altera, que dificulta, el conocimiento objetivo del dolor. Por lo tanto, a pesar de lo dicho, se sigue situando un referente de realidad relacionado con el sustrato fisiológico del cuerpo humano dibujando la subjetividad como elemento negativo, como elemento distorsionador y, por ende, problemático. En boca de Chevnik (2001:67), el fuerte componente subjetivo del dolor, (...) implica dificultades en su abordaje. Cuando se habla de explicaciones Psi en la literatura relacionada con la MD, estas explicaciones remiten directamente a la esfera clínica: Psicología Clínica y Psiquiatría. En la actualidad, tanto una como otra basan en buena parte sus prácticas en el manual diagnóstico DSM-IV (Pichot, 1995), sistema de clasificación criteriológico y estadístico que no elabora ninguna teoría sobre las patologías enumeradas. Si consultamos dicho manual, en él encontramos lugar para el dolor por lo que éste pasa a ser clasificado como psicopatología. En el DSM-IV, el dolor está incluido con el nombre de trastorno por dolor dentro de los trastornos somatomorfos (de nuevo aparece el cuerpo, lo físico, como referente definitorio). El DSM-IV, nos habla de un dolor disfuncional (se pierde en esta definición la idea del dolor útil ) pues altera la vida del individuo en sus dimensiones individual y social; un dolor con alta intervención de factores psicológicos (lo psicológico sigue siendo externo al dolor pero lo puede provocar y/o mantener; no se habla de dolor psicológico); es dolor real (es el dolor sin intención de doler, el dolor no buscado, el dolor que irrumpe, el dolor encontrado); y, por último, los factores psicológicos no tienen que ver con otro tipo de psicopatologías (entre las que es fundamental descartar que no se trata de un trastorno ficticio o un trastorno por simulación, Chevnik, 2001). Se identifican tres tipos de trastornos causados por dolor, en los cuales es curioso constatar cómo, a medida que aquello que se denomina como factor psicológico va cediendo protagonismo a la enfermedad médica, la necesidad de explicación decrece. Se visibiliza la autoevidencia de lo físico frente a la duda que acompaña lo psicológico. Así, mientras el diagnóstico médico se basa en una búsqueda geográfica del dolor (dado un espacio real, verdadero, como es el cuerpo humano, situar el punto exacto donde se encuentra la patología), el diagnóstico psicológico/psiquiátrico (cuando lo hay) tiene como uno de sus puntos clave discernir entre la verdad y la mentira (criterio pasado a menudo al juicio médico ante la ausencia de personal Psi), puesto que es éste el lugar de lo Psi, el espacio de lo que no tiene espacio, la forma de lo que es inaprensible. Más allá de lo físico, el dolor es puesto en duda. 31
10 Así pues, a pesar de la reivindicación de la IASP, definiendo el dolor como siempre psicológico, el trato de lo personal, de lo experiencial, de lo Psi, es deficitario, y, cuando existe, está supeditado a la práctica médica funcionando o bien como filtro para establecer el límite entre lo verdadero y lo fingido, o bien como terapia paliativa con función analgésica. En cualquiera de los dos casos, lo Psi es visto como una distorsión de los mecanismos objetivos del dolor, una barrera que dificulta el abordaje real del fenómeno. La experiencia del dolor, lejos de ser objeto de atención, supone la dificultad de un tratamiento adecuado: la efectividad de la medicina como mecánica del cuerpo queda puesta en tela de juicio por la inseparabilidad del dolor de su factor psicológico. Por lo tanto, el papel de los estudios Psi llegados a este punto es doble: como fármaco y como detector de mentiras. De este modo, tal y como afirma Kleinman et al (1994), los estudios psicológicos nacen de la reivindicación de sobrepasar el reduccionismo biológico impuesto por la medicina pero demasiado a menudo acaban reproduciendo las mismas categorías convencionales. Al crear un espacio específico de actuación, el espacio de lo mental, de lo Psi, se perpetua la distinción entre cuerpo y mente manteniendo la clásica dicotomía cartesiana. De las variables interindividuales a las categorías sociales El nivel de interrogación sobre la relación sociedad-dolor es ascendente (y ascendente no significa, en ningún caso, que unas propuestas descarten a otras en un proceso evolutivo; al contrario, conviven en la actualidad estudios de diferente índole) pero parte, en cualquier caso, del cuestionamiento de la uniformidad: ante una herida o enfermedad idéntica, las manifestaciones de dolor son diferentes de persona a persona y de sociedad a sociedad (Le Breton, 1995). El primer escalón en la reflexión en torno a lo social lo encontramos en el trato de variables sociológicas tradicionales como son la edad, el sexo y la clase social (Boixareu, 2003). Diferentes estudios, mayoritariamente cuantitativos y basados en datos epidemiológicos, muestran relación entre dichas variables y el surgimiento y/o mantenimiento del dolor, así como en el nivel de tolerancia y las estrategias de afrontamiento del mismo (ejemplos de ello pueden verse en Novy et al., 1998; Kleinman et al. 1994; y Boixareu, 2003). La epidemiología, pues, establece un puente entre la reflexión en torno a la variabilidad interindividual y una primera aproximación a una concepción que podríamos denominar como grupal, donde pertenecer a un grupo significa el simple hecho de compartir con otras personas características consideradas como intrínsecas, esenciales, naturales (como serían la edad y el sexo). La visión individualista persiste basándose en una concepción altamente impregnada por el discurso fisiológico, la preeminencia del cual sustenta ciertos prejuicios que operan en la evaluación de la experiencia 32
11 del dolor. Así, por ejemplo, si se piensa que las mujeres y los/las ancianos/as tienden a expresar más su dolor, de sus quejas en la consulta médica habrá que restar unos grados de importancia. Es, pues, realmente la experiencia de la persona que padece dolor aquello que dirige el diagnóstico y el tratamiento tal y como nos sugiere la IASP? De las estructuras sociales a la etnicidad La reflexión en torno a la clase social ofrece un paso más en el nivel de interrogación sobre el papel de lo social en la emergencia y desarrollo de la enfermedad y nos sitúa en una esfera de interpretación cercana a las ideas marxistas y a su visión estructural y económicamente dependiente de la realidad. Esta perspectiva muestra cómo las estructuras sociales distribuyen la salud y la enfermedad de forma desigual a través de la población y es así cómo la garantía de un entorno social con los recursos económicos y las condiciones de vida adecuados promueven poblaciones sanas (White, 2002). La interrogación por las condiciones de vida de los grupos sociales nos lleva a una cuestión clave, aquello que se viene denominando como estilo de vida. Siguiendo estos planteamientos, Boixareu (2003:160) nos habla de las nuevas formas de enfermar, las cuales son aquellas que surgen como resultado de un nuevo contexto social y estilo de vida específico. Es así como el dolor crónico emerge también como un mal propio de nuestras sociedades desarrolladas. En especial, encontramos el caso de la lumbalgia, la cual se ha convertido en un problema de salud pública (Rull, 2004:119). Asimismo, Villanueva et al (2004:431) nos hablan del incremento de patologías de gran calado social en la segunda mitad del s. XX entre las que se encuentran la fibromialgia. Pero a menudo, la apelación al estilo de vida es un recurso culpabilizador que utiliza el personal sanitario hacia el/la paciente, despojando al estilo de vida de su naturaleza social y situándolo al nivel de la responsabilidad individual. En cambio, tal y como afirma White (2002), no hay evidencias que muestren que la decisión personal sea la única responsable del desarrollo de un estilo de vida específico. El desarrollar ciertas actividades cotidianas tiene mucho que ver con un reparto social de roles así como con el desarrollo de nuestra identidad. Cambiar conductas, por lo tanto, no es un problema tan sólo de decisión personal que comporta el sustituir unas actividades por otras, sino que implica procesos más complejos de relación social y de reconceptualización de la imagen de nosotros/as mismos/as. Otro tipo de estudios situarán de nuevo su centro de atención en el dolor como experiencia y cuestionarán su uniformidad en función de otro elemento clave: ya no su sustrato fisiológico dado por supuesto, ya no las condiciones de vida que pueden incidir en tal sustrato, sino en su significado. Se abre un espacio para interrogarse sobre la significación 33
12 social del enfermar. Pero, en qué términos se planteará la cuestión del significado? Echemos un vistazo a los estudios basados en la etnicidad. La reflexión entorno a la importancia del significado en la experiencia del dolor y su dependencia socio-cultural es un elemento clave que introducen los estudios étnicos y culturales. En 1969, Mark Zborowski publicó su libro People in Pain, un trabajo pionero en los estudios de la influencia de la cultura en la percepción y la manifestación del dolor, inaugurando este tipo de investigación sobre el dolor (Morris, 1991; Kleinman et al. 1994; Le Breton, 1995, Nayak, 2000). Por desgracia, buena parte de los estudios transculturales que le siguieron, heredaron de éste la estereotipación y olvidaron lo bueno que Zborowski aportaba: la invitación a una reflexión profunda entre los procesos de significación social y la emergencia de la experiencia del dolor. Pero, se puede comprender el significado como algo más que una simple etiqueta diferencial y factor influyente de un proceso biológico objetivo? En efecto, podemos vislumbrar cómo el dolor como problema no es algo que preexista a la reflexión sobre el mismo. Contrariamente, el dolor emerge, es constituido como problema a través de procesos sociales constantes, asentados en estrategias narrativas y discursivas insertadas en un espacio histórico-cultural muy específico. La construcción social del dolor Las emociones, los deseos, los conceptos, las categorías, incluidas las científicas, y el dolor están constituidos socialmente y por tanto las prácticas, descripciones, explicaciones y respuestas de las personas son las acciones sociales mediante las cuales se reproduce, mantiene y cambia la realidad (Gil, 2000), incluida la realidad del dolor crónico. Por ello, una visión socioconstruccionista considera que aquello que hemos venido llamando lo social, o la dimensión social, está formado en realidad por un conjunto de prácticas lingüísticas (no únicamente verbales o textuales, sino conformadas por multitud de actos de significación y de comunicación) que promueven, mantienen y regulan las relaciones sociales. Éstas prácticas construyen el dolor crónico como un objeto vinculado a sistemas de valores y a grupos sociales, lo que en definitiva nos lleva a considerar el dolor crónico no como una propiedad de un individuo concreto sino como un resultado producido colectivamente. No porque no le duela a un individuo concreto, sino porque el dolor no se puede considerar experiencia pura, sino experiencia mediada por su significado. Así, por ejemplo, en nuestra sociedad, el dolor crónico no se vive solamente como dolor y daño físico, sino también como la interrupción del estilo de vida deseado, del consumo, del trabajo, del cuerpo y de las relaciones con los demás. Por mucho que uno quiera evitarlo y no pensar en él, el dolor es concebido actualmente como una propiedad fundamental del ser huma- 34
13 no. Sin dolor no hay humanidad, como lo muestra el imaginario literario fantástico que atribuye precisamente a los suprahumanos (los superhéroes) y a los infrahumanos (los robots y los monstruos) la incapacidad por sentir dolor, lo que los hace tanto más fuertes como inhumanos. También es remarcable el hecho que la preocupación por el dolor animal no haya surgido sino en el momento histórico en que se llega a situar de forma incuestionable a la humanidad en un continuo evolutivo que la concibe como miembro de pleno derecho del reino animal. Justamente, el dolor deviene comprensible, y cede el paso la versión tradicional del castigo divino, cuando aparece como un requisito esencial para la supervivencia, un rasgo evolutivo seleccionado naturalmente porque permite a quién sufre sobrevivir al percatarse de sus heridas o enfermedades. Simultáneamente el dolor crónico se vuelve otra vez incomprensible cuándo la sociedad provee de una protección suficiente al ser humano como para no tener que depender de estos avisos naturales. El estado del bienestar y la mejoría económica de partes importantes de la población significan paradójicamente que el dolor crónico sea cada vez más intolerable ya que menos natural. De hecho, si se nos permite la expresión aquello que más duele del dolor crónico es la creciente percepción de su inevitabilidad junto con el crecimiento paralelo de la creencia en su injusticia. Porqué uno no puede deshacerse de su dolor? Porque el dolor es reconocible más allá de toda cultura particular y de todo lenguaje particular, basta con ser humano para reconocerlo, se nos dice. Pero una manifestación dolorosa no puede analizarse ni entenderse fuera de contexto porque los diferentes significados atribuidos al dolor, sea como mal temporal, como prueba necesaria, como método de purificación o incluso de obtención de placer, han moldeado la percepción del sujeto en su tolerancia y resistencia al dolor. Finalmente es la sociedad la que legitima el sufrimiento, instaura un orden de sacrificios, de sacrificios válidos e inválidos, lo define como parte de la vida o como compañero de la muerte. De hecho se considera que sólo podemos acceder a él a través de sus manifestaciones en el cuerpo, de manera que el dolor se considera intrínsecamente relacionado a una actividad fisiológica del sistema nervioso, algo que uno debería poder suprimir farmacológicamente, esta es la demanda a la que se enfrentan cada día des de los médicos generalistas hasta los especialistas en dolor. Esta corporeización contemporánea del dolor supone que sólo se puede representar de forma aproximada con el lenguaje y que la experiencia, inefable, se pierde en la inevitable traición de traducir, con lo cual representa que la palabra es necesaria pero no suficiente que la sensación es previa a la palabra. Como afirma el Wittgenstein del Tractatus ( ), de lo que no podemos hablar es mejor callarse, y el dolor se manifiesta en el lenguaje pero no puede ser articulado en términos meramente lingüísticos, aquello que se muestra en el lenguaje no es 35
14 decible. El dolor suspende el habla para recordarnos que somos de carne y hueso, nos recuerda que no hay explicación que valga y que se trata de una experiencia absolutamente solitaria. Pero en realidad en la práctica diaria es siempre necesario mostrar a los demás el dolor, de esta manera queda establecida la normalidad, la estabilidad emocional y su ruptura que es el dolor. De esta manera se obtienen los permisos del entorno para comportarse de forma excepcional. La reconstrucción del dolor La constatación que el dolor no solamente es comunicable, sino que de hecho se comunica cada día, nos lleva a pensar en algunas indicaciones que podrían ser desarrolladas en una línea de estudio de inspiración construccionista del dolor crónico (en la línea de los trabajos antropológicos de Le Breton, 1995, e históricos de Rey, 1993) cuyo principal objetivo debería ser la transformación de la comprensión de esta experiencia, con vistas a afectar desde las prácticas institucionales hasta las concepciones públicas. Para empezar debería evidenciarse que el dolor existe por las relaciones subjetivas que establecemos para mantenerlo y reproducirlo y no por relaciones objetivas en la geografía del cuerpo. Una manera es explorar la ruta por la cual el dolor se ha convertido en un problema médico-científico, el cómo la medicina se ha convertido en el punto de vista privilegiado para hablar de ello, desplazando a la religión y a la filosofía en su momento, sustituyendo a la psicología en cuánto puede, obviando las aportaciones de las ciencias humanas y sociales. Esta exploración puede permitir recuperar lo que se excluyó adrede de la explicación del dolor, su condición de límite entre lo humano y lo animal, entre el cuerpo y la psique, sus diferentes vivencias según el momento histórico, la cultura, la clase, el género o el estilo de vida. Trayendo a colación aquello de lo que no se habla usualmente en el ámbito médico. Seguramente debería reducirse el privilegio que tiene el dolor en el presente como quinta esencia del sufrimiento. El dolor es en estos momentos la emoción más evidente, la más universal, según el punto de vista occidental. Cuando el dolor nos embarga nos impide ver nada más allá de él. Pero la razón de ello no puede estar desvinculada del rol que ha asumido en nuestra sociedad el cuerpo como centro de atención y de presentación ante los otros. Sin embargo ha habido y hay construcciones alternativas disponibles: la sublimación religiosa del dolor como tránsito hacia la trascendencia y la sublimación a través del disfrute del dolor, tenemos desde luego una construcción ética y otra erótica del dolor, entre otras. De hecho es posible entrenar su tolerancia, resistirlo, cosa que no sólo demuestran los casos extremos de resistencia al dolor (el ejemplo clásico del fakir y el de aquéllos que optan por hacer del dolor parte de su estilo 36
15 de vida vinculándolo a la sexualidad) sino también el uso cada vez más frecuente de terapias de tipo psicológico. Pero no solamente las visiones puramente fisiológicas son demasiado limitadas, sino también aquellas que abogan por complementarla con lo psicológico (el ámbito de las sensaciones y de las emociones consideradas también como experiencias privadas), sin entrar a buscar la comprensión de la vivencia subjetiva del paciente en las raíces sociales y culturales del sufrimiento, en las prácticas de género y en las adscripciones étnicas (Otegui, 2000). Es decir sin entrar en una antropología del dolor (Le Breton, 1995) o sin hacer visibles las condiciones sociales que hacen posible la existencia y la prevalencia del dolor crónico como uno de los problemas más importantes de salud pública porque se trata de una afección de los cuerpos de nuestro momento histórico particular. Hay también una realidad transcultural del dolor, estudios de etnolingüística comparada que dicen que las expresiones de las emociones carecen de equivalente en otro idioma y tesis de sociología cognitiva que dicen como las experiencias pasadas determinarán el futuro de las respuestas emocionales. Se puede, por ejemplo, eliminar la separación entre el duelo en cuanto a dolor psíquico y el duelo como rito colectivo determinado por la cultura porque hay sociedades colectivistas que ponen el énfasis en el grupo y no en la persona, e incluso las que consideran el duelo un proceso más encaminado a ayudar al fallecido y no a los supervivientes (Pérez y Lucena, 2000). Precisamente en estos momentos de énfasis en lo local, en la diferencia cultural que responde a estilos de vida y segmentos de consumo tan claros en nuestras sociedades occidentales, es justamente ahora que el dolor se mantiene como aquello universal que nos une. Ahora cuando podríamos relativizarlo, no nos deja su concepción fisiológica de proceso universal. Sabemos que lo inefable, la inenarrabilidad, de las emociones, las convierte en poderosos dispositivos de control social puesto que con ello se evita la reflexión sobre sus condiciones de producción social (Gil, 2000). El dolor crónico acaba ejerciendo de puente entre el interior y el exterior de la persona que hemos construido, ya que es la emoción la que marca el límite entre el cuerpo y la subjetividad. Al mismo tiempo revela la autenticidad de mi yo interior por el sufrimiento que genera ese cuerpo en mi subjetividad. Está claro que el dolor está mediatizado por la palabra, por las convenciones sociales que dictan la manera de sentir y de emocionarse, pero no porque exista previa e independientemente de las prácticas sociales y lingüísticas sino porque el dolor y lo que sentimos en general, depende del soporte neurofisiológico como de cualquier soporte se depende, pero donde adquiere significado es en el contexto social de los sujetos. No hay cuerpo sin dolor, igual que no hay lenguaje posible sin área de Broca pero el lenguaje no es el área de Broca y el dolor no es el 37
16 cuerpo. El lenguaje se llena de sentido en el discurso en acción, independientemente de su referencialidad para alguien en concreto. Cualquier visión personal del dolor es un efecto de la construcción social del dolor hecha a través de una diversidad de prácticas discursivas. El reestablecimiento de su estilo de vida que reclama el enfermo no es posible si lo que se busca es dejar de lado el propio cuerpo porque el propio estilo de vida actual privilegia el cuerpo como espacio de consumo, de cuidado y de relación con los otros (Gil, 2004). A manera de conclusión Es innegable que desde los años setenta, el dolor crónico es un dato epidemiológico lo suficientemente importante como para pasar por alto que se concreta en grupos de personas en específico, con unas condiciones sociales, económicas y culturales concretas, con unas condiciones de vida ancladas en un momento histórico particular. En el contexto biomédico, la construcción diagnóstica del dolor crónico no está fuera de las situaciones culturales que definen la interpretación de los signos y los síntomas, de las definiciones de lo que hay en la realidad como lo orgánico y lo psicológico por ejemplo, y que están claramente mediatizadas por otras especificidades como el género y la clase o el estilo de vida en nuestras sociedades actuales. La respuesta ha sido crear instituciones especializadas en el diagnóstico y el tratamiento del dolor, ya no de la enfermedad, clínicas manejadas por algologos y por especialistas de otras disciplinas. Hemos resignificado el dolor y ha dejado de ser sólo un síntoma para llegar a adquirir una entidad propia, pero aún así, no hemos llegado al fondo de la cuestión, no hemos asumido que responde a una situación social concreta que le es constitutiva y constituyente y que lo mantendrá y reproducirá mientras lo continuemos pensando como la más humana de las emociones naturales. Referencias Barutell,C.-González,R.(1999): Fibromialgia. En Gaceta del Dolor. Debates sobre el Tratamiento del Dolor, 2. Boixareu,R.M.(2003): Malaltia i sofriment. En Rosa Maria Boixareu (coor.) De l antropologia filosófica a l antropologia de la salut. Barcelona: Blanquerna. Carlson,N.R(1994): Fisiología de la conducta. Barcelona: Ariel. Casal,E.(2001): Introducción: consideraciones generales sobre el dolor. En Rodolfo D Alvia (comp.) El dolor. Un enfoque interdisciplinario, Buenos Aires: Paidós. Chevnik,M.(2001): El dolor agudo, En Rodolfo D Alvia (comp.) El dolor. Un enfoque interdisciplinario, Buenos Aires: Piados Flor,H. et al(2001): Dolor de miembro fantasma. En Revista de la Sociedad Española del Dolor, 8: Gil,A.(2000): Aproximación a una teoría de la afectividad. Tesis doctoral (Edición microfotográfica). Universitat Autònoma de Barcelona. ISBN:
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